LOS HERMANOS MASONES
ESTUVIERON casi completamente en paz unos meses, sin grandes encuentros. En esto supieron que el Director había sido acusado en Burgos por los franceses de espía de los guerrilleros y metido en la cárcel. Al conocer la noticia, dijo Aviraneta a su compañero Lara que creía no debían ver indiferentes la prisión del Director.
Hablaron a Merino, y este les dijo que si podían hacer algo por él les daría licencia ilimitada para que fueran a Burgos solos o con los asistentes.
—Bueno, iremos —dijo Aviraneta.
—Pues nada, contad con la licencia.
Salieron. Los pueblos del trayecto se encontraban en estado lamentable. Por todas partes, ruinas, casas incendiadas y abandonadas.
En Burgos fueron a hospedarse en casa de un primo de Lara, y al día siguiente se dedicaron a enterarse de lo ocurrido con el Director. El juez militar encontró cartas suyas cuyas palabras se prestaban a diversas interpretaciones, y el auditor ordenó separarlas para que figuraran en el proceso.
Conocidos varios detalles, Lara y Aviraneta se pusieron en campaña y proyectaron una serie de planes para libertar al Director.
Se reunió el Consejo de guerra, al que asistieron casi todos los oficiales franceses de guarnición en Burgos y gran parte del vecindario.
Se mandó retirar al reo a una salita separada con su defensor y su intérprete, se evacuó de público el estrado, y los jueces se reunieron para dictar la sentencia.
Al cabo de una hora se hizo público el veredicto de inculpabilidad del acusado.
Legalmente, el Director debía ser puesto en libertad; pero antes de que el coronel presidente del Consejo de guerra dictara esta providencia, recibió una comunicación del conde de Dorsenne, en la cual se le prevenía que, en caso de que recayese sentencia absolutoria sobre el Director, debía volver a la prisión.
Al día siguiente, llevaron una berlina a la puerta de la cárcel, sacaron al Director, le metieron en el coche, acompañado de un comisario de policía y de un agente, y, escoltados por un pelotón de gendarmes, tomaron la calzada de Francia.
Lara y Aviraneta enviaron una carta a Merino. Contaban en ella lo ocurrido y le proponían atacar el convoy enemigo en el desfiladero de Pancorbo.
Al día siguiente supieron por un arriero que el Director, en su coche, había parado en el mesón del Segoviano, de Briviesca.
Por la noche vieron pasar el coche del Director con un pelotón de escolta por delante de ellos. Aviraneta se colocó de manera que el prisionero le viese y comprendió por su mirada que le había reconocido.
Lara y Aviraneta, dispuestos a hacer el último esfuerzo, siguieron detrás del convoy hasta salir del desfiladero de Pancorbo, y luego, marchando a campo traviesa, llegaron antes que el coche a Miranda de Ebro.
No llevaron al Director a la cárcel, sino a una posada próxima al pueblo. Aviraneta quería ver si por la luz comprendía en qué cuarto alojaban al prisionero.
Todas las ventanas estaban cerradas. De pronto, una del segundo piso se abrió, y, proyectándose en la luz, vio la figura del Director.
Aviraneta y Lara pensaron en lo que se podría hacer para libertarle.
El único proyecto posible era que uno de los dos saltara a la huerta, subiera por el tronco de la parra a la ventana y sacara por allí al prisionero.
Salieron a la calle. Al pasar por una tienda de frutas vio Aviraneta unos canastos de nueces muy gordas y compró media docena. Fueron al parador, abrieron dos nueces y metieron dentro de cada una de ellas un papel que decía. «Espere usted preparado esta noche».
Fueron a cenar con las nueces en el bolsillo, estuvieron atentos a las idas y venidas del posadero, y, en el instante en que este ponía en la bandeja unos racimos de uvas, sacó Aviraneta las nueces y las dejó encima. El hombre le hizo un guiño como diciendo: «Está entendido», y subió al cuarto del preso.
Salieron, dieron una vuelta a toda la tapia del huerto, y encontraron una puertecilla.
—Voy a ver si se puede abrir por dentro —dijo Aviraneta, y, apoyándose en su compañero, escaló la tapia. La puerta tenía una llave grande y mohosa, pero pudo abrirla.
Lara se fue al parador para preparar los caballos.
La subida a la ventana no fue difícil: el tronco de la parra era grueso y retorcido. Lo único malo que ocurría era que, al trepar, las ramas de la parra chocaban contra la madera y metían ruido.
Pensó en volverse atrás; pero olvidó esa idea, y siguió adelante. Se acercó a la ventana.
Dios dos golpes en el cristal. Nada.
«¡Este hombre es un imbécil! —pensó, incomodado—. ¿No habrá visto el aviso?»
Volvió a dar otros dos golpes y apareció la cabeza asombrada del prisionero.
—¿Es usted? —le dijo, temblando.
—Sí. ¿No ha visto usted mi aviso?
—No.
El Director se hallaba perplejo, aturdido. Se puso una chaqueta y acercó una silla a la ventana para saltarla.
En esto, dos manos de hierro cayeron sobre los hombros de Eugenio y varios gendarmes entraron en el cuarto.
—¡Ah, brigand! —dijo uno.
Aviraneta pudo librarse de sus zarpas; saltando por la ventana, se agarró al tronco de la parra y fue bajando hasta el jardín. Intentó escapar subiendo por el tronco de un árbol, pero en la oscuridad no encontró ninguno.
No tuvo más remedio que rendirse. Rodeado de cuatro gendarmes y un cabo, cruzó la calle y entró en el portal de la casa próxima. Subieron todos. En un cuarto había tres oficiales sentados alrededor de una mesa; uno, el comandante, hombre fuerte, de alguna edad; los otros dos, jovencitos.
El cabo contó lo ocurrido e hicieron avanzar a Aviraneta en el cuarto.
—¿Qué, es un ladrón?
—No, es un bandido que venía a libertar al preso.
Aviraneta dio unos pasos hacia la mesa.
—Me han atado como un fardo, mi comandante —dijo en francés—; creo que podían dejarme respirar un poco.
—Sabe francés el pícaro —exclamó, riendo, uno de los oficiales jóvenes—. Desatadlo. No se escapará.
Le desataron. En aquel momento tuvo la inspiración de acordarse de la masonería.
Ya con los brazos libres, hizo el signo masónico de gran peligro, lo que llaman los franceses la señal de détresse.
El comandante le miró atentamente y habló luego con los oficiales, que se despidieron.
De pronto se volvió el comandante hacia Aviraneta y le preguntó:
—¿Cuál es tu palabra masónica?
—Mac-Ben-Ac —contestó don Eugenio.
Aviraneta empezó a explicar lo que había hecho; por qué intentó libertar al preso; cómo este había sido absuelto por el tribunal militar…
—No necesito explicaciones, hermano —replicó el comandante, con gran asombro de Aviraneta—. Vamos, ven conmigo.
Salieron a la calle, pasaron el puente y llegaron cerca del parador del Espíritu Santo.
—No intentes nada —dijo el oficial—. Sería inútil. Se va a aumentar la escolta del preso y a redoblar la vigilancia.
—No pienso intentar nada —replicó Aviraneta.
—¡Adiós, hermano! —le dijo después, y le estrechó contra el pecho.
Al verse solo en medio de la oscuridad de la noche, se quedó asombrado de su suerte; agitó los brazos alegremente, castañeteó los dedos y echó a correr al parador.
Lara y Aviraneta se detuvieron un día en Burgos para descansar y se pusieron en marcha hacia Madrid.
En Roa, un capitán francés joven les hizo algunas preguntas en mal castellano. Contestaron diciendo que eran comerciantes de Burgos que iban de paso para Madrid.
Al ver que Aviraneta entendía su idioma le tomó por su cuenta y le habló de sus campañas y de su vida.
Llevaban escoltadas a dos señoras francesas hasta Valladolid.
De noche, al llegar a Lerma, el capitán les dijo que había hablado de ellos a las señoras francesas, y que deseaban conocerles.
Se lavaron y arreglaron un poco y se presentaron en la posada de el Gallo, donde estaban alojadas las viajeras. Atendían a las damas varias doncellas y media docena de oficiales, que no se desdeñaban en servir de ayuda de cámara a las mujeres bonitas.
Se habló un momento de la bigoterie espagnole, que a las damas les parecía ridícula, y luego se enfrascaron todos en una conversación acerca de París, del emperador, de los trajes de madame Minette, de Talma y de los últimos estrenos teatrales.
Pocos días después llegaron a Valladolid, donde pudieron presenciar el tren de lujo que ostentaba el mariscal Marmont, duque de Ragusa.
Una semana más tarde, Aviraneta y Lara estaban en Madrid. Se alojaron los dos en casa de Eugenio.
En el tiempo que Aviraneta faltaba de Madrid habían ocurrido novedades: su madre comenzaba a tener el pelo blanco, una de sus hermanas iba a casarse, muchas personas conocidas habían muerto o no se sabía de ellas.
Contaron en casa las peripecias de su vida de guerrilleros. Lara fue simpático a la familia.
Al día siguiente se lanzaron a la calle a saber noticias.
Entraron en el café de La Fontana, de la Carrera de San Jerónimo, y con el primero que se encontró Aviraneta fue con Lazcano y Eguía. Charlaron. Lazcano estaba convencido de que era necesario acabar con la Monarquía.
—De todas maneras, ganen unos o ganen los otros, siempre habrá misas, tedeum y acciones de gracias en Madrid o en Cádiz, y los bolsillos de los obispos se llenarán.
El que dijo esto era un enano extravagante que se acercó a la mesa, apoyando las manos en ella: Eguía le saludó con efusión.
Era un viejo canoso, flaco, jorobado, el cuerpo contrahecho, la cara de sátiro, de color cetrino, picada de viruelas, la nariz larga y roja, los ojos de miope y los pelos alborotados y duros.
—¿Quién es ese tipo? —preguntó Aviraneta a Lazcano.
—Este es el abate Marchena.
Antes de despedirse de Marchena y de Lazcano le preguntó a este si seguía siendo masón; él le dijo que sí, aunque ya el masonismo le parecía broma. Añadió que si quería afiliarse debía ir a la logia de La Estrella, establecida en la calle de las Tres Cruces, y que dirigía el barón de Tinan.
De los cuatro grupos masónicos de Madrid, dos eran patriotas y dos afrancesados.
A los pocos días de estancia en Madrid, Lara y Aviraneta, cansados de hablar, discutir y perorar, se hallaban deseosos de marcharse. El desorden, el desbarajuste tan grande que se notaba en Madrid les causaba más impresión por la costumbre de vivir disciplinados.
Antes de transcurrida una quincena estaban en marcha. Como había tanta tropa francesa por el camino de Francia y podían toparse con gente desconfiada, decidieron ir en galera por Guadalajara, a coger Sigüenza, después Almazán, e internarse en Soria.
Aviraneta llevaba una carta del barón de Tinan para el Empecinado.
Llegaron a Guadalajara, con pasaportes del rey José, y, al salir de esta ciudad, rompieron los papeles y se dirigieron a una villa próxima, Gascueña o Caspueña, pues de las dos maneras se le llama.
Iban marchando a pie cuando les dieron el alto cuatro guerrilleros de a caballo.
Les explicaron quiénes eran y aludieron a la carta para el Empecinado.
Uno de ellos les dijo:
—A ver la carta.
—No se la puedo enseñar más que a él —contestó Eugenio.
Con este motivo se enzarzaron en una disputa, que, afortunadamente, vino a cortar un teniente muy joven, pues no tendría arriba de dieciséis años. Era Antonio Martín, el hermano del Empecinado. Al oír estas explicaciones les dijo que les presentaría a su hermano.
Fueron a una casa baja. En un cuarto se reunía un grupo de hombres, y entre ellos estaba el célebre guerrillero don Juan Martín con varios jefes de su partida.
Mientras él leía la carta, Lara y Aviraneta le estuvieron contemplando. Era todavía joven, fornido, de pelo negro y color atezado, tipo de cavador de viña; los labios gruesos, el bigote a la rusa, unido a las patillas; la cara tosca y bravía, con la mandíbula acusada y una raya profunda que le dividía el mentón.
Vestía uniforme amarillo con vueltas rojas, fajín rojo, cordones de plata en el pecho; la chapa del cinturón con las letras C. L., Caballería Ligera.
Por la tarde, Lara y Eugenio se despidieron del Empecinado, que les dio una carta para Merino y un pasaporte. Este pasaporte lo conservaba Aviraneta hasta que murió.
Salieron por la tarde de Caspueña, en compañía de Antonio Martín y de una escolta de veinticinco hombres, camino de Sigüenza. Pasaron por delante de la población, y fueron hacia Almazán, atravesando los altos de Barahona y la llanura llamada Campo de las Brujas. Se despidieron, antes de entrar en Almazán, de Antonio Martín, ya muy amigo de ellos, y siguieron hasta Calatañazor, donde encontraron sus fuerzas.
Contaron a Merino lo que había pasado con el Director; le dijeron que una columna francesa les había conducido a Madrid y le entregaron la carta del Empecinado.
Después, pasado algún tiempo, comenzaron las buenas noticias para los españoles. Napoleón había declarado la guerra a Rusia y tenía que sacar tropas de España. El rey José no se veía seguro en Madrid; los mariscales del Imperio no le hacían caso.
Los de la partida de Merino ya no operaban como guerrilleros, libremente, sino que seguían un plan superior, casi siempre en combinación con las partidas de Borbón y Padilla y la brigada del Empecinado.
Cuando les daban licencia, Lara y Aviraneta montaban a caballo y se marchaban trotando y galopando a los pueblos vecinos.
Un perro que entonces tenía Eugenio les seguía dando brincos. Le llamaban Murat. Todo el mundo decía que no le faltaba más que hablar.
Unos meses después estaban en Peñaranda de Duero cuando se presentó un escuadrón del Empecinado al mando de don Casimiro de Gregory y Dávila, a quien llamaban Gregory el de Leganés.
Gregory y Martín intimaron mucho con Aviraneta. Se decían muy liberales.
Un día, los dos Empecinados, Aviraneta, Lara y tres o cuatro más del escuadrón se metieron en una taberna de Peñaranda y hablaron.
Contaron en el grupo la entrada de los aliados en Madrid, un día de agosto, en la que se lucieron los generales, y entre los guerrilleros el Empecinado, Palarea y el Abuelo.
Los de Merino escuchaban con envidia.
—Tenéis suerte —dijo Aviraneta con amargura—; nosotros aquí no hemos visto nada.
E hizo un cuadro agrio y burlesco de la vida y costumbres del campamento de Merino.
Viendo que celebraban sus frases, Aviraneta se desbocó y empezó a decir barbaridades. Afirmó que Merino había ordenado la muerte del Brigante porque se sentía celoso de él.
—¿Nosotros? —exclamó luego—. Nosotros ya no somos guerrilleros, sino unas viejas beatas que no hacemos más que rezar el rosario y persignamos para comer, para beber, para rascarse.
Aviraneta pensó que nadie se enteraría de sus palabras; pero en la taberna había un enemigo suyo, y el enemigo se vengó yendo con el soplo al cura.
A los quince días de esto volvieron a Salas de los Infantes. No hicieron más que llegar cuando el cura llamó a Aviraneta y a Lara, y de repente, sin incomodarse, con voz burlona y fría, les dijo:
—Oye, Echegaray. ¿Conque yo mandé asesinar al Brigante? ¿Conque nosotros no somos guerrilleros? ¿Conque somos unas viejas beatas que no hacemos más que rezar?
—Yo no he dicho eso, don Jerónimo.
—Ha habido quien te ha oído, hijo mío. Hablaste con el hermano del Empecinado y con otro en una taberna de Peñaranda. ¿De manera que eres masón y republicano? ¡Ya me figuraba yo algo! Pues tendrás la suerte de los espías y de los traidores; serás fusilado por la espalda.
Aviraneta no replicó. Un oficial le quitó su espada dragona, y rodeado de soldados marchó a la cárcel.
Le llevaron prisionero a un caserón viejo de Salas de los Infantes, que Merino tenía habilitado con algunos calabozos; pero ayudado por uno de su escuadrón logró escapar por la buhardilla de la casa.
Salieron a la carretera y comenzaron a marchar hacia Palacios de la Sierra. No tenían sitio donde guarecerse; el amigo de Aviraneta, guerrillero apodado el Gato, le propuso esconderlo en una cueva del Urbión. Allí pasaron varios días haciendo vida de trogloditas.
A mediados de enero, con un frío muy grande, decidieron la marcha. Querían llegar cuanto antes a Soria.
Pocos días después, Eugenio salía en galera para Madrid.
Acostumbrado a la vida de merodeador, no se hallaba a gusto en la corte.
De 1814 a 1820, Aviraneta viajó por distintos países de Europa y América. Estuvo en Madrid e intervino en la conspiración de Richart.
En 1820 volvió a España enviado por las logias.
En el mismo año se unió al Empecinado, y en relación con un tal Mambrilla y con un fraile filipino de Valladolid formaron el complot para apoderarse de esta ciudad. El complot no llegó a realizarse, porque mientras tanto se verificó la sublevación de Riego y se estableció la Constitución.