V

LA GUERRA SIN CUARTEL

EN 9 de mayo de 1809 el mariscal Soult dio la orden furibunda por la cual, desde aquel momento, no se reconocía más ejército español que el de Su Majestad Católica José Napoleón. Por consiguiente, todas las tropas y partidas de patriotas, grandes o pequeñas, se consideraban desde entonces formadas por bandoleros y ladrones; serían fusilados al momento los españoles aprehendidos con las armas en la mano, y quemados y arrasados los pueblos donde apareciese muerto un francés.

La Regencia o Gobierno de los patriotas contestó como réplica, meses después, al decreto de Soult lo siguiente: «Todo español es soldado de la patria; por cada español que fusile el enemigo serán ahorcados tres franceses y se tomarán represalias si estos queman los pueblos y las casas sólo por devastar el país». Se añadía que «hasta el momento que el duque de Dalmacia (Soult) no hubiese revocado su orden sería considerado personalmente como indigno de la protección del derecho de gentes y puesto fuera de la ley, caso de que le cogieran las tropas españolas».

Era la proclamación de la guerra sin cuartel. La barbarie contra la barbarie.

Pocos meses después del decreto de Soult, y en vista de las constantes expoliaciones de Mina, el Empecinado y Merino, Napoleón ordenó que tres columnas de quince a veinte mil hombres cada una ocupasen las guaridas de los guerrilleros en Navarra, en la Alcarria y en las sierras de Burgos y Soria.

Los generales Kellerman y Roquet fueron los encargados de perseguirlos.

Los guerrilleros se tuvieron que refugiar en lugares ocultos. En las cuevas y en los rincones de las iglesias se guardaban las armas y las municiones.

Aviraneta vivió en la cueva del Abejón, en las ruinas de Clunia, y estuvo en Neila a dar un recado a Merino.

La cueva del Abejón está situada en la cumbre del pinar de San Leonardo, en las inmediaciones de Regumiel. Cabía mucha gente. Allí se refugió el Brigante con la mitad de sus hombres.

Como la estancia en la cueva no convenía a Eugenio por su reumatismo, cada vez mayor, y como por aquel entonces las tropas de Roquet les rodeaban por todas partes, andando sólo de noche fue atravesando gran parte de la provincia de Soria, hasta Coruña del Conde.

El cura de este pueblo, amigo de Merino, le acogió en su casa, y en ella permaneció algún tiempo, hasta que se repuso.

Al finalizar el verano los franceses se desanimaron; las columnas no podían sostenerse en la sierra por no haber manera de abastecerlas. Venía la mala estación, era aún más difícil avituallar tanta gente en sitios desiertos y pobres, y poco a poco las tropas de Roquet fueron retirándose de la sierra.

Pronto supo Merino lo que pasaba, y comenzaron los avisos para la asamblea.

Días más tarde, el Director participó a Merino la inmediata salida de un edecán del ministro de la Guerra de Francia, portador de pliegos importantísimos del emperador para su hermano José y los mariscales de sus ejércitos en España.

Los guerrilleros atacaron al edecán y a su escolta.

En el encuentro no tuvieron herido alguno. Merino no se sintió cruel y respetó la vida de los franceses.

Al apoderarse de la valija vaciló y preguntó a los oficiales qué creían se debía hacer con ella.

Aviraneta observó que le parecía lo más natural abrirla y leer los pliegos, y después enviársela al Gobierno.

Se siguió este consejo, y Aviraneta, como más versado en el francés, fue el encargado de revisar los papeles.

El dato más interesante obtenido de la correspondencia fue saber que los franceses preparaban en Burgos un gran convoy destinado al ejército mandado por Massena y por Ney, que sitiaba la plaza de Ciudad Rodrigo.

Al día siguiente Merino comenzó sus preparativos para apoderarse del convoy francés.

Durante todo el día, con una lluvia torrencial, estuvieron yendo y viniendo por la carretera. Por la noche se dividieron en rondas y pudieron descansar algo.

Poco después del amanecer, el Brigante, Lara y Aviraneta desayunaban con un pedazo de pan y un poco de aguardiente que les dio la cantinera la Galga, cuando apareció como señal de ataque una banderita blanca en un altozano indicado por el cura.

El convoy fue apresado.

En esta sorpresa apenas tuvieron bajas. Sólo en el escuadrón de don Eugenio hubo un muerto y tres o cuatro heridos.

Después de asegurada esta presa quedaba una parte difícil: guardar los ciento dieciocho furgones de cargamento, repletos de herramientas, pólvora, medicinas, cañones y aparatos de cirugía.

A principio del año 10 ascendieron a Aviraneta a teniente. Después, en el transcurso de su vida, el haber militado a las órdenes de Merino fue un obstáculo para sus planes liberales. Si en la conversación se hablaba de los sucesos del año 8 al 14 y Aviraneta daba detalles, le preguntaban:

—¿Es que estuvo usted en la guerra de la Independencia?

Él contestaba que sí; era para don Eugenio un gran honor.

—¿Con quién?

—Con el cura Merino.

Y todo el que le oía creía que era un absolutista frenético.

El general Mina, intransigente y arbitrario, nunca se fio de Aviraneta sólo por eso. Varias veces dijo que bastaba que hubiese guerreado con Merino para que no creyese en la sinceridad de sus ideas liberales.

A consecuencia de la vida a la intemperie y de la humedad, padecía Aviraneta un reumatismo febril, que le obligó a pasar varias semanas con licencia, alojado en casa de don Ramón Saldaña, en la aldea situada entre Salas de los Infantes y Burgos, llamada Barbadillo del Mercado.

Restablecido de su enfermedad, pasó a Burgos. Burgos, en esta época, abandonado por casi todo el vecindario rico, presentaba aspecto triste de soledad y miseria. El pueblo entero era una cloaca infecta. Hambre, ruina, desesperación se enseñoreaban por todas partes.

Tres pies de inmundicia llenaban las calles. Para pasar de una acera a otra los vecinos abrían zanjas con el pico y la azada.

Los hospitales se hallaban atestados de heridos y enfermos, y a pesar de que casi todos morían, las camas vacantes se llenaban en seguida y no se encontraba sitio en las salas.

Burgos gemía bajo el mando arbitrario del general en jefe, conde de Dorsenne, y de su mujer.

Dorsenne era la representación más acabada del general del Imperio. Fatuo, orgulloso, falso y, sobre todo, cruel. Daba todos los días el espectáculo de su persona a los buenos burgaleses.

De colosal estatura, quería parecer más alto aún, para lo cual llevaba grandes tacones y morrión de dos palmos lo menos.

De rostro perfecto, ojos negros, nariz griega, completamente afeitado y el pelo largo con bucles, así era Dorsenne. Vestía a la polaca, con todo el oro posible; los dedos llenos de alhajas y las muñecas de pulseras. Montaba a caballo con la larga cabellera al viento; parecía un emperador asiático.

Madame Dorsenne brillaba con tanta luz como su arrogante esposo; había tomado también en serio la misión de dejar estupefactos a los sencillos burgaleses con sus joyas, sus vestidos y sus salidas de tono.

Por Aviraneta, que estuvo en Burgos espiando a los franceses, recibió Merino el aviso de que una columna francesa, al mando del coronel Bremond, saldría de Burgos camino de Soria.

El cura Merino, con su intuición de guerrillero, pensó que el francés pasaría por el desfiladero de Hontoria.

El desfiladero de Hontoria, cubierto en parte de pinar, es estrecho en la entrada y en la salida y bastante ancho en el centro.

En este portillo pensó Merino preparar la emboscada y sorprender a los franceses.

Después de dar sus órdenes y ultimarlo todo, hasta en sus más pequeños detalles, Merino avisó a los alcaldes de los pueblos para que, en el término de un día, enviasen los hombres disponibles a Hontoria del Pinar. Pocas horas después se reunieron unos cuatrocientos aldeanos, a los que se fue alojando en la iglesia y en las tenadas de alrededor.

La columna francesa salió de Burgos un martes por la mañana, y tardó bastantes días en llegar al portillo de Hontoria.

El coronel francés Bremond, después de vacilar y suponer si la emboscada del cura estaría preparada en el camino de Barbadillo a Burgos o en el de Barbadillo a Soria, decidió seguir adelante.

Bremond dio la orden de avanzar hacia Hontoria. Tardaron dos días en llegar desde Barbadillo hasta La Gallega, y a media mañana apareció la cabeza de la columna en la entrada del desfiladero, en el portillo de Hontoria.

El día era frío y nebuloso, aparecían trozos de cielo azul, claro y limpio. A ratos salía el sol.

Comenzó a entrar toda la caballería francesa por el portillo de Hontoria. Brillaban los uniformes al sol; los correajes, los sables y los cascos despedían centellas.

Aviraneta, con su anteojo, contemplaba a los franceses. Cuando llegaron al centro del desfiladero y los del escuadrón del Brigante, por estar a la entrada del mismo, comenzaban a perderlos de vista, sonó una descarga cerrada, a la que siguió fuego graneado.

Sin duda, Merino había dado orden de comenzar la lucha. Luego, pasado el combate, dijeron que el cura había disparado el primer tiro apuntando al coronel Bremond, quien se destacaba por sus largas charreteras de canalones, con tal acierto que le hirió gravemente.

A pesar de aquel terrible fuego de fusilería por el que habían pasado, largo y continuado, los franceses no contaron al reunirse fuera del desfiladero más que sesenta o setenta bajas entre muertos y heridos.

En los caballos se había hecho gran destrozo. A todo lo largo de la calzada los animales pataleaban entre hombres muertos. El escuadrón de Aviraneta, bajando desde el cerro donde estaba, embocó el desfiladero; Merino, desde lejos, les mandó avanzar, y por la misma calzada que habían seguido los franceses pasaron ellos por encima de los hombres y de los animales muertos. Las herraduras de los caballos marcaban manchas de sangre en el camino.

Los franceses, al llegar a una loma, a un cuarto de hora del camino, se detuvieron y formaron en orden de batalla.

Merino consultó con sus capitanes y decidió atacarlos de nuevo.

A fuerza de embestidas y metrallazos de trabuco, llegaron los nuestros a abrir brechas en la formación del enemigo.

Hubo momento en que los dragones de a pie cedieron, y llegaron hasta Aviraneta los gritos y las voces de triunfo de los guerrilleros.

Estos se lanzaron a un ataque general por el frente y por los flancos. Merino había ordenado al escuadrón del Brigante que se ocultara y que no se presentara más que cuando en un cerro próximo apareciese un gallardete blanco. La señal de ataque sería un gallardete rojo.

El combate estaba en el momento álgido. Apareció el gallardete blanco, que les ordenaba aproximarse; de prisa, se reunió el escuadrón, y, remontando una loma, se colocaron a tiro de fusil del lugar de la pelea.

Se acercaba el momento de la carga.

El Brigante, Lara, el Tobalos y Aviraneta marcharon a la cabeza del escuadrón; detrás iban algunos sargentos, cada uno con un vergajo para no permitir que nadie se rezagase.

Los hombres de a pie, ya decididos, sin hurtar apenas el cuerpo, se lanzaban en grupos compactos contra los franceses.

Estos se replegaban, despacio, sobre la loma donde estaba su caballería. Dragones y gendarmes echaban pie a tierra para hacer fuego.

No hicieron los del Brigante más que aparecer sobre la hondonada y dar cara a los franceses cuando flameó la señal de ataque, el gallardete rojo.

El Brigante levantó el sable y dio la orden de cargar; Lara y Aviraneta hicieron lo mismo.

Todos experimentaron un momento de ansiedad y de emoción. La mayoría de los guerrilleros se persignaron devotamente. El más templado creyó que allí dejaba el pellejo.

Picaron espuelas a los caballos, y se pusieron primero al paso, luego al trote y después al galope, cada vez más acelerado y más fuerte, doblado el cuerpo sobre la silla para favorecer la carrera y evitar las balas.

Iban hacia abajo por un talud; después tenían que subir una ligera eminencia.

El Brigante gritaba como un loco, con el sable desenvainado. Los caballos volaban, saltando por encima de los matorrales.

—¡Hala, hala, hala! —gritaba el Brigante—. ¡Anda ahí, Lara! ¡Echegaray, darles a esos! ¡Corre!

Aviraneta sentía la impresión de ser una bala, una cosa que marchaba por el aire.

Al acercarse a los franceses el Brigante se volvió hacia los suyos. Los ojos y los dientes le brillaban en la cara.

Nunca tanto como entonces pareció un tigre.

—¡Viva España! —gritó con voz potente.

—¡Viva! —gritaron todos con aullido salvaje, que resonó en el aire.

Tuvieron un momento la certidumbre de que habían arrollado al enemigo; una descarga cerrada les recibió; silbaron las balas en sus oídos; respiraron aire cargado de humo de pólvora y de papeles quemados; cayeron diez, doce, quince caballos y jinetes; sus cuerpos impidieron seguir adelante; hundieron las espuelas en los ijares de los caballos; era inútil; al pasar la nube se vieron lanzados por la tangente. Todos los guerrilleros de a pie contemplaban el espectáculo.

Los franceses se formaban de nuevo y mejor.

Al llegar al final de una vertiente de la loma volvieron otra vez sobre ellos. Los guerrilleros, al ver que abrían brecha en los franceses, se acercaron de nuevo, gritando:

—¡Avanza otra vez la caballería! ¡Son nuestros! ¡Adelante! —y rodearon al enemigo como lobos hambrientos.

Los franceses empezaron a vacilar, a cejar.

Los españoles, con nuevas tropas de refresco, avanzaban cada vez más decididos. Ya se veían unos a otros, y sus gritos pasaban por encima de los franceses.

De pronto, el comandante francés, que se encontraba en el centro, a caballo, se descubrió, tomó la bandera y, estrechándola sobre su pecho, comenzó a cantar La Marsellesa. Todos los imperiales entonaron el himno a coro, y como si sus mismas voces les hubieran dado nueva fuerza, rehicieron sus filas, se ensancharon e hicieron retroceder a los españoles.

Aquella escena, aquel canto tan inesperado, los sobrecogió a todos. Los franceses parecían transfigurarse; se les veía entre el humo, en medio del choque de los sables y de los gritos e imprecaciones de los españoles, cantando, con los ojos ardientes llenos de llamas, el aire fiero y terrible.

Parecía que habían encontrado una defensa, un punto de apoyo en su himno, una defensa ideal, que los españoles no tenían.

Sin aquel momento de emoción y de entusiasmo las tropas francesas se hubieran desordenado. El comandante, que conocía, sin duda, muy bien a sus hombres, recurrió a inflamar el ánimo de sus soldados con canciones republicanas.

Los españoles se retiraron. Los franceses tuvieron la convicción de que aquel ataque furioso había sido su máximo esfuerzo. Esta convicción les tranquilizó.

El comandante quiso aprovechar el entusiasmo que producía en sus soldados las canciones revolucionarias y mandó a dos sargentos jóvenes que las cantaran.

El escuadrón de Aviraneta fue de prisa a rodear y salir de nuevo al encuentro de los franceses.

De lejos, aquella masa de soldados imperiales cantando hacía un efecto extraordinario. Cuando pasaron a no mucha distancia de los españoles el viento traía la letra de Le Chant du Départ, cantado por uno de los sargentos, y el coro de soldados, como un rugido de tempestad, exclamaba:

La République nous appelle,

sachons vaincre, ou sachons périr;

un français doit vivre pour elle, pour elle

un français doit mourir.

Aquella voz francesa, aguda, rara, sonaba para Aviraneta como algo extraordinario en el día gris en medio de las verdes montañas. Quizá desde el tiempo de la República romana no se había repetido jamás allí la palabra «¡República!».

La canción de Chénier, como un canto de victoria, llevaba a los franceses a la salvación.

Los franceses se les escapaban. El escuadrón de Burgos iba picándoles la retirada.

De pronto, desde un gran matorral de retamas, comenzaron a disparar. Un pelotón de franceses se lanzó a rodear el matorral de donde habían partido los disparos, y en el momento que el jefe miraba hacia aquel lado, varios guerrilleros se lanzaron por el opuesto; sonaron diez o doce tiros y el comandante cayó de su caballo.

El nuevo jefe francés, menos diestro que el anterior, dividió su fuerza en varios pelotones de a pie y de a caballo y los alejó unos de otros de manera excesiva.

Aquello fue su muerte. Nuestros escuadrones en masa subdividían más y más a los franceses. Los guerrilleros iban rematando a los heridos.

Parecía lucha de demonios; todos estaban desconocidos, negros de sudor, de barro y de pólvora.

No se daba cuartel. Los heridos se levantaban, apoyaban una rodilla en tierra, disparaban y volvían a caer. Un francés, chorreando sangre, se erguía y atravesaba con el sable a un español. Otro hundía la bayoneta en el vientre de un moribundo.

Hasta el completo exterminio no acabó aquella lucha de fieras rabiosas. Únicamente veinte o treinta gendarmes y otros tantos dragones, dirigidos en su retirada por un sargento, lograron escapar. Todos los demás murieron; algunos, muy pocos, fueron hechos prisioneros; el campo quedó sembrado de muertos.

Desde entonces aquel vallecito próximo a Hontoria se llamó el vallejo de los Franceses.

Aviraneta, en unión de Lara y del Tobalos, llevaron el cadáver del comandante francés hasta un bosquecillo de pinos, le pusieron la espada sobre el pecho y lo enterraron.

A Aviraneta le parecía que el comandante les miraba y les decía: «¡Gracias, compañeros!».

Había oscurecido; sólo quedaba una ligera claridad en el cielo. Los cuervos iban posándose silenciosamente en la tierra, se oían sus graznidos. Algunos hombres y mujeres sospechosos merodeaban por el campo, escondiéndose entre los matorrales. Los perros hambrientos de los contornos se acercaban al olor de la sangre. Era una gran fiesta para todos los animales necrófagos: cuervos, cornejas, buitres, gusanos, perros hambrientos y demás comensales de la Muerte.

Los guerrilleros marcharon mudos por el campo oscuro, sembrado de cadáveres.

Por aquella acción del portillo de Hontoria, Merino ascendió a brigadier; otros pasaron de tenientes a capitanes y de capitanes a comandantes.

Ni Lara ni Aviraneta ascendieron. El escuadrón del Brigante desapareció, y fueron incorporados al regimiento de caballería de Burgos.

El otoño de aquel año se apresaron cinco mil carneros, que los franceses enviaban a Aranda de Duero, y unos días después, en una venta cerca de Burgos, se quemaron cuarenta carros de galletas consignados al ejército de Massena.

Al año siguiente, por la primavera, los españoles estuvieron a punto de pagar la emboscada de Hontoria del Pinar.

Había vuelto la guarnición francesa a ocupar Covarrubias, y Merino pensó sorprenderla y pasarla a cuchillo, como había hecho el año anterior.

Efectivamente, hicieron los españoles retroceder a los franceses, y se metieron en Covarrubias; pero no habían hecho más que entrar cuando se vieron envueltos en una nube de balas.

Tuvieron que salir más que al paso fuera del pueblo seguidos por los franceses.

En las tres horas de persecución los españoles perdieron poca gente para lo que se hubiera podido calcular. La partida se batió con pericia y serenidad asombrosas.

En marzo de 1812, los franceses cogieron prisioneros en Grado a los que componían la Junta Superior de Burgos, los llevaron a Soria y los fusilaron.

El cura Merino determinó tomar terribles represalias, y ahorcó, y luego quemó, a ochenta franceses, veinte por cada español fusilado.

Pasada esta racha de furia, Merino se dedicó a darse tono, a echárselas de general y a hablar con las autoridades.