IV

EL CURA MERINO, EL GUERRILLERO

JERÓNIMO Merino había nacido en Villoviado, pueblo del partido de Lerma, en la provincia de Burgos.

A los siete años era pastor. Le hicieron estudiar para cura, y con grandes esfuerzos y la protección del párroco de Covarrubias, le ordenaron y le enviaron a Villoviado.

La invasión francesa decidió del porvenir de Jerónimo, el ex pastor, que de cura de escopeta y perro llegó a ser brigadier de verdad.

Un día de enero de 1808 descansó en Villoviado una compañía de cazadores franceses.

Querían seguir por la mañana su marcha a Lerma. El jefe pidió al Ayuntamiento bagajes, y como no se pudiera reunir el número suficiente de acémilas, al impío francés no se le ocurrió otra cosa más que decomisar a los vecinos del pueblo como caballerías, sin excluir al cura. Y para mayor escarnio cargaron a Merino con el bombo, los platillos, un cornetín y dos o tres tambores.

Al llegar a la plaza de Lerma, Merino tiró todos los instrumentos al suelo, y con los dedos en cruz, dijo:

—¡Os juro, por esta, que me las habéis de pagar!

Un sargento que le oyó le agarró de una oreja, y a culatazos y a puntapiés le echó de allí.

Merino, furioso, se fue al mesón de la Quintanilla, se quitó los hábitos, cogió una escopeta y se emboscó en los pinares. Al primer francés que paso, ¡paf!, abajo.

Por la noche entró en Villoviado y llamó a un mozo acompañante suyo de caza, le dio una escopeta y fueron los dos al pinar.

Cuando pasaban franceses, el cura decía al mozo:

—Apunta a los que veas más majos, que yo haré lo mismo.

Poco después se unió a la pareja un sobrino del cura; semanas más tarde, el cura Merino contaba con una partida de veinte hombres que le ayudó a armar el Empecinado.

Todos ellos eran serranos de los contornos; conocían a palmos los pinares de Quintanar, no se aventuraban a salir de ellos y atacaban a los destacamentos franceses de escaso número de soldados, preparándoles emboscadas en los caminos y desfiladeros.

Dos días después de la conversación que tuvo Aviraneta en casa del Director, los conjurados salieron por la mañana, a caballo, camino de Lerma. Durmieron en el palacio del abad, y al día siguiente se avisó a las personas notables del pueblo para que acudiesen a una reunión. Se presentaron todos los citados, y reinó en la junta gran entusiasmo. A la mañana siguiente los mismos que habían salido de Burgos se encaminaron a Covarrubias, a orillas del Arlanza.

Subieron a casa del párroco, don Cristóbal Mansilla, quien les hospedó y les trató espléndidamente.

Habían salido de Burgos jinetes en caballos prestados, sin dinero ni medios de ninguna clase, y, a pesar de esto, todo se les allanaba en su camino.

Por iniciativa del deán de Lerma, se comenzó a hacer una lista de suscripción; luego se discutieron varios proyectos, y el Director indicó que lo primero que había que hacer era hablar con Merino, a quien verían al día siguiente…

Cuando se parte de Covarrubias por el camino de Salas de los Infantes a buscar Lerma, siguiendo la carretera y bordeando el río, a una hora u hora y media de marcha, se encuentra el convento de benedictinos de San Pedro de Arlanza.

Es aquel un sitio grave, solitario, triste; no hay en él más población que los monjes; alrededor, soledad, silencio, ruido de fuentes, murmullos de cascadas espumosas en que se precipita el Arlanza.

Muy temprano, al amanecer, fueron al monasterio. El cielo azul con nubes muy blancas alumbraba la tierra.

Entraron en el claustro; había pocos frailes en el monasterio; todos llevaban hábitos negros. Esperaron unos minutos, y entró el abad de los benedictinos.

Era un personaje imponente, con su barba cana, la mirada brillante y fuerte. Sabía de antemano el objeto de la visita. El abad de los benedictinos dijo:

—Merino está avisado; dentro de un momento se presentará aquí.

Se habló de las probabilidades de éxito de un levantamiento contra los franceses, y cuando se estaba debatiendo este punto entró un lego a decir que don Jerónimo Merino se encontraba en el claustro. Fueron a buscarle.

Aviraneta observó al guerrillero. Era Merino de facciones duras, de pelo negro y cerdoso, de piel muy atezada y velluda.

Fijándose en él era feo, y más que feo, poco simpático; los ojos vivos y brillantes, de animal salvaje, la nariz saliente y porruda, la boca de campesino, con las comisuras para abajo, una boca de maestro de escuela o de dómine tiránico. Llevaba sotabarba y algo de patillas de tono rojizo.

No miraba a la cara, sino siempre al suelo o de través. El que le contemplasen le molestaba.

El abad explicó a Merino de lo que se trataba, y este contestó con señas de asentimiento. El deán de Lerma, como superior jerárquico del cura, le exhortó a que defendiera la religión y la patria.

Después, el comisario regio, Peña, leyó el decreto de la Junta Central. Concluida la lectura, el Director tomó la palabra, e hizo unas proposiciones que sometió al juicio de los demás.

Aceptadas las proposiciones, el abad de Lerma se levantó, y, sacando un crucifijo de cobre colgado de su cuello y enarbolándolo en el aire, les hizo jurar a todos guardar el secreto.

Todos se levantaron para jurar. Cuando Aviraneta miró otra vez alrededor, ya Merino había desaparecido.

El abad del convento les llevó a la iglesia, donde iban a decir misa. Doce guerrilleros de Merino se pusieron al pie del altar con la bayoneta calada; luego se arrodillaron. Oficiaba un fraile viejo y le acompañaba el sonido del órgano y las voces dominadoras de los frailes en el coro.

A las primeras horas de la tarde, los comisionados marcharon de vuelta, camino de Burgos.

Durante varios días fue Aviraneta a casa del Director a trabajar con él en la organización de las Juntas. Se pensaba establecerlas en toda la provincia, principalmente en las cabezas de partido. Las gestiones se hacían con exquisita precaución para no comprometerse. Muchas cosas el Director no se las comunicaba a Eugenio, pues aunque tenía bastante confianza con él, temía una imprudencia. El Director no quería decir a nadie los nombres de las personas que constituían las Juntas y que trabajaban en silencio, y sólo pasado algún tiempo se enteró Aviraneta de quiénes eran.

La Junta de Lerma fue la que trabajó con más entusiasmo; la formaban el escribano don Ramón Santillán, el abogado don Fermín Navarro y el abad mitrado de Lerma don Benito Taberner.

El Director dictaba cartas a Aviraneta excitando a las Juntas para que se dirigieran a todo el mundo pidiendo dinero prestado para comprar armas y caballos, porque no había un maravedí.

Los tiempos eran muy miserables, y el dinero iba convirtiéndose para los españoles en algo mitológico y legendario.

La Junta de Burgos reunió en unos días veinticinco mil duros, las otras Juntas reunieron entre todas en el mismo tiempo unos veinte mil. A pesar de la pobreza general, los labradores, los curas, los tenderos, los campesinos más desvalidos contribuyeron a la suscripción con verdadera largueza.

Se hizo una clasificación para el empleo del dinero, y más de la mitad se dedicó a comprar caballos.

Se avistaron el Director y Aviraneta con un albéitar que se llamaba Arija. Muchos caballos se adquirieron en las ferias de los pueblos próximos, y algunos los regalaron los mismos propietarios.

Después, Arija y Aviraneta fueron al valle de Burón de Riaño y a las provincias de Valladolid y Segovia.

Al volver a Burgos se enteraron de que a poca distancia de la ciudad, en la venta de la Horca, una división española, al mando del general Belveder, había sido atacada y dispersada por los franceses en la carretera, entre Villafría y el Gamonal.

Entraron en Burgos; las violencias de los franceses habían exacerbado al pueblo, los pobres se marchaban al campo y las personas pudientes emigraban hacia el Mediodía.

El albéitar y Aviraneta salieron de Burgos llevando una carga de herraduras en un carro cubierto de paja, y fueron a Hontoria del Pinar, donde se hallaba por entonces don Jerónimo Merino.

Merino les recibió muy bien. El Director le había dado buenos informes. Don Jerónimo deseaba que Aviraneta quedara adscrito a la parte burocrática de su partida, de intendente; pero Aviraneta quería batirse, y le hicieron oficial. Le llevó don Jerónimo a su oficina, y al día siguiente comenzó a ocuparse de sus dos cargos.

Con las remesas enviadas por las Juntas y el ganado que se fue apresando en varias correrías, al mes y medio de la celebración de la solemne y decorativa junta de San Pedro de Arlanza, la partida de Merino ascendía a trescientos caballos, montados por jinetes provistos de excelentes armas.

En un principio, al reunirse la gente nueva de la partida, hubo grandes confusiones. Aviraneta dejó la oficina y se incorporó definitivamente a un escuadrón.

Merino no quería mezclar a los guerrilleros antiguos con los modernos por el temor de las rivalidades y peleas, y como tampoco quería disgustar a los antiguos de su partida, formó tres escuadrones: dos de guerrilleros viejos y uno de los nuevos.

A pesar de estas separaciones, estallaron las rivalidades. Todos aquellos guerrilleros antiguos eran hombres montaraces, sin instrucción; casi ninguno sabía leer ni escribir.

Feroces, fanáticos, hubieran formado igualmente una partida de bandidos. Aviraneta, en esta separación, fue a parar a un escuadrón de pocas plazas, mandado por un ex mesonero, a quien llamaban Juan, el Brigante.

El Brigante, al verle, dijo que él no quería en su escuadrón pisaverdes: dos o tres de los guerrilleros que le rodeaban se echaron a reír; pero no siguieron riendo porque Aviraneta les advirtió que estaba dispuesto a imponerles respeto a sablazos. A pesar de esto, el mote le quedó, y muchos en el escuadrón le siguieron llamando el Pisaverde.

Aviraneta fue uno de los tenientes del Brigante; los otros eran un joven llamado Lara y un aldeano apodado el Tobalos.

Entre los guerrilleros, la disciplina no era la misma que en la tropa regular. Allí la ordenanza sobraba; todo era improvisado, a base de brutalidad, de barbarie y de heroísmo.

Formaban en el escuadrón varias mujeres, que montaban a caballo admirablemente: Fermina, la Navarra, Juana, la Albeitaresa; Amparo, la Loca; la Morena, la Brita, la Matahombres, la Montesina y algunas más. Las amazonas no llevaban sable, sino tercerola. Muy elegantes, vestían uniforme, botas altas y morrión.

Por esta época Aviraneta veía casi todas las mañanas al cura Merino y hablaba con él. Nunca le fue simpático. Le encontraba soez, egoísta y brutal.

Su manera de ser la constituía una mezcla de fanatismo, de barbarie, de ferocidad y de astucia. No se confiaba de nadie; se le respetaba, pero no se le quería.

Vestía levita de paño azul, pantalón oscuro, chaleco negro de seda, corbata negra y sombrero de copa, con funda de hule cuando llovía.

Las primeras salidas fueron para los guerrilleros bisoños de gran emoción. El toque de diana les llenaba de inquietud; creían encontrar al enemigo en todas partes y a todas horas, y pasaban alternativamente del miedo a la tranquilidad con rapidez.

Esa primera hora de la mañana en que se comienzan los preparativos de marcha, aun en el hombre de nervios fuertes, produce al principio emoción.

Van viniendo los caballos de aquí y de allá; se oyen voces, gritos, relinchos, sonidos de corneta; las cantineras arreglan sus cacharros en las alforjas; los acemileros aparejan sus mulas; el cirujano y los ayudantes preparan el botiquín, y, poco a poco, la masa confusa de hombres, caballos, mulas y carros se convierte en columna que marcha en orden y que evoluciona con exactitud a la voz de mando.

El comienzo del año 9 lo pasaron así, en ejercicios y en maniobras, interrumpidos por alguna que otra escaramuza.

En marzo deseaba el director de la Junta de Burgos dar principio a las operaciones en cierta escala, y avisaron a Merino la inmediata salida de varios correos franceses detenidos en aquella capital. Con ellos iba una berlina con sacos de dinero para pagar a las tropas, dos furgones con pólvora y varios otros carros escoltados por unos ochenta o noventa dragones. Merino decidió apoderarse de la presa. Apostó sus hombres a un lado y a otro del camino, de manera que pudieran cruzar sus fuegos, y ordenó al Brigante que quedara en un carrascal próximo a la carretera y no apareciese con su gente hasta pasadas las primeras descargas. Estuvieron ocultos los del escuadrón como les habían mandado, sin ver lo que ocurría. Sonaron las primeras descargas, corto momento de fuego, y cruzaron por delante de ellos cuatro o cinco carros al galope con los acemileros azotando a los caballos.

En esto les dieron la orden de salir a la carretera; aparecieron a un cuarto de legua del sitio de la pelea. Se formaron allí y se lanzaron al galope.

Los franceses, al divisarles, se parapetaron detrás de sus carros, disparando. Ellos embestían, retrocedían, acuchillaban a los que se les ponían por delante.

Los guerrilleros, emboscados, hacían fuego certero y terrible; pero los franceses no se rendían.

El Brigante, Aviraneta y otros dos o tres luchaban en primera línea con un grupo de soldados imperiales que se defendían a la bayoneta.

En esto se oyó un grito que les alarmó, y los franceses se irguieron, levantando los fusiles y dando vivas al emperador.

Aviraneta se detuvo a ver qué pasaba. De pronto oyó como un trueno que se acercaba. Miró alrededor; estaba solo. Un escuadrón francés llegaba al galope a salvar a los del convoy atacado.

Aviraneta quedó paralizado, sin voluntad. Afortunadamente para él, el amontonamiento de carros y furgones del camino impidió avanzar a la caballería enemiga; si no hubiera perecido arrollado. Cuando reaccionó y tuvo decisión para escapar se encontró seguido de cerca por un dragón francés, que le daba gritos de que se detuviera. ¡Qué pánico! Afortunadamente, su caballo saltaba mejor que el del francés por encima de las piedras y de las matas, y pudo salvarse.

Cuando se reunió con los suyos le recibieron con grandes extremos. Creían que le habían matado. Como es natural, no confesó el miedo que le había impedido escapar, y atribuyeron su tardanza al ardor bélico que le dominaba.

Esta primera escaramuza le impresionó bastante.

A Juan, el Brigante, y a los del escuadrón les hubiera gustado luchar con los franceses en número igual para probar la fuerza y la dureza de los guerrilleros; pero Merino no atacaba más que emboscado y cuando contaba con doble número de gente que el enemigo.

La victoria de los españoles era cuestión de tiempo.

Lo demás le parecían simplezas y ganas ridículas de figurar. En cambio, Aviraneta encontraba su guerra ratera y baja.

Mientras esto ocurría, Napoleón había entrado en Burgos el día de San Martín y permanecía hasta el 22 de noviembre, en que salió para Madrid. Antes de su marcha nombró autoridades, echando mano de las pocas personas que creía afectas a su causa.

En sustitución del Ayuntamiento formó un cuerpo que llamó Junta de Municipalidad y gobierno, y para componer esta Junta designó a las personas siguientes:

Corregidor, don Juan Pérez de Ceballos; procurador mayor, don Juan Fernández Helguera; diputados: don Pablo Merino y Olmos, don Felipe Aviraneta, padre de nuestro protagonista; don Manuel Ordóñez Esteban y don Tomás de la Puente; secretario, don Manuel Vivanco.

Se instaló esta Junta en el Consistorio y tomó posesión del gobierno de la ciudad en el día 24 de noviembre, ausente ya Napoleón, siendo su primer acuerdo el de celebrar sesión todos los días y el de pedir garantías para la seguridad de las personas y de las cosas.