SIGNOS DE UNA GUERRA PRÓXIMA
EN medio de estas preocupaciones masónicas, revolucionarias y filantrópicas, se recibió en España el anuncio de la entrada de los franceses. Se decía que iban a cruzar la península para entrar en Portugal. Efectivamente, poco después pasaron el Bidasoa Junot, y luego Dupont. Al final de enero de 1808 presenciaron en Irún el espectáculo de la entrada del mariscal De Moncey con un cuerpo de ejército de veintidós mil hombres. Era el Cuerpo de Observaciones de las costas del océano, el tercero que pasaba la frontera.
El tío de Aviraneta recibía muchas gacetas y se enteraba de la marcha de la política de los imperios; discutía sobre estos asuntos con su sobrino, y se encontraba lleno de preocupaciones en vista de la expedición francesa.
¿Para qué querían los imperiales aquellos inmensos acopios de galleta? ¿Por qué tantas vituallas en ciudades tan distantes de los puertos donde debían embarcarse para entrar en Portugal? Por otro lado, la caballería que pasaba por Irún necesitaba, según don Fermín Esteban, para ser transportada, una enormidad de buques que no había.
En febrero se supo en Irún que el general Darmagnac se había apoderado por sorpresa de la ciudad de Pamplona.
—Esto va mal, los franceses nos están engañando —decía don Fermín Esteban a su sobrino.
En esto ocurrió el motín de Aranjuez y la caída de Godoy; quizá con aquel cambio se arreglaran las cosas, pensaron muchos. No fue así; las tropas francesas siguieron avanzando, y Murat entró en Madrid.
Las clases directoras españolas fueron de una esterilidad absoluta; no salió el hombre capaz de dirigir a los demás.
Sin el arranque y la genialidad del pueblo, la época de la guerra de la Independencia hubiera sido de lo más bochornoso en la historia de España.
Ibargoyen y su sobrino seguían leyendo gacetas, consultando mapas, llenos de preocupaciones, los dos igualmente agitados.
Pocos días después, el general Rodríguez de la Buria debía ir a Bayona; como ni el general ni su ayudante sabían bien el francés, y Aviraneta era amigo del ayudante, le llevaron a Francia como intérprete.
El general se presentó al príncipe Fernando, quien le dio la comisión de proponer a los reyes padres un acomodamiento.
Entonces hubo una serie de conferencias secretas y de líos en Bayona y en Irún, en los que intervinieron Fernando, Godoy, los dos Palafox, el conde de Belveder, el cónsul de Bayona, Iparraguirre, y otros. Aviraneta se enteraba de algunas de estas maquinaciones por su amigo el ayudante del general.
La posibilidad de una campaña anticlerical hecha por Napoleón llenaba a Eugenio de esperanzas; por otro lado, su tío, a pesar de su españolismo, le aconsejaba que se dejara de guerras y se fuera a Méjico cuanto antes. Los amigos excitaban sus sentimientos patrióticos; se encontraba fluctuando y sin saber qué hacer, esperando los acontecimientos. En verano se iban a celebrar Cortes en Bayona. ¿Qué podría salir de todo esto?
Por aquellos días llegó a Irún Lazcano y Eguía, de paso para Francia. Lazcano invitó a Eugenio a ir con él a conocer a los notables que en Bayona estaban preparando el cambio de dinastía: Azanza, Urquijo, Arribas, Hermosilla, etc.; pero Aviraneta no quiso ir.
No creía que tuviera gran eficacia una Constitución que, aunque se decía se estaba elaborando en Bayona por españoles ilustres, realmente se había redactado calcándola de la francesa por un señor Esmenard, que, al parecer, conocía bien los asuntos de España.
Se proponían los amigos de Aviraneta echarse al campo a luchar con los franceses.
Al final del verano se supo en Irún la noticia del triunfo de los españoles en Bailén. En todas partes se hablaba de la victoria obtenida en esta gran batalla, y como no había periódicos ni noticias oficiales, se aumentaba o disminuía la importancia de los acontecimientos a capricho.
Los amigos de Aviraneta decidieron echarse al campo. Era difícil; las provincias vascas se hallaban ocupadas militarmente en su totalidad por los franceses, y aunque se hablaba de partidas de patriotas, nadie sabía con exactitud por dónde andaban.
Intentaron varias veces ir a Navarra; pero viendo la dificultad de pasar, se volvieron de nuevo a Irún.
Entonces a uno de ellos se le ocurrió fingir una carta de Madrid, diciendo que llamaban a su casa a Aviraneta. Hicieron esto, y recibió Eugenio la carta falsa. Su tío Fermín Esteban no sospechó la superchería, y le dio setenta duros para el viaje.
Hizo sus preparativos, y se fue inmediatamente a San Sebastián, al San Sebastián quemado por los ingleses el año 1813, que era un pueblo con casas altas de cuatro y cinco pisos encerradas dentro de la muralla, y calles estrechas, iluminadas de noche por faroles de reverbero.
En San Sebastián se enteró de que había partidas en los puntos de paso obligados de Madrid, y pensó reunirse con cualquiera de ellas.
Tomó su pasaporte a nombre de Eugenio de Echegaray. Desde San Sebastián fue a Vitoria en un cochecillo. En la ciudad alavesa estaba el rey José con su Cuartel general. Allí esperaba a Napoleón, que pocos días después estaría en España, a la cabeza de su ejército, con los mariscales Soult y Lannes.
En Miranda de Ebro se encontró Aviraneta con unos arrieros en el mismo puente, y en su compañía pasó el desfiladero de Pancorbo, llegando hasta Briviesca. Se detuvieron todos en el mesón llamado del Segoviano, a la salida del pueblo.
Realmente reinaba enorme ansiedad en toda España; en las ciudades, en las aldeas, en los rincones apartados, no se hablaba más que de la invasión francesa.
A la semana siguiente de estar en Burgos dijeron a Aviraneta que un fraile mercedario andaba hablando a los jóvenes del pueblo para reclutarlos y formar una partida. Se enteró de dónde se le podía ver, le avisó y al día siguiente estaba el fraile en la posada.
El padre Pajarero era joven, moreno, con ojos brillantes. Llevaba hábito pardo, cerquillo y sandalias.
Se presentó en el cuarto de Aviraneta, y le sometió a un interrogatorio. Le preguntó si estaba dispuesto a echarse al campo, y Aviraneta le contestó que sí.
El fraile le indicó que fuera por la noche a una casa de la calle de la Calera, y preguntara por el Director, pero que lo hiciera con cuidado de que nadie se enterara.
Prestaron a Aviraneta en la posada una capa larga hasta los talones, y, embozado en ella, salió después de cenar en dirección de la calle de la Calera a ver al misterioso Director.[3]
La noche estaba horriblemente fría. El viento silbaba por los arcos de la plaza, el cielo se mostraba vagamente iluminado por la luna, oculta entre nubarrones. Sólo alguna luz brillaba en el pueblo.
Los vecinos retardados marchaban de prisa por el puente de Santa María a entrar en la ciudad; otros aguijoneaban a los borriquillos y caballerías.
Las orillas del río quedaron desiertas. Sólo se oía el murmullo del agua, misterioso y triste. La luna empezaba a brillar en el cielo.
Atravesó Aviraneta el puente, y entró en la calle; no pasaba entre las dos paredes de los edificios la luz de la luna, y la callejuela estaba negra y siniestra. Llamó dos veces, se abrió la puerta desde arriba y pasó a un zaguán estrecho e iluminado.
—¡Buenas noches! —gritó.
—¿Qué quiere usted? —preguntó una voz de mujer desde la reja que daba al zaguán.
—Vengo a ver al Director.
—¿De parte de quién?
—De parte del fraile.
Se descorrió el cerrojo, se abrió la puerta, apareció una criada, y Aviraneta subió tras ella hasta el piso primero. En un cuarto blanqueado y bajo de techo, iluminado por un velón, esperó un momento.
Apareció un señor vestido de negro, de unos cincuenta años, de facciones duras, pero expresivas, con aire clerical. Era el Director. Este señor le sometió a un nuevo interrogatorio. El relato del viaje de Aviraneta desde Irún le interesó muchísimo y sirvió para hacerle simpático.
Al cabo de algunos días comunicó el Director a Eugenio la noticia de haber llegado el comisario regio de la Junta Suprema Central, el presbítero Peña, el cual traía la misión de organizar la guerra de partidarios en el Norte.
Era el presbítero Peña andaluz, un poco zonzo, charlatán, no muy activo ni inteligente. Llevaba una carta del secretario de la Junta Central, don Martín Garay, para el Director. Se reunieron en casa de este el deán de Lerma, el padre Pajarero y Aviraneta.
El Director leyó la carta en voz alta, y se habló de las providencias que se habían de tomar. Se discutió la manera de organizar las guerrillas, y el deán y el Director convinieron dirigirse al cura de Villoviado, don Jerónimo Merino, el cual contaba ya con una pequeña partida de guerrilleros.
Quedó acordado reunirse en San Pedro de Arlanza con Merino.
Esta fue la primera vez que Aviraneta oyó hablar de aquel cura cabecilla.