NACIMIENTO DEL PERSONAJE
NUESTRO héroe se llamaba Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen Echegaray y Alzate.
Durante mucho tiempo creí que había nacido en Irún, hasta que encontré su fe de bautismo en la parroquia de la Almudena, de Madrid.
El documento dice lo siguiente:
Yo, don Pedro José Martínez Sánchez, lic. en Derecho Canónico y coadjutor primero de la parroquia de Santa María la Real de la Almudena, de Madrid, certifico: que en el libro décimo de bautismos de la misma, al folio veintiocho, se halla la siguiente
En la iglesia parroquial de Santa María la Real de la Almudena, de esta villa y corte de Madrid, a catorce días del mes de noviembre de mil setecientos noventa y dos, yo, don Manuel Josef Gutiérrez, teniente mayor de cura, bauticé solemnemente un niño, que nació el trece de este mismo mes, calle del Estudio, casa de las monjas del Sacramento, número 10, al cual puse por nombre Eugenio Domingo, hijo de don Felipe Francisco de Aviraneta, natural de la villa de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa, obispado de Calahorra, y de doña Juana Josefa Ibargoyen, natural de la Universidad de Irún, obispado de Pamplona, casados en la parroquia de San Miguel; abuelos paternos, don Lorenzo de Aviraneta y doña Manuela Josefa Echegaray; maternos, don Mateo de Ibargoyen y doña María Josefa de Alzate.
Fue su padrino don Domingo Larrinaga, a quien advertí el parentesco espiritual y demás obligaciones, y lo firma: Don Manuel Josef Gutiérrez.
Concuerda con el original; Santa María de Madrid, a dos de mayo de mil novecientos doce.
Lic., PEDRO JOSÉ MARTÍNEZ.
Como se ve, Aviraneta, aunque de origen vasco, había nacido en Madrid. Su padre vino a hacer sus estudios a la corte, y aquí conoció a su mujer, hija de un militar. Era abogado de algún nombre, y tenía muy buena clientela. Años antes de nacer Aviraneta, defendió un pleito a favor de las monjas del Sacramento, y estas, como pago de sus honorarios, le cedieron, para habitarla, una casa propiedad del convento, contigua a él, en la calle del Estudio de la Villa, número 10.
De su padre también conservo la fe de bautismo, que es como sigue:
Don Ignacio de Aldarrondo y Berástegui, presbítero, cura ecónomo de la iglesia parroquial de Santa Marina de Oxirondo, de la villa de Vergara, provincia de Guipúzcoa, obispado de Vitoria.
Que en el libro sexto de bautizos de esta parroquia de mi cargo, al folio 249, existe la partida siguiente:
En doze de septiembre de mil setecientos cincuenta y siete, Yo Don Juan Thomas de Aldaeta, Coadjutor y Beneficiado de esta Iglesia Parroquial de Santa Marina de Oxirondo, de esta villa de Vergara, bauticé a un niño que se le puso por nombre Phelipe Fran°. Es hijo lejítimo de Lorenzo de Abiranet y Manuela Jossepha de Echegarai; abuelos paternos, Blas de Abiranet y Bernarda de Arganza, naturales de la villa del Hospital de Olmo[1] en el Reyno de Francia; maternos, Manuel de Echegarai y María Bautta de Arganza, vecinos de esta villa. Fueron sus padrinos Francisco de Olaegui y María Francisca de Olaegui; y para que conste firmo yo el Coadjutor.
JUAN THOMAS DE ALDAETA.
Concuerda fielmente con su original, a que me remito. Para que conste, firmo y sello la presente en Vergara a doce de agosto de mil novecientos catorce.
IGNACIO DE ALDARRONDO.
Aviraneta tenía sangre francesa —su padre era normando, según mi tía doña Cesárea de Goñi—. Por los Alzate (oriundos de Vera), era mixto de francés, pues esta familia estaba emparentada con otras de más allá del Pirineo. Uno de estos Alzate casó con la abuela de Montaigne.
Tenía Aviraneta dos hermanas, Antonia Cecilia y Antonia Juana; una mayor que él y otra más pequeña. De niñas fueron rollizas y altas, mientras que él fue siempre pequeño y encanijado; pero, a pesar de este encanijamiento, no estuvo nunca malo.
Hiciera frío o calor, cayera ese sol de agosto madrileño que parece que va a derretir hasta las piedras, o estuvieran las fuentes y los charcos helados, para Eugenio era lo mismo; su lugar predilecto era la calle.
Durante toda su infancia se encontró sometido a dos influencias: la de la casa y la de la calle; estas influencias eran tan opuestas, tan contradictorias, que no había entre ellas término medio posible.
Su padre, don Felipe, profesaba ideas modernas para su época; pero, a pesar de esto, se manifestaba siempre muy grave y muy ceremonioso. En el fondo tenía todas las preocupaciones del antiguo régimen, un tanto amortiguadas por su tendencia filosófica.
Las dos personas más consideradas por don Felipe de Aviraneta eran dos amigos que frecuentaban mucho su casa: don Domingo de Larrinaga, padrino de Eugenio, y don Juan Ignacio de Arteaga. Los tres educados en Vergara y muy entusiastas de la educación que se daba por entonces en el colegio de esta villa.
Parece un poco absurdo que a un chico que vivía en Madrid se le pusieran como tipos de centros de cultura dos pueblos pequeños: Azcoitia y Vergara; pero hay que tener en cuenta que entonces Madrid era uno de los lugares más atrasados y más bárbaros de España. Tanto hablaban su padre y su padrino de estos dos pueblos, que el chico se figuraba que allí los hombres más viejos, con sus barbas blancas, iban a la escuela.
Al lado de este ambiente de respetabilidad que se respiraba en la casa, corría por la calle madrileña cierzo de las Vistillas y de Puerta de Moros, de la Cuesta de la Vega y de Lavapiés, que cortaba como navaja de afeitar.
Por las callejuelas del Madrid viejo soplaba entonces vaho espeso de pueblo bajo, de manolería violenta, desgarrada, desvergonzada.
En aquellos tiempos, la Puerta de Moros y la plaza del Alamillo eran tan peligrosas como las cañadas de Sierra Morena. En las encrucijadas madrileñas privaba la majeza, el desplante, la frase dura, el chiste burlón y agresivo. Allí se daba una puñalada en menos que canta un gallo y se le pintaba un jabeque al lucero del alba.
Entonces la gente pobre de Madrid era completamente salvaje, y se vivía en las casas de los barrios bajos como en cuevas de gitanos.
Madrid era una gran corte de los milagros.
Por todas partes, mendigos y tullidos mostraban sus deformidades y sus llagas; ciegos que entonaban cantilenas lamentables, procesiones y rosarios. Hasta los más metafísicos misterios del catolicismo servían para ser cantados al son de la vihuela; y los romances de bandidos alternaban con vidas de santos y relaciones milagrosas.
La calle del Estudio de la Villa, calle que hoy se llama solamente de la Villa, es calle corta y tortuosa, arranca del Pretil de los Consejos, cerca de la Capitanía general, y termina en la plaza de la Cruz Verde, plaza desconocida para los madrileños actuales, pues es un pequeño espacio irregular próximo a la calle de Segovia, según se baja hacia el puente a mano derecha.
A la entrada estuvo hace muchos años la Academia de Humanidades, que regentó el maestro Juan López de Hoyos, cuando asistió a sus aulas Cervantes. Esta Academia hizo que se llamara a la calle del Estudio de la Villa. La casa donde nació Aviraneta todavía existe; se conoce en el barrio con el nombre de casa de las monjas del Sacramento, y es un edificio grande de tres pisos con vuelta al Pretil de los Consejos[2].
Aquellas y otras varias, unidas al convento de las monjas, forman una sola manzana, limitada por las calles de la Villa, del Sacramento, del Pretil de los Consejos, del Rollo y la plaza de la Cruz Verde.
En este rincón hizo Eugenio sus primeras correrías. Era difícil encontrar un barrio tan sintetizador como aquel de la vida cortesana, y aun de la vida nacional; era el barrio más castizo de Madrid, el más antiguo, el más típico, el receptáculo de todo lo viejo, de todo lo abigarrado y pintoresco de la villa del oso y del madroño.
La Inquisición tenía su hogar en la plaza Mayor y en la de la Cruz Verde, lugar de los autos de fe en gran escala, la primera, y de los autillos, la segunda. Estos autillos debieron ser célebres en otra época, y como recuerdo quedaba en la plaza de la Cruz Verde, al decir de la gente, una cruz de madera pintada de este color. La Monarquía tenía en el barrio el Palacio real; la aristocracia, la enorme casa de Osuna.
Sin preparación, sin cultura, sin medios, cogieron los españoles de entonces el momento más difícil para el país. El edificio legado por los antepasados se cuarteaba, se venía abajo. Era la crisis de la patria, del imperio colonial, y al mismo tiempo del absolutismo, de la Inquisición, de toda la vida antigua.
Iba Eugenio en esta época a casa de un dómine que daba lecciones particulares a muchachos de buena familia. Este dómine sabía algo de latín y de gramática.
Uno de los compañeros de Eugenio, el hijo de un amigo de la casa, entró de cadete en las reales Guardias Españolas. A su padre, militar de graduación y noble, no le fue difícil conseguir esta prebenda. La familia de Aviraneta pensó alcanzar algo parecido para el joven Eugenio, pero a don Felipe no le gustaba la milicia.
Prefería que su hijo se dedicase al comercio.
Desde entonces, y puesto que tenía Eugenio que ser comerciante, la índole de sus estudios varió y comenzó a practicar el francés y la teneduría de libros. La decisión de viajar le hizo creerse aventurero, y le dio más audacia en sus correrías callejeras.
Su madre decidió que, para mejor aprender el francés, fuera a Irún, a casa de un hermano suyo, mientras se fijaba la fecha de su marcha definitiva a Méjico.