MI curiosidad por Aviraneta partió, como en todos los asuntos de que me he ocupado, más que de una lectura previa, de las relaciones familiares e individuales.
Mi padre y mi madre conocieron a Aviraneta en su juventud. Mi padre, de pasada, con poca intimidad. Mi padre creía que Aviraneta publicó unas Memorias de su vida. Mi madre lo recordaba más; le había visto muchas veces en casa de su abuelo, don Antonio María de Goñi. Aviraneta era tío segundo de mi madre.
Mi madre refiere bastantes anécdotas de la vida del conspirador: cómo fue una vez a su casa de San Sebastián sin peluca (el viento se la había llevado); cómo se burlaba de la gente donostiarra; cómo le gustaba chismografiar y contar sucesos de su vida aventurera.
Mi tía Cesárea de Goñi todavía podía haberle recordado mejor, porque tenía unos treinta años, menos que el conspirador; pero, sin duda, no le interesaba mucho y no se ocupó gran cosa de él; únicamente recordaba que en sus charlas decía que había sido varias veces condenado a muerte, que tenía dos perros llamados Píramo y Tisbe, y que su mujer, Josefina, era un poco coquetona, le gustaba adornarse, emperejilarse y llevaba anillos sobre los guantes.
La condesa de Lersundi, de San Sebastián, recuerda a Aviraneta con simpatía y con muchos detalles.
La condesa me ha contado cómo su hermana y ella, siendo niñas, iban a visitarle cuando era viejo a la calle del Barco, en Madrid.
Tenía don Eugenio en su despacho colecciones de plantas y de piedras, y allí entonaba canciones en vascuence, que antiguamente cantaban en San Sebastián, para que las dos niñas bailaran.
Otra persona que me habló de Aviraneta fue don Ángel Pirala, hijo del historiador de la guerra civil.
También le conoció don Nicolás Estébanez, quien me dijo que había hablado con él una vez en un café de la Puerta del Sol.
Durante mucho tiempo no sentí curiosidad por averiguar la vida de este hombre; pero, por fin, llegó el momento.
En el otoño de 1911, y no teniendo otra cosa mejor que hacer, comencé mi labor de investigación, que tuvo algunos incidentes graciosos.
El principio fue preguntar en la Biblioteca Nacional si había algo de Aviraneta. Existían dos folletos: uno sobre la conclusión de la guerra civil, y el otro, titulado Mina y los proscritos, acerca de un movimiento ocurrido en 1836 en Barcelona.
Poco después encontré otro en la Biblioteca del Ayuntamiento, sobre las Cortes del Estatuto, y otro, titulado Vindicación de don Eugenio de Aviraneta, en la librería de García Rico.
Este último folleto me dio el dato de que Aviraneta había peleado a las órdenes del Empecinado en 1823. Supuse que habría conocido al Empecinado en la guerra de la Independencia, y repasé las historias de esta guerra, hasta que encontré a don Eugenio citado en una nota del general Gómez de Arteche como biógrafo del cura Merino.
Los folletos que he encontrado de Aviraneta, creo que todos los que escribió, son estos: Estatutos de la Confederación general de los guardadores de la Inocencia, o Isabelinos, impreso en Burdeos en la imprenta de F. Laconte, rue des Rabuissons, 1834; Lo que debería ser el Estatuto Real, o Derecho público de los españoles, impreso en Zaragoza en la imprenta de Ramón León, 1834; Mina y los proscritos, impreso en Argel, 1836; Memoria dirigida al Gobierno español sobre los planes y operaciones puestos en ejecución para aniquilar la rebelión de las provincias del Norte de España, folleto del que hay dos ediciones, una de Tolosa, de Francia, en la imprenta de Henault, en 1841, y otra de Madrid, en la imprenta de don Narciso Sanchiz, calle de Jardines, número 36, el año 1844; Vindicación de don Eugenio de Aviraneta de los calumniosos cargos que se le hicieron por la Prensa con motivo de su viaje a Francia, en junio de 1837, en comisión de gobierno, y observaciones sobre la guerra civil de España y otros sucesos contemporáneos, en Madrid, en la imprenta de Sanchiz, calle de Jardines, 1838; Apéndice a la vindicación publicada por don Eugenio de Aviraneta el 20 de junio de 1838, en Bayona, en la imprenta de Lamaignere, calle Bourg-Neuf, número 66; Contestación de Aviraneta a los autores de la Vida política y militar del general Espartero, duque de la Victoria, establecimiento tipográfico a cargo de don Joaquín Bernal, costanilla de Santa Teresa, número 3, Madrid; Apéndice a la contestación de Aviraneta a los autores de la Vida política y militar del general Espartero, duque de la Victoria, Madrid, 1864, imprenta del Bando industrial, a cargo de don Joaquín Bernal, costanilla de Santa Teresa, número 3, Madrid; Las guerrillas españolas o las partidas de Brigantes de la guerra de la Independencia, receta para la curación de Francia contra la invasión de los ejércitos extranjeros, dedicada a la Comisión de armamento y defensa de los Departamentos de Francia, por un español enemigo constante de toda dominación extranjera, imprenta de F. Martínez, calle de Segovia, número 26, Madrid, 1870. Además de los folletos, se publicó este libro póstumo: Mis Memorias íntimas, 1825-1829, por don Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen; las publica por primera vez don Luis García Pimentel, Méjico, Moderna Librería Religiosa de José L. Vallejo, S. en C., calle de San José el Real, número 3, 1906.
Cuando comencé a sentir curiosidad por la vida de Aviraneta, empecé un trabajo de investigación bastante concienzudo para un mal aficionado, y pude reunir muchos datos de la vida del conspirador.
He encontrado también tres retratos de mi héroe. Uno debe ser litografía hecha en París. Una de estas pruebas me la regaló don Ángel Pirala; otra me la dio en París Cayetano Cervigón, antiguo deportista madrileño que acabó su vida de bohemio en un hotel del Barrio Latino.
La segunda litografía está en el folleto de Aviraneta sobre la guerra civil, folleto impreso en Tolosa, de Francia, en casa de Augusto Henault, en la calle de Santa Roma.
Otro retrato que tengo en casa es la fotografía de un cuadro. Me la mandó Luciano Taxonera diciéndome que el original pertenecía al señor Eizanguirre, de Madrid. Si este militar de bigote es Aviraneta, su retrato debe estar hecho hacia 1822 o 1823.
Al mismo tiempo que buscaba los folletos, escribí a varias personas que se han ocupado de cuestiones históricas, pidiéndoles informes. Entre otros, escribí a Morayta, al duque de Mandas y a don Juan Pérez de Guzmán. Me contestaron cartas amables, pero un poco extrañas, que me hubiesen demostrado, si no hubiese estado convencido ya, de que el español no brilla por su espíritu filosófico ni científico.
Morayta contestaba en una carta que Avinareta (lo llamaba así) no había podido haber figurado en sucesos anteriores a 1833 por su edad.
¿Conocía Morayta la edad de Aviraneta? ¿Sabía cuándo había nacido?
No lo conocía, y, sin embargo, afirmaba.
¿Cómo se puede ser historiador con criterio tan absurdo? Así no se puede ser más que historiador malo. La exactitud no era el fuerte de Morayta. En su libro La masonería en España le llama a nuestro héroe el perfecto conspirador Amoravieta.
El duque de Mandas, don Fermín de Lasala, me escribió que había conocido a Aviraneta en San Sebastián, de vista; pero que no le trató ni quiso conocerle, porque ejerció su acción fuera de la ley y, según algunos, en la Policía.
Este es criterio que no es de historiador ni de literato; pero puede ser el de un moralista y de un político. Don Juan Pérez de Guzmán me decía que sentía que yo dijera que era pariente de Avinareta y quería escribir su vida, porque, según él, don Eugenio no era un hombre de bien.
La carta de don Miguel Morayta se me ha perdido. En ella decía únicamente que no conservaba los documentos que le habían servido para escribir de Historia de España.
La carta del duque de Mandas era como sigue:
Cristina Enea, San Sebastián, 18 abril 1912.
Señor don Pío Baroja.
Muy señor mío y de mi mayor aprecio: Tengo mucho gusto en contestar a sus preguntas. Para escribir mi libro La separación de Guipúzcoa y la Paz de Basilea nada tuve que indagar respecto de la personalidad de don Eugenio de Aviraneta, porque perteneció a una generación y figuró en política posteriormente a los sucesos objeto de mi trabajo. No figuró en la guerra de la Independencia ni siquiera, según creo, en la segunda época constitucional. Su personalidad fue notoria, aunque su acción fue siempre secreta desde 1834 a 1854. Sobre los acontecimientos a que aludo, escribió un folleto que hará usted bien en tratar de conocer. No se lo ofrezco a usted porque hace treinta años sufro cambios repetidos de residencia, y no sé dónde lo tengo. Nunca crucé palabra ni saludo con el famoso conspirador unas veces, policía otras, a pesar de verle casi diariamente en el paseo de Ategorrieta y de ser primo hermano de aquel Alzate, muy conocido, secretario del Ayuntamiento de esta ciudad durante largo período, en parte del cual fue concejal y teniente alcalde su abuelo de usted. Es todo lo que puedo decir, como no añada que Aviraneta tenía ojos extraordinariamente revirados, según aquí se dice, dando al adjetivo más extensión que le da la Academia. Y bien lo siento, pues en complacer y servir a usted proveyéndole de datos para su estudio hubiera tenido verdadera satisfacción.
Su atento servidor y paisano, que besa su mano,
Fermin de Lasala.
Cartas de Pérez de Guzmán:
Real Academia de la Historia.
Señor don Pío Baroja.
Muy señor mío y de mi aprecio: Siento que me diga usted que el conspirador, folletista y enredador Avinareta era algo pariente de usted, porque los datos que de él he visto en varias partes no le abonan como hombre de bien, al menos en las intenciones de su inquieta conducta.
El documento que inserté en el prólogo de las Memorias de la condesa de Espoz y Mina me lo facilitó, con otros, el señor Canalejas, a quien los devolví. He poseído algunos folletos vindicatorios de Avinareta, pero los regalé hace tiempo a la biblioteca del Congreso y a la entonces llamada Sala de Varios de la Nacional. Estoy seguro que en una o en otra hallará usted algo de lo que desea, y, además, en las Memorias, de Alcalá Galiano; en la continuación de la Historia de España, de Lafuente, editada en Barcelona bajo la dirección de don Juan Valera, y en otros opúsculos de aquel tiempo.
Usted me ha de dispensar que no le precise más estos datos; el trabajo me abruma y tendría que resolver algunos mal disciplinados papeles para buscar otras notas, y el tiempo material me falta. Sin embargo, si me da usted unos días de respiro, indudablemente, poco o mucho, algo más concreto le podrá decir sobre él, su atento, seguro servidor, que besa su mano,
Juan Pérez de Guzmán.
Después de esta carta de 28 de mayo de 1912 el señor Pérez de Guzmán me escribió el 3 de julio de 1913, lamentándose de que los libreros de ocasión estuvieran vendiendo a los extranjeros documentos de la Historia de España. Al parecer, un corredor alemán se había llevado el proceso de la conspiración de Richart y el de la conspiración del general Torrijos. La carta terminaba diciendo:
No bastan sus propósitos de usted respecto a Avinareta, ya he visto lo que usted ha escrito de él. Pase, pues está hecho; pero Avinareta no es un fanático como Richart. Avinareta no merece que su pluma de usted ni aun estampe su nombre, en ningún sentido, para conservarlo a la posteridad.
No deja de ser curioso que en un país como España, en donde se ha ensalzado a tanto personaje huero, sin valor, sin energía y sin inteligencia, se persiga con la antipatía hasta después de muerto a un hombre como Aviraneta, de gran valor, de gran inteligencia y de gran probidad.
En vista de que no encontraba datos, visité varios archivos, y, después de dar muchas vueltas, encontré la hoja de servicios de Aviraneta en el Archivo de las Clases Pasivas.
El encuentro tuvo algunos incidentes graciosos. Me había dado un amigo dos cartas: una para el subsecretario de Gobernación y otra para el de Hacienda. Fui al Ministerio de la Gobernación. El subsecretario me recibió muy amable, como hombre que sabe tratar a los literatos de manera familiar y campechana. Oyó lo que le decía; es decir, no sé si lo oyó, porque los políticos españoles no se toman el trabajo de oír, y llamó al timbre. Apareció un empleado.
—Vaya usted al Archivo con el señor Baroja y pregunte por el señor Tal, por el señor Cual, por cualesquiera de los archiveros, y dígales que sirvan al señor Baroja.
Salimos el empleado y yo del despacho del subsecretario y llegamos al Archivo, en donde, al llamar, se presentó el portero.
—¿Está el señor Tal? —preguntó el empleado que me acompañaba.
—No, señor; no está en Madrid.
—¿El señor Cual?
—Acaba de salir ahora mismo.
—¿Don Fulano?
—Tiene la mujer mala y no viene.
—¿Don Zutano?
—Tampoco está.
El empleado me miró fríamente, como diciendo: «Puede usted hacer lo que guste». Y se marchó.
—Mire usted —dije al portero—, yo quisiera ver si aquí hay una documentación de un tal Aviraneta.
—Aviraneta; la A está allá arriba —me dijo, mostrándome un aparador muy alto—. No se puede subir.
—¿Pero no habrá por aquí una escalera?
Había una escalera. La cogí yo y la puse en la pared. El portero subió al estante y echó al suelo un legajo lleno de polvo. Lo miré con cuidado. Nada.
A los ocho o diez días fui al Ministerio de Hacienda; nueva escena por el estilo, hasta que me enviaron a una oficina del patio. Allí, un viejo empleado me dijo:
—Vuelva usted dentro de quince días. Volví; el viejo me dio una nota que ponía: «Aviraneta, Eugenio: Archivo de Clases Pasivas».
Marché al Archivo de Clases Pasivas y comenzaron otra vez las dificultades.
El archivero me advirtió que no se podían ver los legajos; yo le expliqué que no se trataba de obtener ninguna pensión, sino de un estudio histórico; hizo como que me oía, y me dijo que volviera dentro de quince días.
Volví, y el archivero no estaba; no había más que un mozo. Le expliqué lo que me había prometido el archivero; el mozo sacó un cuaderno y me preguntó:
—¿En qué fecha murió ese señor?
—No lo sé a punto fijo; es lo que busco.
—¿Cómo se llamaba?
—Aviraneta e Ibargoyen, Eugenio.
El mozo repasó el cuaderno muy serio, y me dijo:
—No está.
—¿Usted quiere dejarme ver el cuaderno? —le pregunté.
—Véalo usted si quiere. Es inútil; no está.
Cogí el cuaderno, y en la primera página, en la primera línea, ponía: «Eugenio de Aviraneta e Ibargoyen».
—Pues aquí está —le dije al mozo.
—¡Aviraneta!… ¡Aviraneta! Usted no me lo ha dicho así.
—Quizá me haya equivocado —dije, y pensé entre mí: «¡Con qué gusto le pegaría un puntapié a este imbécil!»—. Vamos a ver dónde está.
—Armario tantos…, estante tantos…, número del legajo tantos… —leyó.
Marchó el mozo, cogió un legajo, lo miré yo; no había nada de Aviraneta.
—¿No nos habremos equivocado de número? —pregunté, y fui a ver el catálogo.
Efectivamente; el mozo se había equivocado de número, y en otro legajo estaba la hoja de servicios de Aviraneta.
—Déjeme usted leerla.
—No, no —me dijo—. Pida usted permiso al jefe.
Fui a ver al jefe; me escuchó como escuchan los empleados españoles, mirando a otra parte, y me dijo que esperara.
Esperé en la oficina.
Por fin, me dejaron tomar unos apuntes atropelladamente.
Luego he ido buscando más papeles y documentos, siempre con dificultades enormes, hasta rehacer casi por completo la vida de Aviraneta. Ha sido una labor un poco de detective. Luego, para mí, lo difícil fue, después de reunir esta serie de datos, darles carácter literario. Sería cosa muy larga el contar todos los caminos que he seguido para buscar datos acerca de mi personaje y de la época.
Aviraneta no era un hombre culto, no había hecho estudios clásicos ni modernos. No tenía más que un talento natural, una inteligencia clara y amplia; suplía con la intuición los conocimientos que le faltaban. Tampoco era orador, y esto en su época y en la nuestra, para ser político, constituía una gran falta.
La vida de Aviraneta está llena de incidentes; tanto, que al escribirla no se puede hacer más que algo rápido y escueto.
En muchas cosas me he basado en hechos; en otras, únicamente en indicios.