Capítulo veinticinco

Todo transcurrió tal como Julián había augurado. Su plan y su clarividencia habían sido perfectos y como homenaje póstumo tenía que admitir que había sido un gran profesional, tanto en su faceta de policía como en la de delincuente. El que a última hora hubiera habido una pequeña variación en sus planes no lastimaba la buena opinión que me había formado de su capacidad. Junto a él había aprendido todo lo que sabía y mi repentina decisión de no compartir con nadie las joyas se debió, precisamente, a que había asimilado a la perfección sus enseñanzas.

Como mi extinto compañero me había indicado, en la Dirección General no sintieron preocupación ni curiosidad sino alivio por lo sucedido. Se dio carpetazo a todo el asunto con gran rapidez y con la publicidad estrictamente necesaria para que la ciudadanía supiera cómo su policía trabajaba con eficacia en pro del bien común. A Julián se le concedió a título póstumo la Gran Cruz al Mérito Policial y se le rindieron los más altos honores en su funeral y yo, por mi parte, me gané la felicitación y el aprecio de todos así como un buen ascenso. En poco tiempo estaba consiguiendo acceder a los más altos peldaños de la cúspide profesional. Por primera vez en mi vida veía el futuro de color de rosa y vivía seguro y tranquilo, confiando plenamente en mi suerte. Ya no era un muñeco al servicio de mi padre, Garrido o el propio Julián. Había obtenido, por méritos propios, el grado de subcomisario en un corto lapso de tiempo y ante mí surgía, radiante en su esplendor, un hermoso porvenir.

Además del trabajo policial, porque Julián, pese a sus defectos, había sido un buen policía, mi excompañero también me había enseñado a ser prudente, así que esperé el tiempo suficiente para ir colocando, poco a poco y en lugar seguro, las joyas. Al fin y al cabo lo que nunca había tenido eran problemas económicos. Por otra parte, gracias a mi nuevo grado de subcomisario, se me había aligerado la carga más pesada del trabajo. Ya no salía a patrullar en un vehículo destartalado sino que dirigía, desde un pequeño despacho —pequeño pero exclusivamente mío— a todo un grupo de inspectores. De este modo, casi sin mover un dedo y gracias al trabajo de mis subordinados, fui afianzándome en el interior del cuerpo y granjeándome cada vez más la confianza y gratitud de mis jefes.

El único lunar en mi vida placentera y tranquila lo constituía mi relación con Clara. Al no tener a mi lado a Julián recomendándome constantemente que tascara el freno me había entregado con desenfreno a una desmedida pasión. Olvidándome de toda prudencia había empezado a visitarla más a menudo que antes hasta llegar, en los últimos tiempos, a acudir diariamente al burdel en el que trabajaba. Pronto el hecho empezó a comentarse en la brigada y aunque ello no supusiera ningún desdoro, todo lo contrario, los comentarios que se hacían eran de envidia y admiración, comprendí que me estaba metiendo en un auténtico berenjenal. Un día, espoleado por el alcohol, no se me ocurrió mejor idea que ir hasta el escondite donde tenía a buen recaudo el botín confiscado al difunto Loperena y sacando un brazalete volver al prostíbulo para regalárselo a Clara. Al día siguiente, cuando los efluvios etílicos eran tan sólo un áspero recuerdo con forma de dolor de cabeza, me di cuenta de la enormidad de lo que había hecho. Con respecto a Clara me sentía relativamente seguro pero no podía permitir que alguien viera la joya y, conocedor de quién había sido el generoso donante, se dedicara a sacar conclusiones.

Un diplomático intento que realicé con el propósito de que me la devolviera fue infructuoso y no sólo no conseguí que retornara a mi poder sino que Clara, orgullosa con su brazalete, empezó a pensar que había sido un modo sutil de declararle mi amor; para ella ese hermoso brazalete tenía el mismo significado que las sortijas de compromiso que el galán regalaba a su enamorada en las novelas rosas que acostumbraba leer en los escasos ratos libres que le dejaba el trabajo. ¡Cómo eché en falta, en aquellos momentos, los buenos consejos de mi compañero Julián!

Lentamente una idea fue bullendo en mi cabeza. Tenía que recuperar el brazalete como fuese y dar término a mi relación con Clara. Me costó decidirme ya que aunque lo que sentía por ella no se podía considerar estrictamente amor, era innegable que a su lado me sentía bien, me agradaba verla, estar con ella, hacer el amor. Posiblemente fuera tan sólo un mero caso de atracción sexual e, incluso, de simple costumbre y rutina, pero aun así se me hacía cuesta arriba cortar con ella. Por eso, cuando al final resolví poner punto final a esa situación, la decisión tomada fue dolorosa y algo se rompió en mi interior, pero sabía que era necesario así que echando por la borda absurdos sentimentalismos me propuse firmemente terminar esa historia.

La ocasión se presentó al cabo de pocos días y con la osadía de los audaces y la desesperación de quien se ve con la espada de Damocles transmutada en brazalete sobre su cabeza decidí agarrarla por los pelos y aprovecharla al máximo. En la brigada habíamos recibido un soplo. Un grupo de delincuentes estaba preparando un robo en una sucursal del Banco Popular. El soplón, que era miembro del grupo que estaba preparando el golpe, nos debía bastantes favores y, cuando le expliqué mi plan, se puso a mi entera disposición.

La idea era sencilla. Mi confidente tenía que convencer a sus compañeros para que se olvidaran del plan que habían trazado y siguieran sus nuevas indicaciones. Aunque al principio eran reacios, ya que mi hombre no pasaba de ser un auténtico pelagatos, pronto consiguió ganarse el respeto y la confianza de toda la banda gracias a los datos que yo le había suministrado. Se trataba de que sus futuros compañeros de atraco pensaran que tenía un contacto en el banco que le proporcionaba información, de ese modo podrían dar el golpe en el mejor momento y con el menor riesgo posible.

Todas las informaciones que fui proporcionándoles a través de mi confidente eran ciertas y comprobables, por lo que pronto la banda se puso en sus manos, es decir, en las mías y llegado el momento propicio di las órdenes pertinentes, incluyendo la hora y forma de realizar el atraco. Les había asegurado que el próximo viernes, a las doce del mediodía, debido a una revisión trimestral que se efectuaba rutinariamente, las medidas de seguridad de la sucursal no iban a funcionar. Así mismo les había proporcionado un dato muy importante: ese día era la fiesta patronal de la policía, por lo que la mayor parte de los agentes que patrullaban las calles estarían en la recepción que el gobernador civil ofrecía para conmemorar la festividad. Por último, había utilizado el señuelo de la codicia. Ese día se iban a producir unos ingresos importantes por lo que las arcas del banco estarían, sin lugar a dudas, a rebosar.

Convencidos de que habían tenido una inmensa suerte al incluir en su grupo a quien habían considerado un don nadie, los atracadores se dispusieron a obedecer en todo a mi hombre. El asalto al banco fue fijado para las doce en punto del mediodía y a esa misma hora, con una puntualidad que dice mucho en favor de los delincuentes nacionales, estacionaron el vehículo que previamente habían robado en la puerta de la sucursal bancaria. Junto a esa misma puerta, sentada en un banco público, se encotraba Clara, que había sido citada esa misma mañana por mí, con la excusa de que le iba a dar una grata sorpresa. Le había aconsejado que llevara el brazalete, pero no puesto sino en el bolso, ya que necesitaría espacio para colocar adecuadamente la sorpresa de la que le había hablado. Excuso decir que mis palabras la excitaron totalmente y me confirmó, repetidas veces, que allí estaría sin falta.

Ajenos a la mujer que se hallaba descansando en el banco y a todo lo que no fuera su objetivo, el robo de todo el dinero que se custodiaba en la sucursal, los ladrones irrumpieron en la entidad y amenazando a los empleados y clientes con escopetas recortadas se hicieron con un sustancioso botín. Cuando hubieron recogido todas las sacas que eran capaces de transportar salieron nuevamente al exterior donde les tenía que estar esperando, con el motor del vehículo en marcha, mi confidente.

Aunque el oficio de policía no es el que más se presta a la jarana y el regocijo no me queda más remedio que admitir que las muecas que aparecieron en los rostros de los atracadores cuando comprobaron, con estupor, que chófer y coche habían volado, remedaban con brillantez a las que solían prodigar las más famosas estrellas del cine cómico en blanco y negro y no pude evitar la risa al verlas, del mismo modo que me reía cuando veía cualquier película del Gordo y el Flaco, pero aun así yo no había ido allí a ver una película sino a realizar un trabajo, de modo que con un gesto ensayado di las órdenes pertinentes a los policías que me habían acompañado.

En una situación normal los ladrones, al escuchar la voz de alto y comprobar su situación, se hubieran rendido y todo habría acabado en unas cuantas detenciones, pero ésa no era una situación normal y no me interesaba para nada su rendición. Uno de los policías se puso nervioso, escapándosele un disparo, y cuando en ese tipo de situaciones se escucha un disparo, suele ser tan sólo el primero de todos los que en pocos instantes se producen. El tiroteo duró escasos segundos y cuando se pudo despejar el campo pudimos constatar que todos los atracadores estaban muertos. Por nuestra parte no había habido ninguna baja ya que, como más tarde nos dijeron en el laboratorio, las escopetas de los atracadores estaban defectuosas y no funcionaban correctamente. Una afortunada casualidad, se comentó en la brigada.

Desgraciadamente, y a causa de nuestros propios disparos, fallecieron tres personas que no tenían nada que ver con el atraco pero que pasaban por allí. Habían estado en el sitio inadecuado a la hora inoportuna y se habían colocado, accidentalmente, en la línea de fuego. De los tres fallecidos dos eran hombres y la tercera era una mujer que debidamente identificada resultó ser Eulalia Janes Costa, natural de Dos Hermanas, Sevilla, de veinticuatro años de edad, profesión sus labores, aunque más adelante se supo que sus labores no eran las típicas de la honrada ama de casa española sino que trabajaba como prostituta en un burdel de Madrid con el nombre de guerra de Clara. Entre sus objetos personales se encontraron unas cuantas baratijas pero no apareció ninguna joya de valor, que previamente, y con la excusa de atenderla, le había confiscado sin que ninguno de mis compañeros se percatara de la maniobra.

Sentí el final de Clara pero no había podido evitarlo, me fue imposible encontrar otra solución para romper con ella y, sobre todo, recuperar el brazalete sin que me armara un escándalo. En mi descargo tan sólo puedo alegar que posiblemente los minutos que me estuvo esperando, sentada tranquilamente en el banco mientras los rayos del sol le azotaban la cara, fueron los más felices de su vida. En cuanto a las otras dos personas muertas, no era mi intención que ocurriera pero a veces ocurren cosas de ésas que nadie desea pero que no se pueden evitar.

A pesar de que en la refriega habían muerto tres inocentes la operación se consideró un auténtico éxito ya que habíamos conseguido eliminar por completo al grupo de atracadores sin haber tenido ninguna baja en nuestras filas por lo que volví a ser condecorado y aumentó la estima que mis superiores sentían por mí. Estaba viviendo las más dulces horas de mi vida; por eso cuando me propusieron cambiar de destino prácticamente ni lo dudé y dije en seguida que sí. En aquellos tiempos, pertenecer a la Brigada Político Social era pertenecer a la élite de la policía y para alguien ambicioso y joven como yo era una oportunidad que no se podía dejar escapar.

Como aún era joven y había estudiado en un colegio religioso mis superiores me ordenaron matricularme en la universidad, más concretamente en la facultad de Derecho, falsificando para ello los papeles necesarios, ya que nunca había aprobado el Bachillerato Superior. En realidad no hubo una falsificación como tal sino que se cambiaron los registros para que apareciera en ellos como aprobado. Si hoy en día necesitara un certificado en el que constara que había obtenido dicho título, el Ministerio de Educación y Cultura me lo extendería con absoluta normalidad.

En la facultad disfruté como pocas veces había disfrutado. Llevaba una vida tranquila, aprendía nociones de derecho que en un futuro próximo intuía que podían llegar a serme útiles y el trabajo no era de ningún modo agobiante. Lejos del ambiente propio de chorizos, prostitutas, violadores, carteristas, peristas y estafadores la vida parecía mucho más bonita, como si tuviera otro color, como si las tonalidades negras y grises hubiesen sido sustituidas por la policromía del arco iris. No obstante, y pese a ese tipo de explayaciones bucólicas que de vez en cuando surgían de mi interior, yo en todo momento era consciente de que no estaba allí de vacaciones, sino para trabajar. Un trabajo más llevadero y fácil que el habitual, incluso mucho menos peligroso, pero que tenía que hacer y tenía que hacerlo bien.

Mi misión consistía, básicamente, en andar de aquí para allá intimando con el alumnado, sondear a mis compañeros para saber en qué andaban metidos y, en última instancia, infiltrarme en alguno de los grupos subversivos que pululaban por la universidad. Desde los tiempos del colegio, cuando era el acólito de Garrido y Fernandito, había adquirido mucho mundo y era capaz de integrarme, sin dificultad, en cualquier colectivo. Labia y simpatía no me faltaban y siempre estaba dispuesto a hacer un favor a los demás, incluso económico, así que pronto fui aceptado por todos con los brazos abiertos, sin preocuparle a nadie que aún no hubiera acabado la carrera y sin que a nadie se le ocurriera comprobar si era cierto que acababa de trasladar mi matrícula desde otra universidad. La buena fe y ausencia de malicia de mis compañeros me facilitaron por completo las cosas. Pero lo que me abrió del todo las puertas fue mi amistad con Marisa.

El hecho de que hubiera estado encoñado con Clara no significaba que no hubiera tratado con más mujeres. Aunque está mal que lo diga yo, era un chico guapillo y desde que gracias a la mujer contratada por Fernandito descubrí las delicias del sexo no había dejado de tener asuntos más o menos largos con otras mujeres. Sabía cómo camelarlas y no me era difícil estrechar lazos con ellas. Marisa no fue la excepción. Desde la primera vez que la vi supe que me gustaba y cuando empecé a tener trato con ella comprendí que si conseguía ganar su amistad y confianza habría matado dos pájaros de un tiro porque además de tener un cuerpo digno de una estrella cinematográfica era de ideas progresistas y antifranquistas y no había movida universitaria en la que no estuviera metida. No tardé mucho en lograr mi objetivo y al cabo de poco tiempo éramos amantes, amantes esporádicos ya que como decía Marisa no estaban los tiempos como para comprometerse en serio, pero lo pasábamos bien juntos y nos teníamos afecto.

A menudo hablábamos acerca de la situación del país, comentábamos las últimas tendencias literarias, musicales —eran los días en que un grupo de melenudos ingleses escandalizaba a la sociedad bienpensante—, religiosas y, más prudentemente, las expectativas políticas y sociales. Un día, por fin, Marisa me preguntó si deseaba conocer a un grupo de gente que se estaba organizando para, con la excusa de realizar actividades recreativas y culturales, formar en la universidad un núcleo opositor al régimen. Al principio, y de acuerdo con las recomendaciones que había recibido de mis superiores, me hice el remolón y di largas al asunto pero un día, después de haber hecho el amor —esos momentos eran, posiblemente, los únicos en los que no fingía mientras estaba con Marisa—, escudándome en la aparente euforia que sentía tras haber realizado el acto, le dije que sí, que deseaba compartir todo con ella, incluso su militancia. Fue tan grande su alegría que volvimos a hacer el amor, de un modo salvaje y bestial. Cuando eso ocurría me sentía como el Doctor Jekyll y Mister Hyde. Disfrutaba sinceramente con su compañía pero era en todo momento consciente de que esa compañía se debía única y exclusivamente a mi trabajo. Si no acabé esquizofrénico fue porque tenía muy clara cuáles eran mis prioridades, y mi prioridad suprema era yo y mi futuro, así de claro y sencillo.

El grupo estaba formado, en su núcleo principal, por apenas una quincena de jóvenes, la mayor parte de ellos sin experiencia práctica de la vida, ilusos que creían que con un equipaje cargado de buenas intenciones iban a cambiar el mundo. En su inmensa mayoría eran de clase media, ya que en aquella época no era muy habitual que los hijos de los obreros fueran a la universidad, y lo único que conocían del proletariado era lo que habían leído en sesudos mamotretos de filósofos alemanes e italianos pero aun así, imbuidos de fervor revolucionario, estaban dispuestos a marchar bajo las más rojas banderas que encontraran. La gran ocasión de integrarse activamente en la lucha popular llegó con motivo de una huelga en una fábrica importante ubicada en las afueras de la ciudad. Alguien del grupo, yo mismo, sugirió que sería un buen momento para acudir hasta la fábrica, donde los huelguistas estaban encerrados, y solidarizarnos con ellos. De este modo contactaríamos con líderes sindicales y, tal vez, políticos y ampliaríamos nuestro campo de acción.

Una chica pelirroja, miope y menudita, con una desagradable voz de pito, dijo que la idea le parecía cojonuda e inmediatamente todos asintieron alborozados y secundaron con entusiasmo mi propuesta. Así empezó mi ascendiente sobre el grupo. En cuanto a la huelga, poco hay que decir. Cuando transcurrieron los días de gracia que me habían dado en la Dirección General para que trabara confianza con los dirigentes de los huelguistas y cuando entre estos mismos y algunos comentaristas de prensa se empezaba a especular con la nueva actitud tolerante que parecía observarse en esferas gubernamentales, ya que habían pasado varios días y no se había reprimido violentamente la huelga, la Policía Armada recibió órdenes de intervenir, haciéndolo con la viril contundencia que le era propia y encarcelando, previa magullación y apaleamiento, a la totalidad del comité de huelga. Casualmente aquel día mi grupo no apareció por la fábrica, gracias a lo cual nos salvamos de caer en la redada.

Pese a que la huelga había sido un fracaso —era de esperar, ya que no se consigue torcer la voluntad de un estado fascista de un día para otro, comentó un enteco estudiante de filosofía— para nuestro grupo supuso la consolidación. Habíamos demostrado que éramos capaces de movilizarnos a favor de la democracia y de la clase obrera, no con gritos callejeros o pintadas murales sino con un trabajo de calle serio, activo y solidario, militante en suma, y se nos habían abierto puertas que hasta entonces tan sólo vislumbrábamos. Con la euforia de quienes presentían un futuro en el que los niños estudiarían, en los libros de texto, sus nombres bajo el epígrafe de «héroes del pueblo» se decidió mantener e impulsar la relación con los líderes políticos y sindicales que habíamos conocido y coordinar con ellos nuestra lucha y nuestra estrategia acabando por integrarnos, finalmente, en su organización, con el único voto en contra del raquítico aspirante a filósofo, que nos acusó de habernos vendido a una organización revisionista y pequeñoburguesa traidora a los inconmovibles principios del marxismo leninismo.

Muy pronto nuestra célula se convirtió en la más activa de la facultad. La convergencia entre el apoyo que recibíamos del partido en el que nos habíamos integrado y la vista gorda que hacían las autoridades policiales a fin de mantener el ascendiente que yo había consolidado en el grupo lo convirtieron en el más estructurado y sólido de la universidad causando un efecto de bola de nieve, siendo el que al final, de un modo perfectamente natural, aglutinó a muchos de los grupúsculos que hasta entonces habían actuado por libre.

Después de un año de buena vida mis jefes consideraron que había llegado el momento de recoger los frutos que pacientemente habíamos ido haciendo brotar. La ocasión llegó con motivo de un viaje que había programado uno de los miembros del Comité Central del partido exiliado en París al interior. Se acercaba el primero de mayo y desde la secretaría general del partido se consideraba que se reunían las condiciones objetivas para realizar un acto de propaganda contra el régimen dictatorial, con lo que se conseguiría simultáneamente levantar la moral de la militancia y demostrar al pueblo español y a sus clases trabajadoras la capacidad de acción del partido y la vulnerabilidad de las instituciones franquistas. Por otra parte, si todo salía como se esperaba, se posibilitaría la confluencia con otras organizaciones, hasta entonces renuentes, para crear una gran plataforma de oposición al régimen con el objetivo de impulsar una huelga general capaz de derribarlo e instituir, de nuevo, una república de trabajadores de todas las clases, con el proletariado como vanguardia popular. A mí se me encomendó, gracias a mis más que acreditadas dotes de organización, el control y seguimiento de la estancia de nuestro líder en Madrid, así como la preparación de un estricto plan de seguridad, para preservar, ante la policía, el secreto y la clandestinidad del viaje.

El partido quería echar la casa por la ventana, de ahí que el miembro elegido para su venida a España fuera uno de los históricos, un hombre respetado incluso por otras fuerzas políticas y hasta por algún sector del régimen de tendencias liberalizadoras. Todo ello convenció a mis jefes de que era el momento de actuar y cobrar la pieza, ya que con su captura no sólo conseguiríamos un efecto propagandístico importante y la desarticulación de parte del partido en el interior, sino que esos sectores del régimen que tímidamente proponían una apertura a otras fuerzas de la oposición quedarían desacreditadas. Esto último se lograría gracias a mi personal intervención, ya que al tener acceso a la documentación oficial del partido, la corregiría convenientemente en el sentido de transformar lo que era una propuesta de acción opositora pacífica en una incitación a la insurrección popular y a la lucha armada por parte de la clase obrera.

Los primeros días de estancia del viejo luchador transcurrieron sin sobresaltos y de acuerdo con el programa previsto, con lo que fui acrecentando no ya el ascendiente que tenía sobre mi célula sino el respeto y la consideración que en la cúspide del partido tenían hacia mi persona, por eso fue muy sencillo preparar la trampa definitiva. Después de demostrarles que la policía desconocía totalmente nuestras andanzas, propuse que la víspera del 1 de mayo se reunieran en Madrid todos los cargos del partido en el interior, incluyendo a los más cualificados dirigentes sindicales, en un acto de homenaje al dirigente exiliado y de gran eficacia propagandística cuando al cabo de pocos días en los medios afines de la prensa internacional se recogieran las informaciones referentes a dicho acto. Alguno de mis compañeros tildó la propuesta de temeraria pero fue el propio exiliado quien con su calurosa y efusiva aprobación barrió de raíz toda crítica a esa idea y logró que se llevara finalmente a buen término.

Huelga decir que la reunión se celebró y que fue todo un éxito si bien no precisamente para la oposición ni para el partido en el que yo falsamente militaba sino para la Dirección General de Seguridad. Aquel 1 de mayo todos los periódicos dieron en primera plana la noticia de la desarticulación de un peligroso grupo clandestino financiado por Moscú cuyo objetivo era subvertir la paz nacional y destruir los cimientos del régimen tan laboriosamente construido por el Caudillo. Dicho mensaje se repitió con profusión durante la celebración que en honor al Generalísimo se hizo en el estadio Santiago Bernabéu, mientras las agrupaciones de coros y danzas de la sección femenina y del antiguo frente de juventudes asombraban al pueblo español que, pegado a la televisión, redescubría el vigor de la más sana juventud nacional que, en lugar de entregarse a ideologías subversivas, homenajeaba con recios bailes del folclore español al hombre que había vencido al comunismo en el campo de batalla y nos había traído la paz y el progreso.

El único inconveniente que tuvo aquella acción, por otra parte previsto y admitido, era que después de la detención de los asistentes a la reunión y de la gran mayoría de los componentes del grupo universitario en el que había estado militando, mi cobertura había quedado al desnudo y estaba quemado para futuras acciones de similar tipo, al menos por el momento. Incluso el más ciego de mis excompañeros de viaje había tenido que darse cuenta de que mi participación en la caída había sido decisiva y voluntaria. Tan sólo dos miembros del grupo fueron excluidos de la redada: el hijo de un influyente político del régimen y Marisa, a la que había tomado auténtico cariño.

Cegado como un muchacho imberbe que acaba de descubrir su primer amor había llegado a pensar que Marisa, posiblemente, no se enteraría de nada o que, en el peor de los casos, acabara por comprenderme y agradecer que la hubiera dejado salir indemne de la situación. Cuando tras dejar transcurrir lo que consideré un tiempo prudente la llamé y hablé con ella, me reafirmé en lo acertado de mis pensamientos. El cariño con el que me había respondido, su preocupación sobre mi situación, inquieta ante la posibilidad de que alguno de los detenidos cantara y la policía acabara por arrestarme, la alegría que mostró al oírme decir que tenía ganas de verla, todo ello contribuyó a avalar lo que no eran sino ensoñaciones impropias del policía curtido que ya era en aquella época.

No fue necesario insistir demasiado ya que en seguida aceptó venir a mi apartamento para reanudar nuestros antiguos encuentros. Cuando esa misma tarde le abrí la puerta me quedé sin respiración. Llevaba una ceñida minifalda que apenas sobresalía unos centímetros de las bragas y una ajustada blusa en la que se remarcaban ostensiblemente sus pezones, libres de cualquier aditamento corporal usado habitualmente por las mujeres para recubrir sus pechos. Los tres botones superiores de la blusa estaban desabrochados permitiendo observar gran parte de aquello que supuestamente debía ocultar esa prenda. Sin apenas darme tiempo a reaccionar se abalanzó sobre mí, besándome de un modo tal que se me erizaron todos los pelos de mi cabellera y alguna cosa más. Decididamente era un hombre afortunado, ya que no sólo había culminado con éxito una delicada operación antisubversiva sino que había conseguido salir limpio de ella, conservando intacto el amor de Marisa.

Cuando por fin logré zafarme de su agradable presión, preparé unos cócteles y puse en marcha el tocadiscos. La música de Bob Dylan inundó el apartamento y los dos, suavemente mecidos por su voz, nos tumbamos sobre la cama, con los ojos cerrados, para mejor abandonarnos a la placidez del instante, según costumbre que habíamos adquirido en anteriores ocasiones y que era siempre el preludio de una intensa actividad sexual.

Continuaba con los ojos cerrados, sumido completamente en la audición musical y saboreando, mentalmente, los placeres que preveía próximos cuando noté una fuerte punzada en las costillas. Abrí inmediatamente los ojos y vi en las manos de Marisa una ensangrentada navaja, pero lo que me hizo comprender la situación no fue la sangre que, indudablemente, había manado de la herida abierta en mi cuerpo, sino la expresión de sus ojos, llenos de ira y odio, unos ojos que expresaban su deseo de verme muerto o, mejor aún, de que me pudriera eternamente en los infiernos. Una segunda cuchillada volvió a hincarse en mi cuerpo, esta vez en el hombro, debido a que me moví al adivinar su intención. Si no llego a actuar con rapidez mi corazón hubiera sido el receptor de la estocada. Marisa quería matarme y había estado a punto de conseguirlo. No sé cómo ni de qué manera alcé mi mano derecha y la dirigí contra ella. El golpe se estrelló con la propia navaja, haciéndome sangrar en la muñeca aparatosamente pero consiguiendo en parte su objetivo, ya que el arma con la que Marisa me había agredido saltó de sus manos y fue a parar unos cuantos metros lejos de donde estábamos.

Marisa, pese al contratiempo producido por la pérdida de su instrumento homicida, siguió descargando contra mí su mal contenida ira, intentando patearme los testículos y lográndolo un par de veces. La segunda vez que lo consiguió, al ver que estaba tendido en el suelo esforzándome en alejar el dolor producido, salió de la habitación y pude ver, como entre nubes, que se dirigía a la cocina. A duras penas me repuse y cuando estaba de nuevo en pie la vi entrar con un afilado cuchillo de cocina en la mano. Afortunadamente todo lo que Marisa conocía de pelear lo había aprendido en las películas, no en la vida real, por eso, pese a estar dolorido y magullado, no me fue difícil esquivar el tajo que me lanzó. Aun así no podía fiarme mucho ya que en cualquier momento, tal vez por casualidad acertara un golpe y me produjera otra herida o algo más irreparable, por lo que decidí pasar a la acción y transmutar mi posición, de agredido en agresor.

Esperé su siguiente acometida y cuando lanzó el cuchillo hacia mi cara me aparté levemente y con mis dos manos agarré la que manejaba el peligroso instrumento culinario. Sin pararme a pensar, Marisa no era en esos momentos mi amante sino mi enemigo, le retorcí el brazo, indiferente a sus gritos de dolor, hasta conseguir que el cuchillo cayera al suelo. Luego, olvidándome de todo lo pasado y sin encomendarme ni a Dios ni al diablo, empecé a golpearla fuertemente, asestándole puñetazos en todo su cuerpo, en la cara, en las piernas, en el pecho. Como consecuencia de haber visto la muerte tan de cerca se había desatado en mi interior un furor que no pude, supe o quise controlar. Incluso muchas veces he pensado que aquel día, si hubiera tenido enfrente un niño de pecho, quizá habría actuado de la misma manera y me hubiera llevado al bebé por delante, tal era la excitación que sentía en esos momentos.

Marisa, pese al castigo que estaba recibiendo, no cejaba en sus ímpetus homicidas y sacando fuerzas de donde era imposible que existieran, intentaba repeler la paliza que le estaba propinando e incluso hacía amagos de contraatacar. Quizá si se hubiese puesto a llorar rogándome que parara, o si, gimiendo, se hubiera dejado caer en un rincón, me habría apiadado de ella ya que mis sentimientos en todo momento habían sido sinceros, no fruto de mis obligaciones laborales, pero su actitud me encorajinaba cada vez más y seguí golpeándola sin descanso.

Para cuando ocurrió lo inevitable ella era tan sólo un pelele, un muñeco de pim-pam-pum que se limitaba a recibir los golpes que descargaba con ilimitada saña. Con el último la empujé unos cuantos metros y fue a caer encima de la mesilla del dormitorio, golpeándose en el cuello, produciéndose un ruido similar al que escuchamos cuando pisamos una rama seca y la partimos en dos. Devuelto a la vida real al escuchar ese ruido comprendí lo que estaba sucediendo y llamé a mis compañeros del cuerpo de policía, así como a una ambulancia. Para mis colegas de la brigada el caso estaba claro, yo era un abnegado servidor de las fuerzas de seguridad del Estado que, tras realizar un brillante servicio había padecido el intento de venganza de una de las militantes del grupo subversivo desarticulado. Lo ocurrido se debía, por tanto, a un caso de legítima defensa. Así lo entendieron los jueces y el asunto se archivó, sin darle más importancia que la meramente anecdótica. Al fin y al cabo, comentó filosóficamente un compañero con más experiencia que yo en esas lides, ésa era la salsa del trabajo policial.

Marisa no murió pero nunca he vuelto a verla. Seguramente ella no lo hubiera deseado pero, de todos modos, nunca me atreví a hacerlo; sin embargo, hoy en día, cada vez que veo por la calle a una tetrapléjica, pienso si no será ella.