Capítulo veintiuno

Muy pronto, gracias a Julián, abandoné el barniz de novato que me había caído nada más ingresar en el Cuerpo de Policía y fui adquiriendo los conocimientos suficientes para desenvolverme en lo que, gracias al imperativo paterno, acabó por ser mi profesión. Poco a poco yo mismo veía cómo iba cogiendo soltura y confianza y, cada vez más, mis maneras y modos de actuar se parecían a los de mi compañero aunque yo lo hubiera negado tajantemente si alguien lo hubiera insinuado en mi presencia.

Durante los cinco primeros meses, de todos modos, el trabajo fue monótono y rutinario. Vigilancia de las calles, detenciones de pequeños rateros, intervenciones pacificadoras en peleas callejeras y riñas conyugales y visitas habituales a Clara cuando tenía algún momento libre. Además, en seguida vencí mis escrúpulos y empecé a redondear mi exiguo sueldo con las propinas recibidas de los dueños de locales de alterne, peristas y en general de los pequeños delincuentes a los que no merecía demasiado la pena encarcelar, cosa que agradecían del único modo que ellos conocían y nosotros aceptábamos, con dinero contante y sonante.

Era una buena vida pero demasiado limitada y yo no me veía, en el futuro, patrullando las calles y cobrando un aguinaldo procedente de los chorizos madrileños, pero mientras no llegara lo que yo en sueños denominaba mi gran oportunidad no me quedaba más remedio que esperar. Y la oportunidad, al final, llamó a mi puerta si bien de un modo totalmente inesperado.

Al cabo de cinco meses de empezar a patrullar las calles se dio orden a todos los policías de servicio de dejar lo que tuviéramos entre manos y dedicarnos a la búsqueda y captura de un misterioso ladrón de joyas que llevaba dos meses actuando en la zona de Madrid y alrededores. Según parecía, ya que las autoridades no dejaron traslucir en ningún momento la gravedad del caso, se trataba de un individuo que se había dedicado a robar en las viviendas y chalés de la gente más pudiente de Madrid. No desdeñaba el dinero pero, sobre todo, se dedicaba a las joyas. Se rumoreaba que la casa de algún ministro había recibido la visita de ese desconocido ladrón y la inquietud había empezado a ser cada vez mayor. La presión sobre el director general de la Seguridad del Estado debió de hacerse insoportable y éste la transmitió a sus subordinados, los cuales nos pusieron firmes a todos los policías de a pie.

Era muy poco lo que nosotros, simples policías motorizados, podíamos hacer donde habían fracasado los más brillantes investigadores del cuerpo pero órdenes son órdenes y nos dedicamos incansablemente a escudriñar todos los rincones donde pudiera esconderse un ladrón de joyas que más parecía salido de una película de Hollywood que de las callejuelas de Madrid por las que habitualmente transitábamos.

—Es una gilipollez —solía decirme Julián claramente cabreado—, porque no vamos a conseguir nada, lo único perder el tiempo. Y además perjudica nuestros negocios.

Esto último lo decía porque a causa de las órdenes recibidas habíamos considerado poco prudente seguir confraternizando con nuestros clientes habituales, con el consiguiente parón de los pagos a los que éstos nos tenían acostumbrados. Ni siquiera podíamos ir con la frecuencia acostumbrada a ver a nuestras amigas del burdel y tengo que admitir que echaba mucho de menos a Clara, tanto que a veces hasta me dolía físicamente el miembro viril y debía volver a la solitaria práctica que aprendí en el colegio, bajo la batuta de Fernandito.

Sin embargo, pese a nuestro escepticismo y malestar, nos dedicamos en cuerpo y alma a nuestra nueva labor sin obtener, como por otra parte era lo lógico y esperado, ningún resultado. Hasta que los hados decidieron aliarse con nosotros y ocurrió el accidente.

Fue una suerte que estuviéramos cerca del lugar donde todo ocurrió, ya que en caso contrario ni siquiera nos hubiéramos aproximado. Normalmente evitábamos acudir a ese tipo de sucesos. Sí, es cierto que también estábamos para socorrer a las personas que sufrían alguna desgracia en la carretera, pero si algún otro compañero llegaba antes que nosotros al lugar del accidente, mejor que mejor. No eran nada agradables los espectáculos que solían verse cuando los coches se estrellaban unos contra otros en las carreteras. Más de una vez nos había tocado sacar a rastras el cadáver mutilado de algún infeliz y, ciertamente, no es un plato de gusto para nadie. Pero aquella vez tuvimos la mala suerte de ser los más cercanos al lugar en el que se había estrellado un vehículo y no nos quedó más remedio que acudir a levantar el atestado y echar una mano en lo que se pudiera.

Nada más echar un vistazo al conductor vimos que no podíamos hacer nada por él excepto rezar un responso. Tenía el pecho hundido y la cara totalmente destrozada. Con toda seguridad el fallecimiento había sido instantáneo. Hurgamos en sus ropas buscando la documentación. Se trataba de un tal Ángel Loperena, soltero, nacido y residente en Madrid, de treinta y cuatro años de edad. Aunque para mí era un perfecto desconocido no lo era para Julián.

—Bueno, un señorito menos —dijo sin el menor asomo de piedad por su horrendo fin—. Dinero de papá y vicios propios. Juergas, mujeres, alcohol. En fin, lo normal en estos casos.

—¿Le conocías?

—De referencias. Era muy popular en ciertos ambientes de la clase alta madrileña y aunque yo no me muevo en esos ambientes, ni puñetera falta que me hace, es mi obligación estar al tanto de lo que en ellos se cuece. Más de una vez me ha tocado acompañar a señoritos embriagados a las casas de sus padres. Y te aseguro que éstos nunca dan propina, todo lo contrario, te miran como si fueras tú el culpable del estado de sus hijos. Pero en el fondo son ellos los que nos pagan así que a ellos nos debemos —finalizó filosóficamente su perorata.

Mientras hablaba conmigo no había dejado de registrar lo que quedaba del vehículo. De repente, totalmente excitado, empezó a llamarme dando grandes voces.

—Emilio, Emilio, ven aquí inmediatamente y mira esto.

Intrigado más por el aspecto de loco que de repente había adquirido que por sus voces, ya que era algo habitual en él dar vozarrones a troche y moche, me acerqué hasta donde se encontraba mi compañero y a indicaciones suyas miré en el interior del maletero. Lo que vi me heló la sangre en las venas. Del interior de un maletín de cuero que se había desgarrado a causa del impacto surgían varias piedras de diferentes tamaños artísticamente engarzadas en trabajados anillos que tenían todo el aspecto, incluso para alguien como yo que no sabía gran cosa del asunto, de ser piedras preciosas, joyas de alto valor.

—¿Tú crees que son buenas? —pregunté a mi compañero.

—¿Que si son buenas? —me dijo todavía excitado—, con estos pedruscos se podría pagar un Imperio.

—¿Qué hacemos? —pregunté por decir algo ya que de un modo telepático en la mente de ambos anidaba la misma idea.

—Lo mejor es que guardemos el maletín en nuestro coche y luego ya veremos qué decidimos sobre el asunto.

Asentí en silencio y pasando de las palabras a la acción así fuertemente el maletín y lo introduje en el maletero del coche patrulla. Una vez que estuvo fuera de nuestra vista conseguimos tranquilizarnos y esperamos a que llegara la ambulancia que poco antes, a través de la radio del coche, habíamos solicitado. Aunque no había nada más que hacer completamos nuestro servicio escoltando la ambulancia hasta el hospital donde el médico de guardia certificó oficialmente la defunción del señor Loperena.

Quizá la más penosa de nuestras obligaciones, en estos casos, es la comunicación a los allegados del fallecimiento de un familiar o amigo, pero como entraba en nuestro sueldo lo hacíamos sin protestar. Aquella vez, sin embargo, ni siquiera nos pareció triste o desagradable. Obsesionados como estábamos por nuestro descubrimiento andábamos como sobre una nube, tan sólo atentos a alguna posible alusión acerca de las joyas desaparecidas pero sus padres, tal vez porque el dolor del momento les impidiera pensar en cosas más mundanas, no lo mencionaron para nada.

Esperamos unos días pero ningún familiar reclamó el maletín ni su contenido. Nos quedaba otra posibilidad, que Ángel Loperena fuera el ladrón más buscado de Madrid. Parecía algo absurdo pero cuanto más pensábamos en ello más visos de verosimilitud tenía la idea. Al fin y al cabo, si reparábamos en las circunstancias de los robos, lo más lógico era que el ladrón fuese alguien introducido en los ambientes de la alta sociedad, alguien que sabía lo que buscar y cuándo, cómo y dónde acceder a ello. Un ratero circunstancial podía dar un golpe con éxito pero la concatenación de robos que se habían sucedido no se debía a un golpe de suerte sino a una actuación cuidadosamente planificada.

Quizá por un absurdo exceso de prudencia, ya que el que dos policías asignados a un caso se interesaran por las últimas novedades sobre el mismo era algo completamente normal, tardamos varios días en solicitar que se nos facilitaran copias de todos los informes y atestados que había sobre el caso del ladrón misterioso y, nada más tenerlos en nuestras manos, confirmamos nuestras sospechas. El difunto Ángel Loperena estaba implicado en los robos. Había varios datos que avalaban esta tesis. El primero de ellos que el mismo día de la muerte de Loperena se había producido un robo de joyas en la mansión del presidente de un conocido banco. El segundo, que los robos habían cesado radicalmente desde el día en que nuestro sospechoso falleció. Por último conseguimos una descripción de las joyas robadas al banquero y coincidían plenamente con las que habíamos confiscado del maletín el día de autos.

Con el transcurso de los días lo que en un primer momento había sido una leve idea que rondaba nuestras cabezas fue tomando forma. No estábamos dispuestos a devolver las joyas. Nadie sabía que las teníamos en nuestro poder, así que por ese lado estábamos limpios. Por otra parte, los únicos que conocíamos la identidad del ladrón, salvo en el caso de que hubiera tenido cómplices, éramos nosotros y después de su fallecimiento y el escamoteo de las pruebas existentes era prácticamente imposible que ningún colega nuestro llegara a la misma conclusión. Si jugábamos bien nuestras bazas podíamos quedarnos con el santo y la limosna, así que decidimos jugarlas.

Con la mayor discreción posible investigamos entre los más conocidos y reputados peristas de Madrid pero ninguno conocía el destino del resto de las joyas robadas. Hasta donde ellos sabían, o admitían que sabían, las joyas no habían vuelto a salir al mercado. Eso podía significar dos cosas, o bien Loperena las había colocado prescindiendo de los canales habituales, presumiblemente en el extranjero, o bien había guardado el producto de sus latrocinios a la espera de que la situación se calmara y poder negociar su venta con más tranquilidad. Como la investigación de la primera posibilidad estaba fuera de nuestro alcance decidimos actuar basándonos en la segunda, es decir, partiendo de la hipótesis de que en algún lugar se hallaba escondido el resto del botín. Puesto que actuábamos en nuestro propio beneficio era la apuesta más lógica. Si salía bien, estupendo, y si no, pues bueno, siempre nos quedarían las últimas joyas robadas por Loperena.

Lo primero que nos interesaba averiguar era si el difunto Loperena tenía cómplices de algún tipo. Para ello debíamos proceder a seguir e investigar a la gente de su entorno lo cual era complicado, ya que todas sus amistades pertenecían a un nivel difícilmente asequible para dos humildes policías y si notaban que estábamos ocupándonos de sus asuntos podíamos meternos en un buen apuro, si se tiene en cuenta que la mayoría de ellos tenían hilo directo con las altas esferas. Al final la solución y el permiso para que practicáramos nuestra investigación nos vino dada por la política. Conseguimos demostrar al jefe superior que uno de los amigos de Ángel Loperena había sido visto charlando amigablemente con el encargado de negocios de la embajada inglesa lo cual, en aquellos tiempos de ebullición patriótica a cuenta del asunto de Gibraltar, no estaba bien visto por las autoridades del Movimiento y eso facilitó, aunque no estábamos adscritos a la Brigada Político Social sino a la Criminal, que se nos diera vía libre.

Procedimos con calma y tranquilidad, ya que nuestro secreto estaba a salvo, y para no levantar suspicacias tardamos tres largos meses en dar por terminada nuestra investigación, sin ningún resultado positivo. Si Loperena tenía algún cómplice fuimos incapaces de averiguarlo. Por otro lado, los robos habían cesado, lo que significaba que o no existían efectivamente los supuestos cómplices o éstos eran incapaces de reanudar su actividad sin la presencia de Loperena, así que admitiendo la idea de que actuaba en solitario tan sólo nos quedaba por descubrir dónde guardaba su botín y confiscarlo en nuestro beneficio.

Una visita al Registro de la Propiedad nos confirmó que no poseía viviendas a su nombre. Así mismo, del contacto que habíamos tenido con sus amistades habíamos llegado al convencimiento de que era muy dudoso que se hubiera sincerado con ellas para un tema tan delicado como el préstamo de un refugio donde esconder el producto de sus latrocinios. Por exclusión acabamos pensando que su botín estaría escondido, seguramente, en la mansión de sus padres, con los que convivía. Era lo suficientemente grande para que Ángel Loperena contara con una especie de apartamento propio en su interior y, por otra parte, la avanzada edad de sus progenitores les impedía apercibirse con claridad de lo que pudiera ocurrir en el mismo. En cuanto a los miembros del servicio no parecían susceptibles de crearle ningún problema. La mayoría eran externos y el único que convivía con ellos era el jardinero, que habitaba una minúscula choza construida en la parte trasera del jardín que rodeaba la mansión, y era imposible que, en caso de averiguar algo, traicionara a su joven patrón. El jardinero era un antiguo combatiente del ejército rojo que sólo gracias a la benevolencia de los familiares de Loperena había conseguido un trabajo y un lugar para vivir. Le tenían agarrado por los cojones y ocurriera lo que ocurriera delante de sus narices él siempre se quedaría mudo y ciego, obediente a su señor.

Ser policía quizá no sea una bicoca, los poderosos nos utilizan y los menesterosos nos temen cuando no nos odian, pero te proporciona una cosa muy importante, la posibilidad de acceder a fuentes de información que una persona normal tiene vedadas. No eran muchas las empresas importantes que se dedicaban en Madrid a la instalación de cajas de caudales y en la cuarta que visitamos conseguimos lo que queríamos.

En efecto, los señores inspectores no están equivocados, nos dijo el remilgado empleado que nos atendió, el difunto señor Loperena, qué desgracia más horrible, leí en el periódico que su aspecto era irreconocible, qué tragedia, cuando pienso en sus ancianos padres, sí, perdonen, como les iba diciendo el difunto señor Loperena, que Dios acoja en su seno, aunque era un poco punto filipino, no sé si me entienden, pero qué estoy diciendo, lo siento, no está nada bien hablar mal de los muertos y además una persona de su formación religiosa habrá tenido tiempo de arrepentirse en el último instante de sus pecados, si no fuera así qué cosa más terrible, sí, disculpen, a lo que íbamos, pues bien, el difunto señor Loperena tuvo la gentileza, heredada de sus padres, qué gran señora doña Manuela, y don Ángel, qué decir de él, el prototipo del perfecto caballero español, siempre atento a los demás, siempre con una sonrisa en los labios aunque cuando había que poner firme a la gente lo hacía, sí, señores inspectores, ruego disculpen mi vehemencia pero es que aprecio de verdad a los señores de Loperena del mismo modo que reconozco la abnegación y entrega de nuestras bienamadas fuerzas del orden, en fin, como quería decirles desde hace un rato, el señor Loperena encargó a nuestra firma que instaláramos en sus aposentos una caja fuerte de último modelo, no la hay mejor en todo el mundo, es de fabricación alemana y ya saben ustedes cómo son los alemanes, ni siquiera el haber perdido una guerra les ha hecho cejar en su empeño productivo, pues sí, claro que les puedo indicar con exactitud dónde instalamos la caja de caudales y la combinación, salvo que la haya cambiado, porque es posible hacerlo, por supuesto que disponemos de la primitiva combinación, solemos conservarla muy bien custodiada naturalmente, por si algún cliente que no ha hecho uso de su capacidad de rectificarla ha olvidado la original, pero deben ustedes comprender que esa información es secreta, qué me dicen ustedes, caballeros, tiene que haber un error, yo en mi juventud no pertenecí a la CNT, debe de tratarse de alguien que se parecía mucho a mí y que tenía un nombre parecido, y por supuesto que no conocí a Durruti, es imposible que alguien como yo, de misa diaria, pregunten al párroco de San Froilán, pregunten, es imposible que alguien que ama a su patria y a su Caudillo por encima de todas las cosas haya abrazado en su juventud ideas anarcosindicalistas, y para que vean cómo soy un auténtico patriota, un español de pies a cabeza, siempre dispuesto a darlo todo por Dios y por la patria si mi delicada salud lo permitiera, que desgraciadamente no lo permite, estoy muy enfermo, señores inspectores, y tan sólo al deseo de contribuir al esfuerzo productivo que todos los españoles de bien deben hacer en estos momentos en pro de la grandeza y prosperidad de la patria hace que siga aquí, al pie del cañón, en lugar de solicitar el descanso que tan merecido tengo, por eso, y en prueba de mi buena fe y mi acendrado patriotismo así como por la devoción que siempre he sentido por nuestras gloriosas fuerzas policiales, prez y honra del nuevo Estado que bajo el mando firme y seguro de nuestro invicto Caudillo está resurgiendo para servir de luz y guía, de faro y estandarte a todo el orbe occidental y cristiano, romperé las normas de la firma y les proporcionaré de mil amores el número de la combinación que me han solicitado. Si son tan amables de acompañarme al cuartillo que hay aquí a la izquierda, por favor, caballeros, ustedes primero, se lo ruego, como si estuvieran en su casa.

Teníamos la información y sólo necesitábamos esperar el momento propicio. No tardó mucho en llegar. Doce días después, los padres del difunto señor Loperena asistieron a una recepción en la embajada de la República Argentina y nos dejaron el campo abierto. Cuando los sirvientes se habían ido y el viejo jardinero había entrado en su cabaña tras finalizar sus labores entramos en la vivienda y guiados por las excelentes indicaciones que nos había proporcionado el anarquista arrepentido, hoy leal empleado de una empresa de seguridad, nos dirigimos sin demora a la habitación en la que, escondida tras una reproducción de un cuadro de Picasso, o quién sabe si era un original, ni mi compañero ni yo entendíamos de sutilezas artísticas, se encontraba la caja fuerte del ladrón de joyas más buscado de toda España. Sin perder tiempo descolgamos el cuadro procurando no dañar el marco, en mi opinión de más valor que la absurda pintura que protegía, y giramos la ruleta a izquierda y derecha, deteniéndonos en los números que nos había indicado el probo y fiel empleado de incierto pasado, sin que la puerta de la caja se abriera. Frustrado ante este hecho no pude evitar decir a mi compañero que el empleado nos la había jugado.

—Parece mentira que hayas aprendido tan poco a mi lado, pipiolo, debo de ser un mal profesor. Ese infeliz nos ha dicho la verdad, era incapaz de engañarnos, pero si cuando hemos abandonado la oficina ha tenido que ir a todo correr al retrete. No, deja en paz a ese pobre hombre. Lo más lógico es que Loperena haya cambiado posteriormente la clave. Eso es lo que haría cualquier persona con dos dedos de frente, novato, que sigues siendo un novato. Si te digo la verdad, ya me lo esperaba, por eso no me he llevado ningún contratiempo contrariamente a lo que te ha sucedido a ti.

—Entonces, ¿por qué le pediste la combinación al empleado?

—Porque al decírmela e incurrir en una ilegalidad ya no informará a nadie de nuestra visita. Además, no se debe descartar nunca ninguna posibilidad, y pudiera haber ocurrido que Loperena fuera tonto del culo y no hubiera modificado la combinación.

—En ese caso, si contabas con que no sirviera de nada, supongo que tendrás otro plan.

—Siempre hay otro plan, en eso estriba precisamente la eficacia de mis métodos policiales —me respondió socarronamente.

—¿Y cuál es ese plan si puede saberse?

—Esperar.

—¿Esperar?

—Sí, ¿no sabes lo que significa ese verbo, creo que intransitivo si no recuerdo mal lo que me enseñaron en la escuela?

—Por supuesto que lo sé, lo que menos necesito en estos momentos es una lección de gramática, pero que yo sepa esperar no es ningún plan.

—Algún día serás un buen policía, un excelente policía, novato, pero aún tienes mucho que aprender, te pierde la vehemencia y las ganas de acción, supongo que sigues viendo películas americanas. Si Mahoma se cansa yendo a la montaña lo mejor es que se quede sentadito esperando que la montaña se acerque hasta él, y eso es lo que vamos a hacer. Fumarnos plácidamente un cigarro mientras esperamos que la montaña venga a nuestra vera.

—No entiendo, ¿de qué montaña me hablas?

—De los padres de Loperena, por supuesto.

—¿Crees que están metidos en el ajo?

—No, ni por asomo, pero si no tiene cómplices, y hasta donde hemos podido averiguar parece ser que no los tiene, parece lógico pensar que habrá dicho a sus padres cuál es el número de la combinación, por si acaso.

—¿Y si no es así?

—En ese caso pondría en funcionamiento el plan C. Volaríamos la caja fuerte con los explosivos que esta tarde he introducido en el maletero del coche.

—¿Estás loco? ¿Hemos conducido toda esta tarde con un polvorín debajo de nuestros culos?

—Algo más atrás, diría yo —respondió risueño Julián—, pero lo tenía todo controlado. Por eso he insistido en ser yo el que condujera —finalizó su respuesta riéndose con una estruendosa carcajada que hubiera desatado los reproches de cualquier especialista en buenos modales.

A pesar de mi enfado lo que decía Julián tenía bastante lógica así que encendí un cigarrillo, apagamos las luces y regresamos al vestíbulo de la vivienda, en la planta baja de la misma, dispuestos a esperar lo que hiciera falta, que al final no resultó ser demasiado tiempo. Supongo que la avanzada edad de los padres del ladrón de guante blanco influyó en ese hecho, ya que no estaban en condiciones de aguantar ajetreadas veladas nocturnas, así que tan sólo transcurrió poco más de una hora hasta el momento en que pudimos oír el leve ruido que hacía una llave girando dentro de la cerradura.

Julián y yo estábamos aposentado en dos cómodas butacas con orejeras que habíamos encontrado en el inmenso salón del chalet y que habíamos trasladado al vestíbulo, justo enfrente de la puerta y desde allí, al encenderse la luz, dimos la bienvenida a los propietarios del mismo. La mujer se llevó un susto de muerte y se aferró fuertemente a su marido, incapaz de pronunciar palabra alguna. El hombre de la casa también presentaba inequívocos síntomas de temor, pero muy en su papel de macho protector procuró mantener el tipo y entablar con nosotros una insulsa conversación, ya se sabe, del tipo de qué hacen ustedes por aquí, más vale que se vayan o llamaré a la policía, ustedes no saben en casa de quién se han metido, conozco en persona al ministro de Gobernación y al almirante Carrero, si salen de aquí en seguida no les denunciaré, para acabar con un llévense lo que quieran, por favor, pero no nos hagan daño, mi mujer está muy delicada de salud.

Cuando Julián consideró que los dos viejos estaban por fin en su punto se levantó parsimoniosamente del asiento y empezó a hablarles, primero en un tono suave, tranquilizador, y luego más fuerte, envolviendo con sus palabras toda la estancia. A pesar de lo que estábamos haciendo no podía dejar de admirar a mi compañero. Dominaba aquella situación como un actor de renombre domina la escena. No parecía siquiera que hablara sino que declamara. Incluso su estatura, elevada de por sí, parecía realzarse ante la más baja de la mujer y el aspecto fatigado del marido, al que la edad le había encorvado ostensiblemente, pese a que daba la impresión de haber sido un hombre no ya alto, sino altivo. Poco a poco las explicaciones de mi compañero fueron calando en sus asustadas mentes. Tan sólo necesitábamos conocer la clave de la combinación de la caja fuerte de su hijo.

—Eso es todo —dijo—, ustedes nos proporcionan el número de la combinación y les dejamos en paz en muy poco tiempo, lo suficiente para que recobremos una documentación nuestra que su difunto hijo tenía en custodia. Quizá no lo sepan pero su hijo y nosotros teníamos negocios en común. En realidad sólo queremos recuperar lo que es nuestro.

El vejete reunió todo el valor que le quedaba y comentó que si se trataba de eso lo más normal hubiera sido pedirlo civilizadamente, sin necesidad de asaltarles y darles un susto de muerte.

—Tiene usted razón, estimado señor, pero desgraciadamente no tenemos ningún recibo que avale nuestra solicitud de acceder a los documentos que su hijo había guardado y dudo mucho que usted hubiera aceptado mostrárnoslos si llamamos respetuosamente a la puerta y pedimos, por favor, que nos los proporcione, así que nos hemos visto obligados a actuar del modo en que lo hemos hecho. Les pido mil perdones pero les ruego que nos den la clave, no podemos estar toda la noche de cháchara.

Afortunadamente, ya que no me seducía la idea de utilizar los explosivos, por controlados que los tuviera Julián, el difunto Loperena confiaba ciegamente en su padre y le había proporcionado la clave numérica de la cerradura de la caja. Mi compañero me cedió el honor de abrirla y cuando por fin, tras varias vueltas a la izquierda, pude observar su interior, me quedé totalmente maravillado. No era un especialista en el tema pero las diminutas piedras y los espléndidos collares que guardaba en su interior hacían que se asemejara a la cueva de Alí Baba, sólo que el botín no había que repartirlo entre cuarenta ladrones, sino entre dos, porque en eso nos habíamos transformado mi compañero y yo, en dos ladrones, aunque nos costara reconocerlo.

—¿Qué es lo que están ustedes sacando? —preguntó, intrigado, el viejo Loperena.

—Véanlo ustedes mismos —dijo mi compañero mostrándoles algunas de las sortijas que habíamos retirado del interior de la caja—, ¿no les parecen extremadamente hermosas? ¿Desea probarse alguna de estas joyas? —añadió dirigiéndose a la señora.

—¿Qué hacían esas joyas en la caja fuerte de mi hijo? —preguntó el marido.

—Me temo, señores —contestó sonriente Julián—, que su hijo era el famoso ladrón de joyas que buscaba toda la policía española. Esto es el producto de sus latrocinios y nosotros vamos a encargarnos, a partir de ahora, de su custodia.

—Están mintiendo —habló por primera vez la señora—, nuestro hijo no era ningún ladrón.

—Lamento decepcionarla pero sí que lo era —respondió de nuevo mi compañero—, aunque eso ya no tiene la menor importancia porque dentro de muy poco, si es verdad lo que los curas nos han enseñado, van a poder oírselo decir a él en persona.

—No diga estupideces, mi hijo está muerto —ladró el hombre.

Mi compañero no respondió sino que se limitó a sacar de uno de los bolsillos de su gabán un arma que, por lo que pude adivinar, no era la reglamentaria. Del otro bolsillo sacó un grueso pañuelo y cuidadosamente lo acercó al cañón de la pistola. Luego, sin que nos diera tiempo a reaccionar a ninguno de los presentes, apretó dos veces el gatillo y los cuerpos de los dos ancianos cayeron al suelo, desvencijados, como dos espantapájaros a los que se les hubiera arrancado la base de cuajo.

—Están muertos —afirmé más que pregunté.

—Sí que lo están —respondió—. Julián Sánchez es un profesional de los pies a la cabeza, tanto para lo bueno como para lo malo. ¿De verdad te crees, pipiolo, que si les dejamos vivitos y coleando no hubieran dado parte de lo sucedido? Si piensas eso es que eres tonto del culo.

—Supongo que tienes razón —contesté convencido de que la tenía—. Bueno, a lo hecho pecho, ¿qué hacemos ahora?

—Así me gusta —contestó Julián—, con los cojones bien puestos, porque ahora los vas a necesitar más que nunca. ¿Te atreves a quedarte con los cadáveres a solas un rato?

—Naturalmente —contesté, aunque en el ínterin no me hacía la menor gracia lo que estaba escuchando—, los muertos no hacen daño, es de los vivos de quienes uno debe cuidarse.

—Ése es mi chico —tronó Julián haciendo simultáneamente ostensibles gestos—, con un par de huevos, como debe ser. Bueno, pues te dejo a cargo de todo, no tardaré en venir.

Julián no mentía, la espera no fue demasiado larga pero allí quieto, mirando a los dos cadáveres, me pareció toda una eternidad. Además, aunque Julián había sido el asesino, me sentía tan responsable como él de ambos crímenes. Cierto que no era yo quien había disparado, ni siquiera sabía lo que iba a ocurrir ni conocía los designios de mi compañero, pero era también igualmente cierto que cuando accedí a recuperar en nuestro exclusivo beneficio el producto de los delitos de Loperena yo también me había colocado en el lado contrario de la ley. Y si admitía esto no me quedaba más remedio que admitir que lo hecho por mi compañero era lo más lógico. No podíamos dejar vivir a unos testigos molestos.

Mientras hacía esas elucubraciones el sonido de una bocina rompió mi ensimismamiento. Julián acababa de hacer la señal que habíamos convenido antes de que saliera y, feliz por abandonar el improvisado velatorio, acudí raudo a abrirle la puerta. Mi sorpresa fue mayúscula cuando junto a mi compañero vi a Pepe Enciso, un chorizo de poca monta que tiempo atrás se había reciclado y había pasado a ser uno de los más conocidos peristas de Madrid.

Antes de que yo pudiera mostrar sorpresa o malestar Julián me guiñó un ojo, en un claro intento de tranquilizarme, y empezó a hablar, quizá para evitar que fuera yo quien tomara la palabra.

—Como verás, Emilio, apenas he tardado prácticamente; nada y como te prometí traigo a nuestro buen amigo Pepe para que colabore con nosotros en este negocio.

Yo no acababa muy bien de entender qué pintaba Pepe Enciso —don José Manuel Enciso y Costa, compraventa de antigüedades y joyería, según rezaba ampulosamente en las tarjetas de visita que había distribuido por todo Madrid— en lo que Julián había denominado negocio. Pepe era un conocido perista, pero no de los más solventes y, desde luego, si mi compañero le había elegido para proceder a la colocación de las joyas, su autoproclamada profesionalidad iba a quedar muy malparada. En mi opinión no tenía capacidad ni envergadura suficientes para hacerse cargo del asunto; no obstante decidí seguir el juego de mi compañero y me abstuve de pronunciar ningún comentario hostil.

—Bueno, Julián —dijo campechanamente Pepe—, ¿dónde está la mercancía que me quieres enseñar? Soy un hombre muy ocupado y no tengo todo el tiempo del mundo. He accedido a acompañarte hasta aquí como un favor personal, ya lo sabes, pero me gustaría acabar cuanto antes.

—Tranquilo, que en seguida la verás, y te vuelvo a asegurar que merece la pena. Está en la planta de arriba, así que no perdamos más tiempo y subamos a la escena del crimen —finalizó riéndose.

Al oír esas palabras hice un leve gesto con las cejas dirigido a Julián. ¿De verdad quería entrar con Pepe Enciso en la habitación del difunto Loperena? ¿Acaso se había olvidado de que, además del tesoro escondido, yacían allí los cadáveres de los dos ancianos? Pero Julián, sin hacer caso a mi silenciosa admonición, se encaminó hacia las escaleras, seguido a corta distancia por Pepe Enciso y, en último lugar, por un resignado y dubitativo Emilio Vázquez.

Cuando el chillido emitido por la garganta de Pepe llegó a mis oídos comprendí que acababa de descubrir los cuerpos ensangrentados de nuestras víctimas y, poco después, pude escuchar como un histérico perista decía a voz en grito que él se iba de allí, que no quería saber nada de aquel negocio.

—No seas pusilánime, hombre —oí decir a Julián—, ¿estás ante el negocio de tu vida y te vas a echar atrás? Tonto serías. Ten en cuenta que no se puede hacer una tortilla sin antes cascar los huevos. Y cuando veas la tortilla que nos vamos a comer seguro que tus escrúpulos desaparecen como por ensalmo. Emilio —añadió al verme entrar en la habitación—, muestra a nuestro buen amigo Pepe la mercancía.

Obedeciendo sumisamente me acerqué hasta la caja fuerte que había dejado abierta y saqué de su interior uno de los más hermosos collares que hayan visto jamás ojos humanos. Una vez hecho esto lo puse en las manos del perista y de los ojos de éste, repentinamente, desapareció todo vestigio de miedo y temor para ser reemplazado por una inequívoca señal de codicia.

—Ya veo que al olor de las sardinas el gato ha resucitado —dijo Julián, utilizando uno de sus refranes favoritos—. ¿Qué te parece, merece la pena o no? ¿Cuánto crees que podríamos sacar por esto? Y hay mucho más, eso es sólo una pequeña muestra.

—No estoy seguro —contestó Pepe—, pero creo que podríamos pedir una cantidad elevada. ¿Y dices que hay mucho más? ¿Podríais enseñármelo? —preguntó con un tono de voz en el que se adivinaba la avidez.

—Cómo no —dijo Julián, acercándose a la caja fuerte. Sin embargo, no sacó ninguna nueva joya de su interior sino que dándose la vuelta cogió su pistola reglamentaria y disparó tres tiros seguidos sobre el avaro perista. Cuando comprobó que estaba inmóvil en el suelo se acercó a él y colocó en su mano derecha, con el dedo índice sobre el gatillo y el pulgar acariciando apenas la culata, la que había usado anteriormente para matar a los padres de Loperena.

Yo seguía callado, como si hubiera enmudecido de repente, aunque empezaba a comprender el sentido de las acciones de mi compañero.

—La cosa marcha —comentó satisfecho—, ahora sólo tenemos que llamar al Juzgado de Guardia.

—¿Para qué? —pregunté, aunque intuía la respuesta.

—Es muy sencillo, hasta un novato como tú puede entenderlo. A veces conviene renunciar a parte del botín para salvar lo más importante. El plan es éste: nosotros estábamos vigilando desde hace tiempo el domicilio del difunto Loperena porque sospechábamos que era el culpable de los últimos robos de joyas ocurridos en Madrid, a la espera de que algún posible cómplice diera señales de vida, y esta misma noche nuestra vigilancia dio sus frutos al observar cómo un conocido delincuente habitual, aprovechando la oscuridad de la noche, entraba subrepticiamente en la mansión. Cuando nos disponíamos a entrar para poner sobre aviso a los propietarios y detener al ladrón oímos una fuerte discusión y unos disparos. Acudimos lo más rápidamente que nos fue posible hasta el lugar de autos y al observar la situación, con los cadáveres de dos personas de edad avanzada, intentamos detener a Pepe Enciso, pero éste se resistió y en la refriega le abatimos. Posteriormente, al realizar una inspección ocular de la estancia, descubrimos la caja fuerte abierta y unas cuantas joyas en su interior. ¿Qué te parece?, ¿a que es genial?

—No acabo de entenderlo. ¿Hemos hecho todo este montaje para acabar devolviendo las joyas?

—A veces pareces tonto, pipiolo. No vamos a devolver todas las joyas sino tan sólo unas pocas. Así, de este modo, quedan zanjados tanto los casos del doble asesinato del matrimonio Loperena como del robo de joyas. Todo el mundo quedará satisfecho, no se removerá la mierda y nosotros gozaremos del honor de ser quienes hayamos resuelto ambos delitos. Renunciamos a una pequeña parte del tesoro a cambio de la tranquilidad que nos dará el saber que nadie va a reabrir la investigación y una posible medalla al mérito policial, de poco valor económico pero siempre halagadora para dos profesionales conscientes y responsables como nosotros, leales y eficientes servidores del orden público.

La maquiavélica mente de mi compañero resplandeció en aquel momento con todo su esplendor. El plan, no cabía duda alguna, era genial dentro de su sencillez. Nadie mejor que nosotros conocía cuál iba a ser la posible reacción de nuestros mandos de la Dirección General: alivio por haber descubierto, al fin, al enemigo público número uno de todas las damas enjoyadas de la nación y un fuerte deseo de archivar lo antes posible el asunto del asesinato del matrimonio Loperena. No había dejado ni un cabo suelto, era perfecto, demasiado perfecto.

Si una cosa había aprendido en mis cortos años de vida era que no me gustaban los planes demasiado perfectos cuando eran otros quienes los hacían. Apreciaba sinceramente a Julián Sánchez, como había apreciado a mi excompañero Garrido, y los dos, cada uno a su manera, me habían abierto los ojos y enseñado a caminar por esa jungla que era la vida, pero me los habían abierto tanto que había aprendido a no fiarme de nadie, ni siquiera de ellos dos.

Garrido me había traicionado. Las consecuencias no habían sido excesivamente graves pero aún llevaba su traición grabada sobre mi piel, con el mismo dolor que debían sentir los terneros al colocarles el hierro incandescente con que eran marcados en las películas del Oeste que tanto me gustaban. En cuanto a Julián parecía un buen hombre —si es que se puede aplicar ese calificativo a quien acababa de matar a tres personas inocentes con pasmosa tranquilidad—, incapaz de traicionarme, pero sus últimas acciones denotaban una ascendente codicia ante la cual quizá volviera a sucumbir. Tenía poco tiempo para tomar una decisión y la tomé.

En realidad, si lo considero sinceramente, todo lo anterior no fueron sino las justificaciones que me hice a posteriori. En aquel momento fue todo más sencillo. Cuando me acerqué hasta Pepe Enciso, para comprobar que estaba efectivamente muerto, al tomarle el pulso tuve junto a mí esa pistola de la que había sido borrada toda señal identificativa y con la cual se suponía que el perista había liquidado a los dos ancianos. Y por un azar del destino al final del cañón se encontraba mi compañero. Fue algo instintivo e irreflexivo. ¿Por qué tenía que quedarme con la mitad si podía quedarme con todo? ¿Y si Julián tenía en su retorcido cerebro alguna idea más lesiva para mis intereses? Todo resultó muy sencillo. Apreté con fuerza el índice del difunto y mi compañero cayó torpemente al suelo, con el corazón roto por una bala y una mueca de sorpresa en su cara. El plan había sufrido una leve modificación. El señor Enciso no sólo había asesinado a los propietarios de la mansión sino que, por desgracia, se enfrentó a nosotros cuando íbamos a detenerle con tan mala suerte que mi abnegado compañero murió en acto de servicio, fiel y heroico ejemplo del sacrificado esfuerzo que desde siempre ha sido honor y lema de nuestras fuerzas policiales.

Quedaba un detalle sin importancia por solventar. Esa misma noche un apocado empleado de una empresa dedicada a la instalación de cajas fuertes aparecía muerto, de un tajo en la garganta, en un oscuro callejón situado en una zona cuyo medio de vida nocturno era básicamente la prostitución. Un cartel que apareció encima de su chaqueta ensangrentada explicaba que el difunto era un degenerado sexual y un antiguo miembro de sindicatos anarquistas. Firmaban el cartel las Nuevas Brigadas del Amanecer. Como certeramente había sospechado, una vez comprobados sus antecedentes el caso se archivó directamente, sin asignar ningún inspector a la investigación del crimen.