Capítulo diecisiete

Estabas duchándote cuando ella ha entrado y sólo has sentido el sonido de la puerta al abrirse, por eso, al no poder comprobar si era ella efectivamente, hasta que no has oído su voz cantarina diciéndote «hola» te has quedado inmóvil en la bañera, como si esperaras que fuera otra persona la que se había introducido en la casa. Sabes que es una tontería pero todavía no has asimilado del todo que estás fuera del colegio, lejos de la comunidad, conviviendo con una mujer. Necesitas su constante presencia, escuchar su voz, para reafirmarte en el nuevo rumbo que has dado a tu vida. Te secas rápidamente y sales a recibirla con la toalla anudada al torso como única vestimenta, lo que produce su risa y sus comentarios irónicos sobre «lo preparado que estás últimamente para ciertas cosas». Acoges la broma como lo que es y después de besarla y vestirte preparas la mesa porque se acerca la hora de cenar. Una de las ventajas que te ha proporcionado el vivir en un piso con compañeros varones es que te has convertido en un perfecto cocinero y en muy poco tiempo preparas una tortilla de patata con pimientos y sin cebolla —a ella no le gusta la cebolla— como para chuparse los dedos.

Mientras cenáis en esa mesa camilla que os hace estar muy cerca piensas que quizá, en el fondo, eso sea la felicidad, algo tan burgués como cenar una tortilla de patatas junto a una hermosa mujer. Ver un poco la televisión y luego a la cama, para dormir si estás muy cansado o para hacer otras cosas si el cuerpo está tan vivo como el espíritu. Sí, quizá en eso estribe la felicidad y no en los grandes pensamientos que antes tenías, la entrega a Dios y a la humanidad, a tu pueblo y a todos los pueblos oprimidos, a los marginados y desfavorecidos. No reniegas de eso, sigues pensando que es importante, pero quizá te haya hecho renunciar a otras cosas; de todos modos no eres tan hipócrita o necio como para engañarte a ti mismo, si estás con ella no es porque de repente hayas descubierto el amor de una mujer, aunque poco a poco te hayas —¿os hayáis?— ido enamorando sino porque tenías un plan trazado que cumplir, un objetivo que realizar. Y las últimas palabras que pronuncia ella, mientras estáis recogiendo los platos, te devuelven a esa realidad.

—Vázquez ha estado en el Neskatilak. Me lo ha contado una antigua compañera.

—¿Ya ha estado allí? —contestas tú algo asombrado—, no entraba en mis planes que acudiera tan pronto.

—Sí, pero se ve que se está moviendo con rapidez. Quizá haya conseguido identificarme de algún modo, supongo que aún mantiene contactos en la policía.

—No me gusta, no me gusta nada.

—No sé por qué te preocupas, antes o después sabíamos que aparecería por allí, para eso dejamos la fotografía, para que se la dieran.

—Sí, pero quería ser yo el que marcara el momento, no que se me adelantara.

—Por eso no te preocupes, sigue sin saber dónde localizarnos, seguimos siendo nosotros quienes tenemos todos los triunfos en la mano.

—No es eso lo que me desazona, pero hubiera preferido que visitara a mi familia antes que ese club.

—No veo el porqué. Para lo que nosotros queremos eso no tiene la menor trascendencia.

—Ya lo sé, es otra la cosa que me preocupa. No me gustaría que ese hijo de puta enseñara la fotografía en la que se nos ve desnudos a mi madre, pero es muy capaz de hacerlo con tal de jodernos.

—Bueno, ¿y qué pasa si ve tu madre la foto? ¿Te avergüenzas acaso?

—No es eso, pero mi madre es ya mayor, ha sufrido mucho en la vida y tiene otra mentalidad, compréndelo. Además, soy su hijo el sacerdote, iba a ser un palo muy fuerte para ella. No es que me avergüence, me gustaría que algún día, cuando todo haya pasado, la conozcas, pero en estos momentos eso no es posible, tú lo sabes mejor que yo.

—Sí, tienes razón, perdona —te dice mientras te besa cariñosamente.

Esa noche, cuando os acostáis, os abrazáis y besáis tiernamente, pero no hacéis el amor, no os apetece a ninguno de los dos. La reacción de ella te ha sorprendido, al protestar contra tu desazón porque tu madre vea la foto quizá te está diciendo que también ella alberga hacia ti sentimientos parecidos al amor. Pensar en ello te reconforta pero lo que has dicho sobre tu madre es cierto, el ver las fotos de su hijo sacerdote abrazando a una mujer, ambos desnudos, le causaría un grave disgusto, no en balde fue ella la que te impulsó a ingresar en el seminario. Y tus pensamientos vuelven hacia allí, hacia aquel viejo caserón en el que intentaban convertiros en buenos sacerdotes y religiosos, y en el que pronto llegaste a integrarte.

En el fondo no te queda más remedio que reconocer que tu estancia en el seminario coincidió con uno de los períodos más felices de tu vida. Aquello fue un auténtico bálsamo para ti, desligado de las tensiones e incomprensiones de la vida diaria, entregado al estudio, la oración y el deporte. Por indicación del párroco de tu pueblo no ingresaste en el seminario diocesano sino en el de una orden religiosa dedicada a la educación de los jóvenes, ya que el bueno del padre Patxi pensaba que tenías madera de educador, y tal vez no le faltara razón aunque luego, una vez ordenado, no fue ése el campo en el que hiciste más labor, pero eso es otra historia.

Una de las cosas que más te atrajo de aquel ambiente fue que podías hablar sin tapujos de cualquier tema y en tu propia lengua sin que nadie te pusiera cortapisas. Visto desde la distancia hoy en día te parece increíble que en plena decadencia de un régimen con soporte ideológico del nacionalcatolicismo fuese precisamente en un seminario donde se pudiera respirar más libertad, pero tampoco te engañas, eso se debía sobre todo a la composición cultural de sus miembros y a su extracción social. En el seminario se hablaba en eusquera pero no se hablaba, todavía al menos, de marxismo aunque luego algunos de tus compañeros derivaran a otro tipo de compromiso. Sin embargo, piensas si todo habrá sido un paréntesis motivado por una situación anormal, y todo ha vuelto al cauce natural de las cosas. Quizá tú, acostado junto a esa bella mujer que accidentalmente has tomado por compañera, seas el único y auténtico revolucionario, quizá ése haya sido siempre tu auténtico destino, pero piensas que te llega un poco tarde, que tal vez en otra situación, con tu padre y tu hermano vivos, pudiendo expresarte libremente y sin miedos, tu vida habría tenido otros derroteros, pero no merece la pena pensar en ello, la vida no tiene marcha atrás, aunque algunas veces te ves soñando con un regreso a los días del seminario, como si de una vuelta al seno materno se tratara.

En el seminario aprendiste a leer y escribir en tu lengua, en la que eras absurdamente analfabeto y leíste por primera vez a algunos poetas que estaban proscritos. No entendías por qué Nicolás Ormaetxea, Xabier de Lizardi o Lauaxeta tenían que estar prohibidos, cuando la belleza y sensibilidad que emanaban de sus escritos sobrepasaban resquemores absurdos entre pueblos y lenguas. O quizá por eso, porque convenía mantener abiertas las brechas entre pueblos y lenguas, para que nunca pudieran entenderse y hermanarse. Pero junto a ellos leíste también a Gabriel Celaya, a Miguel Hernández, a García Lorca y, sobre todo, a san Juan de la Cruz, que se convirtió en tu más fiel compañero, al que todavía hoy recurres en los momentos más tristes y deprimentes. Sí, fueron buenos tiempos, no sólo te convertiste en sacerdote y religioso sino que accediste a un nuevo mundo que te había estado vedado en el ambiente opresivo de tu aldea.

Pero no todo era cultura, religión y recogimiento en el seminario. Ahí iniciaste tus escarceos con lo que tú llamabas responsabilidad social y que oficialmente se denominaba activismo subversivo. No estás muy seguro si lo llevabas con pesar o con orgullo, seguramente había un cincuenta por ciento de cada cosa, pero la muerte de tu hermano mayor «en combate» te proporcionaba un hálito de gloria y popularidad del que te era imposible huir y que propició que te consideraran como un continuador, por otros medios, de su lucha. Por eso te viste introducido, en poco tiempo, en uno de los grupos que, al abrigo de la protección que proporcionaba el seminario, trabajaban por la cultura y la libertad de tu pueblo.

Aún recuerdas la noche de tu bautizo de fuego. Apenas había luna, lo que favorecía vuestro objetivo de pasar desapercibidos. Erais tres los seminaristas que burlabais fácilmente la vigilancia del seminario, quizá porque esa vigilancia no era lo estricta que debiera ser, de hecho siempre sospechaste —con razón— que el rector conocía vuestras escapadas y las alentaba. Pero aquella noche era especial, porque era la primera para ti. Muy cerca del seminario os juntasteis con otras dos personas de las que nunca has sabido los nombres, y en un desvencijado Dos Caballos os acercasteis a Bilbao, al Casco Viejo. Cuando bajasteis del coche uno de los dos hombres, el más silencioso, os entregó unos aerosoles —sprays los llamaba él— y os dijo que os dispersarais por las Siete Calles y sus aledaños, con la misión de embadurnar las paredes con consignas patrióticas. Ahora que conoces el otro lado de la vida puedes comparar la excitación que sentías mientras realizabas las pintadas con la producida por el orgasmo, pero entonces la asociabas a una especie de éxtasis patriótico religioso generado por tu esfuerzo, la recompensa mística que te concedía Dios como premio a tu esfuerzo.

Nunca olvidarás aquella noche, nunca olvidarás tu valentía y arrojo, la definitiva asunción de tu compromiso con el pueblo, rubricado al final con una pintada que no estaba en el guión, «La Iglesia con el Pueblo», dibujaste con trazo firme, orgulloso de ser parte de ambos, de ser parte importante —tu excitación era más fuerte que el temor a pecar de soberbia— de ambos. No, nunca olvidarás esa noche, pero tampoco olvidarás que junto a la valentía, el arrojo, el compromiso y el orgullo esa noche también te mostró las miserias y contradicciones en las que a partir de entonces ibas a estar sumergido.

Todo sucedió de repente. Eran más o menos las tres de la madrugada cuando poco a poco, oscuros como sombras, los cinco militantes ibais abandonando las bocacalles del Casco Viejo y confluíais en el Arenal, donde habíais aparcado el Dos Caballos. Cuatro de vosotros habíais entrado ya en el vehículo y os encontrabais reclinados en vuestros asientos, fumando un cigarrillo —otra cosa que aprendiste en el seminario, para escándalo de tu madre y sonrisa cómplice del padre Patxi— mientras comentabais, excitados, lo que habíais hecho esa noche. No se había consumido aún tu cigarrillo cuando viste llegar al quinto miembro de vuestro grupo, un compañero de seminario más joven que tú, acababa de cumplir los diecisiete años, llamado Jokin, y dijiste al chófer, el compañero silencioso que os había entregado los sprays, que estuviera preparado para arrancar.

Jokin andaba despacio, sin prisas, en parte por la consigna de actuar con tranquilidad y en parte por la inconsciencia juvenil que se había adueñado de él convencido, al igual que tú lo estabas, de que no podía pasarle nada, él no era más que un soldado del pueblo, un soldado desarmado que contaba con la protección divina, un hombre —un hombre de apenas diecisiete años— entregado a una causa justa que no temía a nada ni a nadie. No recuerdas quién de los cuatro dio el primero la voz de alarma pero todos visteis cómo de improviso, prácticamente surgidos del aire, aparecieron un montón de hombres uniformados con porras en las manos que se acercaron a Jokin y empezaron a golpearle con saña, rítmica y continuamente, haciendo caso omiso a sus desgarradores gritos de socorro y sus desesperadas súplica de compasión.

Tu primera reacción fue la de decir a tus compañeros que había que hacer algo, tenemos que rescatarle, gritabas, pero para cuando esas palabras surgieron casi inaudibles de tu garganta el hombre silencioso había arrancado bruscamente y enfilaba hacia arriba el puente del Arenal, que entonces se llamaba puente de la Victoria, en lo que a ti te pareció una ignominiosa huida. Es posible que tu reacción fuera más histérica de lo aconsejable, aunque te moviera un buen fin, el de rescatar a tu compañero; por eso el hombre que estaba contigo, el segundo de los no seminaristas, se vio obligado a darte un golpe que te dejó sin sentido durante un buen rato.

Cuando despertaste estabas ya enfrente del seminario y en el Dos Caballos, sentado junto a ti, tan sólo estaba el chófer, el hombre que no había hablado durante toda la noche.

—Lo siento —te dijo, y al oírle hablar te sobresaltaste, nunca hubieras imaginado que tu compañero de lucha tuviera un acento que delataba inexorablemente su origen inequívocamente andaluz—, pero no podíamos hacer nada, ellos eran muchos y armados y lo único que hubiéramos conseguido es que nos detuvieran a todos en vez de a uno tan sólo. Sé que te parecerá duro escuchar estas palabras, pero cuando decidimos entrar en el grupo perdemos nuestra importancia como seres individuales, somos tan sólo células de algo más importante, algo en lo que creemos y a lo que estamos supeditados. Siento lo de tu amigo, créeme, pero hicimos lo correcto. Espero que lo entiendas.

Lo entendiste, claro que lo entendiste, en el fondo era algo similar a lo de la comunión de la Iglesia y el cuerpo místico de Jesucristo, pero entenderlo no lo hacía mejor ni más fácil.

Al día siguiente nadie en el seminario comentó nada aunque presumiblemente todos conocían tus correrías. Tan sólo después de escuchar la primera misa alguien, no recuerdas quién pero eso no tiene la menor importancia, puso un periódico en tus manos. En él se informaba, en un pequeño recuadro dentro de la sección de noticias de última hora, sobre el fallecimiento de un seminarista cuyo nombre era Joaquín Torrente Uriarte. Por lo que había averiguado el redactor de la noticia, el tal Joaquín era un seminarista un tanto díscolo y conflictivo al que habían amenazado con la expulsión si seguía escapándose del seminario por las noches, como hacía habitualmente. Aquella noche, como otras muchas, se había fugado aprovechándose de la ausencia de vigilancia y había acudido a un prostíbulo de la calle de las Cortes, donde tras emborracharse había tenido una reyerta con un gitano, con la triste consecuencia de que una navaja penetró lo suficiente en su corazón para segarle la vida.

La vida no es lo único que te han quitado, Jokin, pensaste amargamente, también te han arrebatado el honor. Cualquier persona que lea esto desconocerá tu sacrificio, nadie llorará por un seminarista torcido que se escapaba para ir de putas, incluso muchos pensarán que lo que ocurrió te estaba bien empleado, nadie sabrá que has muerto por algo digno, tal vez ni siquiera tu familia, dijiste en voz baja, como en una oración. Cuando aquel día no acudiste a clase nadie se extrañó ni te lo reprochó, todo el mundo sabía que necesitabas estar solo para rezar y llorar amargamente, por Jokin y, sobre todo, por ti mismo.