Oremos a Yun-Shuno la Misericordiosa —dijo el Avergonzado—. Oremos por que se cumplan pronto sus promesas. Oremos por que los jeedai no tarden en liberarnos de los que nos oprimen con terror y violencia.
—¡Oramos por ello! —repitió el pequeño grupo. Algunos no dejaban de rascarse por el tormento que les producía el hongo, ni siquiera mientras repetían la respuesta. El sonido de la ceremonia estaba acompañado por el rumor constante de los dedos contra la piel inflamada.
—¡Oramos por ello! —repitió Nom Anor con los demás. Con una máscara de ooglith que lo hacía parecer un simple Obrero, se había infiltrado en aquella minúscula secta herética. Aquélla era la segunda reunión a la que asistía.
El arte de infiltrarse era uno de los que dominaba, y había engañado a gente mas desconfiada que aquellos ingenuos.
«Pero se acabó —pensó mientras se rascaba tranquilamente una pierna—. Éstos están perdidos».
Menos de una docena de miembros componían aquel grupúsculo, que se reunía en los niveles inferiores y oscuros de una oficina secundaria de los Administradores, en un lugar que normalmente estaba desocupado de noche. Dirigía el grupo un Avergonzado, antiguo miembro de la casta de los Administradores cuyo implante de brazo había salido espectacularmente mal, y todavía iba dejando constantemente un rastro baboso. Hasta los simples Obreros debían haber tenido el buen gusto de no atender a nada que dijera aquella criatura lastimosa.
Lo que había movido a Nom Anor a infiltrarse en la secta era la curiosidad pura y simple. ¿Constituía aquel grupo una amenaza tan grave para la ortodoxia como había dicho el Sumo Sacerdote Jakan? ¿Era tan poderoso el mensaje de redención por los Jedi como para representar un peligro para los yuuzhan vong y para todos sus valores?
Cuando hubo concluido la reunión, Nom Anor salió de la estructura por una puerta que empleaban sólo los Obreros.
La noche de Yuuzhan’tar era fresca, y estaba libre del olor a carne podrida de los Avergonzados. La brisa nocturna aliviaba el ardor de la piel de Nom Anor. El liquen fosforescente brillaba sobre fragmentos de escombros no digeridos, restos de la antigua civilización del planeta que se iban metabolizando poco a poco para convertirlos en elementos básicos más útiles. Iluminado por la luz fosforescente, Nom Anor se alejó del centro de la nueva ciudad yuuzhan vong, hacia una zona de ruinas y escombros a medio disolver que todavía no se había despejado para los asentamientos. Quería estar libre de distracciones para poder pensar.
Pensó que la herejía de los Obreros era un embrollo incoherente. Pero, si los herejes tenían un líder, un profeta… no, un Profeta con mayúscula, alguien capaz de adaptar esa doctrina, haciendo de ella una arma, entonces podrían convertirse en una fuerza considerable.
Obediencia, sí; pero no obediencia a las castas gobernantes; obediencia al Profeta. Apariencia de pasividad y humildad ante aquellos a los que consideraban sus opresores; pero, por dentro, el resentimiento y el odio más agudo y una arrogancia que exigía una galaxia entera. Alguien… sí, alguien como Nom Anor, que había difundido en Rhommamul una doctrina religiosa que había hecho que los habitantes se destruyeran entre sí en una guerra interplanetaria… alguien como Nom Anor podría convertir a aquellos herejes en un movimiento muy peligroso. Lo único que haría falta sería llevarlos hasta un punto que volcara la balanza, hasta un punto en que se consiguiera que la arrogancia y el odio pesaran más que la pasividad y la prudencia; y entonces los herejes se convertirían en un ejército.
Sí; era de agradecer que se estuviera reprimiendo a aquellos herejes.
Rascándose los hombros, Nom Anor emprendió el camino de vuelta a la ciudad, y vio en el cielo los arcos iris en espiral que creaban los dovin basal del gran palacio flotante donde se alojaba Shimrra. «Ahora hay poder —pensó—. Pero ¿qué arcos iris han producido esos herejes?».
Se encaminó hacia la zona poblada y, para su sorpresa, vio que iba por una carretera bien definida. No sabía que los cuidadores habían hecho crecer las carreteras hasta tan lejos.
Y entonces vio algo que venía hacia él por la carretera, alguien que venía montado en un quednak de silla. Nom Anor se apartó a un lado de la carretera y (para cumplir con su caracterización de simple Obrero) hizo una reverencia servil con los brazos cruzados. Sólo cuando pasó a su lado con pasos retumbantes la criatura escamosa seis patas, Nom Anor creyó reconocer la silueta del jinete.
Onimi. La cabeza bulbosa, contrahecha, era inconfundible.
¿Qué hacía por allí el familiar del Sumo Señor, tan lejos del palacio y de todos los centros administrativos?
Nom Anor reflexionó durante un largo momento, mientras la bestia se alejaba, y después optó por seguirla.
* * *
Kashyyyk era una media luna verde y brillante entre la oscuridad rutilante del espacio, y Jaina veía a su alrededor el brillo plateado de las grandes naves de Nueva República, que habían hecho del planeta una de sus bases avanzadas.
Iba al mando de la Mentirosa, tensa bajo la capucha de cognición por si estaba presente algún enemigo cuando salieran del hiperespacio. En vez de ello, la recibió un mensaje de bienvenida jubilosa de los elementos de la flota de la Nueva República que habían quedado atrás en su nueva base, y el resto de la flota y ella misma se tranquilizaron.
Lowbacca soltó un gruñido de alegría.
—Tendré mucho gusto en visitar a tu familia en Kashyyyk —dijo Jaina—. Un permiso en los árboles verdes sería ideal.
Era lo que le hacía falta para aliviar la tensión que sentía en los hombros y en los brazos, la marcha fúnebre de pena y dolor que le sonaba en la mente, la tristeza que le inundaba el corazón.
Se encendieron luces en el sistema de comunicación que había instalado Lowbacca en la nave yuuzhan vong, y la unidad soltó un pitido.
—Mensaje de la nave capitán —dijo Lowie.
—¿Qué quiere el general? —se preguntó Jaina.
—No es Farlander —dijo el wookiee— es un mensaje del almirante Kre’fey. Quiere que el general Farlander y tú presentéis vuestro informe a bordo del Ralroost… «en cuanto os sea posible», dice.
«Y ahora es cuando pagamos nuestro éxito», pensó Jaina.
* * *
—Oh, gran guerrera, ¿es éste el damutek del noble administrador Hooley Krekk?
Los tatuajes del rostro de la guerrera se fruncieron cuando esta torció el gesto al ver a Nom Anor. Apuntó hacia la ciudad con su anfibastón.
—¡Aquí no puedes estar! ¡Llévate tu carroña miserable a tu barracón!
Nom Anor, todavía disfrazado de Obrero, hizo una reverencia con humildad fingida.
—Con todo respeto, oh, comandante, si éste es el damutek de Hooley Krekk, entonces sí puedo estar aquí.
La guerrera no se apaciguó al oír que Nom Anor la había ascendido dos grados de golpe.
—¡Éste no es el damutek de Hooley Krekk! Ahora, ¡vete!
No era el damutek de Hooley Krekk, personaje que Nom Anor acababa de inventarse, pero sí era el damutek bien custodiado donde se había dirigido el Avergonzado Onimi, lo que quedaba demostrado por la presencia ante el edificio de la montura de Onimi, que estaba lamiendo tranquilamente una piedra cubierta de hongos. El damutek era una estructura grande, de forma bulbosa, con tres lóbulos, que irradiaba una tenue luz rosácea. Había al menos un pelotón de guerreros montando guardia o acampados en las cercanías, de lo que se deducía que, fuera cual fuera la función que cumplía aquel edificio, debía de tener cierta importancia.
Y de pie ante la entrada del damutek había un par de yuuzhan vong que conversaban entre sí. Sus tocados vivientes distintivos los caracterizaban como cuidadores.
—¡Ay de mí! ¡Oh, desgracia! ¡Oh, infelicidad! —exclamó Nom, mientras se daba palmadas en la cabeza y daba saltitos trazando un pequeño círculo.
Aquello bastó para atraer a dos guerreros más, uno de ellos un subalterno notablemente corto de talla y de pelo lacio.
—¿Qué significa esto? —le interrogó el subalterno. La guerrera se lo explicó, y el subalterno se dirigió a Nom Anor.
—¡Aquí no hay ningún Hooley Krekk! ¡Vuélvete a tu sitio ahora mismo!
—¡Pero mi sitio es el damutek de Hooley Krekk! —dijo Nom Anor con voz llorosa—. Me dieron indicaciones muy concretas: en la plaza de la Jerarquía, a la izquierda; después, hacia el sur, hasta el bulevar del Aplastamiento de los Infieles; después, en el templo del Modelador a la derecha; y, después, seguir la carretera larga hasta el final. ¡Ay de mí! —exclamó, empezando a darse palmadas una vez más—. ¡Mi supervisor me castigará!
—¡Te castigaré yo si no te marchas de aquí! —dijo el subalterno, alzando el anfibastón sobre su hombro.
Nom Anor cayó de bruces y se arrastró por el suelo ante los otros.
—¿Puedo suplicar al oficial que me perdone? ¿Puedo preguntarle dónde he perdido el camino?
—Perdiste el camino en el momento en que naciste —bromeó uno de los guerreros; y el otro se rió.
—¿Qué damutek es éste? —preguntó Nom Anor—. ¿Cómo se llama este lugar, para que pueda explicar a mi señor, Hooley Krekk, cómo he venido a parar aquí?
—¡Este damutek es sólo para cuidadores! —dijo el subalterno. Dejó caer el anfibastón como un látigo, y Nom Anor sintió un ardor de fuego en la espalda—. Ahora, ¡lárgate de aquí antes de que te metan en su condenado córtex!
Nom Anor se alejó gateando de lado, como un gran crustáceo, y después se puso de pie y echó a correr carretera abajo. Sonreía de satisfacción para sus adentros, a pesar del ardor que le quemaba la espalda. «Qué previsibles son los guerreros», pensaba.
Córtex era como llamaban los cuidadores a algún tipo de protocolo o técnica para dar forma a algo, lo que significaba que aquello era un proyecto de los cuidadores lo bastante secreto como para trasladarlo a cierta distancia de la capital, donde pudiera realizar sus trabajos sin ser observado, y lo bastante importante como para asignarle una guardia permanente de guerreros. La presencia de dos cuidadores en la entrada no hacía más que confirmarlo.
Y Onimi guardaba alguna relación con ello.
Nom Anor tropezó en una irregularidad de la carretera, y la sacudida le avivó el dolor de la espalda. Aquel guerrero no había ahorrado fuerzas cuando lo había azotado con el anfibastón. Nom Anor apretó los dientes pensando en aquel don nadie arrogante, con una arma más larga que él, y volvió la cabeza para dirigir una mirada de ira al subalterno retaco con sus dos guerreros. «Me acordaré de esto», pensó.
Y entonces pensó en los herejes de la reunión, en la ira y en el odio que no eran capaces de reconocerse siquiera a sí mismos, y pensó: «Sí. La cosa empieza así».
* * *
Jaina se peinó y se quitó el mono para ponerse el uniforme de paseo, que era lo más elegante de que disponía para presentarse ante el almirante, ya que con sus sucesivos traslados no había recibido todavía su uniforme de gala. A pesar de todo, el uniforme de paseo le parecía tan formal que se sentía incómoda y no dejaba de enderezarse el cuello mientras iba sentada junto a Farlander en la lanzadera que la llevaba al crucero de asalto bothano del almirante.
Un asistente bothano de Kre’fey recibió a Jaina y a Farlander en las esclusas, y los acompañó hasta la suite del almirante. El aire del crucero tenía un aroma picante extraño.
Cuando llegaron a los aposentos de Kre’fey, un secretario los hizo esperar un cuarto de hora hasta que los llamaron a presencia del almirante. Kre’fey estaba solo, en una sala de conferencias formal, de pie ante una larga mesa vacía. Farlander y Jaina se acercaron al almirante y le hicieron un saludo militar.
—El general Farlander y la comandante Solo presentando nuestro informe según lo ordenado, almirante.
El pelo blanco como la leche de Kre’fey tembló cuando éste les devolvió el saludo.
—¿Tenéis vuestro informe?
—Sí, señor —dijo Farlander, y entregó un disco al almirante. Kre’fey lo dejó caer en un lector y miró la información—. Una nave capital perdida; otro averiado —dijo—. Casi cien cazas perdidos; rescatado sólo un cuarenta por ciento de la tripulación… todo ello en una acción no autorizada, para perseguir a un Comandante Supremo enemigo que ni siquiera estaba allí, y siguiendo un plan de operaciones trazado por una joven teniente.
—Sí, señor —reconoció Farlander.
—Y una victoria impresionante —siguió leyendo Kre’fey—. Siete naves capitales enemigas destruidas, además de un par de naves de transporte con miles de guerreros, y un Comandante Supremo que murió en la destrucción de su nave capitana.
Alzó los ojos primero hacia Jaina, y después miró a Farlander.
—Mi felicitación más sincera a los dos —dijo—. Ojalá dieran estas muestras de iniciativa el resto de mis subordinados. ¡Un gran trabajo! —añadió, dando la mano a Farlander—. Os recomendaré a los dos para recibir condecoraciones.
Jaina se sonrojó ante la reacción calurosa del almirante. Sintió que se aliviaba la tensión de sus músculos.
—Gracias, señor —murmuró; y se sorprendió al ver que Kre’fey se plantaba ante ella y hacía una larga pausa, clavándole los ojos violeta con pintas doradas.
—He querido verte relativamente a solas para poder darte una noticia acerca de tu familia.
Jaina lo miró con terror creciente y sintió que se iba preparando para encajar la noticia… sus padres estarían muertos o cautivos, o quizá el pequeño Ben Skywalker había sufrido una emboscada en las Fauces y había muerto.
—Tu hermano Jacen se ha fugado de los enemigos y ha llegado sano y salvo a Mon Calamari —dijo Kre’fey—. Sin duda conocerás más detalles cuando tengas tiempo de ponerte al día con tus mensajes personales.
Jaina se quedó mirando fijamente a Kre’fey, fría de asombro.
—¿Estás seguro, señor? —dijo—. Yo le vi, y los yuuzhan vong… yo estaba allí…
—Claro que es verdad —dijo Kre’fey—. Tu hermano ha salido en las holonoticias… está vivo y coleando.
Jaina no pudo hacer más que seguir mirándolo boquiabierta. «¿Por qué no lo he sabido?». Había sido la propia Jaina quien se había empeñado en que Jacen había muerto, a pesar de que su madre había creído en su supervivencia. «¿Por qué no se puso en contacto conmigo por nuestro vínculo de gemelos?», se preguntó. Y entonces le llegó una respuesta.
«Porque yo lo bloqueé». La muerte de Anakin y la captura de Jacen habían llevado a Jaina a un estado de frenesí próximo a la locura; había abrazado el Lado Oscuro y había dedicado su vida a la venganza. Había bloqueado todo contacto con sus seres queridos. Entre ellos, con Jacen, que debía de estarla necesitando terriblemente.
Se imaginó a Jacen llamándola una y otra vez, sin recibir respuesta. «Debió de tomarme por muerta». ¿A qué clase de desesperación lo había empujado?
Sintió en la lengua el sabor amargo del fracaso.
—¿Quieres sentarte, Jaina? —la voz de Farlander le llegó flotando desde más allá del muro oscuro que le rodeaba la mente.
—Sí —respondió ella—. Con permiso.
Buscó a tientas una silla, y mientras se dejaba caer en ella consiguió recordar la cortesía. Levantó la vista hacia Traest Kre’fey.
—Gracias, almirante —dijo—. Te agradezco que me lo hayas dicho de esta manera.
—Era lo menos que podía hacer por nuestra nueva heroína —dijo Kre’fey, mientras tomaba asiento a la cabecera de la mesa—. El general Farlander y tú nos habéis dado una gran victoria; y quisiera que me presentaseis ahora un informe resumido, antes de celebrar mañana una conferencia formal con todo el Estado Mayor.
—Muy bien, señor —dijo Farlander. No apartaba de Jaina los ojos de preocupación, aun mientras respondía a Kre’fey.
—¿Y vuestra táctica relacionada con los Jedi? —le preguntó Kre’fey—. ¿La creación de una especie de fusión? ¿Tuvo éxito?
—Funcionó; pero teníamos demasiadas pocas unidades con Jedi a bordo —dijo Jaina—. Necesitaremos a más Jedi para que resulte útil de verdad. Y ni siquiera así funciona en todos los casos —se le oscureció el ánimo al acordarse de Myrkr—. Si los Jedi no están de acuerdo entre sí, la fusión puede deshacerse.
Kre’fey disipó todas las dudas con un gesto.
—Presentaré una solicitud de que nos envíen a todos los pilotos Jedi que puedan. ¿Quién sabe cómo responderá el alto mando?
—¿Quién sabe? —repitió Jaina. La Nueva República no había llegado a decidir qué harían con los Jedi en aquella guerra; pero los Jedi les correspondían, pues ellos mismos tampoco habían llegado a decidir qué hacer de sí mismos.
—Quiero comunicaros otra noticia —dijo Kre’fey—. Acabo de regresar de Bothawui, donde ha terminado ya el duelo por mi primo Borsk Fey’lya. Durante mi estancia allí, tuve ocasión de reunirme con muchos bothanos importantes, y puedo decir con agrado que tuve cierto éxito.
—Muy bien, señor —dijo Farlander.
—Como quizás sepáis, las intrigas son comunes entre los bothanos —dijo Kre’fey—. Es raro que estemos unidos como especie, y esto sólo suele suceder cuando tenemos que hacer frente a un peligro común, como sucedió durante el Imperio. Pero ahora, a causa de la muerte del Jefe de Estado Fey’lya, el Consejo bothano ha decidido declarar una situación de guerra total entre Bothawui y los yuuzhan vong.
En las palabras de Kre’fey había algo que hizo levantar la vista a Jaina.
—¿Estado de guerra total? —repitió—. Pero, ya estáis en guerra, ¿no?
Kre’fey adoptó una expresión solemne.
—Nos encontrábamos en lo que podía calificarse de guerra «ordinaria» —dijo—. El estado de guerra total (se llama ar’krai) no llegó a declararse ni siquiera en los tiempos de Palpatine. El ar’krai sólo se había declarado dos veces en nuestra historia pasada, y sólo en situaciones en las que parecía estar en juego nuestra supervivencia misma como especie. Significa que declaramos a nuestro enemigo una guerra absoluta, en la que no cejaremos hasta que haya quedado completamente destruido.
—¿Habéis… destruido especies? —preguntó el general Farlander.
—En un pasado remoto —dijo Kre’fey—. No pusimos fin a nuestro ar’krai hasta que nuestros enemigos hubieron quedado destruidos hasta el último individuo, hasta que sus nombres quedaron borrados de la historia, y sus planetas fueron reducidos a polvo agitado por el viento estelar —apoyó las manos sobre la superficie de la mesa; su pelo blanco se reflejaba perfectamente en su superficie negra pulida—. Eso mismo haremos con los yuuzhan vong —dijo—. Quedarán reducidos a polvo, ellos o nosotros.
Jaina observó el rostro de determinación de Kre’fey y un escalofrío le subió por la columna vertebral al apreciar la certeza tranquila que se encerraba en sus palabras.
* * *
Nen Yim no pudo reprimir del todo un estremecimiento al tender la mano hacia el Avergonzado, aunque sólo fuera para entregarle una vejiga-frasco. Tampoco pudo reprimir su inquietud cuando éste abrió inmediatamente el frasco y empezó a aplicarse el bálsamo sobre el cuerpo contrahecho. Los palpos de su tocado se agitaron, inquietos.
—¡Es para el Sumo Señor! —dijo.
—Dejaré lo suficiente para Shimrra —dijo Onimi.
—Debe haber bastante para… para los otros cuidadores —dijo Nen Yim—. Deben ser capaces de crear toneladas de…
—Ya lo sé, Maestra Cuidadora hereje —dijo Onimi—. Dejaré bastante para los cuidadores.
Se extendió la loción de color verde pálido por la carne grisácea inflamada, y suspiró.
—Funciona —dijo.
—¡Claro que funciona! —exclamó Nen Yim con voz cortante. Aunque Onimi era su único medio de contacto con el Sumo Señor, su desvergüenza le resultaba insoportable en muchas ocasiones.
Onimi no daba muestras de advertir el aborrecimiento de la cuidadora.
—Piensa en cuántas horas de trabajo nos has ahorrado —dijo—. Tanto rascar…
El bálsamo había salvado a la propia Nen Yim de la locura, desde luego. Desde que había regresado de la unidad de Tsavong Lah para trabajar en Yuuzhan’tar directamente a las órdenes de Shimrra, ella había sido una de las víctimas más afectadas por la plaga de picores. Apenas había sido capaz de centrar la mente hasta el punto necesario para diseñar un antídoto.
Onimi y ella estaban en una habitación delimitada por tabiques membranosos que palpitaban de sangre brillante y oxigenada. Los líquenes fosforescentes llenaban el aire de una luz rojiza que se empleaba cuando se trabajaba con tejidos fotosensibles. El aroma penetrante de la noción contrastaba con los olores orgánicos que solían llenar el aire; con el olor a cobre de la sangre o con el arcilloso del protoplasma indiferenciado, el tejido sobre el que Nen Yim realizaba sus injertos, sus mutaciones forzadas y otros experimentos.
Realizaba sus herejías. Los yuuzhan vong tenían el octavo córtex como el grado máximo de conocimiento de los cuidadores, el procedimiento más refinado y perfecto entre los que habían comunicado los dioses en tiempos antiguos, y que sólo conocía el Sumo Señor y unos pocos maestros cuidadores a los que éste se lo comunicaba.
Sólo los pocos que habían visto el octavo córtex sabían que se trataba de un engaño. De hecho, estaba prácticamente vacío. Sólo contenía algunas técnicas avanzadas, la mayoría de las cuales ya había entregado Shimrra a su pueblo.
Los conocimientos de los yuuzhan vong se habían agotado. Y por eso Shimrra había buscado a Nen Yim, una cuidadora ya condenada por la herejía de no limitarse a repetir los procedimientos que los yuuzhan vong habían recibido en tiempos antiguos, sino buscar conocimientos nuevos. La tarea de Nen Yim y sus seguidores consistía ahora en crear el octavo córtex, en aportar esos conocimientos y esos procedimientos nuevos que permitirían a los yuuzhan vong ganar la guerra y conseguir vivir en su nueva patria.
Nen Yim tenía prioridad máxima en la asignación de cualquier recurso de los yuuzhan vong. Sus investigaciones estaban por encima de todo en cualquier conflicto, incluso por encima de los objetivos militares más urgentes. Su equipo estaba alojado en un damutek propio, aislado y custodiado. Su único visitante era Onimi, su contacto directo con el Sumo Señor.
Pero ella sabía que los guardias no sólo estaban allí para impedir que un enemigo los estorbara; estaban para impedir que Nen Yim y los suyos huyeran y contaminaran a otros yuuzhan vong con sus ideas heréticas. Los yuuzhan vong escogidos para el proyecto del octavo córtex estaban aislados del resto de su propia raza. Aislados como si estuvieran apestados.
Nen Yim sospechaba, y más que sospechaba, que una vez concluido el proyecto, cuando el octavo córtex estuviera lleno de mil y un protocolos útiles para la formación, sus compañeros de trabajo y ella, y Onimi, serían liquidados discretamente y se borraría todo recuerdo de su existencia.
Pero Nen Yim estaba dispuesta a aceptarlo si sucedía. Ya había aceptado la muerte más de una vez en su vida. Al fin y al cabo, toda la vida era una preparación para la muerte, y cuando el octavo córtex estuviera lleno, ella habría aportado toda la aventura de su vida a la derrota de los infieles y a la grandeza de su pueblo.
Onimi terminó de aplicarse la loción y se incorporó, extendiendo del todo sus largas extremidades.
—Tengo entendido que la curación es limitada, ¿no?
—Sí. Mata cualquier infección por contacto; pero siempre puedes volver a infectarte.
Los ojos inquietantes de Onimi, uno más bajo que otro, se clavaron en ella.
—Y nos reinfectaremos, ¿verdad?
—Eso me temo. La espora está en todas partes.
—¿Puede ordenarse al Cerebro Planetario que produzca un organismo que mate la espora? ¿Algún tipo de virus o de bacteria capaz de devorar la plaga?
Nen Yim titubeó.
—Me temo que el Cerebro Planetario puede ser la causa misma del problema —se atrevió a decir.
La luz rojiza de la habitación se reflejó de manera fantasmagórica en los ojos de Onimi, que de pronto estaba muy atento.
—¿Cómo puede ser, Maestra Cuidadora? —preguntó.
—He analizado con sumo cuidado el organismo que provoca esta plaga de picores. Aunque harían falta nuevos análisis para confirmarlo, creo que la espora y el hongo que la provoca no son nativos de Yuuzhan’tar, sino que son de origen yuuzhan vong.
Un silbido salió de entre los labios de Onimi.
—Ch’Gang Hool. ¡Ese imbécil! ¡Ha contaminado el Cerebro Planetario! —Hizo una breve pausa para reflexionar—. ¿Puedes ordenar al Cerebro Planetario que deje de producir la espora?
—Quizá. Tendría que dejar el resto de mi trabajo.
—Entonces, no lo hagas. Se ha puesto a un clan nuevo a cargo del proyecto de formación y del Cerebro Planetario… que se encarguen ellos del trabajo —su expresión se volvió pensativa—. Los Dioses podrán hablar a Shimrra de la cuestión, y después él podrá asesorar a los nuevos cuidadores.
El desagrado invadió a Nen Yim. Puede que fuera una hereje, pero incluso ella tenía demasiado respeto a los Dioses como para afirmar que sus conocimientos tenía un origen divino.
—El Sumo Señor quiere que te concentres en el proyecto del yammosk —siguió diciendo Onimi—. Debemos desarrollar un coordinador bélico que sea inmune a los intentos de los infieles de manipular el espectro de gravedad. Con este fin, el Sumo Señor te ha dado bula para que investigues cualquier máquina y arma del enemigo sin pecar.
Nen Yim fingió sorprenderse.
—La labor sería más fácil si supiésemos cómo produce la interferencia los enemigos.
—Se sabe que los infieles tienen unos aparatos para manipular la gravedad llamados «repulsores». No son tan flexibles ni tan útiles como nuestros dovin basal, pero quizá funcionen basándose en los mismos principios. Puede que los hayan modificado para que interfieran con los yammosk.
Nen Yim se lo pensó.
—¿Sería posible que me trajeran uno de esos repulsores?
Onimi sonrió sin alegría.
—Haré que te traigan uno, junto con una traducción de su manual de instrucciones.
—Haz el favor de procurar que esté protegido de nuestras bacterias destructoras de los metales.
—Sí, claro —dijo Onimi, con un brillo en los ojos desiguales—. Shimrra pide diariamente en sus oraciones una solución para este problema. ¿Puedo decirle que los dioses darán una solución pronto?
—Los Dioses deben dar primero un repulsor.
Onimi hizo una reverencia y un saludo con los brazos cruzados, pero con la cabeza ladeada en postura irónica.
—Que tu labor tenga frutos, Maestra Cuidadora —dijo.
—Y la tuya también, Onimi.
La figura deformada salió de la cámara. Nen Yim lo vio marchar. Los labios le temblaban de desagrado.
—Sea cual sea tu labor, criatura —añadió—. Sea cual sea.