CAPÍTULO 12

No lo olvides —dijo Leia—; nosotros lo llamamos el Remanente, pero para esta gente sigue siendo el Imperio.

—Un imperio sin emperador —comentó Han.

Leia le dio unas palmaditas en la mano.

—Y demos gracias de ello, querido —soltó un suspiro al sobrevenirle un pensamiento más oscuro—. Y también la Nueva República viene a ser un resto en nuestros tiempos.

El Halcón Milenario había completado por fin su travesía larga y peligrosa por el espacio dominado por el enemigo hasta llegar a la capital imperial, Bastión. Un escuadrón de destructores estelares imperiales los escoltaba volando a su lado, muy cerca, casi bloqueándoles por completo la vista de las estrellas con sus cascos largos y anchos. Su destino no era el planeta, sino un super destructor estelar que se extendía cuatro kilómetros a izquierda y derecha del puerto, y cuya tripulación era más numerosa que la población de algunas ciudades. En el puerto, una escolta militar recibió a Leia, y los oficiales la saludaron con marcialidad. Tras ellos había una banda militar que les dedicó su música rítmica durante los cincuenta metros, aproximadamente, que tuvieron que recorrer hasta su lanzadera, un vehículo de lujo de la clase Lambda en cuyo compartimento de pasajeros los remates eran de oro puro, y había un asistente militar de palabra suave que ofreció a Leia y a Han bebidas y algo de comer para que repusieran fuerzas durante el viaje de diez minutos estándar hasta la superficie del planeta.

—El Imperio no ha cambiado mucho de estilo —dijo Han. Se subió el cuello de su uniforme de general. Leia le había hecho ponerse uniforme completo de gala, basándose en la teoría de que los imperiales tenían el reflejo condicionado de favorecer a cualquiera que llevara un uniforme con las insignias y galones suficientes. La propia Leia había elegido para la ocasión un vestido con el mayor aspecto posible de uniforme, de cuello alto y doble hilera de botones enjoyados por delante.

—¿Te has fijado de cuándo se ha separado de nosotros Vana Dorja? —preguntó Leia.

Han, sobresaltado, volvió la cabeza para mirar tras de sí. En el compartimento, aparte de ellos, sólo estaba el asistente, que se había instalado en una silla a una distancia discreta, la suficiente para que los dos pudieran hablar en voz baja sin que los oyera.

—No —respondió Han.

—Te apuesto algo a que el gran almirante Pellaeon está escuchando su informe ahora mismo —dijo Leia.

—No apuesto, porque perdería.

La lanzadera de clase Lambda descendió hasta las proximidades de la superficie del planeta y se desplazó a lo largo de una larga avenida, ante formaciones de millares de tropas de asalto y de personal uniformado de la flota. Todos hacían un saludo militar al pasar ante ellos la lanzadera. El sol de última hora de la tarde alargaba la sombra de los soldados por el pavimento, produciendo la ilusión de que cada formación estaba seguida por una legión oscura de fantasmas.

—Todo un recibimiento —dijo Han.

—Intentan demostrarnos lo valiosos que serían como aliados. Tropas en abundancia, un super destructor estelar, muebles con remates de metales preciosos…

—Y ¿qué esperan que les demos nosotros a cambio de todo esto?

Leia dirigió una mirada significativa a su esposo.

—Ya no los dirán, estoy seguro.

La lanzadera empezó a ascender a medida que se acercaba al cuartel general imperial, imponente monolito de mármol negro pulido, bronce reluciente y ventanas oscuras y reflectantes, con generadores de escudos e instalaciones de turboláser en una serie de repisas escalonadas de las que surgía una delgada aguja rematada en su punta por una brillante estrella cristalina. Era como si un puño negro gigante hubiera levantado un solo dedo para indicar que la galaxia sólo podía tener una ley, un gobierno y un gobernante absoluto.

La lanzadera se elevaba dirigiéndose a la estrella. Se detuvo a lo largo de uno de los largos rayos de cristal de la misma, extendió el brazo de embarque hasta la punta del rayo y se quedó inmóvil, flotando sin esfuerzo con sus motores de repulsores.

El asistente se levantó de su asiento y se adelantó hasta la escotilla.

—Espero que hayan disfrutado del vuelo —dijo; y, al contacto de sus dedos, la escotilla se abrió con un silbido. El rayo de cristal, de aspecto frágil visto desde el suelo, era en realidad un brazo de embarque bastante sólido, de cristal transparente reforzado por un esqueleto de una aleación dura de plata.

Leia dio las gracias al asistente, irguió los hombros y bajó por el tubo, seguido de Han, que iba un paso por detrás de ella y hacia su derecha. Al cabo de unos sesenta metros, el brazo de embarque terminaba en una gran sala reluciente con techo de facetas de cristal. Leia advirtió con sorpresa que se trataba de un arboreto lleno de centenares de flores exóticas de colores vivos, bien dispuestas en hileras. Su fragancia perfumaba el aire. El sol poniente daba a sus pétalos color de llamas.

Como si quisiera contrastar deliberadamente con los colores vivos que surgían profusamente tras él, Gilad Pellaeon llevaba el sencillo uniforme blanco de gran almirante imperial. Había engordado diez kilos desde la última vez que lo había visto Leia, y tenía blancos los cabellos y el poblado bigote. Pero todavía le brillaba su inteligencia atenta en los ojos oscuros, y cuando se adelantó al embarcadero para tomar la mano de Leia lo hizo con paso vivo y con pulso firme.

—Princesa —dijo Pellaeon, haciendo una gentil reverencia.

—Comandante Supremo.

Pellaeon saludó también a Han, pero sin hacer una reverencia al darle la mano. Retrocedió y volvió a dirigirse a Leia.

—He recibido un mensaje urgente para ti del Mando de la Flota de la Nueva República —dijo—. No pudieron establecer contacto contigo y me pidieron que te transmitiera el mensaje.

Leia dio un paso atrás involuntariamente mientras le daba un vuelco el corazón. ¡Jaina! Durante la campaña de Borleias, Leia había sido testigo directo de cómo se estaba forzando a sí misma Jaina, tanto contra los yuuzhan vong como contra la oscuridad que amenazaba arrebatarle el alma. Jaina era demasiado joven para afrontar la tragedia y las pérdidas constantes que la habían acompañado desde el principio de la guerra, la muerte en combate de sus amigos y camaradas, la pérdida de sus maestros, la muerte de su hermano Anakin ante sus propios ojos, y Jacen perdido en… donde estuviera Jacen. Ante todo ello, Jaina se había vuelto dura, pero volverse duro también trae consigo el peligro de volverse quebradizo. Jaina llevaba demasiado tiempo con la muerte como compañera de viaje en su cabina, y sólo su fuerza de voluntad feroz le impedía despeñarse.

Su fuerza de voluntad, que algún día acabaría por faltarle, junto con la suerte. Que le había faltado. Leia lo sabía.

Han asió a Leia de los hombros con sus manos fuertes y la sostuvo.

Una sonrisa se asomó al rostro de Pellaeon.

—¡Buenas noticias, princesa! —dijo—. Tu hijo Jacen se ha escapado de los yuuzhan vong. Ha llegado sano y salvo a Mon Calamari.

Leia sintió que le fallaban las rodillas y aplicó toda su voluntad a mantenerse de pie. Quizá no lo habría conseguido si no la hubiera sostenido Han. Las pocas dudas que le quedaban sobre la supervivencia de Jacen las había perdido hacía algunos días al recibir su mensaje por la Fuerza, pero debía haberse figurado que tenía que recibir una confirmación oficial.

De modo que no se trataba de Jaina. No se trataba de más muerte, de más pena, de más dolor.

—¡Sí! —le susurró Han al oído—. ¿Has oído eso, Leia? ¡Jacen está vivo!

La rodeó con sus brazos desde atrás, y ella sintió la alegría feroz de su abrazo. Comprendió, mientras le daba vueltas la cabeza, que Han no había llegado a creerla del todo cuando ella le aseguraba que Jacen había sobrevivido. Han la amaba, y por eso había decidido conscientemente creerla, pero todavía había una parte de él que dudaba y que había esperado una confirmación oficial.

Leia recobró el habla con dificultad.

—Gracias, Comandante Supremo —dijo—. Nos…

Han, sujetando todavía a Leia entre sus brazos, soltó un aullido de placer incontenible que estuvo a punto de dejarla sorda.

—… has hecho muy felices —terminó de decir Leia, quedándose más corta de lo que habría querido.

—Si queréis serviros de nuestros canales para enviar un mensaje a vuestro hijo, adelante —le ofreció Pellaeon.

—Desde luego. Gracias.

Han redactó su mensaje rápidamente (¡Así se hace, campeón!): pero el de Leia, más mesurado, tardó un poco más.

Jacen, has respondido una vez más a las oraciones de una madre —dictó al comunicador del almirante Pellaeon.

—Un sentimiento muy elegante —opinó Pellaeon. Una sonrisa irónica se formó bajo su bigote blanco—. Parece que Jacen ha heredado el don de sus padres para evadirse.

—Y también nuestro don para dejarse capturar —dijo Han.

Pellaeon señaló el jardín y su profusión de flores brillantes.

—¿Os enseño mi jardín? —preguntó—. Podremos hablar de vuestra embajada en privado.

Leia titubeó.

—¿No tendré que hablar también con otros?

—El Imperio no se administra por comités, princesa —le recordó Pellaeon—. Si me parece que el Consejo de los Moff debe conocer lo esencial de tu mensaje, seré yo quien se lo diga.

Pellaeon acompañó a Leia y a Han ante las hileras de flores, enseñándoles con orgullo evidente sus orquídeas nativas híbridas, los hongos irisados de Bakura, las altas flores amarillas de Pydyr, que guardaban una semejanza tan extraña con los seres altos y reservados de aquel planeta. Leia se alegró de ver y oler las flores y al advertir la satisfacción que producían a Pellaeon.

—No tenía idea de que fueras jardinero, almirante —dijo Leia.

—Todo gobernante debería tener un jardín —dijo Pellaeon—. Siempre es útil aprender las lecciones que enseña la naturaleza.

—Cierto —dijo Leia. Tomó entre las dos manos una gran flor rosada, se la acercó a la cara, inspiró su aroma.

—Un jardín nos enseña a podar a los débiles e incapaces y a animar a los fuertes y vigorosos —añadió Pellaeon. Enseñó el pulgar y el índice—. ¡Los capullos inferiores no tardan en sentir la fuerza de mis pellizcos!

Leia suspiró y se incorporó, dejando caer la flor de entre sus dedos. Se figuró que era inútil suponer que podría pasar mucho tiempo en Bastión sin que le recordaran el verdadero carácter del Imperio.

Han evaluó con la mirada la mano con que Pellaeon administraba sus pellizcos.

—Y haces que tus plantas crezcan en fila —dijo.

—Cada una recibe la parte que le corresponde de espacio y de luz solar, y nada más —dijo Pellaeon—. Es lo justo, ¿no te parece?

—Pero las plantas no crecen en fila en la naturaleza —observó Han—. Esto sólo es posible… en un entorno muy artificial —añadió, recorriendo con la vista el arboreto de cristal que los cubría.

¡Bravo! pensó Leia, felicitando mentalmente a su esposo. ¡Te aseguro que todavía haré de ti un diplomático!

Pellaeon esbozó una sonrisa reflexiva.

—¿Prefieres, entonces, el estado de la naturaleza? Me parece que descubrirás que, en un estado natural, se abate a los débiles de manera más despiadada que aquí.

Leia tomó a su esposo del brazo.

—Digamos que yo prefiero un equilibrio —dijo ella—. Debe haber la naturaleza suficiente para que las plantas puedan medrar, siguiendo su tendencia natural, si es que me explico.

—Ese concepto de equilibrio procede de la filosofía Jedi, si no me equivoco —dijo Pellaeon—. Pero esta belleza híbrida que ves aquí —añadió, señalando la flor que acababa de sostener Leia entre las manos— no es una cuestión de equilibrio ni de naturaleza, sino una lucha de voluntades. La voluntad del jardinero, y la voluntad de la planta a la que aquél debe obligar a ceder su tesoro.

Leia soltó el brazo de Han y volvió a suspirar.

—Veo que estamos condenados a hablar de política —dijo.

Pellaeon le dedicó una de sus finas reverencias.

—Eso me temo, princesa.

—La Nueva República quiere solicitar que el Imperio nos proporcione sus mapas de rutas a través del Núcleo Interior —dijo Leia.

—Esos mapas son uno de nuestros secretos mejor guardados —dijo Pellaeon.

Durante la Rebelión, el Imperio había resistido durante años en el Núcleo Interior de la galaxia. Los imperiales tenían un conocimiento sin igual de las vías estrechas y tortuosas entre las masas estelares tan próximas entre sí. Aunque los Rebeldes habían terminado por expulsar a sus enemigos del Núcleo, la labor había sido penosa, y era probable que muchas rutas del Imperio estuvieran sin descubrir.

—Ya no hay bases imperiales en el Núcleo Interior —dijo Leia—; por ello, esta información no tiene valor para vosotros. Por otra parte, sabéis lo útiles que serían esas bases para la Nueva República ahora que se ha perdido Coruscant. Y —añadió, viendo el gesto de escepticismo en el rostro de Pellaeon—, sabéis que cuanto más tiempo tengamos entretenidos a los yuuzhan vong en operaciones de limpieza por el Núcleo Interior, más tardarán en poner su mira en Bastión como próxima conquista.

—No temo por la seguridad de mi capital —dijo Pellaeon.

«Entonces, es que no has estado prestando atención», pensó Leia. Pero sabía que Pellaeon no lo decía completamente en serio; seguramente, no sería más que una de esas cosas que tenían que decir los comandantes supremos de los regímenes totalitarios.

—Yo tampoco temía por la seguridad de Coruscant, en cierta época —dijo Leia.

Y tampoco esto era cierto del todo.

—Quizá os apetezca tomar algo —dijo Pellaeon. Tomó a Leia del brazo y la acompañó siguiendo la hilera de flores, que parecían cada vez más extravagantes y coloridas a medida que avanzaban. Han los siguió, haciendo como que se interesaba por las flores.

—Espero que podáis ofrecerme algo a cambio de esta información —dijo—. El Consejo de los Moff no querrá divulgar estos secretos.

—¿No acabas de decir que sólo les contarías lo que quisieras contarles? —dijo Leia con una sonrisa.

—Y así lo haré. Pero, por desgracia, esas mentecitas inquietas suyas son capaces de llegar a conclusiones propias —observó Pellaeon—, y será bueno que sepan que se ha recibido a cambio algo de igual valor.

Leia ya lo había previsto. Oferta, contraoferta, pago directo, chantaje… todas las armas de la política.

—La Nueva República ofrecería a cambio de buen grado todo lo que sabemos acerca de los yuuzhan vong. Sus armas, sus tácticas, sus comunicaciones, su organización interna… todo el paquete.

—¿Sus comunicaciones? —saltó Pellaeon al oír estas palabras—. ¿Habéis descubierto ese secreto?

—Así es —dijo Leia. Gracias, Danni Quee.

—Rutas obsoletas por el Núcleo, a cambio del mayor secreto de los yuuzhan vong… —dijo Pellaeon, como pensando en voz alta—. Creo que el Consejo de los Moff no dará ningún problema.

Leia se alegró de oír esto, aunque en caso necesario había estado muy dispuesta a entregar a Pellaeon esa información de manera gratuita. Por lo que a ella respectaba, cualquier cosa que debilitara a los yuuzhan vong ante cualquier adversario tenía un valor positivo.

Llegaron al final de la hilera de plantas, y Leia vio un espacio circular rodeado de troncos de árboles coolsap gamorreanos, que formaban un cenador bajo sus densas copas. Bajo el follaje se había dispuesto un grandioso buffet sobre una mesa circular y cóncava; una larga hilera de bandejas calientes de plata junto a grandes cuencos de ensaladas, frutas, y una selección de postres y dulces. Había una mesa entera cubierta de una selección reluciente de licores escogidos. En el centro del círculo había una mesa con superficie de cristal, dispuesta para tres, con los platos puestos alrededor de un centro floral de las flores más exquisitas que se podían encontrar en el arboreto.

—Os ruego que dispenséis la informalidad y os sirváis vosotros mismos.

Han observó el banquete con escepticismo.

—¿Con qué regimiento vamos a comernos todo esto? —preguntó.

Pellaeon sonrió por debajo de su bigote blanco.

—Las veces anteriores que me había visto con vosotros no me habían dado una buena idea de vuestros gustos. Por eso he encargado un poco de todo.

—Se debe de estar bien en la cumbre de la cadena alimenticia —comentó Han.

Leia dio las gracias a Pellaeon y pensó: «Ahora ya sé cómo has ganado esos diez kilos».

Leia y Pellaeon pasaron toda la comida hablando, pero de cosas sin importancia. Saber hablar de cosas sin importancia era una habilidad importante para el político. Más tarde, mientras se tomaban unas tazas de té de brotes de nans, Leia volvió a abordar el tema.

—Cuando hayáis tenido ocasión de repasar la información que hemos recopilado sobre los yuuzhan vong, espero que el Imperio acepte nuestra oferta de alianza contra el enemigo —empezó diciendo.

Pellaeon levantó las cejas blancas.

—Había esperado que plantearas la cuestión antes —dijo.

—Primero, la cena. Después, la guerra —dijo Leia.

—Muy civilizado —dijo Pellaeon, riendo.

—Las fuerzas principales de los yuuzhan vong hacen frente ahora a la Nueva República —dijo Leia—. Podrías cortar sus líneas de abastecimiento con el Borde con muy poco trabajo.

Pellaeon le dirigió una mirada escéptica.

—Podría presentar tu oferta al Consejo de los Moff —dijo—; pero sé lo que dirían.

—¿Sí?

—Preguntarían qué beneficio tendría esa medida para el Imperio.

—Sin duda, sería beneficioso para el imperio porque contribuiría a librar a la galaxia de una amenaza como son los yuuzhan vong.

Pellaeon reflexionó sobre esto, y después negó con la cabeza.

—Preferiría no presentarme con esta oferta ante el Consejo de los Moff —dijo—. No la aprobarían.

La voz de Jag Fel susurró en la memoria de Leia. En realidad, sería más lógico para el Imperio, a corto plazo, aliarse con los vong… Leia notó que le temblaba un músculo tras la corva y lo detuvo.

—¿Por qué no? —preguntó.

—Porque, hablando con franqueza, la Nueva República está perdiendo su guerra —dijo Pellaeon—. Vuestras fuerzas carecen de disciplina, vuestro gobierno está desorganizado, habéis perdido vuestra capital, y vuestro Jefe de Estado murió entre torturas en su propio despacho. ¿Por qué iba a sumarse el Imperio a un desastre como éste?

Leia maldijo para sus adentros a Vana Dorja y el informe que Pellaeon había oído, sin duda, antes de la reunión.

Pero quizá no estaba siendo justa, pensó. A Pellaeon no le hacía falta ningún informe de Vana Dorja para enterarse de aquello.

—Si nos unimos a vosotros ahora, no haremos más que hundirnos con vosotros —prosiguió Pellaeon. Titubeó—. Eso es lo que diría el Consejo de los Moff —añadió.

Eso es lo que dices , interpretó Leia.

—Ahora bien, si empezáis a ganar algunas victorias reales, los moff cambiarían de postura —siguió diciendo Pellaeon—. Pero tendríais que convencernos de que no nos estáis arrastrando a un desastre. Y esto, Princesa, es la verdad —dijo, mirándola a los ojos solemnemente con sus ojos oscuros.

—Bueno, eso es lo que hay —dijo Leia.

El rostro de Pellaeon adoptó una expresión algo distinta.

—Por otra parte, si pudieseis ofrecer algo al Consejo de los Moff… —dijo—. Algo concreto…

—¿Como qué? —preguntó Leia.

—Al Consejo de los Moff le impresionan las cosas reales —dijo Pellaeon—. Las cosas tangibles. Por ejemplo, si el Imperio pudiera quedarse con cualquier mundo que ganásemos a los yuuzhan vong, eso impresionaría notablemente a los moff. No me refiero a ningún mundo en el que todavía haya población vuestra —añadió, al ver el gesto de protesta en la cara de Leia—. Sólo a los que los yuuzhan vong se hayan reconstruido para ellos. Creo que al Consejo de los Moff le impresionan mucho los mundos, princesa —concluyó, asintiendo con la cabeza con confianza.

El Imperio podría duplicar su tamaño, eligiendo los mundos que quisiera, sin que aquello costara nada a los yuuzhan vong… La voz de Jag susurró de nuevo en la mente de Leia.

Leia consiguió dominar sus pensamientos, que le daban vueltas.

—No tengo autoridad para hacer tal concesión —dijo—. Y, en todo caso, hay millones de refugiados que quieren volver a sus mundos.

—Serían bienvenidos en el Imperio —dijo Pellaeon—. Creo que podremos sustentarlos mejor que vosotros, con vuestra falta de recursos.

Entonces podrás cortar y podar a gusto. Leia leyó el comentario irónico en los ojos castaños de Han; pero, por ventura, éste no lo dijo en voz alta.

—Como he dicho, no tengo autoridad para hacer tal concesión —consiguió decir Leia.

—Pero ¿transmitirás mis palabras a tu gobierno?

—Desde luego —dijo Leia, asintiendo con la cabeza.

«Si es que tenemos gobierno cuando vuelva», pensó.

* * *

Después de que Shimrra los hubiera despedido a todos, Nom Anor no tardó mucho tiempo en ponerse a pensar en lo que había pasado, y entonces fue Yoog Skell quien dijo las palabras que le hicieron ponerse a pensar. La delegación había caminado en procesión hasta el damutek de los Administradores, y después se había disgregado, y el camino de Nom Anor transcurría junto al de su señor, a lo largo de los pasillos tortuosos del damutek, absorbiendo el sano aroma orgánico del edificio, mientras otros Administradores más jóvenes se hacían a un lado respetuosamente para cederles el paso.

—Así que, ya has visto el poder del Sumo Señor —dijo Yoog Skell.

—Desde luego que sí, Sumo Prefecto.

—Sé que sentiste su mente sobre la tuya cuando te interrogó.

Nom Anor se tambaleó interiormente al recordar la presión mental que lo había estrujado.

—Sí —dijo.

—No pienses nunca en mentir al Sumo. Lo sabrá.

—Nunca —asintió Nom Anor—. No lo pensaré.

Yoog Skell le echó una mirada de reojo.

—¿Volviste a sentir al Sumo cuando nos incitó contra Ch’Gang Hool?

Nom Anor estuvo a punto de tropezar mientras caminaba junto a su jefe.

—¿Cómo dices, Sumo Prefecto? —dijo.

—Ah, sí —dijo Yoog Skell—; a no ser que te parezca normal que unos yuuzhan vong de casta alta gritemos, chillemos y babeemos de esa manera.

Nom soltó el aliento con un largo silbido de asombro. ¿Aquello había sido obra del Sumo Señor? ¿Había convertido a sus subordinados más próximos en una turba de demonios asesinos que se regocijaban por la caída de uno de ellos?

—Ah, sí —dijo Yoog Skell—; los dioses le han otorgado ese poder, entre otros —adoptó un tono de voz más reflexivo—. No es que Ch’Gang Hool haya sido una gran pérdida. Siempre había tenido más ambición que talento. Recuerdo una Ceremonia de Escalatier que realizó para una de mis asesoras de mayor talento, la joven Fal Tiwik. Recuerdo que se trataba de un procedimiento bastante sencillo; pero (cómo diría nuestro Sumo Sacerdote) «los dioses descubrieron un defecto» en la pobre muchacha, y ésta tuvo que sumarse a los Avergonzados. Yo me he preguntado siempre si el defecto podía estar, en realidad, en Ch’Gang Hool.

Nom Anor dirigió una viva mirada a su superior; las palabras del prefecto rozaban la herejía. Pero Yoog Skell estaba con ánimo reflexivo, y siguió hablando.

—Quizá recuerdes a Fazak Tsun, otro desventurado de Ch’Gang Hool —dijo. Hizo una pausa al llegar a la puerta de su cuarto y se volvió hacia Nom Anor. Apoyó una mano pesada en el hombro de su subordinado.

—Has cometido errores, Ejecutor —dijo—; y ahora ves lo que pasa cuando el Sumo Señor se fija en que se han cometido demasiados errores.

—Sí, Sumo Prefecto —dijo Nom Anor. La mente le daba tantas vueltas que casi oía el giro de las ruedas—. ¿Qué sugieres que haga para evitar correr la suerte de Ch’Gang Hool?

—No cometer más errores —dijo Yoog Skell con suavidad. La puerta se abrió a su espalda, temblorosa, y Yoog Skell entró.

—Y un consejo especial que te doy, Ejecutor —añadió Yoog Skell— es que, hagas lo que hagas, no hagas que al Sumo Señor le pique, sobre todo si es un picor del que no se pueda rascar en público.

La puerta se cerró a su espalda con un temblor y Nom Anor se quedó solo en el pasillo. Estaba sumido en sus pensamientos.

* * *

Las estrellas dejaron rastros alargados a popa, y Han se recostó en el asiento del piloto y dedicó a Leia una sonrisa amarga.

—Bueno, ahí queda eso —dijo—. Próxima parada, Mon Calamari.

El día después de su reunión en el arboreto, Leia y Han habían correspondido a la hospitalidad del gran almirante Pellaeon invitándolo a cenar a bordo del Halcón Milenario. Pellaeon y Leia habían intercambiado discos: él le había entregado las cartas de navegación del hiperespacio por el Núcleo Interior, y ella le había dado todo lo que sabía la Nueva República acerca de los yuuzhan vong. Entonces habían empezado los brindis formales; Leia había brindado por el Imperio (se había ido volviendo más fácil con la repetición), Pellaeon había brindado, a su vez, por la Nueva República y, muy amablemente, por el éxito y la supervivencia de Jacen Solo.

Después, Pellaeon había regalado a Han una antena de comunicación por el hiperespacio nueva, para reemplazar la que habían perdido en el combate con los yuuzhan vong. Si había más noticias sobre Jacen o sobre algún otro familiar o amigo, Han y Leia podrían recibirlas sin que tuvieran que pasar por Pellaeon.

Han se bajó del asiento del piloto.

—Quiero instalar esa antena en nuestro próximo punto de salto —dijo—, y enviar a la capital tu mensaje y una copia de ese mapa del Núcleo Interior. Y voy a enviar también otra copia del mapa a Wedge Antilles, por si acaso en la capital no hay nadie que sepa qué hacer con él.

—Buena idea —dijo Leia. Se le ocurrió una cosa—. Me pregunto si la antena que te regaló Pellaeon está manipulada. Puede que todo lo que enviemos se transmita también al cuartel general imperial.

—No importa —dijo Han—. El Imperio ya tiene la información que nos ha dado.

—Es verdad.

—En cuanto lleguemos a Mon Calamari, volveré a sustituir la antena por una de las nuestras.

Leia siguió a Han hasta la cocina de abordo. Le miró.

—Entonces, ¿esas cartas de navegación del Núcleo han valido el viaje?

—Sí. Podremos tener cazas de combate en el Núcleo durante años, acosando a los yuuzhan vong.

—Aunque el Imperio no se disponga a atacar.

—No sin condiciones previas, al menos —dijo Han, con aire sombrío—. Que desfachatez por su parte, pedirnos nuestros planetas.

—Esos planetas ya no son nuestros, y supongo que fue eso lo que quiso decir. Pero creo que no hacía más que ponernos a prueba. Si hubiéramos accedido a su idea, eso le habría indicado lo desesperados que estamos.

El tono de Han se volvió reflexivo.

—Y ¿eso le habría animado a entrar en la guerra, o le habría desanimado?

—Buena pregunta —dijo Leia, y se puso a reflexionar sobre la cuestión—. Creo que he llegado a la conclusión de que no queremos que el Imperio intervenga en esta guerra.

Han se sobresaltó.

—¿Estás segura? ¿Con todos sus destructores estelares? ¿Con todas sus tropas?

—Así es —dijo Leia—. Pellaeon dijo que se uniría a nosotros si empezábamos a ganar victorias. Pero, cuando hayamos empezado a ganarlas, ya no necesitaremos al Imperio. Lo que quiere Pellaeon de verdad son concesiones por adelantado, y poder estar después en la mesa de negociaciones cuando se firme la paz. Quiere una paz que favorezca los intereses del Imperio.

Han empezó a cortar una raíz de charbote.

—Y yo que estaba empezando a pensar que Pellaeon era un buen tipo…

Leia hizo un gesto ambiguo con la mano.

—No digo que no lo sea, al menos dentro de como son en el Imperio. Pero es un Jefe de Estado, y tiene que velar por el bien de ese Estado. No convenció al Imperio de que pusiera fin a la guerra contra la Nueva República basándose en que fuera la postura más moral, sino convenciendo a los moffs de que aquello era lo que más convenía al Imperio. Ahora mismo, el Remanente apenas se ha recuperado de la última guerra; ¿por qué iba a complicarse Pellaeon en otra lucha a vida o muerte si no fuera ventajosa para él?

—Supongo —dijo Han.

—No te pases con la raíz de charbote, Han —dijo Leia.

—Soy corelliano. Me gusta la raíz de charbote —dijo. Pero no cortó más, y reunió la raíz cortada y la echó a la sartén. Después, se volvió hacia Leia.

—¿Sabes? —dijo—. No sé si ahora mismo me apetece comer.

—¿De verdad? —dijo ella, mirando el fogón y frunciendo el ceño—. Lo normal es que…

—Lo que acabo de recordar —dijo Han— es que habíamos esperado poder estar solos en este viaje. Y ahora que ya no tenemos a bordo Grandes Almirantes ni espías del Imperio, estamos solos.

—Oh —dijo ella, mirándolo fijamente—. Uy, uy.

La mirada que tenía Han en los ojos le hizo sentir calor en la piel.

Han la tomó entre sus brazos.

—Creo que nos merecemos un rato juntos —dijo—; ¿no lo crees tú?