El hombre que ya no era hombre estaba de pie ante un alienígena que no era lo que parecía.
—Todo está dispuesto —dijo el hombre.
El alienígena olisqueó el aire como si quisiera oler las mentiras.
—¿Estás seguro? —preguntó.
—Sí, general —respondió el hombre con confianza. No obstante, se sentía muy incómodo. Los alienígenas con los que creía estar tratando dominaban especialmente bien el arte de interpretar el lenguaje corporal. Podrían interpretar erróneamente como señal de duda el más mínimo gesto por su parte, el temblor de un músculo de su cara.
—Se ha inspirado en la población un falso sentimiento de seguridad; o, si no de seguridad, sin duda de esperanza de que un día será posible la seguridad. Todo deberá marchar según el plan, salvo imprevistos.
—Estoy satisfecho —dijo el alienígena, que se paseaba inquieto de un lado al otro ante el hombre, haciendo chascar las garras contra el suelo.
El hombre soltó un suspiro de alivio para sus adentros. Cumplir su parte del acuerdo era para él, literalmente, una cuestión de vida o muerte.
—¿Eso significa que…?
—Cuando regreses, y yo esté completamente satisfecho de que has cumplido tu parte del trato, entonces, y sólo entonces, recibirás lo que deseas —dijo el alienígena con tono cortante. Dio un golpe con la cola en el suelo. No hay más que discutir. Quedó tan claro como si lo hubiera dicho con palabras.
El hombre se encogió de hombros y asintió con un gesto de la cabeza a las condiciones del alienígena. No había ningún motivo para creer que las cosas no saldrían como se esperaba. El recibiría lo que quería. Al fin y al cabo, se había ocupado de todo.
—Entonces, general, me marcho, con tu permiso —dijo.
El ser le echó una rápida ojeada de pies a cabeza mientras asentía.
—Puedes marcharte —dijo, con unos tonos tan fuertes que resultaban incómodos para el oído humano; pero cargados de tal sutileza que pocas personas serían capaces de captar todos sus matices. Ninguna voz humana había llegado a pronunciar jamás una sola palabra en aquella lengua.
Él tenía buenos motivos para hablarla con fluidez.
—Volveré a verme aquí contigo dentro de unos días.
—Te estaré esperanto, no lo dudes —dijo el alienígena, sin dejar de pasearse de un lado a otro—. Y, recuerda: tenemos lo que quieres.
El hombre asintió, sabiendo que jamás podría olvidarlo. Cuando abandonó la nave guía por el estrecho cordón umbilical, mientras su cuerpo se adaptaba a la situación de falta de gravedad con facilidad instintiva, pensaba con impaciencia en su regreso para recoger lo que era suyo: el comienzo triunfante de su nueva existencia. No le importaba cuántas vidas costara. El estaba muy dispuesto a contemplar una hoguera alimentada con cadáveres, si aquello era necesario para tener la oportunidad de calentarse al fuego de la inmortalidad.
Con una sonrisa, puso rumbo a su destino.