Saba se rascaba distraídamente mientras repasaba uno de los muchos libros que había sugerido Tris, pues el aire cálido y seco de la biblioteca le producía picores en las escamas. Pero ella apenas era consciente de aquella incomodidad: estaba demasiado concentrada en la información que estaba leyendo. Se había sorprendido de la facilidad con que se había acostumbrado a aquella forma de investigación. Cuando empezaron, le había parecido que jamás se acostumbraría a pasar las páginas: le parecía una gran pérdida de tiempo. Sin embargo, ya estaba hojeando los libros con la facilidad y confianza con que los lagartos skotcarp de su planeta se deslizaban por las laderas pedregosas del monte Ste’vshuulsz.
—¿Has encontrado algo de momento?
Saba levantó la vista y advirtió que Mara la estaba mirando desde el final de un pasillo de altas estanterías. Negó con la cabeza, con un cierto aire de disculpa, mientras cerraba el libro que había estado consultando. Había estado leyendo lo que se contaba de un mundo del borde exterior de las Regiones Desconocidas, donde vivía una especie de insectos zancudos en una atmósfera muy oxigenada. Sus leyendas hablaban de un dios del fuego que salía del centro del planeta cada tres años para quemar grandes extensiones de su mundo, arrasándolo e iniciando un nuevo ciclo de muerte y renacer. Era muy interesante, pero no aportaba nada a su búsqueda. En el texto no se decía nada de planetas misteriosos que aparecieran en el cielo.
—Ezta no ha encontrado nada —respondió.
Mara asintió con la cabeza.
—Por desgracia, no hemos encontrado nada ninguno. Supongo que todavía estamos intentando aprender a manejar estos libros. Resulta frustrante lo lenta que es la tarea.
—Sería más lenta todavía si no eztuviera en Bázico. Nueztra constancia tendrá su fruto —le dijo Saba—. Siempre lo tiene.
Saba dejó a un lado el libro que había estado leyendo y tomó otro del montón que había traído Tris. Otra especie, otro callejón sin salida. Pero a ella no le importaba. Estaba disfrutando con la diversidad de la vida en las Regiones Desconocidas. Aquella búsqueda tenía muy poco que ver con cualquier otra misión que hubiera realizado ella antes en calidad de Jedi, y sabía que podía resultar, en muchos sentidos, una de las más difíciles, dada la cantidad de material que tenían que repasar. Pero Saba también sabía que encontrarlos datos resultaría, probablemente, lo más fácil; sin duda, tardarían mucho más en examinarlos y en determinar si eran relevantes o no. Dos libros más tarde, llegó el momento de levantarse y estirarse. Empezaban a dolerle los ojos con la lectura, y tenía la espalda rígida y dolorida. En busca de una nueva lista, recorrió los pasillos hasta el centro de la amplia sala, donde se oían las voces de Jacen y de los demás. Cuando se acercó Saba, Luke y Mara levantaron la vista de tres montones inmensos de libros. Se habían apoderado de una mesa enorme de maderanieve; era ancha, cuadrada, y tenía sitio de sobra para veinte personas. Ante ellos estaban dispersos varios datapad en los que habían tomado anotaciones sueltas. El teniente Stalgis salió de uno de los pasillos, abrumado bajo el peso de otro montón de libros. No se podía dispensar a nadie de aquel trabajo. La única persona que faltaba era, paradójicamente, aquella a la que habría fascinado más todo aquello, Soron Hegerty. La doctora, agotada tras el episodio en Munlali Mafir, había optado por quedarse en órbita mientras los demás iban a aquella misión con los chiss. Pero seguía allí en espíritu, y se oía con frecuencia en los intercomunicadores su voz, que pedía más datos con tono de impaciencia.
—Mirad esto —anunció Luke, levantando ante sí un libro para mostrarlo a todos los demás. Saba se asomó por encima de los hombros de Jacen y de Mara. Aunque el grueso del texto se había traducido al Básico, todavía quedaban pasajes en la lengua cheunh nativa que requerirían la ayuda de la bibliotecaria. Saba se concentró para interpretar las palabras que tenía delante.
Las páginas por las que abría Luke el libro mostraban la situación y la historia de un mundo llamado Yashuvhu. Lo habían colonizado los humanos hacía unos tres mil años estándar, pero sólo recientemente se habían encontrado con los chiss. Un repaso rápido de las páginas no desvelaba ninguna alusión a planetas errantes, aunque se describía a una mujer antigua llamada la Profetisa que se encargaba del desarrollo espiritual de la colonia. Aquella mujer enseñaba que existía un campo de energía viva que impregnaba y conectaba todas las cosas y que, si se accedía a ella de la manera adecuada…
—Está hablando de la Fuerza —dijo Mara.
—Eso creo —dijo Luke—. Mirad.
Abrió una página que contenía imágenes de la Profetisa, cuyo nombre verdadero resultó ser Valara Saar. Las ilustraciones mostraban a una mujer de edad avanzada pero en estado excelente de conservación. El equipo de contacto chiss había intentado visitar su lugar de residencia, en las montañas Yashaka, pero habían sido rechazados. Según parecía, nadie se podía presentar en el lugar de retiro de la Profetisa sin invitación previa.
Las ilustraciones eran meros esbozos y representaban la confusión de una retirada precipitada, pero había un detalle que se apreciaba claramente.
—¡Está empuñando un sable láser! —exclamó Jacen.
—Sí que lo parece mucho —asintió Luke, manifestando un poco más de calma que su sobrino, que estaba emocionado.
—¿Cuánto tiempo lleva allí? —preguntó Saba.
—Los registros no lo dicen —dijo Mara—. Pero puede que sean décadas, si la entrenaron de niña.
—Será eso, o habrá encontrado un holocrón —propuso Jacen.
—No vamos a saltar a conclusiones precipitadas —dijo Luke—. Estrictamente, no es esto lo que hemos venido a buscar aquí.
A pesar de ello, se veía que Luke había profundizado mucho en la información que trataba de Yashuvhu y de la Profetisa. Saba observó que a su alrededor había otros libros abiertos que trataban del mismo tema. La mujer misma no se había dignado hablar al grupo de desembarco de los chiss, pero muchos de sus acólitos sí habían hablado. En los registros aparecía una lista de sus enseñanzas esenciales: la paciencia, la humildad, la compasión, la claridad de pensamiento, el equilibrio entre la potencia física y la mental, el régimen alimenticio estricto y, por último, una vida solitaria. Durante todos los años que Valara Saar había estado enseñando a las gentes de Yashuvhu, nunca habían sabido que tomara un compañero; y, por tanto, no había tenido hijos. De hecho, su único compañero constante había sido una criatura llamada duuvhal, que ella había criado desde que era cachorro.
—Eh, ¡creo que he encontrado algo!
Todos volvieron la atención hacia Danni, que salía de un pasillo portando un libro muy grande. Por debajo del flequillo de su pelo revuelto se apreciaba la emoción de sus ojos cuando depositó pesadamente el libro sobre la mesa y pasó varias paginas.
—Mirad: aquí, y aquí…
Saba y los demás miraron donde señalaba Danni. La joven científica había encontrado una referencia a un cinturón de asteroides que había sido perturbado por fuerzas gravitacionales recientes. Millones de fragmentos rocosos de todos los tamaños, desde granos de arena hasta peñascos gigantes, habían sido desplazados de sus órbitas por algo muy grande en las tres últimas décadas. Aquello no era tan extraño: los sistemas solares solían ser inestables; aparecían planetas del espacio interestelar, se cruzaban con las órbitas de otros o se marchaban, siguiendo los caprichos de las perturbaciones caóticas. Pero este caso era único porque se conservaban las observaciones realizadas por la civilización de uno de los planetas interiores, antes de que se velara su atmósfera. Había impactado contra el planeta más de una docena de grandes rocas, dejándolo inhabitable.
En las ruinas había murales que representaban una estrella nueva en el cielo, una estrella verde azulada que había aparecido un verano sin previo aviso, para desaparecer después medio año más tarde. Su aparición había desencadenado una guerra religiosa terrible por la que había quedado sometida una nación entera, y otra había sido reducida a escombros. Los vencedores habían celebrado la visita de la estrella. Pero sus celebraciones se habían convertido rápidamente en lamentaciones. Primero había llovido fuego del cielo; después, el nuevo sol había desaparecido. Al cabo de dos generaciones habían quedado reducidos a un estado de salvajismo.
—Otra visita pasajera, otra cultura violenta —dijo Mara, cortando el silencio—. La correlación se vuelve más fuerte.
—Yo no veo ningún indicio de que Zonama Sekot esté intentando deliberadamente hacer daño a los pueblos que encuentra —dijo Luke, pensativo.
—En cualquier caso, es lo que hace —dijo Mara.
—Sin darse cuenta, quizás —dijo Luke—. No de manera deliberada.
—Quizá no esté pensando bien, sencillamente —sugirió Stalgis.
—O no estaba pensando bien —añadió Jacen—. Al fin y al cabo, esta referencia es antigua.
—Es verdad —dijo Luke—. Y, mientras no veamos algo más reciente, no creo que podamos juzgarlo.
Sólo entonces advirtió Saba la lucha interna que mantenía Luke consigo mismo acerca de Zonama Sekot. Un ser tan poderoso como era un planeta inteligente podría tender con tanta facilidad a hacer el mal como a hacer el bien. De modo que, aunque lo encontraran, la Alianza Galáctica todavía tendría que decidir si confiarían en él o no. Todo indicio de que hubiera sido responsable de destruir una civilización (a sabiendas o no) se tendría en cuenta en su contra.
—Buen trabajo, Danni —dijo Luke—. Y digo lo mismo a todos. Vamos despacio, pero vamos avanzando.
Saba recibió otra lista de Tris y siguió a Danni entre el laberinto de libros.
—¿Sabes, Saba? —dijo la joven científica humana—. Creo que el trabajo que estamos haciendo aquí es de lo más fácil. ¿Has intentado alguna vez extrapolar mapas estelares a partir de esquemas antiguos como los que estamos encontrando aquí? ¡Es casi imposible!
—Ezta sozpecha que éza es la idea —respondió Saba, con un ceceo que le salía de lo hondo de la garganta.
Danni sacó un libro que trataba de otro sistema solar más, próximo al que exploraba Saba. Estaba muy lejos de las demás regiones de contacto conocidas. Si encontraban algo allí, esto indicaría que Zonama Sekot, en su búsqueda de un refugio, había sido muy extensa a través de las Regiones Desconocidas. Si había seguido una pauta aleatoria en su búsqueda, quizá no existiera siquiera un rastro claro, lo que indicaría que, por mucho que investigaran en la biblioteca, eso no les serviría para encontrarlo.
Jaina relajó la postura a regañadientes, desactivando el sable láser y bajando los brazos. No estaba completamente convencida de que todo marchara bien, pero tampoco tenía la menor intención de causar mala impresión a los miembros de la célula de rebeldes de Malinza.
El bosque en miniatura crujió al separarse las hojas, de las que salieron tres personas. La mujer tenía una apariencia notable; llevaba afeitados los lados del cráneo, y el resto de su cabellera rubia estaba recogido en una coleta con aspecto de látigo. El hombre más próximo a ella llevaba un uniforme andrajoso de las fuerzas de seguridad, cosa de dos tallas más grande que él; tenía el cabello castaño revuelto y parecía que llevaba una semana sin afeitarse. El tercero era un rodiano; su piel verde se confundía casi por completo con el follaje.
—Ésta es Jaina Solo —les dijo Malinza.
Jaina los saludó con un escueto movimiento de cabeza, echando ojeadas inquietas al árbol por si podía atisbar a la cuarta persona que ella sospechaba que seguía oculta allí.
—¿Y qué quiere Jaina Solo exactamente? —preguntó la mujer de cabellos rubios.
Jaina respondió por Malinza.
—Aquí, en Bakura, pasa algo. Quisiera descubrir de qué se trata.
—¿Quieres decir que pasa algo fuera de lo habitual? —preguntó el varón humano—. ¿Aparte de la explotación de los débiles por los poderosos, del derroche de los recursos naturales, de la corrupción de los inocentes…?
—Tranquilo, Zel —dijo la rubia—. No la asustemos antes de que nos haya dicho todo lo que nos tiene que decir.
—Cuidado, Jjorg —dijo el rodiano con voz áspera—. Una Jedi bien puede meter cosas en una mente tan abierta como la tuya.
—Eso funciona sólo con los que tienen la mente débil —dijo Jaina—. Además, yo no he venido aquí para lavar el cerebro a nadie.
—¿Y nosotros debemos creerte sin más?
—Eh, ya basta —dijo Malinza con firmeza—. Jjorg, ¿dónde está Vyram? Tengo que hablar con él.
—Está rondando por alguna parte —dijo Zel—. Como de costumbre.
—Supongo que será él el que está allí arriba, en los árboles —dijo Jaina, señalando hacia donde sospechaba que se ocultaba la cuarta persona.
Salió de entre la espesura una breve risa.
—Tienes buenos ojos, Jedi —dijo una voz—. Si es que te estás sirviendo de ellos.
Las hojas volvieron a separarse y asomó la cuarta persona. Era un varón muy delgado, de pelo negro, quizá un poco mayor que Jaina en edad. Tenía los pómulos salientes aun entre su barba rala, y se movía con seguridad por la copa del árbol.
—He aprendido a no fiarme sólo de mis ojos —respondió ella.
El hombre del que Malinza había dicho que era el cerebro de Libertad sonrió fugazmente.
—Bueno, has venido con Malinza —dijo—. Con eso me basta, de momento.
Jaina casi sintió físicamente la chispa que saltó entre la muchacha que estaba a su lado y el hombre de cabello oscuro del árbol; pero ninguno de los dos manifestó abiertamente que hubiera una relación entre ellos más allá de la profesional.
—Bájalo, Zel, para que podamos subir nosotros —dijo Malinza—. Estoy cansada de hablar a gritos contigo desde aquí.
El humano de cabellos revueltos desapareció entre el follaje. Malinza acompañó a Jaina hasta unas escaleras próximas y, mientras bajaban, sintió un mareo momentáneo. Aquella sensación extraña le hizo detenerse y agarrarse a algo para no perder el equilibrio; y fue entonces cuando comprendió que el bosque en que se encontraba no era lo que parecía ser. Toda aquella zona era una construcción artificial recubierta de lianas y de otras plantas, suspendida en el aire sobre un lecho de aquellos repulsores tan comunes en Bakura, para que pasara desapercibida a primera vista. Se preguntó si se trataría de una estructura ya existente, descubierta y aprovechada por los de Libertad, o si la habrían ido construyendo ellos poco a poco para no llamar la atención. Desde allí no había manera de saberlo.
Cuando Malinza y ella hubieron llegado a la planta baja, la base de la estructura estaba por encima de sus cabezas, al alcance de sus manos. La distribución no era especialmente elegante; parecía una serie de contenedores de carga rectangulares, unidos y rodeados de muchas capas de andamios tubulares y de cables pesados, con jardineras y emparrados para las plantas que lo cubrían; pero el camuflaje resultaba eficaz. Jaina atisbo espacios oscuros en el interior y escalerillas que subían más alto todavía.
Malinza levantó la mano para asir una de las barras horizontales que estaban suspendidas sobre ellas y se izó hacia la densa cubierta vegetal. Jaina se colgó el sable láser del cinturón e hizo lo mismo. La estructura, soltando un crujido, volvió a ascender hasta su posición original, a cierta distancia del suelo.
Jjorg y Salkeli, el rodiano, estaban en la entrada del contenedor más bajo, y ayudaron a Malinza a entrar en él. No ofrecieron la misma ayuda a Jaina y ésta tuvo que valerse por sí misma, lo que hizo sin dificultad. Vyram las estaba esperando dentro del contenedor, sentado en una caja, en un rincón.
—Bienvenida al Montón —dijo a Jaina, indicándole todo su entorno con un amplio movimiento del brazo—. No es gran cosa, pero me temo que es todo lo que tenemos.
—¿Dónde están los demás? —le preguntó Malinza.
—Dispersos por ahí. O de patrulla —respondió él. Los ojos oscuros le brillaban a la tenue luz eléctrica—. Las cosas se han puesto… difíciles.
—Tu detención nos tenía muy preocupados —dijo Salkeli.
—Pero a mí no —dijo Zel, dejándose caer en el interior del contenedor por un agujero del techo—. Yo soy frío.
—Sí —dijo Jjorg en son de burla—. Frío como una enana roja.
Malinza no hizo caso de ninguno de los dos.
—Estoy seguro de que volverán los demás cuando corra la voz de que me he fugado —dijo.
—Y yo supongo que ésta ha tenido algo que ver con tu fuga —dijo Salkeli.
—¿Jaina? La verdad es que yo había supuesto que sería cosa tuya, Vyram.
El hombre de cabellos negros negó con la cabeza.
—Lo intenté, pero la seguridad era demasiado estrecha. Iba a intentarlo de nuevo mañana, cuando todos estuvieran atendiendo a la consagración.
Malinza frunció el ceño.
—Si no has sido tú, ¿quién ha sido?
—Alguno de los otros grupos, quizá —dijo Vyram, encogiéndose de hombros—. O alguien desde dentro; puede que algún guardia que simpatice con nosotros.
—O alguien que simpatice con vosotros más arriba, quizá —aventuró Jaina.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Malinza.
—Cundertol no creía que fueseis culpables —respondió Jaina—. De modo que, si te habían tendido una trampa y él no podía hacer nada al respecto, quizá haya optado por facilitarte la fuga, al menos.
—¿El primer ministro? —dijo Zel, aparentando más desconcierto que antes. Soltó una risita para disimularlo—. ¡De ninguna manera! Eso sería demasiado raro.
—Ahora mismo no tiene importancia —dijo Vyram—. Me alegro de que estés con nosotros, nada más.
Jaina volvió a sentir que entre Vyram y la joven líder de Libertad se producía una oleada de algo que era más que respeto mutuo.
—Todavía no está a salvo —dijo Jaina—. No olvidéis que Malinza sigue siendo una fugitiva, con independencia de quién le haya ayudado. Tendrá que seguir escondida hasta que podamos descubrir quién secuestró verdaderamente a Cundertol.
—Yo he estado revolviendo —dijo Vyram—, pero los datos que he encontrado no dan ninguna pista.
—¿Sería posible que yo viera esos datos? —preguntó Jaina.
El joven miró con incertidumbre a Malinza, y ésta asintió con la cabeza.
—Vamos, pues —dijo el hombre, poniéndose de pie—. Pero espero que no tengas miedo a las alturas. Mi taller está en lo más alto del Montón.
—Estoy segura de que me las arreglaré.
Vyram, con una sonrisa irónica, salió del contenedor izándose por el agujero del techo, y Jaina y los demás lo siguieron. Desde allí fueron subiendo por escaleras y por otros espacios habitables cuadrangulares durante quince metros más hasta llegar a la cúspide misma de la selva interior, donde estaba dispuesto el lugar de trabajo de Vyram, en equilibrio sobre la estructura de los rebeldes. Jaina no dudaba que el Montón sería sólido; de lo contrario, los de Libertad no lo habrían utilizado como base; pero su instinto le decía lo contrario. Con cualquier movimiento brusco, los niveles superiores se agitaban de manera preocupante.
—Acércate un asiento —dijo Vyram, señalando un montón de cajas vacías que estaba en un rincón. Su propio asiento parecía mucho más cómodo, pues era una butaca de diseño, ergonómica y flotante, dispuesta ante un conjunto complicado de pantallas y teclados de ordenador, muchos de ellos levitados por repulsores. Jaina acercó una caja, y Malinza, Zel y Jjorg hicieron otro tanto. El salkeli de piel verde se quedó de pie.
Vyram encendió el sistema.
—Ya sé que no es gran cosa, pero…
—Estoy bastante impresionada, teniendo en cuenta vuestras circunstancias. —Advirtió que en la esquina de la caja había fibras de insectos, y bajo uno escritorio, algo que parecía ser un nido de pájaros—. ¿Estáis conectados a la red planetaria desde aquí?
—Permanentemente, no. Tenemos un holocomunicador en la azotea, pero sólo lo empleamos cuando necesitamos acceso directo. Es menos peligroso conectarse, descargar lo que nos hace falta y repasarlo después por si encontramos algo interesante. Eso es lo que está haciendo el sistema ahora mismo. Los escáneres de comunicaciones señalan cualquier cosa que me parezca remotamente sospechosa, para que yo lo revise más tarde. En caso necesario, vuelvo a conectarme para buscar algo más.
A Jaina le pareció lógico. Los nodos ilegales eran difíciles de localizar en cualquier sistema, aunque existieran sospechas, pero no era imposible encontrarlos. Sin duda sería mucho más difícil que alguien localizara la situación exacta de Libertad si sus miembros sólo accedían a la red planetaria de manera irregular.
—¿Qué has encontrado de momento? —le preguntó—. Malinza me contó que habías descubierto pruebas de corrupción a nivel del Senado. Sería una ingenuidad creer que esto se sale de lo común. Me parece que todos los gobiernos que he visto en mi vida sufren esto mismo en mayor o menor grado, incluido el mío.
Vyram asintió.
—Por eso nos oponemos al gobierno que tenemos. Para que el Senado y el primer ministro sigan siendo honrados, debe existir una oposición fuerte. Aunque intenten callarnos, nosotros debemos estar aquí para el pueblo bakurano. Somos la conciencia del planeta.
—Mantenéis las cosas en Equilibrio —dijo Jaina.
—Exactamente —dijo Malinza, sonriendo.
—Pero ¿cómo os financiáis? —siguió preguntando Jaina—. Me figuro que todas estas instalaciones no habrán sido baratas.
—Te sorprenderías —dijo Vyram, con una sonrisa llena de orgullo—. Los equipos son de segunda mano o prestados, y el Montón ya estaba aquí. Nosotros nos hemos limitado a adaptar a nuestras necesidades lo que hemos encontrado. Es una estrategia mejor que contraer deudas con la gente, ¿no te parece?
—Nuestros aliados de hoy podrían ser nuestros enemigos de mañana —asintió Malinza—. Ya ves, Jaina, que no somos ingenuos. La única manera de ser verdaderamente objetivos es conservar la independencia.
—Admiro vuestra labor —dijo Jaina con absoluta sinceridad. Quizá no estuviera de acuerdo con los objetivos de Libertad ni con sus métodos, pero el hecho de que sus miembros hubieran conseguido pasar tanto tiempo sin encontrarse con problemas graves ya era una hazaña notable de suyo—. Pero algo ha cambiado. La pregunta evidente es: ¿qué?
—Lo único que se me ocurre es esto —dijo Vyram. Movió las manos sobre los teclados, accediendo a memoria codificada—. Hemos descubierto un desvío secreto de fondos estatales a través de varios intermediarios. Las cantidades eran siempre diferentes, y los pagos no eran regulares, pero nuestro software tuvo la sofisticación suficiente para detectarlos y señalarlos.
—¿Adónde se desvió el dinero?
Vyram negó con la cabeza.
—Aquí no existe información sobre eso; el que organizó el desvío tuvo cuidado en ese sentido. Apenas habíamos empezado a investigar, cuando nos impusieron un bloqueo de comunicaciones.
Jaina había oído hablar a lo largo de los años de aquel cúmulo estelar infame, pero sabía poco de aquello. Su tía Mara había entretenido a la pequeña Jaina con relatos de aventuras en el cúmulo, con Talón Karrde; relatos de piratas, de forajidos y de renegados. Si era verdad aunque sólo fuera una parte pequeña de los relatos que había oído, no le cabía duda de que debían de existir en el cúmulo muchos lugares donde se aceptarían de buena gana los créditos de Bakura, sin que importase que se tratara de dinero robado al gobierno.
—¿Crees, entonces, que fue esto lo que condujo a la detención de Malinza?
—¿De qué otra cosa podría tratarse? —respondió Vyram—. No hemos encontrado ninguna otra cosa tan grande como esto. Estamos hablando de millones de créditos. Tiene que estar detrás alguien del gobierno, pues nadie más dispondría de los códigos necesarios para acceder a esos fondos y para establecer desde dentro el sistema de pagos automáticos. Si llegaba a saberse, el escándalo sería enorme.
—Suponemos que hicimos saltar alguna alarma cuando accedimos a los datos —dijo Malinza—. Tendrían sistemas de protección contra la detección. El que estaba detrás de esto debió de darse cuenta de que habíamos detectado la fuga de fondos. Reaccionaron en seguida, antes de que contásemos con pruebas lo bastante tangibles como para hacerlo público. De momento, no tenemos idea de quién está detrás, ni de por qué.
Vyram asintió con tristeza.
—Es nuestra palabra contra la del gobierno… y después de la detención de Malinza, nuestra palabra va a valer mucho menos.
—De modo que necesitáis a un sospechoso —dijo Jaina, pensando con viveza—. A alguien que esté en los niveles más altos del gobierno. Lo bastante alto como para instaurar los mecanismos de pago y para ordenar la detención con pruebas falsas.
—¿Como quién?
—¿Qué os parece Blaine Harris? —propuso Jaina—. Fue él quien nos contó la detención de Malinza. Y no cabe duda de que está en el lugar oportuno para hacer todo lo demás.
Malinza y Vyram intercambiaron unas miradas que Jaina no pudo interpretar. Después, Malinza se encogió de hombros y dijo:
—Es posible.
—Puedo revisar más de cerca sus datos —dijo Vyram, volviendo a mover las manos sobre sus equipos—. Voy a conectarme a la red, a ver si encuentro algo sobre él.
Esto sorprendió un poco a Jaina.
—¿Has accedido a los ficheros privados del vice primer ministro?
Vyram levantó la vista un momento para dedicarle una rápida sonrisa.
—Si me das un minuto, accederé a ellos.
Jaina observó a Vyram mientras éste cerraba los documentos que había abierto para que ella los viera y ponía en marcha nuevos programas. Movía los dedos con rapidez y con confianza, preparando el sistema del Montón para conectarlo a la red planetaria. Tampoco era Jaina la única que admiraba su habilidad. A Malinza prácticamente le brillaba la cara de admiración al verlo trabaja. Pero esta expresión se convirtió rápidamente en otra de inquietud cuando sonaron varios pitidos de aviso en el equipo que tenían delante.
Vyram frunció el ceño.
—¿Algún problema? —preguntó Jaina.
—No puedo establecer la conexión.
Vyram lo intentó de otra manera, pero recibió como respuesta los mismos pitidos de aviso.
—Parece que existe algún tipo de interferencia.
—¿Provocada?
—Creo que no. Lo más probable es que se trate de alguna señal próxima que interfiera con la comunicación con el satélite por microondas. Voy a ver si puedo conectar con ella.
Los datos saltaban en las pantallas a medida que Vyram iba pasando rápidamente de un programa a otro.
—Aquí está; escuchad.
Empezó a sonar un pitido regular en los altavoces del sistema.
—Yo conozco ese sonido —dijo Zel desde detrás de ellos—. ¡Es una señal de localización!
El ambiente del Montón cambió al instante. Todos se levantaron de pronto y se volvieron hacia Jaina.
—Así que por eso fue tan fácil mi fuga —dijo Malinza, avanzando un paso.
—¡Esperad un momento! —protestó Jaina; pero Salkeli la hizo callar al instante con sus gritos.
—¡Los has guiado hasta nosotros!
—¡Es una espía! —dijo Jjorg, avanzando hacia Jaina—. ¡Yo digo que la matemos!
—Esperad —dijo Vyram, manipulando los ordenadores y ajustando una antena direccional—. La fuente de la transmisión no es ella.
—¿Cómo? —dijo Jjorg, deteniéndose en seco y volviéndose para mirar a Vyram—. Entonces, ¿de dónde sale?
Vyram señaló a Malinza.
—¿Yo?
La líder de los rebeldes se puso pálida.
Vyram consultó los ordenadores.
—Me temo que sí, Malinza. La señal es más fuerte donde estás tú.
Los otros miraban a su líder con gestos de aturdimiento, sin saber reaccionar. Hasta el propio Vyram parecía helado por la indecisión.
—¿Podemos localizar exactamente la situación del transmisor? —preguntó Jaina—. Quizá pudiésemos retirarla antes de que nos localicen.
Vyram ajustó la antena y la pasó por el cuerpo de Malinza. Los pitidos del programa subieron de tono cuando le pasó por la cintura. Malinza levantó la chaqueta de su uniforme carcelario para dejar al descubierto el borde superior de sus pantalones. Allí, incrustado entre dos costuras, había un bultito en el tejido.
—Te han tenido en el punto de mira desde el primer momento —dijo Zel. Miró nerviosamente a su alrededor, observando con frenesí las paredes del contenedor, casi como si pudiera ver a través de ellas a los guardias de seguridad que caían sobre el Montón. ¡Podrían estar aquí ya mismo!
—Contrólate —dijo Jjorg con un tono que daba a entender que el pánico de Zel la ofendía—. Tenemos alarmas en el perímetro, ¿no? No podrían acercarse aquí sin que nos enterásemos.
—¿Por qué ahora? —preguntó Salkeli.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Jjorg, volviéndose hacia él.
—Podrían haber puesto algo así a Malinza hace meses —dijo Salkeli—. Entonces, ¿por qué ahora?
—Porque ahora ella es una fugitiva —dijo Vyram—. Y nosotros le estamos ayudando como cómplices. Son acusaciones criminales concretas, no tan difusas como la de espiar datos.
Malinza se puso de pie.
—Sólo serían concretas si mi acusación primitiva no fuera falsa —dijo—. Y lo es.
—En cualquier caso, vamos a tener que largarnos de aquí —dijo Jaina.
—Si huimos, pareceremos culpables —dijo el rodiano.
—Yo estoy de acuerdo con la Jedi —dijo Zel—. Si nos quedamos aquí, nos atraparán.
Inundó de pronto la habitación un zumbido estrepitoso procedente de los ordenadores. Todos se volvieron hacia Vyram, que estaba ante la consola, esperando su explicación.
Se puso serio.
—Es la alarma contra intrusiones.
—¡Lo sabía! —gritó Zel, revolviéndose inquieto por aquel espacio estrecho—. ¡Ya lo sabía!
—¡Cállate, Zel! —dijo Malinza con voz cortante. Después, con más calma, preguntó a Vyram—: ¿Cuál es?
—Norte-14 y Sur-7. Vienen por ambos lados.
—¿Por aire?
—Todavía no.
—Bien.
Malinza se volvió hacia los demás. Ya no parecía una adolescente asustada. Tenía todo el aspecto de la líder de un grupo clandestino en situación de alarma.
—Ahora mismo estoy abierta a cualquier sugerencia —dijo.
—¿Por qué no dejamos que la Jedi luche por nosotros? —dijo Zel, con una expresión un poco demasiado entusiasta y maníaca para el gusto de Jaina—. Podría hacer frente con facilidad a…
—¡No! —dijo Malinza tajantemente. Zel calló al instante—. No habrá lucha. Ya sabéis que no aprobaré jamás la violencia.
—Quizá no nos dejen opción, Malinza —dijo Jjorg.
—No; hay otra alternativa —dijo Jaina—. Puedes quitarte el transmisor y dármelo a mí. Yo lo llevaría a otra parte, para apartarlos de vuestra pista.
—¿No es un poco tarde para eso? —dijo Jjorg—. ¡Están a la puerta!
Jaina se resistió al impulso de soltarle una réplica. Aunque Vyram había demostrado que ella no había sido la culpable de atraer a los enemigos al Montón, se seguía sintiendo como si todos la culparan de la situación en la que estaban metidos.
—Pero todavía no están aquí —dijo Vyram, pensativo.
—Sí; pero tampoco son tontos —dijo Jjorg—. Sabrán cuando se les está engañando.
—No, si les presentamos muchas variables al mismo tiempo. Hace tiempo que tenemos preparada una distracción, por si llegaba el momento en que nos encontraban —respiró hondo y se volvió hacia Malinza—. Yo diría que ha llegado ese momento, ¿no te parece?
Malinza asintió, y se arrancó rápidamente el transmisor del cinturón y se lo entregó a Jaina.
—Se acercan —dijo el joven líder, mirando las pantallas cuando empezó a sonar otra sirena—. Yo, en tu lugar, me daría prisa.
—Iré contigo —dijo Salkeli—. Conozco las calles mejor que tú.
Jaina titubeó un momento, pero cedió, y lo indicó asintiendo con la cabeza. No podía negar la lógica de lo que había dicho el rodiano.
—De acuerdo —dijo. Y preguntó a Malinza—: ¿Podéis decirme, al menos, dónde vais?
—Creo que será mejor que no lo sepas —dijo la muchacha. Tendió a Jaina una mano; ésta la tomó—. Pero estoy segura de que volveremos a encontrarnos.
Jaina se limitó a asentir con la cabeza. No había tiempo para largas despedidas.
—Tú primero —dijo a Salkeli; y el rodiano se dejó caer del contenedor con los pies por delante.
* * *
El trabajo en la biblioteca era un proceso penoso, y al cabo de tantas horas de leer libros, Saba empezaba a sentir la presión de la fatiga en los músculos tensos, por debajo de sus escamas, que le picaban. Pero, afortunadamente, habían encontrado entre las culturas innumerables un número suficiente de alusiones a un planeta errante como para que todos mantuvieran el optimismo. Después de que Danni encontrara la primera referencia, Saba había descubierto en seguida dos más, y Jacen había encontrado otro más al poco rato. A partir de entonces, al ir siguiendo la pista más de cerca, las apariciones habían salido a relucir con regularidad. Cuando algo que ellos consideraban que era Zonama Sekot había pasado cerca de un mundo relativamente civilizado, podían determinar las fechas precisas de su aparición; en caso contrario, podían realizar estimaciones basadas en registros más o menos imprecisos y en los indicios físicos. Saba pensó que tenían suerte de no estar persiguiendo un suceso que hubiera tenido lugar siglos atrás. En muchos casos habían aparecido testigos vivos que habían podido relatar a los equipos de contacto chiss sus recuerdos personales de la «llegada de la nueva estrella» o del «alba del sol de la muerte», o como lo hubieran llamado ellos. A partir de estos recuerdos, sumados a las exploraciones más recientes de todos los sistemas solares de los dominios de los chiss, habían empezado a reconstruir gradualmente los movimientos del planeta.
Zonama Sekot había aparecido por primera vez en los límites de las Regiones Desconocidas que lindaban con el Imperio, y había visitado tres sistemas en el transcurso de un par de años. Después, había saltado hasta el límite exterior de la galaxia, donde los sistemas habitables eran pocos y dispersos. Allí se había encontrado con una especie que, antes de que los yuuzhan vong la redujeran a la esclavitud en los primeros tiempos de la invasión, relató a los visitantes chiss la llegada de un mundo ardiente y humeante que había estado suspendido durante un mes en su cielo. Desde luego que aquello no concordaba con la descripción que había hecho Vergere de un mundo exuberante y pacífico, pero sí que concordaba con las predicciones de las tensiones que podía sufrir la corteza de un planeta en los saltos de entrada y salida de los pozos gravitatorios por el hiperespacio. No existían datos experimentales, pues nadie había oído hablar nunca de tal hazaña, pero la ciencia planetaria más elemental daba a entender que Zonama Sekot no habría salido indemne de sus saltos vertiginosos de un lado a otro de la galaxia.
Después de aquello, se había retirado al interior, hacia el núcleo de la galaxia. Allí se había encontrado con varias especies en rápida sucesión, hasta establecerse en un sistema solar concreto durante casi un año. Aquella luz en el cielo había inspirado un afán competitivo entre los habitantes del mundo habitable de aquel sistema, que normalmente eran tranquilos, y los dos países principales habían emprendido una especie de «carrera espacial» para ver quién sería el primero de lanzar una nave no tripulada que aterrizara en el visitante misterioso. No obstante, mucho antes de que las naves de exploración alcanzaran la órbita del planeta, éste desapareció una vez más. Las imágenes que habían tomado antes de su desaparición volvían a mostrar un mundo completamente cubierto de humo y cenizas, que se cocía en su propio calor. Saba sintió una punzada de compasión por aquel mundo fugitivo, al contrastar de nuevo aquellas imágenes con las del testimonio de la propia Vergere, que había relatado Jacen, de un mundo rico en vida, en armonía constante con la Fuerza.
Pero, cosa extraña, los informes posteriores procedentes de otros puntos más alejados en el borde exterior galáctico hablaban de un mundo que volvía a ser verde; así pues, o bien Zonama Sekot había conseguido curarse, o estaba aprendiendo a realizar saltos por el hiperespacio sin sufrir graves daños. Iba y venía sin previo aviso, saltando discretamente de estrella en estrella en busca de… ¿de qué? Saba se lo preguntaba, pero no podía imaginárselo siquiera. Pensó que quizás hubiera perdido por el camino a la única compañía que había llegado a conocer, a los colonos ferroanos que habían vivido en su superficie durante generaciones, y que tal vez estuviera buscando ahora a unos sustitutos…
Pero Saba también sabía que ella misma, siendo como era uno de los últimos miembros de su propia especie, que todavía lamentaba la pérdida de su planeta de origen, quizás estuviera exteriorizando sus propios problemas, trasladándolos a Zonama Sekot. No podía pretender saber lo que pasaba por la mente de un ser tan incomprensible que…
Un chillido agudo y repentino sobresaltó a Saba, haciéndola dar un salto y casi dejar caer el libro que estaba devolviendo a su estante. Se volvió y vio a una mujer alta, de edad madura, vestida con un uniforme verde bajo una túnica negra, que estaba de pie al fondo del pasillo y se cubría la boca con las dos manos. Estaba claro que se había sorprendido al descubrir a la enorme barabel.
Tras ella estaba una muchacha humana rubia que aparentaba unos catorce años. Llevaba un uniforme negro que parecía una reproducción en miniatura del uniforme de la FDEC. La muchacha miró con desdén a la mujer mayor, como si su exclamación la avergonzara mucho.
—Yo… yo… —balbució la mujer, bajando las manos. Una sonrisa nerviosa no bastó para ocultar su apuro evidente—. Lo siento; me has sobresaltado.
—No es necezario dizculparse —dijo Saba—. Ézta también se ha sobrezaltado. Creíamos que estábamos solos en la biblioteca.
—Lo estáis. Es decir, lo estabais —dijo la mujer, que todavía parecía desconfiar un poco de Saba.
—Lo que quiere decir mi madre es que acabamos de llegar —dijo la muchacha—. Estamos buscando a mi padre, Soontir Fel.
La muchacha dijo esto mirando al suelo de una manera que daba a entender en cierto modo que no decía la verdad. No obstante, Saba empezó a entenderlo cuando oyó el nombre del barón.
—Entonces ¿debes ser Syal Antilles?
La mujer sonrió, esta vez de manera más relajada, disolviendo su incomodidad en parte, aunque no del todo.
—Sí —dijo—. Y ésta es mi hija, Wyn.
Saba hizo una breve reverencia respetuosa. Le agradaba conocer a la esposa de Soontir Fel, madre de Jagged Fel y hermana de Wedge Antilles.
—Ézta es Saba Sebatyne.
—¿Qué estás buscando? —le preguntó Wyn, que se ponía de puntillas para mirar el lomo del libro que acababa de dejar Saba en su sitio.
Saba titubeó, sin saber con certeza cuánto debía desvelar.
—Ésta estaba investigando la historia de una especie llamada hemes arbora.
—No había oído hablar nunca de ellos —dijo la muchacha, encogiéndose de hombros.
Saba volvió a bajar el libro y lo abrió para mostrar uno de aquellos mapas extraños, en dos dimensiones, que se preferían en aquellos archivos. Lo tocó con una garra.
—Su lugar de procedencia era ézte, Carrivar, y emigraron aquí, a Osseriton, pazando por Umaren’k. Ézta ha detectado su influencia sobre la cultura Umaren’k’sa.
—¿Qué significa eso?
—Wyn… —le dijo su madre, a modo de advertencia.
Syal Antilles esperaba a cierta distancia… a una distancia «segura», según observó Saba. A pesar de los años que había vivido entre los chiss con el barón Fel, era probable que siguiera desconfiando de los alienígenas no humanos, como desconfiaban, al parecer, muchos imperiales.
—Debo pedir disculpas por la curiosidad de mi hija. Estoy seguro de que tienes mucho que hacer para que venga a molestarte ella con sus preguntas.
—A ézta no le molezta tu hija —le aseguró Saba. Después, guiñando un ojo a la muchacha, se volvió hacia ella para dar respuesta a su pregunta anterior.
—Nuestra búsqueda es de un planeta determinado. Aparte de su único mundo habitado, Osseriton es un sistema vacío. Si hubiera habido un mundo nuevo, los hemes arbora se habrían fijado.
Wyn se rio alegremente.
—¡Tienes una manera rara de decir las cosas!
—¡Wyn!
La muchacha, que medía quizá medio metro menos que Saba, levantó la cabeza hacia la barabel y levantó los ojos al cielo, sin dejar de dar la espalda a su madre.
Saba sonrió y dijo a Syal Antilles:
—No tiene importancia. A ézta no le ofenden sus palabras.
Al oír esto, Wyn le devolvió la sonrisa, y volvió después su atención a los mapas, con ojos casi relucientes de asombro.
—Debes de hacer una vida maravillosa. ¡Viajar a tantos sitios! ¡Tener aventuras de todas clases!
Saba asintió con la cabeza, figurándose que aquello debía de parecer cierto desde el punto de vista de un niño. A los Caballeros Jedi los acompañaba en todas partes una aureola de misticismo. Pero era poco probable que la tarea que estaba realizando Saba en la biblioteca en aquellos momentos guardara alguna relación, por remota que fuera, con las aventuras que evidentemente se estaba imaginando Wyn…
—De modo que es cierto —murmuró Syal, avanzando un paso. Tenía un gesto de desconfianza en el rostro—. Es verdad que pretendéis que nos creamos que estáis buscando a Zonama Sekot.
Saba no se molestó en negarlo.
—Eza es nuestra empresa, sí.
—Pero Zonama Sekot no es más que una leyenda, un mito. —Syal negó con la cabeza y entrecerró los ojos, sacando a relucir su desconfianza—. ¿Qué es lo que buscáis en realidad?
—Ézta no sabe qué quieres decir con…
—¡Quiero decir que me cuesta trabajo creer que habéis venido hasta aquí para perseguir una sombra!
Saba frunció el ceño, contrayendo fuertemente las arrugas de sus cejas en el entrecejo. No entendía por qué había cambiado de pronto el estado de ánimo de aquella mujer, ni dónde quería ir a parar.
—¿Para qué nos iba a traer aquí, si no, el Maeztro Skywalker?
—Por la Biblioteca de la FDEC, claro está. ¡Os da acceso a todo lo que sabemos sobre todos los pueblos y todos los lugares conocidos por los chiss!
—Pero ¿por qué querríamos saber esto?
—Porque estáis buscando aliados —dijo ella—. Nosotros nos hemos defendido de los yuuzhan vong mucho mejor que vosotros. Nos necesitáis a nosotros mucho más que nosotros a vosotros.
—¿Crees que estamos buscando un modo de convenceros para que os unáis a la Federación Galáctica de Alianzas Libres?
—O un modo de coaccionarnos, quizá —replicó Syal bruscamente.
—Mamá —dijo Wyn. Había en su voz un matiz de vergüenza y de reproche. Después, la muchacha se dirigió a Saba con gesto despedir disculpas—. No piensa lo que dice. Sólo teme que intentéis llevaros a papá, como os llevasteis a Jag.
—¡Wyn!
Los ojos de la mujer soltaban chispas de ira hacia su hija, y en su voz se percibía la negación.
—¡Ay, vamos, mamá! —dijo la muchacha, volviéndose hacia su madre—. ¡Has estado preocupada por papá desde que se marchó Jag!
—Eso no es verdad —dijo Syal con firmeza; pero había en sus ojos algo que daba a entender que lo que decía su hija era cierto. Al cabo de un momento, soltó un suspiro y negó con la cabeza despacio—. No ha sido desde que se marchó Jag, Wyn; ha sido desde la caída de Coruscant.
Saba empezaba a sentirse fuera de lugar. Deseaba que estuviera allí presente el Maestro Skywalker para hacer frente a aquellas acusaciones en lugar de ella; el Maestro sabía llevar aquellas cosas mucho mejor.
—Antes de lo de Coruscant, yo misma intentaba convencer a Soontir de que se sumara a la lucha contra los yuuzhan vong —había perdido toda la acritud de su voz, lo cual agradecía Saba. Parecía que ahora intentaba explicar su hostilidad anterior ante la presencia de Saba—. Yo quería que se sumara a la Nueva República, como había hecho Jag, ya fuera con todos los demás chiss o sin ellos. Pero él no quería luchar; decía que la Nueva República era capaz de encargarse de los yuuzhan vong, como hacíamos nosotros en nuestro lado de la galaxia. Después, vosotros perdisteis vuestra capital, y… —titubeó brevemente, como si estuviera ordenando sus ideas—. Entonces, yo comprendí dos cosas: que él cambiaría de opinión, y que vosotros ibais a perder.
Miró alternativamente a Wyn y a Saba mientras añadía:
—No voy a consentir que os lo llevéis con vosotros. No lo consentiré.
—¿Crees que estará a salvo aquí si los chiss no se unen a nosotros en la guerra?
La expresión del rostro de Syal comunicó a Saba todo lo que tenía que saber. La mujer sabía que los chiss no tenían ninguna opción si caía en manos de los yuuzhan vong el resto de la galaxia; al cabo de algunos años, los invasores alienígenas se reforzarían y serían capaces de superar hasta la más firme de las defensas de los chiss.
—No cometáis el error de infravalorar a los yuuzhan vong —intervino de pronto Danni desde el otro extremo del pasillo. Todos los ojos se volvieron hacia ella. Saba no había oído llegar a la científica y no sabía con certeza cuánto tiempo llevaba escuchándolos. La expresión de Danni estaba cargada de cansancio, pero había pronunciado sus palabras con la claridad que le otorgaba su experiencia personal—. Somos demasiados los que hemos pagado ya un precio terrible por haberlo hecho así. La Nueva República, el Imperio, los hutt, los ithorianos, los rodianos… la lista se alarga más y más a cada año que dura esta guerra. Es evidente que sabéis lo que ha estado pasando; debéis daros cuenta de lo grave que es la amenaza que representan estos invasores. ¿Creéis de verdad que os salvaréis para siempre escondiéndoos aquí? Ellos pueden tomar en cualquier momento la decisión de barreros, tal como intentaron hacer con el Remanente Imperial.
—Vueztra pozición es indefendible —añadió Saba—. No cambiará porque lo neguéis.
—No quiero perderle —susurró Antilles, con la expresión de una persona atrapada entre dos emociones contrapuestas—. No lo soporto más. No puedo…
—Mamá… —dijo su hija, que parecía asustada.
—No te azustes —dijo Saba, dando a su voz áspera de reptil toda la comprensión que podía—. No somos enemigos vueztros; comprendemos vueztro miedo.
Wyn levantó la vista para mirarla fijamente, con los ojos muy abiertos.
—Pero ezta guerra no tiene solución fácil —siguió diciendo Saba—. No va a dezaparecer con darle la espalda. Necezitamos soluciones a largo plazo; necezitamos trabajar juntos. Ézta eztá completamente segura de ezo, Syal Antilles.
Syal asintió entonces con la cabeza, aunque estaba claro que mantenía su incertidumbre.
—¿Eres Syal Antilles? —le preguntó Danni, acercándose.
—Sí —respondió la mujer—. ¿Por qué?
—Acaba de llegar el barón Fel —dijo Danni—. Pero no ha dicho nada de que te estuviera esperando.
—No me esperaba —dijo ella, confirmando la sospecha anterior de Saba de que Wyn había mentido—. Nos habíamos enterado de que había llegado gente de nuestra patria, y queríamos veros, nada más.
La madre y esposa asustada había desaparecido, y había ocupado su lugar una mujer controlada y llena de confianza que dirigía una amplia sonrisa agradable a una desconocida que quizás no hubiera oído todas las dudas que acababa de expresar ella.
—Y ahora que ya os hemos visto, quizá haya llegado la hora de que nos marchemos —cruzó brevemente la mirada con la de Saba, intercambiando emociones de todo tipo, entre las que destacaba el agradecimiento—. Te agradezco tus palabras, Saba. Y te ruego que aceptes mis disculpas por las mías.
—No son necezarias —dijo Saba, realizando una leve reverencia.
Syal Antilles le devolvió el gesto.
—Vamos, Wyn.
—Creo que podría quedarme a ayudarles, si no les importa —dijo la muchacha, dirigiéndose a Saba y a Danni. Las dos asintieron con la cabeza.
—No me parece buena idea, Wyn —dijo su madre—. No querrán que les estorbes mientras ellos intentan trabajar.
—No; está bien —dijo Danni—. La verdad es que su ayuda nos vendría bien.
—¿Estás segura? —preguntó Syal. Parecía que le quedaba todavía un resto de apuro por sus expresiones anteriores.
Pero Saba sabía que la inyección de entusiasmo juvenil que podía aportarles Wyn sería precisamente lo que les hacía falta en esos momentos.
—Ézta eztá segura de que Wyn no sería una carga.
A Wyn se le iluminó el rostro inmediatamente.
—No lo lamentaréis. Conozco estos registros mejor que la mayoría de la gente… ¡mejor que la propia Tris!
—Eso lo dudo de veras —dijo su madre.
Wyn no respondió; en lugar de ello, se dirigió a Danni y le preguntó:
—¿Es verdad que está aquí, con los Skywalker, uno de los gemelos Solo?
Danni sonrió y asintió con la cabeza.
—Sí: Jacen Solo.
—¿Y podré conocerle yo?
—Estoy segura de que sí —dijo Danni.
—No corras tanto, Wyn —le dijo su madre. Aún no parecía decidida a dejar que su hija se quedara allí—. Todavía tenemos que consultar esto con tu padre.
—No le importará, mamá —dijo Wyn, prácticamente dando saltos de puntillas. Su entusiasmo daba a entender que llevaba muchísimo tiempo sin que pasara en su vida nada emocionante.
—Ésta se ocupará de ella mientras tú lo consultas, si quieres.
Syal asintió, todavía con alguna incertidumbre, mientras Danni la acompañaba hacia la salida.
—¡Os agradezco mucho todo esto! —exclamó la muchacha cuando su madre y Danni se hubieron perdido de vista por otro pasillo—. ¡Esto va a ser fantástico!
—También va a ser un trabajo duro —la previno Saba—. Y, además, es un trabajo muy importante.
—Ah, eso lo entiendo —dijo Wyn, haciendo un esfuerzo por tranquilizarse. Después, miró a su alrededor, abrió los brazos como para abarcar toda la biblioteca, y preguntó—: ¿Por dónde queréis empezar?
* * *
Jaina siguió a Salkeli tan deprisa como podía mientras éste se deslizaba por las cañerías y por las lianas hasta el fondo del Montón. Toda la estructura se estremeció al descender levemente para que la caída de los dos al suelo fuera menor. Jaina miró a un lado y otro para cerciorarse de que la zona estaba despejada. Lo estaba. Por muy cerca que estuvieran los guardias bakuranos, afortunadamente no habían irrumpido todavía en la planta baja.
Salkeli le indicó con un gesto que le siguiera. Ella así lo hizo, con el transmisor bien metido en un bolsillo de su uniforme y con el sable láser en la mano, apagado. Apoyaba los pies en silencio entre los residuos de plantas y los escombros que daban al edificio abandonado más aspecto de ruinas en una jungla que de edificio de oficinas desocupado. El rodiano la guió hasta que salieron del espacio del atrio central y por una serie de pasillos cortos. Entraron en lo que había sido antes una cafetería publica y, tras una breve pausa para escuchar si había ruidos en el exterior, abrieron la ventana hacia fuera.
—Tú primera, esta vez —dijo Salkeli. Jaina se deslizó a través del hueco estrecho y salió a la oscuridad exterior.
Se encontró en un callejón largo y muy estrecho. Celebró que no la estuviera esperando ningún guardia, pues de lo contrario no habría tenido mucho sitio para luchar.
Por el aspecto del cielo, todavía era de noche. Ella no se había acostumbrado todavía a la hora local, pero sospechaba que no faltaba mucho para el amanecer. Si Malinza y los demás miembros de Libertad querían huir limpiamente, debían hacerlo pronto.
—En todo caso, ¿qué clase de distracción tenía pensada Vyram? —susurró al rodiano, cuando éste salió por la ventana y llegó junto a ella.
—Espera y lo verás —respondió él, guiñándole un ojo.
Salkeli subió rápidamente por el callejón, con cautela pero deprisa. Jaina lo siguió, atenta al menor cambio en lo que la rodeaba. Por delante de ella soplaban rachas de viento que levantaban nubes de polvo y agitaban trozos de papel y desperdicios. Era muy consciente de que los guardias no tendrían que ser unos supersabuesos para encontrarla. No tenían más que seguir la señal del transmisor que llevaba ella en el bolsillo. Lo ideal sería encontrar un cratsch asilvestrado o un droide perdido al que pudiera colgar el transmisor, para poder huir ella misma después. Pero, hasta entonces, tendría que seguir en marcha y estar muy atenta.
Salkeli estaba a diez metros del final del callejón cuando les pasó de pronto por encima un aerocoche que iluminaba con sus luces de aterrizaje y sus potentes luces de arco poderosos el espacio estrecho entre los edificios. Desapareció al cabo de un instante. Jaina oyó el zumbido de sus motores al trazar un círculo para volver sobre sí mismo y detectarlos de nuevo.
Jaina percibió por medio de la Fuerza la pistola láser que la apuntaba por la espalda antes de que la mujer que la empuñaba hubiera tenido tiempo de disparar. Con un solo movimiento amplio dejó de avanzar, se volvió sobre sí misma y activó su sable de luz, interponiéndolo entre ella y la guardia que estaba al final del callejón, en el momento preciso en que salía el disparo de láser. Hubo un destello brillante cuando el disparo dio en la pared, a su lado, lanzando al aire fragmentos de piedra. Se produjeron más disparos, pero la guardia no podía apuntar bien por el humo que había en el aire, y Jaina pudo retirarse fácilmente siguiendo a Salkeli y cubriéndole la espalda.
El rodiano le dijo que se diera prisa con un susurro apremiante. Percibiendo que no los estaba esperando nadie, Jaina se volvió y corrió con todas sus fuerzas hacia la salida del callejón. Salkeli había sacado la pistola láser y estaba dispuesto a disparar a cualquiera que se interpusiera en su camino. Jaina, por su parte, no estaba tan dispuesta a atacar a personas que, a pesar de si situación actual, eran supuestamente aliados suyos.
Cuando salió del callejón se encontró en una calle más amplia y más expuesta. Salkeli ya estaba a mitad de cruzarla, dirigiéndose a una ventana rota de un edificio del otro lado. Jaina lo siguió sin titubear, apagando por el camino su sable de láser. Cruzó la calle a toda velocidad y saltó de cabeza por la ventana pocos segundos después de Salkeli. Cayó rodando sobre sí misma y se levantó quedando en cuclillas para examinar su entorno. Una rápida ojeada le hizo saber que aquello eran los restos de una oficina sin particiones, abandonada hacía mucho tiempo, con muebles rotos dispersos por el suelo.
Salkeli se estaba incorporando cuando los guardias salieron del callejón, al otro lado de la calle.
—¡Sigue adelante! —dijo a Jaina mientras salía corriendo de la sala, con la cabeza baja.
La llevó hasta las profundidades del edificio, y descendieron a uno de sus sótanos. Abrió de una patada una puerta atascada, y se vio tras ella un túnel largo que, a juzgar por su longitud, llegaba a otros varios edificios a lo largo de la calle. Corrieron por el túnel, dejando atrás las entradas a otros sótanos.
—Confío en que tendrás un plan —dijo Jaina.
—Más o menos —respondió él—. Vamos a subir dentro de un momento, para despistarlos. Cuando estemos seguros de que Malinza y los demás se han puesto a salvo, aceptaré las sugerencias que me puedas hacer.
Se oyeron pasos en el pasillo, a su espalda. Jaina se volvió encendiendo su sable de láser y desvió varios disparos de láser que iban dirigidos a sus espaldas fugitivas. Salkeli tomó la escalera siguiente a su derecha; Jaina lo siguió.
Salkeli no se detuvo en la planta baja, sino que siguió hasta lo alto del edificio. Cuando salieron, los estaba esperando el aerocoche, que se cernía sobre el tejado como las naves de control remoto con las que se había entrenado Jaina en otros tiempos; sólo que era mucho más grande y mucho más mortal. Había dos guardias suspendidos a los lados, apuntando con sus rifles láser a Salkeli y a Jaina. Los dos, esquivando y desviando disparos de láser, se refugiaron tras una chimenea de ventilación. Jaina se sirvió de la Fuerza para agitar el aerocoche mientras el rodiano devolvía el fuego. Así estaban más equilibrados; pero se seguían encontrando en una situación desesperada, pues estaban acorralados.
Se disponía a comentarlo, cuando una sonora explosión en las cercanías hizo que cesaran los disparos desde el aerocoche. Los guardias que iban en el vehículo dirigieron de pronto su atención a una bola enorme de gases ardientes que surgía de un edificio próximo. Jaina advirtió que se trataba del mismo edificio que había contenido el Montón. Aquel desenlace la había dejado tan sorprendida, que apenas advirtió la llegada de otros guardias que aparecieron por las escaleras. Pero, afortunadamente, también éstos se quedaron absortos en el espectáculo, mirando con asombro lo que salía del agujero que se había formado donde había estado la cúpula del edificio.
El propio Montón, su amasijo desordenado de contenedores mal unidos con andamiajes y ocultos por plantas trepadoras, ascendió elegantemente en el cielo de la primera aurora. Los fragmentos de transpariacero roto caían como una lluvia dorada al edificio que estaba más abajo. Toda la estructura, impulsada por repulsores, flotaba como un globo de aire caliente, y se movía de manera semejante. En cuanto hubo dejado atrás lo más alto del edificio, empezó a desplazarse a la deriva impulsado por el viento dominante y dejando atrás una nube de humo y de residuos que se iba extendiendo cada vez más.
El aerocoche se puso en marcha a toda prisa para interceptar a la estructura flotante, mientras los guardias de la azotea contemplaban el espectáculo.
—Éste es el momento de las sugerencias —susurró Salkeli—. Antes de que esos guardias de allí recuerden para qué han venido. Ahora mismo están entre nosotros y nuestra única vía de huida.
—Hay otro —dijo Jaina, mirando el borde de otra azotea que estaba a unos doce metros de distancia.
Salkeli siguió su mirada y se rio.
—No me digas que los Jedi también sabéis volar…
Ella negó con la cabeza.
—No, pero sabemos saltar —le dijo, sonriente—. ¡Vamos!
Dicho esto, corrió hasta el borde de la azotea sin mirar atrás para comprobar si la seguía el rodiano. Después, confiando en su instinto y en la Fuerza, se arrojó al aire.
Pero en vez de aterrizar en otra azotea, descubrió que se había precipitado en un acueducto ancho y profundo, lleno hasta la mitad de agua que corría con fuerza. La corriente se apoderó de ella al instante. Jaina agitó desenfrenadamente los brazos y las piernas, esforzándose por orientarse y salir a tomar aire. Con los pulmones ardientes, llegó por fin a la superficie, e intentó desesperadamente tomar algo de oxígeno, expulsando al mismo tiempo parte del agua que había inhalado. Después oyó en algún punto próximo, entre el ruido de la corriente, la risa jadeante del rodiano.
—¡Por aquí! —le gritaba, mientras la corriente los arrastraba por un túnel de techo alto. Braceaba con fuerza, a cosa de un metro de Jaina.
Jaina escupió más agua y nadó hasta llegar junto a él.
—Supongo que el Montón era la distracción que dijisteis. Estaba vacío, ¿verdad?
—Verdad —dijo él. Su voz resonó en el túnel—. Mientras los guardias que nos perseguían se separaban para comprobarlo, los otros se fugarían por el sótano.
—Pero, todos esos equipos… —dijo ella. Sería una pérdida grave para un grupo pequeño, como era Libertad—. ¡Todos esos datos!
—Los datos y los equipos se pueden reemplazar; la vidas, no.
Pasaron bajo un pozo abierto que les arrojó algo de luz durante unos instantes. Se reflejó en los ojos multifacéticos de Salkeli.
—De acuerdo, ya hemos llegado —dijo—. Nada hacia la orilla.
—¿Es que sabes dónde estamos? —dijo ella, con verdadera sorpresa.
—Un rodiano siempre tiene un plan de fuga —dijo él, agitando vigorosamente las piernas para nadar hacia la orilla del túnel—. Creí que todo el mundo lo sabía.
—Pero ¡lo de saltar fue idea mía!
El rodiano soltó un bufido nasal que resonó en el túnel de manera inesperadamente fuerte.
—Yo ya lo había pensado; sólo quería poner a prueba tu ánimo.
Salkeli llegó a la pared y consiguió asirse a su superficie resbalosa. Jaina lo seguía de cerca. Clavó los dedos en los espacios entre los ladrillos donde se había erosionado el cemento antiguo.
—Allí arriba —dijo Salkeli—. ¿Lo ves?
Jaina levantó la vista arriba y a su derecha y vio una entrada abierta. De ella bajaba una escalerilla de metal oxidada. Siguiendo a Salkeli, empezó a acercarse a la escalera. Allí la corriente era más fuerte que antes, y Jaina tenía que esforzarse mucho para que no se la llevara. Desde más abajo, en el túnel, le llegaba un leve rumor, como un rugido lejano. Supuso que el túnel se iba estrechando cada vez más, o bien que iba a parar a algún tipo de cascada subterránea. Ella no sentía curiosidad especial por descubrir de qué se trataba.
—Te ayudaré a subir —dijo Salkeli, situándose junto a ella cuando llegaron al pie de la escalerilla.
—No hace falta —dijo ella. Empujó a Salkeli hacia arriba con la fuerza, y vio, divertida, la expresión de sorpresa de su cara verde—. Antes, tengo que hacer una cosa.
Salkeli subió por la escalerilla mientras ella se metía la mano en el bolsillo y sacaba el transmisor, que dejó a merced de la corriente. Tendría mucho gusto en dejar que los guardias de seguridad lo buscaran por el sistema de alcantarillado. Después, se levantó a pulso del agua y salió al aire relativamente fresco.
El sol asomaba por el horizonte cuando Jaina salió por la entrada de la alcantarilla. Miró a su alrededor y vio que habían ido a salir en una parte de la ciudad completamente distinta de aquella en la que habían estado. Las calles eran más anchas; los edificios eran más bajos y estaban más cuidado. Parecía más bien un barrio periférico con almacenes, en lugar de la zona de oficinas abandonadas que habían dejado atrás.
—Lo hemos conseguido —dijo, riendo aliviada.
—¿Has tirado el transmisor?
Jaina asintió con la cabeza, pensando ya cuál sería su paso siguiente.
—Creo que ya has ayudado bastante a Libertad para un día —dijo Salkeli—. ¿Quieres que te lleve al centro?
—Mientras no tenga que volver a nadar…
El rodiano sonrió y le indicó que la acompañara al edificio más cercano, que era un almacén prefabricado bajo y alargado. El local estaba cerrado con un cierre metálico enrollable. Salkeli marcó un código en la cerradura, y el cierre se levantó obedientemente, dejando al descubierto un deslizador de dos plazas, polvoriento pero en buen uso.
—No me irás a decir que es tuyo, ¿verdad? —dijo Jaina.
Al rodiano le brillaron maliciosamente los ojos multifacéticos.
—Si te lo dijera, ¿me creerías?
—Bueno, ya sabes el dicho —dijo Jaina alegremente—. Un rodiano siempre tiene un plan de fuga.
Salkeli sonrió y le indicó con un gesto de los largos dedos verdes que se subiera mientras él pasaba a la parte trasera para ajustar el alerón. En el segundo que tardó en hacer esta tarea, los sentidos de Jaina le dijeron que algo marchaba terriblemente mal, algo que ella no había previsto. Pero era demasiado tarde. Cuando se estaba subiendo al deslizador, sintió un dolor ardiente en la espalda.
Mientras caía, se volvió y atisbo por un instante a Salkeli, que bajaba su pistola láser.
—Siempre —le oyó decir, mientras se apoderaba de ella la oscuridad.
* * *
Corría tan deprisa como podía por los pasillos casi vacíos, sin saber dónde estaba ni adonde iba. No sabía si había estado corriendo en círculo, ni tampoco le importaba. Era igual. Lo único que le importaba era seguir corriendo, con la esperanza de que aquello la distrajera del dolor que tenía en la mente.
Pero, por mucho que lo intentaba, no podía dejar atrás los recuerdos. Parecía que su vida constituía una larga tragedia, desde la muerte de sus padres en Tatooine hasta su última crisis en Bakura. Y, naturalmente, Anakin…
Recuerda: juntos, sois más fuertes que la suma de vuestras partes. Las últimas palabras que le había dicho el Maestro Ikrit, transmitidas por medio de la Fuerza, le habían ayudado a aceptar sus sentimientos respecto de Anakin. Pero no era una cuestión de fuerza; era una cuestión de estar juntos. Ella quería a Anakin, lo había querido siempre. De niña, lo había querido como amigo; después, al hacerse mayores, había ido aprendiendo a amarlo como mujer. Pero, ahora, a causa de los yuuzhan vong, a causa de los voxyn y lo de Myrkr, aquel amor no se haría realidad nunca.
Los sollozos la estremecieron, y se dobló sobre sí misma, llevándose las manos al vientre. La ausencia de Anakin era como un abismo inmenso en su vida, como un vacío que no se podría llenar con nada. El futuro que debían haber vivido juntos no sucedería nunca, y nada podría reemplazarlo jamás. Ni siquiera haberse convertido en Caballero Jedi de pleno derecho le servía de consuelo. La Fuerza era una cosa vacía si él no estaba en ella.
«¡No debía ser así! —quería gritar al universo—. ¡Cámbialo! Arréglalo. Hazlo mejor. ¡Haz que se vaya el dolor!».
Cayó al suelo y se acurrucó sobre sí misma en posición fetal, intentando desesperadamente alejar de sí el dolor. Anakin se había sacrificado por el bien de todos, y pensarlo sólo le servía para multiplicar el amor que sentía por él. Quería volver y darle ese último beso, en vez de contenerse como había hecho. Quería volver y luchar a su lado, ayudarle a vencer a los guerreros yuuzhan vong que habían terminado por abatirlo. Quería morir con él, porque la vida no tenía sentido sin él.
Recuerdos…
«¡No sois inmortales! —les había dicho Corran Horn en un asteroide próximo a Yag’Dhul—, y no sois invencibles».
«Todo el mundo se lleva una sorpresa desagradable algún día —había respondido Anakin—. Yo prefiero llevármela de pie, mejor que acostado».
Recuerdos…
«He pasado la mayor parte de mi vida pensando en el Lado Oscuro. Mi madre me impuso el nombre del hombre que después fue Darth Vader. El emperador me tocó a través de su vientre. Todas las noches tenía pesadillas que terminaban viéndome a mí mismo con la armadura de mi abuelo. Con el debido respeto, creo que probablemente he pensado en el Lado Oscuro mucho más que nadie que yo conozca…».
Recuerdos…
«Tenías cicatrices y tatuajes como Tsavong Lah —dijo Anakin—. Eras Jedi, pero oscura. Yo sentía la oscuridad que irradiaba de ti».
—¿Sigues sin creer que eso podría pasarme a mí? —respondió ella, horrorizada por la visión—. ¿Cómo iba a poder? Me salvaste de ellos, me detuviste antes de que hubieran terminado —las dudas de él, su miedo a que ella pasara al otro lado y destruyera a los Jedi, la herían mucho más hondo que cualquier herida física que hubiera sufrido en su vida—. Anakin, no me uniré nunca a los yuuzhan vong.
Recuerdos…
«Podría ser más sencillo si no lo hacemos.
»Después de su primer beso, cuando ya no podían volver a ser como eran antes.
»Sí. ¿Lo lamentas?
»No. No, ni siquiera un poquito».
—Entonces, vamos a sobrevivir, para tener ocasión de entender esto, ¿de acuerdo?
Los sollozos la cortaban como cuchillos. Estaba muy solitaria; estaba muy sola. La familia de Anakin podría haber sido su familia; pero ahora, en vez de ello, la temían. Desconfiaban de ella e intentaban apartarla. Todos la apartaban. Todos, menos…
—¿Tahiri?
La voz salía de fuera de su cabeza, no pertenecía a sus recuerdos. Aquella emisión de su nombre le resultaba tan inesperada que se puso de pie en un instante, con el sable láser crujiendo, levantándolo en postura defensiva, sin haber visto siquiera quién la había llamado. Después, cuando miró, no lo pudo ver bien a causa de las lágrimas que tenía en los ojos.
—¡No, espera!
Fuera quien fuese, retrocedió nerviosamente, extendiendo los brazos para suplicarle desesperadamente que bajara el arma.
—Si te acercas —dijo ella con rabia—, te aseguro que te…
—No me acercaré, lo prometo —Tahiri no reconoció la voz—. Había oído decir que te habías perdido. Eso es todo. He venido a ayudarte.
—¿A ayudarme? —repitió ella con desconfianza, sosteniendo el sable de luz con poca firmeza—. ¿Por qué ibas a ayudarme? ¡Ni siquiera me conoces!
—Claro que te conozco —dijo él—. Eres la Jedi-que-fue-conformada. Eres…
Ella sintió que se le retiraba la sangre de la cara.
—¡No me vuelvas a llamar así nunca más!
Él retrocedió otro paso, al hacer ella un movimiento amenazador con la punta del sable láser.
—Lo siento —dijo—. No me daba cuenta de que te resultaba ofensivo.
—Pues sí que me lo resulta —dijo ella, vertiendo en sus palabras toda su rabia—. Me recuerda cosas que prefiero olvidar.
—Lo entiendo. Eres como nosotros en muchos sentidos.
Volvió a invadirla la ira. Estaba intentando manipularla.
—¿Quién eres tú?
—Soy un amigo. Nos vimos en el espaciopuerto, ¿recuerdas?
—¿El ryn?
Tahiri pestañeó para secarse los ojos y observó más atentamente al ser que tenía delante. Tenía la piel gris y pico en lugar de nariz. Azotaba el aire a su espalda con una cola prensil. Tenía también un cierto olor, un olor propio de su especie.
—Sí que eres tú —dijo con cierta sorpresa, percibiendo la familiaridad del ryn, aunque no le había visto la cara nunca hasta entonces.
Él asintió con la cabeza.
—Me llamo Goure —dijo, intentando sonreír forzadamente; pero estaba claro que le resultaba difícil mientras ella seguía amenazándolo con el sable láser—. Oye, ¿podríamos guardar eso de momento? Creo que estamos llamando la atención demasiado.
Tahiri advirtió, con cierto apuro, que estaban en un paso público. Al otro extremo del pasillo se empezaba a reunir gente que miraba con curiosidad a la Jedi y al ryn. Desactivó rápidamente el sable de luz y volvió a colgárselo del cinturón.
—Lo siento —dijo, avergonzada de su conducta estúpida—. Ahora mismo no estoy pensando como es debido.
Goure le quitó importancia con simpatía.
—No hay nada de qué avergonzarse —dijo por lo bajo—. Ven conmigo y te llevaré a un lugar donde no tengamos público. Pero procura que no parezca que me estás siguiendo tú, ¿de acuerdo? Yo soy el criado; tú debes ordenarme que vaya por delante.
Ella asintió despacio por la cabeza.
—Estaba perdida, y tú me acompañas a mi casa.
—Exactamente.
Goure cambió de postura bajo la sencilla túnica gris que vestía, hasta quedar inclinado hacia delante con los hombros hundidos, como si fuera por el peso de la edad.
—Por aquí.
Ella le siguió con la cabeza alta y con la expresión libre de todas las emociones que había sentido hacía unos momentos. Atravesó la multitud reunida al final del pasillo, desafiando con una mirada fría a cualquiera que osara interponerse en su camino. Tuvo que aplicar todo su dominio de la Fuerza para apaciguar a los más curiosos, y no dejó de advertir lo paradójico que resultaba que no pudiera aplicarse a sí mismo aquella técnica. Tras las apariencias externas, seguía teniendo una gran agitación mental.
Goure la guió por los pasadizos y por las galerías comerciales de Salis D’aar, ante estatuas flotantes y fuentes elegantes. La ciudad estaba llena de vida vegetal, que medraba bien en su atmósfera densa y sus suelos fértiles. Los troncos de los árboles se abrían camino tortuosamente por los orificios dispuestos cuidadosamente en las aceras y en las paredes; sus espirales, cubiertas de plantas trepadoras, distraían la vista de los puntos de control de seguridad, de los puestos de comunicaciones públicas y de los puntos de información. En algunas partes, Salis D’aar parecía tan lleno de vegetación que daba la impresión de que lo estaba invadiendo la jungla; pero el ferrocemento era fuerte y resistía tercamente el empuje de las raíces y de las ramas. La ciudad perduraría todavía algún tiempo; era el baluarte más fuerte de aquella civilización en su batalla contra la naturaleza.
—Aquí —dijo Goure, indicándole que entrara por delante en un pasillo estrecho entre dos estatuas ornamentales. Ella hizo lo que le decía, sin dudas ni titubeos; él no le transmitía ninguna sensación de amenaza ni de peligro. Él la siguió, después de recorrer con la vista el pasillo a sus espaldas. Cuando estuvo dentro, accionó un interruptor y se encendió un holoproyector que cubrió la entrada con la ilusión de una pared sólida.
—No es que vaya a impedir la entrada a nadie —dijo Goure, pasando delante de ella por el pasillo—, pero al menos servirá para que no den con nosotros por casualidad.
—¿Me buscan los de seguridad? —pregunto ella.
—No, no. Esto no tiene nada que ver contigo —dijo él, enroscando y desenroscando la cola con inquietud—. Es que preferimos no ir dejando demasiados cabos sueltos.
En la habitación al fondo del pasillo no había más que dos sillas sencillas y una caja baja. Las paredes de piedra desnuda y una única luz desnuda le daban un aspecto amenazador; pero Tahiri no se sentía amenazada por el Ryn que iba a su espalda. Éste no irradiaba más que seguridad y fiabilidad.
—Siéntate.
El ryn revolvió en la caja y extrajo dos tazas de metal abolladas y una botella de agua. Tahiri se acomodó en la silla más próxima a la entrada y se alegró de poder descansar los pies. Se sentía agotada hasta el núcleo mismo de su ser, como si hubiera pasado días enteros corriendo.
El ryn le ofreció una taza {le agua, que ella aceptó con agradecimiento. Le sabía buena y refrescante, y cerró los ojos de gusto al bebería.
—¿Qué te ha pasado en los brazos? —le preguntó Goure, señalándole las cicatrices que se le apreciaban bajo la túnica delgada.
—Nada —respondió ella, incómoda, cruzando los brazos de modo que ocultaba las heridas que se había autoinflingido en Mon Calamari. No tema manera de ocultar las señales de la frente—. ¿Qué hora es? —preguntó, para cambiar de tema.
—Faltan un par de horas para el amanecer.
Aquello la sorprendió, aunque explicaba su agotamiento. No quería formular la pregunta siguiente, pero era necesaria para quedarse tranquila.
—¿Qué he estado haciendo?
Goure la miró con benevolencia.
—No has hecho daño a nadie, si es eso lo que te preocupa.
—Dijiste que te habías enterado de que me había perdido —dijo ella. Aquel eufemismo le parecía útil—. ¿Cómo?
—Tengo muchas maneras de enterarme de lo que pasa —dijo él—. Soy un ryn. En el mejor de los casos, no nos prestan atención. Trabajamos en los niveles más bajos de la sociedad, realizando las tareas de las que no quiere ocuparse nadie. Eso me permite llegar a sitios y acceder a informaciones cuya existencia misma ignoran muchos. Oigo los rumores, escucho las frecuencias de seguridad, revuelvo en las basuras… —ella hizo una mueca, y él sonrió—. Sí, ya sé que a veces no es un trabajo muy selecto, pero obtengo resultado. En todo caso, tu nombre apareció en un informe de seguridad. Te estaban vigilando estrechamente, pues no tenían claras tus intenciones. Yo pensé que lo mejor sería ponerme en contacto contigo antes de que decidieran detenerte —se encogió de hombros—. No fue difícil averiguar dónde estabas y hacia dónde podrías dirigirte.
Ella no quería pensar lo que podía haber hecho si los guardias de seguridad la hubieran intentado dar el alto en cualquier momento de su extraño estado de fuga. Sus sentimientos de rabia y de dolor eran tan abrumadores, que ella bien podía haber descargado sus emociones sobre los guardias.
Pero Goure decía que no había hecho daño a nadie. Aquello era de agradecer, al menos.
—Y ¿qué hay de Han y de Leia? —le preguntó—. ¿Lo saben?
—Me temo que tienen otras cosas de que preocuparse —dijo el ryn, poniéndose serio—. Ayer, poco después de la medianoche, se emitió una orden de busca y captura de Jaina.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Los droides de seguridad captaron imágenes en que se le veía ayudar a Malinza Thanas a escapar de donde estaba presa. La han acusado de complicidad, y también de sedición; o, al menos, la acusarán de estas cosas cuando la encuentren. La orden dice que va armada y es peligrosa. Los guardias deberán emplear la fuerza para reducirla en caso necesario.
Esta noticia hizo olvidar a Tahiri sus propias preocupaciones. ¿Jaina, fugitiva? Su primera idea fue ayudarle. El tirón de la familia que había estado a punto de ser la suya era fuerte, pero no tanto como la sensación repentina de aviso que la invadió.
«Te llamé Riina».
El recuerdo la inundó de pronto. La cara de Leia entre la penumbra del cuarto, el colgante de plata…
«Jaina me había contado lo que había encontrado Jag».
Metió la mano en el bolsillo de su túnica y tocó el colgante. Sus bordes y sus salientes estaban desgastados por el roce con garras de yuuzhan vong. Los de la Brigada de la Paz se lo habían dejado en Galantos, probablemente por casualidad. Se había caído bajo una cama en el ala diplomática donde se alojaban los de la Brigada. Aquel colgante tenía algo que la había llamado, activando su instinto. El instinto le decía que allí había algo, que en Galantos había algo más de lo que saltaba a la vista. Se había puesto a buscar, se había sentido atraída por el rincón polvoriento donde se ocultaba el colgante, y…
«Se oculta algo a sí misma, además de ocultarlo a todos los demás…».
Después, había perdido el sentido. Cuando se despertó, el colgante había desaparecido. Debió de encontrarlo Jag, quien se lo pasaría a Jaina, que comentaría a su madre sus sospechas. Mientras tanto, el colgante había inquietado a Tahiri como un picor que no se puede rascar, llenándole la mente, llamándola…
No. No la llamaba a ella. Llamaba a Riina del Dominio Kwaad, ¡al monstruo en que habían intentado convertirla los yuuzhan vong!
«De alguna manera, sigues teniendo dentro la personalidad de Riina».
Le surgió en la mente una oscuridad profunda que amenazaba consumirla… como le había sucedido ya tantas veces. Luchó contra ella, como las otras veces, reprimiendo la personalidad que intentaba adueñarse de ella.
¡No soy Riina! ¡Soy Tahiri Veila! A pesar de su determinación, su voz mental sonaba con debilidad. ¡Soy una Jedi!
La oscuridad se retiró, y ella se hundió en la silla con un sollozo. ¿Qué iba a hacer? Si el menor indicio de los yuuzhan vong la desestabilizaba tanto, ¿cómo podía aspirar a servir de algo en la guerra contra el enemigo? ¿Y si Riina se apoderaba de ella por completo? ¿Qué sería, entonces, de ella y de los que la rodeaban?
—¿Tahiri?
Aunque aquella voz era suave, cortó vivamente sus pensamientos y la sobresaltó. Se sintió tan aliviada de oír su nombre, que de pronto se echó a llorar.
—Eh, lo siento, Tahiri. ¿Estás bien?
Sumida en sus pensamientos, se había olvidado de Goure, el ryn. Goure estaba ahora ante ella en cuclillas; su olor fuerte le llenaba las fosas nasales y le llegaba muy hondo, hasta lugares antiguos de su mente, irrumpiendo en los espacios enterrados bajo sus pensamientos. Era como si le limpiara las telarañas por el camino, abriéndose paso por los pasillos tortuosos de su mente, como un viento limpiador poderoso.
No podía culparse a Jaina de la situación en que se encontraba Tahiri. Ni tampoco a Jag, ni a los padres de Anakin. Sólo había una persona responsable, y esa persona era ella misma. Tenía que ser ella quien demostrara a todo el mundo que se podía confiar en ella, que la que tenía el control era ella, y no Riina.
—No lo sientas —dijo al ryn inquieto. Tahiri se limpió las lágrimas de la cara y reprimió la oscuridad que seguía amenazando con salir a la superficie. Tenía en la mano el colgante, pero volvió a meterlo en el bolsillo interior de su túnica, donde no tenía que mirarlo—. Simplemente, ayúdame a rescatar a mi amiga.
—Eso haré —dijo el Ryn, haciendo chascar la cola como un látigo—. Pero lo primero que tenemos que hacer es enterarnos de si la han atrapado. En la orden de búsqueda sólo se hablaba de Jaina, de modo que puede que Han y Leia estén fuera de peligro de momento. Pero no puedo estar seguro. Tendremos que seguir las cosas más de cerca.
—Haré todo lo que haga falta —dijo ella con determinación—. Sólo quiero arreglar las cosas.
—Y la mejor manera de conseguirlo será con mi ayuda, si estás dispuesta a seguir conmigo algún tiempo.
Ella le miró a los ojos con toda la fuerza que pudo acopiar. En parte quería volver directamente con Han y con Leia, para intentar reparar los daños, pero en parte también dudaba en hacerlo de momento. Sólo cuando estuviera segura de su situación. Y se decía que, además, si pudiera descubrir algo más de lo que estaban haciendo los ryn, este conocimiento le resultaría útil a su vuelta. Era importante saber quién les estaba ayudando y por qué.
Goure asintió con la cabeza como aprobando sus ideas.
—Muy bien, Tahiri Veila —dijo, y se puso de pie—. Lo primero que necesito que hagas es que esperes aquí. No puedes ir por ahí con ese aspecto.
Ella se miró la túnica y frunció el ceño.
—¿Con qué aspecto?
—Con aspecto de ti. Aunque no te estuvieran vigilando todavía, es seguro que no te dejarían entrar libremente allí donde tenemos que ir. Verás, el truco para ser como nosotros es asegurarte de no llamar la atención.
—Necesito un disfraz, ¿no es así?
El asintió, sonriendo.
—No tardaré mucho, te lo prometo.
—¿Cuánto tardarás? —se apresuró ella a preguntarle, poniéndose de pie. El vacío de la sala ya empezaba a pesarle. Mientras él estuviera fuera, ella no tendría nada que hacer ni tendría nada que la distrajera de sus pensamientos. La idea de estar sola en una ciudad desconocida para ella la intranquilizaba todavía más. ¿Y si venían por ella los guardias de seguridad? ¿Y si Goure no volvía?
—Procura no asustarte, Tahiri. Estarás bien.
Ella advirtió, por los movimientos indecisos de sus manos, que quería tocarla para tranquilizarla físicamente, pero que dudaba en hacerlo. Supuso que porque temía que ella tuviera otro episodio de pánico y volviera a amenazarlo con su sable de luz.
—Estoy… estoy preocupada por quedarme sola, eso es todo. —Bajó la vista, avergonzada por reconocerlo. Era una debilidad impropia de la Caballero Jedi que se suponía que era ella—. Ahora mismo me siento muy perdida.
—Nosotros tenemos un dicho —dijo Goure—: «Aun en el agujero más oscuro se puede encontrar siempre algo de luz. Sólo tienes que abrir los ojos para verla».
—Nosotros tenemos otro dicho —respondió ella—: «Cuanto más oscura es la sombra, más fuerte es la luz que la produce».
—Muy sabio —dijo él, asintiendo—. Pero, dime, Tahiri Veila: cuando dices «nosotros», ¿te refieres a los Jedi, o a los moradores de las arenas?
Ella sonrió al recordar la primera vez que le había dicho Sliven esas palabras.
—A los moradores de las arenas —respondió—. ¿Y tú? ¿A los ryn, o a los bakuranos?
—A los ryn —le tembló el pico un momento, y después esbozó una sonrisa poco común, como si le hubiera divertido algún chiste profundo. Extendió la mano cuidadosamente para tocarle el hombro—. No tardaré mucho, Tahiri.
Ella hizo un rápido gesto de asentimiento, y él se marchó apresuradamente por el corto pasillo y desapareció a través de la ilusión holográfica que cubría la entrada. El murmullo de la ciudad llegaba a través de los muros de piedra, distante, impersonal. No le importaba ella, quién era, qué quería ni si sus amigos vivían o vivían. Su frialdad, paradójicamente, le aliviaba el ánimo lúgubre, recordándole que, en el plan general de las cosas, quizá no tuviera importancia quién fuera ella.
Pero sí que tenía importancia. Si ella cedía a Riina y se hacía realidad la visión de Anakin, ¿quién plantaría cara a los yuuzhan vong?
Negó con la cabeza para quitarse la idea de encima y se sentó con las piernas cruzadas en el suelo de piedra a esperar el regreso de Goure. Con dura determinación, entró en trance Jedi de rejuvenecimiento. Llevaba mucho tiempo sin dormir, e iba a hacerle falta toda su resistencia. Se dijo a sí misma que debía tener el cuerpo fuerte, los sentidos penetrantes; su concentración era una lanza de cristal que atravesaba las capas del engaño para llegar a la verdad que estaba debajo.
Pero en su trance apareció una duda, como un gusano que la corroía, al ocurrírsele una idea desazonadora. Fuera donde fuera, nunca podría volver a ser la misma. Riina siempre estaría en el fondo de su mente, intentando salir a primer plano. En sus pensamientos, siempre la asediaría esa duda: «¿Quién soy yo, en realidad?». ¿Cómo podría aguantar un día más así, tanto más vivir así la vida entera?
«Soy Tahiri Veila —se dijo de nuevo—, Caballero Jedi y moradora de las arenas. ¡Venceré!
»O moriré en el intento…».
* * *
La audiencia no marchaba bien.
—Yu’shaa, tu palabra se difunde más y más cada día, pero nos siguen despreciando. Nos maltratan y nos matan como siempre. ¿Cuánto tiempo ha de pasar para que volvamos a ser libres?
Nom Anor respondió:
—Sólo seremos libres cuando los no-Avergonzados nos acepten como iguales, como lo somos a ojos de los dioses. Nuestro Mensaje, la filosofía de los Jedi les persuadirá si lo difundimos lo suficiente. Si no les convence, entonces nosotros haremos que lo acepten, y que nos acepten a nosotros también. Sólo entonces conseguiremos nuestro objetivo —hizo una pausa significativa—. Ya sé que el camino es difícil; pero es preciso recorrerlo.
—Pero, si nosotros hacemos el trabajo de Yun-Yuuzhan, entonces su voluntad también quedará clara para el enemigo. ¿No habrían de ver, ellos también, las verdades que nos traen los Jeedai?
—Puedes enseñar algo a un ciego mil veces, y no lo verá; puedes decir un mensaje a un sordo hasta que el universo se quede frío, y no lo oirá. Lo mismo sucede con nuestros enemigos. Sólo los que están abiertos a la verdad pueden aceptar la verdad que traen los Jedi. Además, los que no están abiertos, los que siguen propugnando una filosofía perversa del dolor y de sacrificios inútiles, ésos son los que deberán ser sacrificados a su vez. Sólo pueden ser artífices de la redención los que tienen capacidad de ser redimidos.
La acolita que había formulado la pregunta asintió con la cabeza, despacio y con inseguridad, como si la respuesta de Nom Anor sólo la hubiera satisfecho a medias. Nom Anor observó atentamente a la Avergonzada en busca de algún detalle que la distinguiera del resto de la congregación. A la procesión habitual de inválidos y enfermos se sumaban cada vez más sanos y de mayor categoría social, insatisfechos con la situación en la superficie. Pero a pesar del amasijo de cicatrices y de bioimplantes fallidos que caracterizaban a este miembro de la congregación como una Avergonzada, Nom Anor no podía menos de percibir que había algo que la distinguía de los demás. Llevaba una túnica sin adornos y era esbelta sin llegar a flaca. Tenía los ojos llenos de la inteligencia furiosa del que está consumido por las dudas. No tenía ese porte hundido, acobardado, de tantos otros penitentes habituales.
—Pero, Maestro —siguió diciendo la acolita—, ¿y si alguno de los enemigos pusiera en duda, en efecto, lo que le han enseñado? Es difícil resistirse a una vida entera de mentiras, sobre todo si se le ha ocultado la verdad. El enemigo al que desprecias sólo oye lo que le han contado, filtrado al pasar por muchos oídos y bocas. Los que son, en efecto, tus enemigos, distorsionan el mensaje, lo nublan, te achacan herejías de todas clases sólo para condenarte. ¿Qué es del que quiere oír la verdad pero no puede alcanzarla? ¿Es la ignorancia una excusa a ojos de Yun-Yuuzhan?
Nom Anor entrecerró los ojos tras su enmascarador ooglith.
—Nuestra misión debe ser llegar a todos los yuuzhan vong, con independencia de su casta y de su rango, para que tengan la oportunidad de ver la verdad. Empezamos por los niveles más bajos, no sólo porque es más fácil llegar a ellos, sino porque son, además, los más numerosos. Apreciamos en ellos más necesidad.
—Pero la necesidad de libertad no es lo mismo que la necesidad de redención, Maestro.
—No se alcanza una sin la otra.
—No; pero aunque pongas de tu parte a todos los Avergonzados y a todos los descontentos, todavía estarías enfrentado a los que están en lo alto, que ostentan un poder abrumador sobre las herramientas del Estado. Tardarías años enteros en derrocarlos, y yo creo que no disponemos de esos años. Ahora mismo se están implantando planes para erradicar tu movimiento y para hundir tus sueños en el polvo.
La congregación estaba paralizada. También Nom Anor estaba invadido de una fascinación morbosa. Aquella penitente se salía de lo común. Hablaba demasiado bien; había reflexionado demasiado a fondo sobre las cuestiones, y no se limitaba a regurgitar las mismas preguntas vacuas que solían salir de las bocas de los que acudían a ver al profeta, buscando todos ellos las respuestas que, sencillamente, no existían en el mundo real. No: aquella había visto los problemas que tenía que afrontar Nom Anor y los había considerado cuidadosamente. Y, como Nom Anor, sólo había sido capaz de encontrar soluciones incompletas… o ninguna.
Habían aparecido otros con mentes tan agudas como aquella. Kunra y Shoon-mi los habían llevado aparte para formarlos como discípulos, les habían enseñado las lecciones que quería propagar Nom Anor y los habían vuelto a enviar al mundo para que siguieran difundiendo el Mensaje entre las masas. Ya existían seis discípulos como aquellos, y Nom Anor sabía que necesitaría muchos más si quería llegar a todos los que tenían hambre de redención. Muchos más como la Avergonzada que tenía delante aquel día.
Pero la duda que se leía en aquellos ojos…
No, volvió a pensar Nom Anor. Aquélla no era una penitente corriente.
—Oímos rumores que hablan de contramedidas —dijo Nom Anor, midiendo cuidadosamente sus palabras. Le habría gustado despejar la sala para poner fin a las preguntas capciosas de la acolita, pero aquello se interpretaría como señal de duda—. Hemos intentado determinar lo que hay de verdad en dichos rumores.
—Pero los intentos han fracasado.
—Sí.
—Y han llamado la atención.
Nom Anor clavó la vista en la acólita durante varios largos segundos antes de responder.
—En efecto. Pero no podemos hacer otra cosa.
—Siempre existen alternativas, Maestro. Es inútil atacar una fortaleza si es inexpugnable. Hay que debilitarla desde dentro.
—Es más fácil decirlo que hacerlo —repuso Nom Anor—. ¿Cómo vamos a conseguirlo, si no podemos entrar?
«¿Cómo has dado la vuelta a esto para que sea yo el que hago las preguntas?», habría querido preguntarle.
—Tienes que esperar que te llegue la oportunidad —dijo la penitente—. Y cuando te llegue la oportunidad, debes aprovecharla y emplearla de la manera más ventajosa para ti.
En la sala reinó un silencio absoluto. Nom Anor lo comprendió por fin.
—¿Quién eres tú? —le preguntó.
—¿Acaso importa? —replicó ella—. He venido aquí, y quiero unirme a vosotros. Me parece, y empiezo a creerlo, que tenéis las respuestas en cuya busca hemos venido los yuuzhan vong a la galaxia. O, si no las tenéis vosotros, sin duda las tendrán los Jeedai. Los dioses ya no hablan por boca de los que pretenden hablar por ellos, y yo ya no quiero ser enemiga de la verdad.
Nom Anor advirtió la sinceridad de estas palabras, aun al mismo tiempo que comprendía su fragilidad. Había encontrado a una persona que pensaba como él. No era la mente de un simple seguidor, consumida por pasiones poco más nobles que las de los animales. No; aquella era una mente superior, como la del propio Nom Anor. Los que acudían a Yun-Yuuzhan en busca de respuestas quedarían desilusionados inevitablemente; porque, aunque existieran los dioses, ¿acaso las verdades que transmitían no serían infinitamente más complejas de lo que era capaz de comprender un simple mortal?
Nada de esto se apreciaba en el rostro de la penitente, pero eso se debía a que su cara era tan falsa como la de Nom Anor. También ella llevaba un enmascarador ooglith diseñado para imitar la apariencia de una Avergonzada. Todo era ilusión, engaño…
«¿Puede ser ésta? —se preguntó Nom Anor—. ¿Puede ser el vínculo con Shimrra que he estado esperando?». No era tan ingenuo como para esperar que se tratara de una guerrera o administradora de alto nivel. Estos tenían lavado el cerebro a fondo. Bastaría con una simple criada; con alguien que tuviera acceso a esos lugares privados que él ya no podía ver; con alguien capaz de escuchar lo que se decía en las reuniones donde se tomaban las decisiones.
Con una espía en el corazón mismo del círculo privado del Sumo Señor, bien podría ir minando a su enemigo desde dentro, tal como había dicho la penitente, aprovechando los conocimientos obtenidos de estas fuentes para dirigir su campaña, reclutando a otros al mismo tiempo para no tener que depender tanto de una sola persona.
Pero ¿cómo podía confiar en una persona sin saber su nombre? ¿Y si aquella penitente había sido enviada deliberadamente por Shimrra para que difundiera informaciones falsas sobre sus intenciones? ¿Era capaz de tal sutileza el Sumo Señor?
Sintió dudas muy dentro de sí.
—Acércate —dijo, indicando con un gesto a la penitente que se aproximaba. Sentía sobre sí el peso de las miradas de toda la congregación. Estaban presenciando un momento significativo, y lo sabían. Su actitud durante los minutos siguientes sería trascendental.
La penitente se acercó hasta tenerlo al alcance de la mano, lo bastante cerca como para matarlo con honor, pensó Nom Anor. Le indicó que se acercara más todavía, hasta que pudieron hablarse mutuamente al oído.
—¿Cómo sé que puedo creer en ti? —susurró Nom Anor.
—Puedes creer en mí —la voz de la penitente era poco más que un suspiro—. Los dioses me han traído hasta aquí, ¿no es así?
Nom Anor retrocedió un poco para clavar su mirada de acero en los ojos de la penitente.
—Buscamos infiltrados; no pedimos pruebas de fe.
Aquellos ojos devolvieron una sonrisa a Nom Anor.
—Podéis darme por buena en ambos sentidos.
—Puede ser —dijo Nom Anor—. Pero no somos tan tontos como para creer que atraparemos a todos los espías que acuden a nosotros. Son de todo tipo y especie, y presentan muchos rostros diferentes.
—Eso lo sabes tú mejor que yo, Nom Anor —susurró la penitente—. Al fin y al cabo, era tu especialidad.
Nom Anor se quedó frío y apartó de sí a la penitente.
—¿Cómo…?
—Te reconocí en cuanto te vi, incluso tras ese enmascarador ooglith. —La penitente no apartó sus ojos de los de Nom Anor; los tenía llenos de algo parecido al triunfo, como si la reacción de Nom Anor le hubiera confirmado lo que hasta entonces no era más que una suposición—. Al principio, no me parecía posible: nos habían dicho que habías muerto. Pero cuanto más te oía hablar, más segura estaba de que eras tú. La audacia y la sorpresa siempre han sido sellos, Nom Anor. Cuando Shimrra te expulsó…
—¡Basta! —exclamó Nom Anor, apartándola más de sí como quien aparta algo impuro—. ¡Ya he oído bastante!
Buscó desesperadamente con la vista a Kunra y a Shoon-mi. Tenían planes para un caso así; siempre podían producirse emergencias. Los dos debían estar cerrando herméticamente la sala y preparándose para la matanza; ahora que se había pronunciado su nombre verdadero, no podía consentir que nadie saliera vivo de aquella estancia.
Pero no se movían. Estaban de pie al fondo, junto a la puerta, con caras de extrañeza. ¡No habían oído el susurro de la penitente! ¡No sabían lo que estaba pasando!
La penitente estaba decidida.
—Espera —dijo, adelantándose y metiendo bajo la túnica una mano retorcida—. Tengo una cosa para ti.
Nom Anor reaccionó instintivamente. No había tiempo de pensar. Que lo hubiera reconocido una persona ya representaba una amenaza suficiente; el menor indicio de que pudiera sacarle una arma bastó para hacerle reaccionar.
La sangre acudió a los músculos de su órbita izquierda. Aumentó la presión donde había tenido el globo ocular. Sintió un dolor breve y agudo cuando le explotó el plaeryin bol, que escupió dardos envenenados sobre el rostro de la penitente.
Su atacante cayó de espaldas al suelo soltando un grito violento.
La congregación se alborotó. Nom Anor se hundió en su trono con los músculos flácidos como la gelatina. Oyó alaridos, confusión, gritos que pedían orden. Dentro de sí sólo sentía el vacío. Había estado muy cerca de la muerte. El plaeryin bol que tenía implantado en la cuenca donde estaba antes su ojo izquierdo lo había salvado. Él siempre había sabido que un día le salvaría la vida. Pero también sabía que sólo le había otorgado un respiro momentáneo. Habían enviado a una asesina para que lo destruyera, y le había faltado muy poco. ¡Vendrían otros, y él no podría estar seguro nunca más!
Se forzó a sí mismo a pensar, a actuar. Kunra y Shoon-mi estaban imponiendo el orden entre la multitud y esperaban sus instrucciones. La penitente se retorcía a sus pies, al irse extendiendo por su cuerpo el veneno paralizador. Nom Anor se arrodilló a su lado y presionó con las garras a ambos lados de la nariz de la penitente, buscando el punto de presión que haría que se soltara el enmascarador ooglith. No le importaba si la criatura se llevaba consigo la mitad de la cara de la espía. Tenía que saber quién era aquella a la que había enviado Shimrra; tenía que mirar a la cara a la que había querido asesinarle.
El enmascarador ooglith se soltó con un ruido grotesco, como un tejido que se rasga. Debajo se vio una cara que a Nom Anor le resultó más familiar de lo que había esperado. No era la de una guardia ni la de una sirviente anónima. Ni mucho menos.
La penitente era Ngaaluh, sacerdotisa de la secta del engaño. La conocía por los intentos de la secta de infiltrarse entre los infieles en el pasado. La había visto en compañía de Harrar, otro sacerdote que iba ascendiendo en la corte de Shimrra.
—¿Tú? —dijo Nom Anor, frunciendo el ceño—. ¿Por qué tú?
—Yo… —Ngaaluh tenía los ojos muy abiertos, aterrorizados; las bolsas azuladas bajo los ojos resultaban casi invisibles. El veneno estaba enviando fuego por su sistema nervioso, dificultándole la respiración. Pronto se le detendría el corazón y todo habría terminado. Intentaba decirle algo a través del dolor. Ngaaluh levantó una mano, pero Nom Anor la rehuyó.
Después, volvió a mirarla y vio que de la mano de tres dedos de la sacerdotisa caía algo. No se trataba de una arma, como había sospechado Nom Anor. Era un unrik viviente, un bloque de tejido extraído del cuerpo de Ngaaluh como ofrenda a los dioses. El unrik se mantenía vivo por medio de la biotecnología, y servía de símbolo de la servidumbre de Ngaaluh… ¡y se lo había querido ofrecer a Nom Anor!
—¡Imbécil!
Se arrodilló junto a Ngaaluh cuando ésta empezaba a sufrir convulsiones. Existía un antídoto para el veneno del plaeryin bol, pero él no había esperado nunca tener que utilizarlo. Tenía atrofiadas por falta de uso las vías neuronales correspondientes, y tuvo que concentrarse para que entrara en juego la bioconstrucción oculta. Se le estiró con un chasquido la articulación del pulgar derecha. Apretó los dientes para contener una exclamación al sentir un dolor ardiente en la articulación. Asomó por debajo de la garra una aguja delgada como un hilo. La deslizó en el cuello de Ngaaluh, donde todavía palpitaba una vena. Sintió más dolor cuando el antiveneno se vertió en la corriente sanguínea de la sacerdotisa, pero su dolor no era nada comparado con el que sentía la hembra que tenía delante. Nom Anor sujetó a Ngaaluh mientras todos los músculos de ésta sufrían espasmos, quemando energía en un último paroxismo agónico. De la boca fuertemente cerrada de la sacerdotisa salía un ruido como un silbido plañidero, que se hacía más fuerte a cada espasmo.
Entonces, de pronto, la sacerdotisa quedó inerte. Nom Anor se inclinó sobre ella temiendo lo peor.
—Yu’shaa…
La palabra fue poco más que un suspiro; y después de pronunciarla, Ngaaluh cerró los ojos. Nom Anor llevó la mano al lugar del cuello de la sacerdotisa donde había inyectado el antídoto. A pesar de las apariencias, mantenía un pulso débil que daba fe de que la sacerdotisa seguía estando en el mundo.
Levantó la vista. Los miembros del público lo miraban con alarma y con asombro. No sabía cuánto entenderían de lo que acababa de pasar, pero dudaba que alguno de ellos llegara a captar ni siquiera remotamente lo que significaba aquello. Los dioses habían respondido a las oraciones de Nom Anor enviándole a la sacerdotisa… ¡y él había estado a punto de matarla!
El unrik estaba junto a la figura inconsciente de Ngaaluh. Nom Anor lo recogió. Estaba cálido, y palpitaba suavemente entre sus manos. Ngaaluh había debido de robarlo del sanctasanctórum del sumo sacerdote para venir a ofrecerlo a los nuevos dioses. Nom Anor no podía figurarse cómo y por qué había llegado a creer en ellos. Pero sabía reconocer una oportunidad, y no tenía intención de dejar pasar aquella.
Indicó a Shoon-mi que acudiera a su lado. Su sirviente le obedeció inmediatamente, abriéndose camino a empujones entre la multitud agitada.
—Maestro, ¿va todo bien?
—A esta acólita se le prestarán los mejores cuidados que podamos ofrecerle.
No serían gran cosa, dada su escasez de recursos, pero siempre sería mejor que nada.
—Es importante, Shoon-mi. ¿Entendido? No le debe pasar nada.
Shoon-mi hizo una reverencia.
—Así se hará, Maestro —dijo el Avergonzado, y corrió a improvisar una camilla.
Nom Anor hizo después una seña a Kunra. El exguerrero acudió y se arrodilló junto a él para poder hablar en susurros.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó—. ¿Quién es esta hembra?
—Es una sacerdotisa próxima a Shimrra. La conocí antes de mi caída. Me ha llamado por mi nombre, Kunra —el exguerrero abrió mucho los ojos, y Nom Anor supo que había comprendido la importancia de aquello—. Pero creo que podemos confiar en ella. Me ha dado… seguridades.
El palpitar lento del unrik coincidía con el pulso visible en la vena principal del cuello de Ngaaluh.
—Podría ser precisamente lo que nos hacía falta —dijo Kunra.
—Exactamente. Pero primero tenemos que asegurarnos de que nadie ha oído demasiado.
Los miembros del público se impacientaban por momentos, moviéndose de un lado a otro y murmurando.
—¿Deberé tomar precauciones, quizá?
—No.
Nom Anor sabía que Kunra no tendría ningún reparo en matar a todos los penitentes para asegurarse la seguridad, pero no era la solución óptima. Ngaaluh se preguntaría qué había sido de ellos, y lo mismo se preguntaría Shoon-mi.
—No podemos permitirnos derrochar recursos ni alimentar rumores. Si desaparecen todos, a algunos los echarán de menos. Será mejor comprobar si mi secreto está a salvo y dejar que se marchen.
—Alimentar la leyenda… —pensó Kunra en voz alta, y asintió con la cabeza—. Así se hará.
Nom Anor se levantó para dirigirse a la multitud.
—¡Hoy ha sido un día venturoso! —dijo con dramatismo, sabiendo que era demasiado peligroso desvelar la verdad—. He sufrido un atentado, y he salido ileso y fortalecido. ¡Id y contárselo a todos! ¡No les bastará con esto para seguir privándonos del respeto que merecemos!
La multitud aceptó esta declaración con algunas dudas, pero el caso fue que lo aceptaron. Nom Anor ya les había comunicado el grueso de su mensaje antes de que el interrogatorio de Ngaaluh lo desconcertara. Ya habían oído todo lo que tenían que oír. Cuando Kunra hubiera comprobado que no habían oído más de la cuenta, se les dejaría marchar para que emprendieran su labor proselitista.
—Nuestra hora se va acercando —les dijo cuando empezaban a salir—. Y, gracias a los hechos de este día, puede estar más próxima de lo que yo mismo esperaba.
* * *
—Si aquí sube la temperatura un poco más aquí dentro, me voy a derretir —dijo Tahiri, secándose la frente con el dorso de la mano.
—Ajusta los controles de la ventilación —dijo Goure. La voz le sonaba apagada, pues también él estaba revestido de su traje para entornos hostiles. El traje, un exoesqueleto supersólido, un metro más alto que él, le ocultaba el rostro tras una serie de droides sensores, y le aportaba una fuerza superior para realizar diversas tareas desagradables. Tahiri llevaba otro traje idéntico, pintado de un color marrón metálico mate, con símbolos de identificación raspados en la espalda y en el pecho, y contemplaba el mundo que la rodeaba a través de una variedad desconcertante de visores y de sensores. Se sentía como si llevara puesta una armadura antigua.
—Baja el termostato y empezarás a sentirte mejor.
—Ya está al mínimo —respondió ella. Podrían haberse comunicado por intercomunicador, pero Goure había dicho que no quería correr el riesgo de que les escuchara alguien. Los trajes tenían micrófonos y altavoces externos, que funcionaban bastante bien… mejor que su sistema de refrigeración.
Tahiri empujó los mandos con la barbilla mientras intentaba limpiarse el sudor salado de los ojos a base de pestañear. Estaba acostumbrado a los ambientes calurosos, ya que se había criado entre los moradores de las arenas… pero aquello ya era el colmo.
Algo la golpeó por la espalda, seguido de un clic perceptible. El traje se llenó al instante de una corriente de aire helado que produjo a Tahiri un alivio tan intenso, que ella sólo lo pudo expresar con un suspiro.
—Tenías bloqueado el tubo de refrigeración —dijo Arrizza, el basurero kurtzen que les acompañaba en el largo desplazamiento en turboascensor. Goure había dicho de él que era conspirador en sus ratos libres pero que no formaba parte de la red de los ryn. Había explorado el funcionamiento interno del complejo del Senado bakurano, sin interesarse por ir más allá. Él mismo no realizaba más actividades políticas, pero tenía mucho gusto en ayudar a Tahiri a entrar y salir del complejo sin que se fijaran en ella.
—Me parece que acabas de salvarme la vida —dijo Tahiri, bromeando sólo en parte mientras se revolvía dentro de su traje para que el aire frío le alcanzara hasta el último centímetro de su cuerpo empapado en sudor. Al hacerlo, su traje EH, diseñado para captar los movimientos minúsculos de sus miembros y magnificarlos, multiplicando su fuerza y su flexibilidad, daba saltitos extraños.
—Sé de uno que murió trabajando por exceso de calor —respondió el kurtzen. Tendréis que cuidaros el uno al otro allí abajo.
Ella no supo qué responder ante aquel pragmatismo brusco.
—Gracias —dijo por fin—. Procuraré recordarlo.
El turboascensor se detuvo con un ruido metálico y la amplia jaula de acero se abrió ante ellos. Arrizza salió primero. Llevaba un traje más lleno de rozaduras aún que el de Goure. En lo único en que se distinguían, en la práctica, era en un cinturón de cuero con bolsas que llevaba a la cintura. Tahiri supuso que serían herramientas, aunque dudaba que los dedos cortos del traje pudieran manejar con precisión útiles tan pequeños.
Caminaron en fila india por el pasillo de acceso a los sótanos inferiores. Los trajes EH pasaban de sobra por el pasillo, que estaba diseñado para dar paso a todo tipo de máquinas de mantenimiento. Tahiri recordó que ninguna de estas máquinas sería un droide, por supuesto, dado que a los bakuranos no les gustaba la maquinaria automática. Como los droides no podían hacer el trabajo sucio, tenían que hacerlo las personas. De ahí los trajes que llevaban puestos.
Arrizza los conducía a otro turboascensor que llegaba hasta la parte inferior de las cámaras principales del Senado. Por allí podrían entrar en el complejo mismo, evitando las medidas estrictas de seguridad de las entradas normales. Integrados en un equipo de limpieza de residuos que hacía su ronda matutina habitual, podrían moverse por los niveles inferiores del complejo sin que los vieran, o al menos sin que los detuvieran. Quizá no pudieran entrar a la cámara misma del Senado, pero desde allí podrían acceder con relativa facilidad a las redes internas de datos.
—¿Tienes alguna idea de lo que pasa? —preguntó Tahiri.
—No. La seguridad ha estado en alerta desde el secuestro de Cundertol. No he podido descubrir quién estaba detrás, pero sé que no fue Malinza Thanas. No es su estilo.
—¿Quién ha sido, entonces?
—No lo sé con certeza…
Después de caminar un rato en silencio, Tahiri pasó a un canal privado y aventuró otra pregunta.
—¿Siempre te mueves con estas cosas? —le preguntó mientras seguían adelante, pisando pesadamente con las botas de acero sobre el suelo reforzado—. Debe de haber maneras más fáciles de desplazarse.
—Por desgracia, la alerta de seguridad me ha cerrado las fuentes habituales —dijo él—. Sobre todo, con la llegada del Keeramak y la ceremonia de hoy. Ya sé que esto es rudimentario, pero es lo único que me queda de momento. Espero que no conduzca a que me atrapen y a que se descubran mis actividades.
—¿Y si te descubren, qué pasaría? ¿Te sustituirían?
—Cuando corriera la voz, sí; enviarían a otro de los míos para que me sustituyera.
—Pero ¿cómo podría correr la voz? No sé cómo sería posible, tal como están de interrumpidas las comunicaciones.
—Bueno, cuando llegamos a nuestros puestos, lo primero que hacemos es establecer planes que cubran las emergencias de este tipo. Los de mi familia no empleamos la Fuerza, ni tampoco confiamos en las comunicaciones convencionales. En esto estriba nuestra fuerza, ¿te das cuenta? Llegamos hasta donde nadie se figura, sencillamente porque nadie se fija en nosotros, y no por medio de tecnología ni de poderes avanzados, que es lo que siempre está buscando la gente. Del mismo modo, ¿quién se fija en una nota o dos, deslizadas en una nota de embarque? ¿En un susurro de un descargador del puerto a un androide? ¿O en una historia que se cuenta inocentemente en una taberna? Bakura recibe a bastantes transportistas y comerciantes, incluso cuando se ha impuesto el silencio a las comunicaciones. Todo el mundo necesita repulsores. Yo empleo las técnicas más sencillas y universales para difundir lo que digo por medio de estos viajeros. Puede que sea lento al principio, pero es eficaz.
Tahiri intentó asimilar el concepto.
—¿Me estás diciendo que eres una especie de centro de los chismorreos de la galaxia?
—Dicho así suena mal. En realidad, es muy eficaz. Si uno de mis mensajes regulares no llega cada día a un lugar determinado a una hora determinada, se transmite otro mensaje al ryn siguiente de la cadena, y éste pedirá un sustituto.
—¿A quién? —preguntó Tahiri, incapaz de contener su curiosidad acerca de la red de los ryn. No se había sospechado siquiera su existencia hasta lo de Galantos, pero parecía que su influencia era tan penetrante como lo había sido la de los de la Brigada de la Paz.
—No puedo contarte demasiado, Tahiri —dijo Goure, riendo por lo bajo—. Una organización secreta sólo puede funcionar con eficacia si su funcionamiento sigue siendo secreto. Como tú ya sabes que existimos, puedo decirte que nosotros, los ryn, no tenemos un sistema estrictamente jerarquizado como el de vosotros, los Jedi. Pero sí tenemos un líder que es quien recibe, en última instancia, la información que aportamos cada uno. Es él quien toma todas las decisiones importantes.
—¿Vuestro líder tiene nombre?
—Por supuesto. Pero desvelarlo equivaldría a poner en peligro su seguridad. Con este fin, ni siquiera nosotros conocemos su verdadera identidad. Sabemos que alguien vio necesaria una red como ésta de buscadores de información; ese mismo alguien me entrenó a mí, y a otros muchos como yo, en el arte de la infiltración, y nos designó nuestros puestos. Recuerda lo que te digo: llegará el día en que se cantarán canciones que hablen de él, si es que no se cantan ya.
Goure se detuvo cuando llegaron al segundo turboascensor. Estaba tan usado y destartalado como todo lo demás de aquel nivel. La puerta se abrió deslizándose con un suspiro hondo; cuando entraron, ascendió dando bandazos. Tahiri movió las manos instintivamente hacia los lados para guardar el equilibrio.
Se le pusieron en tensión inquieta todos los músculos. Procuró distraerse haciendo otra pregunta.
—¿Cómo se pueden cantar canciones acerca de alguien que no tiene nombre?
De los altavoces del traje EH de Goure salió una especie de tos que Tahiri comprendió que debía de ser una risa, aunque no lo parecía especialmente.
—Tú siempre tan práctica, ¿verdad?
Pero antes de que Tahiri hubiera tenido tiempo de responder a la pregunta, Arrizza había levantado una mano para imponer silencio a los dos.
—Ya casi hemos llegado —dijo—. Recordad lo acordado.
Tahiri asintió moviendo la cabeza dentro de su casco integral. Desde entonces sólo debían llamarse entre sí por los nombres de Yon, Gaitzi y Scod, miembros de un equipo de limpieza subterránea que llevaba el nombre familiar de el Trípode.
La plataforma del ascensor se detuvo chirriando un momento más tarde, y las puertas inmensas volvieron a abrirse dejando al descubierto otro pasillo de servicio que no parecía muy diferente del que habían dejado atrás, salvo que éste sólo tenía unos metros de longitud y terminaba en unas gruesas puertas blindada. Arrizza se acercó a las puerta, y Tahiri lo siguió, imitando el andar pesado de su traje EH con la esperanza de dar la impresión de que con aquel grueso equipo estaba tan cómoda como con ropa normal.
—Identificación —dijo una voz estrepitosa desde el otro lado de las puertas. Varios haces de luz láser recorrieron los trajes, leyendo códigos de identificación que llevaban pintados con diversas pinturas reflectantes.
—Trípode de guardia —dijo Arrizza con voz rutinaria. Tras breves momentos de espera, añadió en tono gruñón—: ¡Venga, Schifil! Déjanos pasar, ¿quieres? No puedo perder aquí todo el día.
—Con tanto trabajo importante que tienes, ¿eh? —Las puertas dobles se abrieron con un silbido hidráulico—. Hay un bloqueo en el compactador J que te está esperando, Yon. Anoche debiste de ser un chico malo.
Arrizza se limitó a gruñir mientras pasaba ante el puesto de seguridad, seguido de los otros dos. Dos guardias los vieron pasar desde una cabina abierta, con las armas sobre las rodillas y sonrisitas burlonas en los rostros. Ellos podrían haberlos aplastado como a insectos con los trajes EH; pero la categoría social superior valía mucho más que la fuerza física.
Tahiri pasó humildemente ante los guardias, añadiendo a su andar pesado un abatimiento de hombros que le parecía adecuado para una trabajadora de bajo nivel. Estaba tan centrada en su actuación, que tardó un momento en darse cuenta de que uno de los guardias le estaba hablando.
Se detuvo y se volvió despacio hacia el guardia, aprovechando aquellos segundos para leerle la mente y descubrir que el guardia creía que estaba hablando con la limpiadora llamada Gaitzi.
—¿Tienes un beso para mí hoy, Gaitzi? —preguntó el guardia, frunciendo grotescamente los labios mientras su compañero se reía.
Tahiri hizo chascar los labios imitando un beso húmedo, y después se volvió y siguió adelante.
—Delicioso —murmuró Goure cuando hubieron dejado atrás el puesto de control y estuvieron a salvo, siguiendo a Arrizza hacia los sótanos del complejo del Senado bakurano—. Nunca deja de asombrarme en lo que se convierten los machos de casi todas las especies cuando se les da una arma y un uniforme.
—Y yo supongo que los ryn varones están por encima de eso, ¿no? —dijo Tahiri con sequedad.
—¡Pues sí que lo estamos! —dijo él, defendiéndose con indignación—. Por eso trabajamos en secreto, sin bellos títulos ni privilegios. Nuestra razón de ser es oponernos a los métodos soberbios que emplean grupos tales como la Brigada de la Paz. De hecho, corre la voz de que nuestro fundador se inspiró en el Gran Río, la red de casas seguras y de rutas de fuga que fundó el Maestro Skywalker para salvar a los Jedi de las traiciones.
—¿Por eso nos ayudaron los ryn en Galantos?
—Todavía no me han llegado las noticias de lo que pasó allí —dijo él—. Pero, sí; si estaba allí la Brigada de la Paz, nosotros haríamos todo lo que pudiéramos para resistirnos a ellos. Considéralo nuestra aportación al esfuerzo bélico. Nosotros no podemos hacer frente directamente a los yuuzhan vong; ni siquiera nosotros podríamos infiltrarnos en una sociedad como la de ellos; por eso apuntamos más abajo, a los que pudren la Alianza Galáctica desde dentro.
—Una segunda línea de defensa —propuso Tahiri.
—Nosotros preferimos considerarla una primera fila —repuso él—. De nada serviría derrotar a la” yuuzhan vong si, para ello, nos derrotamos a nosotros mismos.
A pesar de lo oscuro que había parecido esto, se apreciaban en ello ecos de las incertidumbres filosóficas de Jacen acerca de las consecuencias que podría tener ganar la guerra a base de pura violencia. También se aproximaba algo más a la raíz de los problemas de la propia Tahiri.
—No tendremos que desatascar ese compactador de basuras, ¿verdad? —preguntó ella para cambiar de tema, pensando no sólo en los montones de residuos humeantes sino también en las paredes aplastantes.
—No —dijo Arrizza—. Vosotros id a lo vuestro. Yo me ocuparé de que se realicen las tareas.
—Tenemos señales que nos enviamos si nos necesitamos el uno al otro —explicó Goure a Tahiri.
—Si os molesta alguien o si os separáis —añadió el kurtzen, decid a seguridad que se os han bloqueado los localizadores y que buscáis el Sector C. Yo me reuniré con vosotros allí.
Tahiri asintió con la cabeza.
Llegaron a un cruce y se separaron sin añadir palabra: Arrizza fue hacia la derecha para realizar las funciones del equipo de limpieza, y Tahiri y Goure siguieron pesadamente por el pasillo de la izquierda para emprender su exploración. Tahiri sabía que los riesgos se multiplicaban a partir de ese momento. No sabía con cuanta atención se solía vigilar a los equipos de limpieza ni hasta dónde podían avanzar por el complejo antes de que alguien observara que no estaban siguiendo su rutina habitual; lo único que podía hacer era actuar deprisa y esperar que contaran con el tiempo suficiente para hacer lo que habían venido a hacer.
Goure la condujo por una ruta larga y tortuosa a través de los niveles de los sótanos inferiores, tomando a veces turboascensores de subida o de bajada o dando rodeos por almacenes llenos de contenedores sellados.
—En el complejo hay algo más de lo que parece a primera vista —comento Tahiri cuando pasaron por un búnker subterráneo enorme, lleno hasta el techo de víveres.
—Tras la guerra contra los ssi-ruuk, se rediseñó para que sirviera de refugio —le explicó Goure—. El Senado, y una proporción considerable de la población de Salis D’aar, podrían sobrevivir aquí bastante tiempo, siempre que no se atravesaran las barreras defensivas de la superficie, claro está.
—¿Y si se atravesaban?
—También hay un depósito de armas —respondió el ryn—. Suficientes para un pequeño ejército. Créeme, no se rendirían sin lucha.
Conociendo los horrores de la tecnificación, Tahiri comprendía que el Senado hubiera tomado tantas medidas para evitarlos. Amenazados durante décadas por el espectro de la esclavización y de la muerte, el miedo a una invasión de vuelta debía de ser muy hondo. No era de extrañar, por tanto, que algunas personas se negaran a tener nada que ver con los p’w’eck, con independencia de que fueran o no antiguos esclavos.
«Entonces, ¿por qué el cambio repentino?», se preguntó. La princesa Leia había comentado que el primer ministro Cundertol había sido antialienígena cuando había ejercido en el Senado de la Nueva República. ¿Por qué había cambiado ahora?
Se obligó a sí misma a dejar de lado la cuestión para concentrarse en lo que tenía entre manos.
—Sí guardaban aquí alimentos y armas, también debe de haber algún tipo de centro de mando —dijo.
—Exactamente —respondió Goure—. Y es allí donde vamos.
Dieron un pequeño rodeo para recoger una máquina flotante de pulir suelos, y siguieron adelante. Pasaron por un puesto de seguridad vacío y bajaron por un nuevo turboascensor. Tahiri observaba constantemente los espacios que los rodeaban en busca de indicios de que estuvieran ocupados, pero los sótanos estaban siempre vacíos. No veía ninguna diferencia entre aquello y recorrer las ruinas bien conservadas de una ciudad antigua y abandonada.
Pero no por ello dejaba de haber cámaras de seguridad en todas las esquinas. Bastaría con que una persona tuviera sospechas…
Dos grandes puertas mohosas se apartaron para dejar al descubierto el puesto de mando desocupado. Tahiri y Goure entraron con aire de confianza, como si pasaran por allí todos los días. En vez de estirar el cuello hidráulico, Tahiri dirigió los sensores de su traje EH por todas las consolas vacías y por los holoproyectores apagados. Había sitio para que trabajaran cincuenta personas, o más, alrededor de un estrado central donde ella suponía que el primer ministro y sus funcionarios principales dirigirían las operaciones en caso de guerra. Aunque estaba claro que el lugar llevaba vacío muchos años, tenía aspecto de preparación; el duracero polvoriento daba una impresión de expectativa, como si estuviera esperando que le llegara el momento.
«Todavía puede llegar —pensó ella con crudeza—, si las intenciones del Keeramak no son lo que parecen».
Goure se detuvo en el centro de la amplia sala y puso en marcha la máquina de limpieza. Mientras la agitaba de un lado a otro, dijo, haciéndose oír entre el chirrido constante:
—Haz como que limpias. Yo me meteré en los sistemas y buscaré a Jaina. Pasa tus monitores al canal diecisiete para seguir mis avances.
—¿No se fijará alguien en lo que estamos haciendo?
—No, si soy lo bastante bueno. Y soy lo bastante bueno —dijo él, sonriéndole tras la visera del casco. Con mayor seriedad, añadió—: Aunque debemos seguir en el centro para acceder a sus redes, será mejor que no hagamos nada que llame la atención, como encender las pantallas. Los trajes EH pueden hacer ese trabajo por nosotros —volvió a agitar los hombros de su traje—. Supongo que sólo vamos a tener una oportunidad, o sea que será mejor que la aprovechemos bien.
Tahiri se dio por enterada de las instrucciones e hizo lo que le había indicado Goure, dando grandes muestras de estar poniendo en juego la fuerza y la flexibilidad de su traje para trabajar, por si la estaba mirando alguien. Mientras trabajaba, no perdía de vista los progresos de Goure, sirviéndose de la mitad superior del interior de su casco a modo de capucha VR rudimentaria. Al principio no vio más que líneas y más líneas de programa en lenguaje máquina complejo, mientras Goure aplicaba varias técnicas sencillas para infiltrarse en las redes de baja seguridad el complejo. A partir de entonces, la tarea se volvió mucho más difícil, y tardó algún tiempo en superar el nivel siguiente. Desde allí pudo acceder a datos administrativos tales como las detenciones y las puestas en libertad; pero no se decía nada de Jaina.
Al cabo de veinte minutos más de trabajo de codificación, Goure consiguió llegar hasta el corazón mismo de la burocracia bakurana, donde se guardaban los verdaderos secretos, según decía él. Tahiri se maravilló al principio de su habilidad, hasta que recordó que los ryn tenían fama por sus dotes como hackers. Además, Bakura, que era un sistema situado en los límites remotos de los mundos del Borde, seguramente no debía de disponer del software sofisticado necesario para garantizar el silencio, como el que ella daba por sabido que se utilizaba en Mon Calamari. A pesar de todo, conseguir saltarse las protecciones más fuertes del sistema en menos de una hora y media no dejaba de ser impresionante.
—Interesante —murmuró él en un momento dado.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Tahiri, interesada inmediatamente. Ya se estaba cansando de limpiar el polvo y sacar brillo.
—Me temo que no se trata de Jaina. He conseguido acceder a holocámaras ocultas en habitaciones en las que no se supone que debiera haberlas.
La mitad superior del casco de Tahiri mostró una toma de imagen, y vio una cama grande, circular, rodeada de colgaduras lujosas.
—Parece que alguien se ha estado dedicando a espiar un poco —dijo Tahiri.
—Lo dudo. Lo más probable es que sea un exceso de celo por parte de algún jefe de seguridad. Estas cosas se ven por todas partes. Se dan cuando la mano izquierda no se fía de la mano derecha.
Recorrió algunas cámaras ocultas más, observando más habitaciones supuestamente seguras. La calidad de la imagen oscilaba entre las 3-D plenas e imágenes borrosas en 2-D y en blanco y negro. En general, se veían despachos vacíos o imágenes de senadores que realizaban sus preparativos matutinos disponiéndose a asistir a la ceremonia de consagración. Nada que fuera demasiado emocionante.
Después de revisar las imágenes de muchas cámaras, Tahiri empezaba a preguntarse si iban a encontrar algo útil. Pero, entonces…
—¡Espera! —exclamó—. ¡Vuelve atrás!
Pero Goure ya había vuelto atrás, a la imagen de Han y Leia, y la manipulaba para enfocarla. Los dos estaban en una oficina suntuosa, ante el escritorio amplio y bruñido del primer ministro Cundertol. Leia tenía una expresión cuidadosamente controlada, como siempre, pero la frustración de Han era inconfundible.
Tahiri se disponía a preguntar si había sonido, pero Goure se le adelantó, encendiéndolo.
—… comprendo vuestra inquietud —decía Cundertol—, pero la verdad es que en estos momentos no puedo hacer nada; sobre todo, cuando parece que puede haber estado complicada en la fuga de un criminal peligroso.
Han dio muestras de enfado.
—Si ha ayudado a Malinza a huir, ha debido de tener buenos motivos —dijo.
—Será así, capitán Solo; pero lo indudable es que ha quebrantado la ley. Si vuestra hija creía en la inocencia de Malinza, podía haber recurrido a las vías legales. Pero tal como están las cosas, debéis haceros cargo de que tengo las manos atadas. Desde el punto de vista jurídico, es difícil negar que es culpable.
—¡Culpable de ayudar a huir a una inocente! —dijo Han.
—Malinza Thanas tiene poco de inocente —dijo el primer ministro con seriedad—. Con su banda de insurrectos, había hecho el daño suficiente a la paz de Bakura para justificar su situación de perseguida por la justicia. Ya era hora de que la encerraran.
—Pero ¡tú mismo la creías inocente! —exclamó Han, incrédulo.
Cundertol adoptó una expresión de extrañeza y perplejidad.
—¿Qué te ha hecho pensar eso?
Leia intervino con calma, evitando una explosión de proporciones corellianas.
—Primer ministro, yo sospecho que Jaina ha sido víctima de un montaje. Se puso en contacto con nosotros alguien que aseguraba tener una información para nosotros. Sobre la base de esa información, Jaina fue a visitar a Malinza Thanas, pero sin más intención que la de hablar con la muchacha. Desde luego que no fue allí para ayudar a Malinza a huir. Si participó, tiene que haber sido bajo coacción.
—Entonces, ¿por qué no se ha presentado para dar explicaciones de su conducta? —preguntó Cundertol—. En las imágenes grabadas se le ve claramente acompañando a Thanas en su fuga de la penitenciaría, por voluntad propia. No había ninguna coacción.
—Entonces, la engañaron —dijo Leia.
—¿Por qué?
—Si lo supiéramos, ¿acaso estaríamos perdiendo el tiempo contigo? —dijo Han con soma—. Arreglaríamos el problema nosotros mismos.
Leia apoyó una mano en el hombro de su marido.
—No tenemos intención de criticar —dijo—. Lo único que nos preocupa es el bienestar de nuestra hija.
—Y ¿qué hay de vuestra otra compañera? ¿De la otra Jedi? ¿Ha regresado ya?
El gesto ceñudo de Han se volvió más marcado; pero Leia conservó su expresión tranquila y sobria.
—No, por desgracia. Y también empiezo a preocuparme por su seguridad.
—De modo que ya son dos Caballeros Jedi los que rondan a sus anchas por Salis D’aar. Estoy seguro que dispensaréis la sugerencia de que pasa algo raro, pero es que esto llega en un momento muy especial. Cuando Bakura se dispone a sellar, al día siguiente, una paz duradera con su antiguo enemigo, se presenta la Alianza Galáctica y siembra el desorden. No puedo menos de preguntarme si queréis que rompamos nuestros lazos con el resto de la galaxia. O quizás necesitéis todavía algo de nosotros y temáis que ya no os lo vayamos a dar…
—Dudo mucho que creas eso, primer ministro —dijo Leia, sin inmutarse por las acusaciones—. Nos conoces, y sabes que sólo actuamos en nombre de la paz.
—Me temo que todavía no he visto la menor prueba en ese sentido, princesa.
En ese momento sonó en el escritorio del primer ministro un zumbido agudo. Cundertol se puso de pie inmediatamente y se alisó el pelo hacia atrás. Su conducta experimentó un cambio llamativo. Se había quedado impertérrito ante la actitud amenazante de Han lo había dejado impertérrito, pero un simple pitido de alarma parecía ponerlo francamente nervioso.
—Lo siento, pero tendréis que disculparme: tengo otro compromiso. En todo caso, podéis tener la seguridad de que haremos todo lo que esté en nuestras manos para encontrar a las Caballeros Jedi desaparecidas, además de a Malinza Thanas.
Añadió después, casi entre paréntesis:
—Confío en veros a los dos en la ceremonia de consagración. Ya falta poco tiempo, y no quiero que penséis que, por los últimos acontecimientos, vamos a tener la grosería de rescindiros la invitación. Princesa Leia, capitán Solo, seguís siendo nuestros ilustres huéspedes hasta que tengamos motivos de pensar lo contrario.
Leia tuvo prácticamente que sacar a rastras a su marido del despacho. Estaba claro que ambos habían quedado descontentos de la audiencia con el primer ministro; pero hasta la propia Tahiri, que observaba la escena desde lejos, comprendía que poco podían hacer en esos momentos.
Cuando se cerró la puerta tras ellos, Cundertol volvió a sentarse. Pasó un largo rato completamente inmóvil, como meditando para ordenar sus pensamientos.
—Leia ha hablado de ti —dijo Tahiri a Goure—. Fuiste tú quien te pusiste en contacto con nosotros, quien enviaste a Jaina a la penitenciaría. Seguramente cree que estás relacionada con los líos en los que se haya metido Jaina.
—Razón de más para que nos enteremos de qué le ha pasado. Vamos a ver si podemos captar algo en…
—Espera… ¡mira!
Se había abierto la puerta del despacho de Cundertol. Entraron cuatro guardias p’w’eck de escamas mate, con arneses de cuero complicados y lanzarrayos de pala a los costados. Tomaron posiciones a ambos lados del escritorio y reconocieron la sala con miradas desconfiadas. Entró después Lwothin caminando pesadamente, y tras él, con paso sereno y consumada elegancia, entró un personaje que en términos generales se parecía a un p’w’eck, pero que por otra parte se distinguía bastante de ellos en casi todos sus detalles.
«El Keeramak», pensó Tahiri. No pudo menos de admirar las hermosas escamas arremolinadas y multicolores de la criatura. Las figuras que formaban brillaban con tonos irisados bajo las luces fuertes del despacho. A cada uno de sus movimientos danzaban nuevas chispas. El ssi-ruu tenía el físico de un cazador refinado, pulido a lo largo de miles de años de dominio sobre los p’w’eck, atrofiados y de aspecto inseguro. El Keeramak iba más erguido y con un porte más equilibrado; sus extremidades eran más largas; sus músculos, más esbeltos, y en sus ojos brillaba una inteligencia y una astucia tales que, a su lado, el líder avanzado Lwothin parecía tan amenazador como un ewok.
Lo seguían dos guardias p’w’eck más. Las puertas se cerraron firmemente a sus espaldas. El Keeramak caminó hasta el escritorio de Cundertol y se quedó de pie ante él, agitando la cola.
Cundertol se puso de pie e hizo una reverencia formal.
El Keeramak dijo algo con los sonidos silbantes, fuertes y profundos, de la lengua ssi-ruuvi. Tahiri esperó una traducción, pero no sonó ninguna. Supuso que Cundertol llevaba un auricular que le retransmitía directamente las palabras del Keeramak en Básico. Mala suerte, pero tampoco era una tragedia.
«Al menos, podremos oír la respuesta de él», pensó Tahiri.
Pero lo que pasó a continuación la tomó completamente por sorpresa. Cuando el Keeramak hubo terminado de hablar, el primer ministro Cundertol abrió la boca y respondió al alienígena con fluidez en ssi-ruuvi, una lengua que ningún ser humano podía soñar en pronunciar.
Tahiri miraba fijamente la pantalla y veía que la laringe de Cundertol daba unos saltitos muy extraños mientras emitía por la boca una rápida serie de silbidos.
—Esto no es posible —dijo, atónita.
El habla de Cundertol quedó interrumpida por una sonora exclamación del Keeramak. Una mano provista de garras hendió el aire entre los dos. Cundertol protestó por algo, pero el Keeramak volvió a interrumpirle. Por fin, Cundertol asintió con expresión agria y se recostó en su asiento, cruzando los brazos sobre el pecho.
Volvió a hablar en la lengua alienígena, a lo que respondió el Keeramak con un bufido que pudo ser una risa ssi-ruuvi. Lwothin intentó terciar en la conversación, pero el Keeramak lo apartó de un rudo empellón. Esto hizo sonreír a Cundertol.
—Esto no me gusta —dijo Tahiri.
—A mí tampoco —respondió Goure—. Si tuviera alguna manera de grabar esto… o, al menos, de conectar con un traductor. Pero no puedo hacer ninguna de las dos cosas sin que me detecten los de seguridad.
—Entonces, quizá sea eso lo que debamos hacer —dijo Tahiri—. O sea, ¡alguien tiene que enterarse de esto!
Apenas habían salido las palabras de sus labios cuando concluyó la conversación entre Cundertol y el Keeramak. El primer ministro se puso de pie e hizo otra leve reverencia. Lwothin y su líder ssi-ruu salieron de la sala, rodeados de su guardia personal armada.
Cuando Cundertol volvió a quedarse solo, se derrumbó pesadamente en su asiento una vez más, esta vez con expresión de alivio.
—No tengo ni idea de qué es lo que acaba de pasar —dijo Goure—; pero tienes razón: debemos decírselo a alguien.
—Pero ¿qué les diremos? —preguntó Tahiri. Aunque sólo habían transcurrido unos segundos del incidente, a ella misma ya le resultaba difícil de creer. ¿Cómo iban a creerlo los demás, sin pruebas?—. ¿Nos presentamos y decimos sin más que el primer ministro puede ser una especie de híbrido humano-ssi-ruuk? ¡Jamás nos creerían!
—Hay alguien que sí podría creernos —dijo Goure, pensativo.
—¿Quién?
—Una cosa así terminaría con la carrera de Cundertol, sin duda alguna, con independencia de cuáles sean sus intenciones. ¿Quién crees que podría ganar más con eso?
—El vice primer ministro —dijo Tahiri, asintiendo con la cabeza.
—Exactamente. Tiene sus motivos para hacer algo, y tiene, además, el poder suficiente para hacerlo en seguida. Si pudiésemos llegar hasta él…
—… ¡antes de la ceremonia! —concluyó ella, adelantándosele—. Si el Keeramak piensa traicionar a Bakura, nosotros deberemos ganarles por la mano. Lo único que les impide atacar abiertamente es el miedo que tienen a perder sus almas. Cuando Bakura esté consagrado, no habrá manera de detenerlos.
—Así es. Y, por consiguiente, no nos queda demasiado tiempo.
La imagen del primer ministro Cundertol desapareció y fue sustituida por un diagrama de las comunicaciones de complejo.
—¿Dónde está exactamente Harris ahora mismo? —se preguntó Goure.
Antes de que hubiera tenido tiempo de localizar con precisión al vice primer ministro, resonó en el centro de mando una voz estridente.
—Atención, equipo de limpieza. ¿Quién os ha ordenado estar allí?
Goure activó un intercomunicador externo; su voz sonó desagradablemente cerca del oído derecho de Tahiri.
—El supervisor Jakaitis, señor.
—El supervisor Jakaitis niega haber pedido un equipo en ese punto —fue la respuesta inmediata—. Vuestra presencia no está autorizada.
—Estoy seguro de que, si se lo preguntáis otra vez…
—Estáis violando los artículos cuatro al dieciséis de la Ley de Secretos. Quedaos donde estáis hasta que llegue un pelotón. Os escoltarán a un lugar de detención, donde seréis procesados formalmente.
La voz dejó de sonar en el centro de mando.
Tahiri soltó una maldición entre dientes y, a pesar de la refrigeración de su traje, empezó a sudar de nuevo. Habían estado prestando demasiada atención a Cundertol y demasiada poca a guardar las apariencias de estar haciendo un trabajo manual.
Ahora que los habían detectado, era casi seguro que los de seguridad los estarían escuchando. Goure apoyó el casco de su traje EH contra el de Tahiri para que pudieran hablar sin que les oyeran. Al menos, no se habían descubierto sus identidades.
—A la porra el plan —dijo.
—Tenemos que salir de aquí —dijo ella. Sentía una sensación incómoda y creciente. No percibía a nadie en las proximidades, pero el pelotón de seguridad bien podía estar compuesto por droides.
—No te preocupes —dijo él. Sígueme y haz exactamente lo que haga yo.
—¿Que hay de Harris?
—Lo encontré antes de que nos detectaran —dijo Goure—. Lo único que tenemos que hacer es llegar hasta él.
—¿Y Arrizza?
—Sabe exudarse solo. ¡Vamos!
Antes de que Tahiri hubiera tenido tiempo de hacer más preguntas, Goure se había apartado y dirigía su traje con energía hacia la salida. Aunque aquellos equipos enormes eran pesados y no estaban diseñados pensando sobre todo en la velocidad, sí podían moverse rápidamente en caso necesario. Ella lo siguió a grandes paso, cuyas vibraciones le subían por las piernas de metal y le estremecían el cuerpo. El ruido del esfuerzo de los motores hidráulicos le resonaba con fuerza en los oídos.
Goure la guió de nuevo hasta el primer turboascensor que habían tomado. Sabía que los de seguridad los estarían observando, y ni se planteó siquiera tomar el turboascensor. En vez de ello, llevó a Tahiri por otra serie de pasillos hasta una escalera circular. La escalera temblaba peligrosamente bajo el peso conjunto de los dos, pero aquello era mejor que quedarse atrapados en un ascensor, donde sólo les quedaría esperar a que vinieran a detenerlos.
Subieron diez pisos sin detenerse. Su inquietud por la estabilidad de la escalera dejó paso a otra preocupación muy distinta cuando cayeron de lo alto dos esferas negras que aullaban y emitían destellos de advertencia.
—¡Droides de seguridad! —gritó Goure. La voz que salía de sus altavoces resonó por el hueco de la escalera.
Tahiri levantó la vista. Los droides, limitados a la escalera, habían descendido por el centro del pozo. Afortunadamente, sólo eran dos, pero Tahiri no dudaba que no tardarían en llegar otros. Sus porras aturdidoras serían inútiles contra los trajes EH blindados; pero disponían de otras armas más poderosas.
—¡Estáis detenidos! —les anunciaron—. ¡Estáis detenidos! ¡Deponed las armas y no hagáis ningún movimiento más!
Que te lo has creído, pensó Tahiri, abriendo una escotilla metálica del exterior del traje y buscando algo dentro. Antes de meterse en el traje, había ocultado su sable láser entre las herramientas de limpieza, en previsión de una emergencia como aquella. El sable parecía minúsculo en el enorme puño de metal, y ella tendría que concentrarse el doble para superar la torpeza natural del traje; pero se sintió mejor al instante sólo por tenerlo en la mano.
—¡No! —gritó Goure al ver lo que hacía—. ¡Si lo activas sabrán quién eres!
«¿Qué importancia puede tener eso ya?», quiso replicar ella. Si no lo sabían, lo sabrían en cuanto la detuvieran y la obligaran a salir del traje.
Pero un instinto la llevó a confiar en Goure. No parecía que Goure marchara sin rumbo. Estaba claro que la llevaba hacia donde él creía que podrían huir. Y había maneras de luchar sin emplear el sable de láser.
Envió un impulso psicoquinético para dejar fuera de combate al droide más cercano. El droide empezó a girar descontrolado, emitiendo una lluvia de chispas mientras rodaba velozmente por la pared de piedra, hasta que cayó a plomo hasta el fondo del hueco de la escalera. El segundo droide retrocedió cosa de un metro, alzando las armas amenazadoramente. Tahiri le envió una oleada de energía por los circuitos de propulsión, que le produjo un efecto semejante al primero. Los gritos de protesta del droide se fueron apagando rápidamente mientras se perdía de vista entre las sombras de lo alto.
—Buen trabajo —dijo Goure, levantando la mano para aplastar una cámara de seguridad próxima—. Ahora, por aquí.
Salieron del hueco de la escalera trece niveles más arriba del centro de mando secreto. El área en que entraron no estaba diseñada para realizar trabajos de mantenimiento pesados, y Tahiri tuvo que agacharse para pasar por el pasillo. Goure no se molestó en agacharse. Fue rozando con lo más alto de su cabeza de metal en el techo, haciendo caer baldosas y destrozando lámparas, dejando un rastro de destrucción a su paso. Cuando pasaba ante una cámara de seguridad, no se detenía. Se limitaba a levantar la mano y aplastarla, sin perder el ritmo siquiera.
—Supongo que sabes dónde vamos, ¿verdad? —dijo Tahiri. Empezaba a perder la confianza que había puesto en él. No podía menos de preguntarse si tendría un verdadero plan, o si no pretendería más que hacer el mayor daño posible.
—Si no me falla la memoria, por aquí debe de haber un pozo de mantenimiento en alguna parte…
Tenían ante sí una columna cilíndrica de dos metros que iba del suelo al techo. Goure se acercó a ella y rompió la pared exterior de la columna poniendo en juego la fuerza de su traje. Tahiri vio que por el interior transcurrían muchos cables y tuberías. Estaba claro que la columna se extendía a muchos pisos por arriba y por debajo de ellos, sirviendo servicios esenciales a las áreas que la rodeaban.
Goure pasó un momento buscando el cable que necesitaba. No tardó en dejarse dominar por la impotencia, y empezó a tirar de puñados de cables al azar.
—Vamos —murmuró Tahiri, mirando a su alrededor nerviosamente, en busca de indicios de otros droides de seguridad. No podían estar muy lejos.
Salían chispas y vapor de la columna a medida que las manos poderosas del traje EH de Goure arrancaba cables y conductos. Cuando ya estaba metido hasta loe codos en fluidos hirvientes y en aislantes humeantes, asió con las dos manos algo que encontró muy hondo y le dio un poderoso tirón.
Las luces se apagaron a su alrededor al instante, y toda la planta quedó sumida en la oscuridad.
—Bien —le oyó decir Tahiri, más bien sin aliento. Tahiri pasó a los infrarrojos y vio que se apartaba de la columna y pasaba después a un pozo de ventilación y lo abría.
—No tenemos mucho tiempo. Esto no los detendrá mucho.
Se produjo un silbido cuando su traje EH se abrió por la espalda. Le asomó por la apertura la cabeza, seguida de los brazos. Tahiri se acercó a echarle una mano. El traje EH de ella lo levantó como si fuera un muñeco. Goure agitaba la cola con alivio evidente al verse libre de aquel encierro.
—Antes de salir, pon tus circuitos de control bajo el mando de los míos —le indicó. Ella lo hizo así, y después dio al botón de SALIDA RÁPIDA. Inspiró hondo, gozando del aire fresco que le bañó el cuerpo inmediatamente.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Tahiri, recuperando su sable láser del puño inerte del traje.
Goure señaló el pozo abierto.
—Trepamos. Pero antes…
Buscó bajo la axila de su traje y activó un interruptor. Los dos trajes se cerraron con un zumbido y se volvieron para marcharse caminando rápidamente, dejando sendos rastros de destrucción en su marcha por los pasillos de techo bajo.
—Ese rastro no se le puede pasar por alto a nadie —dijo Goure, con el rostro iluminado unos momentos por las chispas mientras los trajes se alejaban entre la oscuridad—. Los he programado para que corran en libertad, subiendo siempre que puedan. Si llegan al hueco de la escalera, las cosas pueden ponerse interesantes. Si no llegan… al menos nos habrán ganado un minuto o dos.
La ayudó a subir al pozo, y después la siguió, volviendo a poner la tapa tras ellos.
—Debería haber un pozo central de aire no lejos de aquí —explicó él—. Cuando lo encontremos, subiremos. Cuando lleguemos a la superficie, podremos buscar el lugar por donde salir del pozo. A partir de allí, estaremos libres.
—Esperemos —añadió Tahiri.
—Esperemos —asintió Goure con seriedad.
—Y ¿qué hay del vice primer ministro?
—Podremos encontrar a Harris a tiempo, con tal de que no se aleje demasiado. Pero sólo tenemos una hora antes de que empiece la ceremonia, y debemos subir diecisiete pisos.
Fuera del pozo se encendió la iluminación de emergencia. Oían a lo lejos los pisotones de los trajes y el crepitar de los disparos de láser.
Goure asintió de nuevo en la oscuridad sombría y rojiza, y los dos empezaron a trepar sin decir una palabra más.
* * *
—¿Qué quieres decir con que prefieres dejar la lucha en manos de tu hermana? —dijo Wyn Antilles a Jacen, mirándolo como si se hubiera vuelto loco. Con su austero uniforme negro y su pelo rubio recogido hacia atrás, parecía una escolar que quisiera hacerse pasar por un Gran Moff. Puede que conociera las reglas, pero no tenía la madurez suficiente para representar el papel.
—En mi lugar de origen no tenemos costumbres que impidan que las mujeres combatan en la guerra —respondió Jacen de buen humor—. La verdad es que no creía que vosotros las tuvieseis tampoco.
—No las tenemos —dijo ella—. Sería una tontería, ¿verdad, comandante Irolia?
La oficial chiss asintió fríamente desde el otro extremo de la mesa, desde donde veía a Jacen introducir en datapads datos procedentes de la búsqueda en la librería para someterlos a nuevos análisis. Wyn se había sumado a Jacen y a Danni en su tarea de revistar electrónicamente sus datos, mientras los demás miembros del grupo seguían hablando con los padres de la muchacha. Al principio, Wyn se había emocionado mucho de conocer a Jacen, y le interesaba hablar con él de la búsqueda de Zonama Sekot. Pero cuando hubo decaído esta conversación, resultó claro que la muchacha había pensado que sería divertido echar un pulso con Jacen, poniendo en duda constantemente el lugar que ocupaba en la misión y en el universo en general. Jacen no tenía claro si a la muchacha le interesaba de verdad lo que decía él, o si se estaba oponiendo por sistema a todo lo que decía, probando hasta donde podía pinchar a un Jedi hasta que a éste se le agotara la paciencia.
—Lo único que he querido decir es que debes luchar cuando tienes que luchar. Tus preferencias no tienen nada que ver en esto. Tu enemigo no se va a retirar, sólo por que tú no quieras luchar. O estás tú a la altura de las circunstancias, o mueres.
Duras palabras para decirlas una persona tan joven, pensó Jacen. Pero recordó sus antecedentes familiares, la cultura y la época en que se había criado, y le pareció que quizá no fueran tan sorprendentes.
—Supongo que lo que debería haber dicho es que prefiero ponerme en situaciones que se puedan salvar por medio de habilidades distintas de las del combate —dijo Jacen. Intentó expresar sus sentimientos con palabras con la máxima precisión, sin volver a darle ocasión a ella de que se aferrara a la menor ambigüedad. Pero no le resultaba fácil, con lo cansado que estaba—. No todos los conflictos se pueden resolver con la violencia, Wyn. En algunos, la dificultad de resolverlos se multiplica en cuanto ha entrado en juego la violencia. Puede que la Fuerza necesite los dos aspectos de la vida (el nacimiento y la muerte) para estar equilibrada; pero eso no quiere decir que no podamos buscar soluciones pacíficas. Lo mismo puede decirse cuando parece que la violencia es la única opción, o incluso la más fácil.
Vio con alivio que Wyn reconocía la validez de su postura asintiendo pensativamente con la cabeza.
—De acuerdo; eso lo entiendo. Pero ¿y tu hermana? ¿Qué le parece a ella que le consientas que arriesgue la vida aplicando la opción «fácil»?
—No creo que sea una cuestión de que yo le consienta hacer nada —dijo Jacen—. Sencillamente, a ella se le da mejor seguir ese camino cuando surge la necesidad. Mientras yo me paso media vida reflexionando filosóficamente sobre cómo son las cosas, ella centra su energía en el exterior, en lo que puede cambiar. Pero, por lo que a mí respecta, en el fondo los dos estamos abordando un mismo problema, sólo que desde ángulos distintos.
—Tú llevas un sable láser —observó Wyn.
Él se encogió de hombros.
—Es un símbolo de los Jedi, ni más ni menos que las insignias del uniforme de la comandante Irolia.
—A pesar de todo, esa arma que llevas al costado parece fuera de lugar en un hombre que dice que le desagrada la violencia.
«¿Cómo respondo a esto? —se preguntó él—. Si digo que no odio la violencia, contradigo todo lo que le he dicho. Si confirmó que sí la odio, me estoy riendo de mis propias convicciones. ¿Me he acorralado a mí mismo en esta contradicción?».
—¿No nos hemos desviado un poco del tema? —dijo Danni, estirándose con gesto de cansancio—. Estábamos buscando a Zonama Sekot, ¿recordáis?
Jacen asintió con la cabeza. La sesión había sido agotadora, y su éxito sólo había sido parcial. El número de «aciertos», de sistemas solares encontrados donde se habían registrado relatos que hablaban de un planeta errante, se estaba quedando estabilizado. Se les habían agotado rápidamente los más fáciles de encontrar. De momento, tenían sesenta apariciones confirmadas o posibles en un período de cuarenta años que abarcaba desde poco antes de la formación del Imperio hasta algunos años después. Si Zonama Sekot se había establecido en alguna parte, parece ser que aquello habría sucedido cosa de veinte años antes de la llegada de los yuuzhan vong.
—Pero tú habías dicho que probablemente estabas buscando en el lugar equivocado —dijo Wyn.
Danni suspiró, y cuando volvió a hablar fue con claro tono de frustración.
—Estamos buscando principalmente por medio de registros sociológicos —dijo—. La mejor opción para nosotros serían los datos astronómicos. Tenemos que buscar concretamente sistemas que hayan adoptado un planeta nuevo en sus zonas habitables, con independencia de que estas zonas estén habitadas o no.
—Pero en el Espacio Chiss y en sus alrededores hay cientos de miles de estrellas —dijo Wyn—. Además de un número semejante de mundos huérfanos que van a la deriva por el espacio interestelar. Se deben de estar capturando y perdiendo planetas constantemente.
—La verdad es que no —repuso Danni. Con los éxitos que había tenido descubriendo los secretos biológicos de los yuuzhan vong, resultaba fácil olvidar que la primera especialidad de la científica era la astronomía—. Aunque la captura de planetas extrasolares sí se produce de manera completamente natural, es un hecho muy raro, y más raro todavía en plena zona habitable de los sistemas. Un porcentaje importante de estos sistemas han sido visitados más de una vez por sondas droides en misiones de exploración profunda, y la configuración básica de los demás sistemas se habrá registrado, al menos, desde los sistemas cercanos por los detectores interferométricos de gran escala. Los chiss han revisado todos los sistemas interesantes al menos dos veces durante los últimos sesenta años. Toda discrepancia saldría a relucir en una búsqueda sencilla.
Wyn asintió.
—Podríamos preparar un barrido que buscara cosas añadidas a cualquiera de los sistemas de los que existen registros. Puedo hablar con Tris y…
Calló al ver aparecer por uno de los pasillos a Luke, seguido de cerca por Saba.
—Siento interrumpir —dijo Luke—. Hemos decidido traer el Sombra a un espaciopuerto más cercano. Si queréis asearos y tomaros un descanso, ésta puede ser la mejor ocasión.
—Creo que me conformaría con cualquiera de las dos cosas ahora mismo —dijo Danni.
—¿Y tú, Saba? —dijo Luke, volviéndose hacia la barabel, que traía otro tomo de aspecto pesado para leerlo.
—Una ducha parece buena idea —dijo, con voz en la que se apreciaba claramente el agotamiento—. Hazta los mejores cazadores tienen que lavarze.
—De acuerdo; entonces, os veremos a todos dentro de un rato en la barcaza —dijo Luke—. Cuando volvamos, nos traeremos a Erredós. Quizá pueda ayudarnos a buscar entre los datos menos claros.
—Es buena idea —dijo Danni, poniéndose de pie—. ¿Vienes tú? —preguntó a Jacen.
Éste negó con la cabeza.
—Creo que me quedaré aquí. Tiene que quedarse alguien a repasar los datos que hemos recogido. Hay mucho que revisar, y sólo nos queda un día.
La desilusión de Danni fue evidente, pero Luke asintió con un gesto cauto.
—No te fuerces demasiado, Jacen. Estoy seguro de que la comandante Irolia te puede dejar una litera y una unidad de aseo cuando te parezca que lo necesitas.
—Claro —dijo la comandante.
—Syal y Soontir vendrán con nosotros en la barcaza de hielo —siguió diciendo Luke—. Tú también estás invitada a venir, Wyn, claro está, si te interesa.
—La verdad es que creo que me quedaré a ayudar a Jacen, si le parece bien.
—No hay problema —asintió Jacen—. Podemos emprender esa búsqueda que has pensado tú, Danni. Te aseguro que llamaré si aparece algo, ¿de acuerdo?
Danni miró a Jacen y a Wyn e hizo un gesto de asentimiento escueto y poco entusiasta.
—Claro —dijo, y se volvió después hacia Luke—. ¿Cuándo salimos?
—Ahora mismo, si quieres.
—Me parece bien —dijo Danni—. Cuanto antes, mejor —añadió, echando una brevísima mirada a Wyn.
El tío y la tía de Jacen, junto con el teniente Stalgis, salieron hacia la barcaza despidiéndose rápidamente de todos, y Danni y Saba los siguieron poco después.
—¿Qué quieres que hagamos, entonces? —preguntó Wyn cuando se hubieron marchado todos—. Te puedo enseñar todo esto, si quieres. O también podemos…
—No me parece buena idea —dijo Jacen, cortándola con firmeza, aunque con delicadeza. La comandante Irolia se instaló en silencio ante la pared del fondo, una posición que le permitía no perder de vista a Jacen ni a Wyn—. La verdad es que no tenemos mucho tiempo hasta que se agote el plazo, y si no descubrimos nada, nos habremos quedado como estábamos.
La muchacha levantó los ojos al cielo y soltó un suspiro con una expresión de desilusión que sólo era seria a medias.
—Entonces, será mejor que nos pongamos a trabajar —dijo ella.
«No», pensó Jacen. Aquello era exactamente lo que no podrían hacer. Si llegaban a descubrir lo que buscaban, todo quedaría abierto de par en par. Sería el principio del fin de todo lo que habían llegado a dar por hecho en los últimos años.
Era un secreto que se guardaba. Cuando pensaba en el futuro, la imagen que recibía de la Fuerza estaba velada invariablemente. Todavía ardía dentro de él la visión de una galaxia que caía en la oscuridad, y no le gustaba pensar que ninguna falta suya pudiera contribuir a un resultado como aquél. Estaba decidido a hacer realidad la solución pacífica de su tío. Y a pesar de sentir una punzada de remordimientos, no podía consentir que los sentimientos de Wyn se lo estorbaran.
* * *
«Debía haberlo sabido…».
Jaina se esforzó por aferrarse al mundo que la rodeaba, mientras el manto de la inconsciencia intentaba envolverla y hundirla. La única señal que recibía de su cuerpo era una sensación ardiente entre los omoplatos, donde había recibido el disparo. Sospechaba que no estaba gravemente herida, pero la pistola láser había tenido bastante fuerte el aturdidor y ella todavía tenía algo desconcertado el sistema nervioso.
Cuando empezó por fin a disiparse la oscuridad y ella consiguió salir a la luz, no sabía si habían transcurrido minutos o semanas enteras. Intentó moverse, soltando un quejido, pero descubrió que Salkeli la había atado firmemente de pies y manos. Además, Jaina llevaba puesta en la cabeza una capucha translúcida.
—Veo que ya estás despierta —oyó que le decía desde cerca, subiendo la voz para hacerse oír entre el zumbido regular del motor de su deslizador terrestre. En vista del modo en que se saltaba y se agitaba el mundo bajo ella, supuso que estaba echada en el asiento reclinado del vehículo. A pesar de la situación en que se encontraba, este descubrimiento le pareció tranquilizador; daba a entender que no había estado demasiado tiempo sin sentido, al fin y al cabo.
—¿Dónde me llevas? —preguntó.
—A ver a alguien.
—¿A quién?
—No importa. Tiene dinero, y eso es lo único que me importa ahora mismo.
Jaina buscó dentro de sí su centro inmóvil, con la esperanza de arrancar directamente de la mente del otro sus intenciones; pero tenía el enfoque disperso por el dolor y la desorientación.
—Les has traicionado —dijo con repugnancia.
—¿Quieres decir a los de Libertad?
—Los has vendido.
—Se lo hicieron ellos mismos. Es decir, ¿qué esperaban? Si plantas cara a los cañones grandes, tienes que esperar que te disparen.
—Pero has sido tú quien ha apretado el gatillo.
—Es mejor eso que hacer de blanco. Además, esto podría no haber sucedido nunca si ellos no hubieran provocado tantos problemas.
—¿Entonces, es verdad que estaban a punto de atrapar a alguien?
—¿Crees de verdad que me vas a sacar alguna información? —dijo él, riendo—. Yo creo que no, Jedi.
Jaina intentó de nuevo emplear la Fuerza, y esta vez sintió un parpadeo de respuesta. Se aferró a él como si fuera una balsa salvavidas.
—Podrías soltarme sin más —dijo, dando a sus palabras el máximo grado de persuasión posible—. Yo no tengo importancia…
—Tienes razón —dijo—. Entonces, bien te puedo pegar un tiro y acabar de una vez.
Jaina le oyó sacar la pistola láser de la funda.
—¡No, espera!
El tiro le dio en el hombro y volvió a sumirla en la oscuridad.
* * *
«Cientos de miles de estrellas».
Era fácil decir estas palabras, pero resultaba mucho más difícil hacerse cargo de su verdadero significado. Sobre el mapa, las Regiones Desconocías sólo abarcaban un 15% del volumen total de la galaxia; pero cuando ese 15% se convertía en zona de búsqueda de algo tan pequeño como un planeta (que, a escala cósmica, era mucho, muchísimo más pequeño que una aguja en un pajar), entonces se apreciaba con toda su claridad la verdadera inmensidad de la tarea.
¡Y tenían que hacerla en sólo dos días!
Jacen se concentró en repasar los datos que habían descubierto Saba y Danni, mientras Wyn trabajaba en el algoritmo de búsqueda. Había que revisar miles de informes de misiones. Eran comunes los asteroides errantes y los encuentros próximos con cometas, y no siempre resultaba fácil distinguirlos de la aparición misteriosa de un cometa. Jacen no tardó en perder la cuenta de tantos nombres desconocidos, entre los miles de pueblos y de lugares que encontraba.
—¿Quién es este Jer’jo Cam’Co que sale tantas veces en los registros? —preguntó a Wyn.
La muchacha levantó la cabeza y se encogió de hombros.
—No tengo tú idea.
—Jer’Jo Cam’Co fue uno de nuestros síndicos fundadores —dijo Irolia desde el lugar donde se había mantenido al margen con paciencia mientras trabajaban Wyn y Jacen—. Fue él quien propuso la formación de la Flota de Defensa Expansionaría después de que varias expediciones de exploración descubrieran numerosos recursos vitales.
Jacen asintió con la cabeza. Así se explicaría que apareciera el nombre de aquel hombre en muchos informes antiguos. Existían al menos siete naves que llevaban su nombre, además de dos sistemas solares. En los registros antiguos y recientes de la República no se hablaba de él, lo cual resultaba ilustrativo de cuánto les quedaba por aprender acerca de los chiss.
Por eso le divirtió comprobar que la ignorancia era mutua, al hacerle Wyn una pregunta.
—Cuéntame, ¿cómo es Coruscant? —le preguntó.
Jacen hizo todo lo que pudo por describirle el mundo-capital tal como lo recordaba. Pero sus recuerdos estaban teñidos por sus experiencias más recientes con los yuuzhan vong, y sus conocimientos de tantas cosas que habían sido hermosas habían quedado perdidos o deteriorados en su recuerdo. Se entristecía al imaginarse el antiguo Palacio Imperial en ruinas, o en la Plaza del Monumento convertida en un campo de coral yorik, pero era muy posible que estuvieran así. Y lo más triste era que aunque la Alianza Galáctica derrotase a los yuuzhan vong al día siguiente, los daños que había sufrido Coruscant quizá fueran irreparables para siempre. Quizá no quedaran más que recuerdos para las generaciones posteriores.
Wyn le escuchó con seriedad, interrumpiéndole pocas veces para hacerle alguna pregunta. La idea de un mundo desprovisto de vida natural, en el que la mayoría de sus habitantes vivían en subterráneos, al parecer no la sorprendió tanto como Jacen había supuesto. Pero también podía ser que el mundo de ella no fuera tan diferente. En Coruscant, la roca madre estaba recubierta por la ciudad; en Csilla se trataba de hielo, pero el efecto era, en esencia, el mismo.
—Creo que me gustaría ir allí algún día —dijo Wyn cuando Jacen hubo terminado de hablar—. Cuando haya terminado la guerra, claro. Veré si puedo convencer a mi padre de que me deje usar el Llamarada Estelar, nuestro yate familiar. Tengo licencia de piloto, ¿sabes? ¡Aunque tampoco tengo muchas ocasiones, porque siempre lo está usando Cem!
La muchacha debía de estar esperando que él se brindara personalmente a servirle de anfitrión cuando ella quisiera hacer una visita; pero Jacen no picó el anzuelo. Sonrió sin decir nada.
—Bueno. Si Saba y Danni tienen razón, supongo que no importa, en todo caso —al ver que Jacen fruncía el ceño, añadió—: A veces no se acuerdan de que yo estoy delante, y hablan de cosas… —hizo una pausa incómoda—. ¿Crees de verdad que es posible que no podamos vencer a los yuuzhan vong?
Jacen asintió con la cabeza despacio.
—Sí, Wyn; ésa es una posibilidad muy real.
También ella asintió con la cabeza, y también despacio, pero con una tristeza infinitamente mayor, como sólo podía mostrarla una adolescente a la que dijeran que quizá no le quedara mucho tiempo de vida.
—A veces pienso… —dijo, y se quedó callada sin concluir la frase, bajando la mirada. Evidentemente, era una idea que la asustaba.
—¿Qué es lo que piensas a veces, Wyn?
—No tiene importancia —dijo ella—. A nadie le importa lo que pienso, en todo caso.
—Si no me importara, no te lo habría preguntado —dijo Jacen con seriedad.
Ella levantó la vista de nuevo, esbozando una sonrisa de agradecimiento.
—A veces pienso que cuanto antes podamos librarnos de los yuuzhan vong, mejor. No quiero que pase aquí lo que pasó en Coruscant, Jacen. Creo que deberíamos hacer todo lo que tengamos que hacer para asegurarnos de ello.
—¿Aunque eso signifique aliaros con nosotros?
—Sí —dijo ella, asintiendo—. ‘Pero, por desgracia, papá y yo estamos en minoría en esta postura. La mayoría de la gente cree que, si los yuuzhan vong se enteraran de que nos hemos aliado con vosotros, nos atacarían con el doble de fuerza. Otros temen simplemente que nos corrompáis con vuestras costumbres, con lo que a los yuuzhan vong les resultaría más fácil aplastarnos cuando llegue el momento. Y me temo que la conducta de Jag no ha hecho más que reforzar este argumento.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué pasa con la conducta de Jag?
—Jag y su escuadrón debían haber regresado hace meses —explicó Wyn—. Algunos consideran que el que no hayan vuelto no hace más que demostrar la mala influencia que habéis ejercido sobre ellos. Antes, no habría estado fuera tanto tiempo bajo ningún concepto.
—Yo no sabía que esto representara un problema —dijo Jacen, preguntándose si Jaina lo sabría—. Pero puedo decir que nos ha prestado una gran ayuda en la lucha contra el enemigo. Espero que tu gente sea consciente de ello.
—Pero ésa es la cuestión, precisamente. Como no se ha puesto en contacto como debía, nadie sabe verdaderamente qué ha estado haciendo.
—Puede que haya estado demasiado ocupado luchando contra los yuuzhan vong como para comunicarse.
—Puede ser —dijo Wyn—. O puede que, sencillamente, haya estado pasando un poco más tiempo de la cuenta con su nueva novia.
Jacen la observó con curiosidad durante unos instantes.
—¿Cómo es posible que sepas algo de eso?
—No he dicho que no se haya puesto en contacto; sólo he dicho que no se ha puesto en contacto como debía —repuso ella, con una sonrisita traviesa—. La diferencia es importante para los chiss, ¿sabes?
Tenía una expresión de inocencia exagerada con un fondo de mala intención. Y su sonrisa no dejaba dudar a Jacen que la muchacha sabía que la novia de Jag era, precisamente, la propia hermana de Jacen.
—Bueno, quizá prefiera que su vida privada siga siendo privada —repuso él, con un tono que daba a entender que no quería seguir por aquel camino.
A Wyn le brillaron los ojos. Sabía provocar a las personas.
—Eh, si a ella le parece bien, a mí también. Así no tendré que cargar con él durante algún tiempo, por lo menos. Puede llegar a ser muy pesado.
A pesar de la evidente inteligencia de la muchacha, sus comentarios de este tipo no servían más que para recordar a Jacen de lo joven que era en realidad, vacilando como estaba en la frontera entre la adolescencia y la edad adulta. Jacen no dudaba que Wyn quería a Jag pero que, al mismo tiempo, no la impresionaban las hazañas de su hermano mayor.
—¿Y tu padre? —le preguntó Jacen para ir avanzando en el tema—. ¿Qué opina él?
—Bueno, él mismo ha representado una influencia negativa hasta cierto punto —dijo ella—. A los chiss no les gusta emplear droides en combate, pues afirman que son demasiado lentos y vulnerables. Papá está de acuerdo en general, pero no siempre. Dice… hum, que «la prescindibilidad puede ser un factor decisivo en una guerra». Ha puesto a un equipo de ingenieros a trabajar en un prototipo de caza droide que deberá…
Se calló de pronto cuando Irolia carraspeó significativamente. La comandante dirigió a Jacen una mirada de advertencia con una expresión que le indicaba claramente que no se creía en absoluto que estuviera haciendo aquellas preguntas por mera curiosidad.
—Lo siento —se apresuró a decir Jacen, dirigiendo sus disculpas a las dos—. No debí preguntar. Mi misión aquí consiste en encontrar a Zonama Sekot, y no en entrometerme en vuestros asuntos. Me has ayudado mucho, Wyn —añadió, dirigiéndose a ésta—, y yo te lo agradezco. No quisiera que tuvieras ningún problema por mi culpa.
—No lo tendré —dijo ella, enviando a Irolia una mirada rápida y algo escarmentada—. Pero quizá debamos cambiar de tema.
Los dos volvieron a atender a la holoimagen que tenían delante.
—¿Cómo marcha ese algoritmo, en todo caso? —preguntó Jacen después de estudiar los datos un momento—. ¿Ya casi lo tienes?
—Preparado para funcionar. Sólo tienes que darme los criterios de selección.
—Lo que dijimos antes: deberá señalarse para nuestra atención todo sistema que haya adquirido un nuevo mundo habitable durante los últimos sesenta años. Si Danni tiene razón, con esto se estrechará nuestra búsqueda espectacularmente. ¿Puedes hacerlo?
—Claro —dijo la muchacha, y bajó la cabeza poniéndose a la tarea, sin levantarla cuando unos pasos se dirigieron hacia ella a través de la biblioteca.
Tampoco tuvo que volverse Jacen para saber de quién se trataba. Lo comprendió al ver cómo se ponía firme al instante la comandante Irolia, así como por la hostilidad que irradiaba aquel hombre al entrar en la sala.
—Descanse, comandante —dijo el navegante jefe Aabe.
Jacen y Wyn se volvieron hacia él, haciendo girar sus sillas.
El hombre calvo se dirigió a la mesa con paso regular, con un guardia chiss a cada lado. Llegó hasta donde estaba sentada Wyn y le puso una mano en el hombro.
—Tu padre me ha pedido que venga a recogerte.
La muchacha parecía preocupada.
—Lo de hablar de los droides lo he hecho sin querer —dijo—. Lo juro. Si me dejas que me quede a…
—Esto no tiene nada que ver con eso, niña —dijo Aabe con voz firme—. Pero si desobedeces las órdenes de tu padre, estará más descontento contigo, ¿no te parece?
Wyn hundió los hombros, y después se puso de pie.
—Lo siento, Jacen —dijo, dirigiéndole una mirada nerviosa—. Pero te deseo buena suerte con la búsqueda.
—Gracias —dijo él, y se quedó contemplando cómo Aabe se la llevaba de la sala, sin poder protestar—. Espero que algún día tengas la oportunidad de visitarme en mi casa.
Ella le dedicó una rápida sonrisa cuando ya se cerraba la puerta entre los dos. Y, después, se perdió de vista, y Jacen quedó a solas con la comandante Irolia. La comandante se sentó pesadamente, evitando con sus ojos rojos la mirada de Jacen. Éste advertía que tampoco a ella le había gustado cómo se habían llevado a Wyn de la sala.
Aunque no cruzaron palabra, Jacen no pudo menos de sentir una cierta inquietud por lo que acababa de suceder. De alguna manera, algo le producía mala impresión.
En efecto, la búsqueda de Wyn estaba preparada para funcionar, tal como había asegurado ella. Jacen consultó una lista de referencias en su datapad y se puso a pensar por dónde empezaría. Pasó varios minutos aparentando que estaba sumido en una reflexión profunda; pero, por una vez, no estaba pensando en Zonama Sekot.
Se descolgó del cinturón el intercomunicador y se volvió para dar la espalda a Irolia.
—¿Tío Luke? ¿Me oyes? —preguntó, reduciendo al mínimo la voz y el volumen del intercomunicador.
—Te oigo, Jacen. ¿Has encontrado algo?
—Todavía no. Sólo quería asegurarme de que estáis bien.
—Todo va bien. Seguimos en la barcaza de hielo, cerca del espaciopuerto. Estaremos de vuelta dentro de dos horas —hubo una breve pausa—. ¿Va todo bien por ahí?
—Bueno, acaba de pasar una cosa rara. ¿Sabes si Soontir Fel ha estado en contacto con el navegante jefe Aabe en la última media hora, o cosa así?
—No, que yo sepa. Ha estado siempre con nosotros.
Aabe había mentido cuando había dicho que Fel lo había enviado a recoger a Wyn. Pero ¿por qué? Jacen reflexionó a fondo. Se preguntó qué pretendía Aabe. ¿Aislar a Jacen, quizá? Miró a la comandante Irolia. Ésta estaba sentada, completamente inmóvil, vigilándolo en silencio. No percibía nada inoportuno en el tono de los pensamientos de ella (ni impaciencia, ni inquietud), y en la Fuerza no se apreciaba nada que indicara que se dispusiera a atacarle. La amenaza debía de estar dirigida a otra parte. Pero ¿dónde?
—¿Jacen? —le preguntó su tío, que parecía preocupado—. ¿Qué pasa?
—Probablemente no será nada —respondió él—. Sólo que…
Pero sin que hubiera tenido tiempo de terminar la frase, le llegó a través de la Fuerza una sensación de alarma extrema. Tampoco procedía de Luke, sino más bien de alguien próximo a su tío. Y aquel pensamiento venía entremezclado con una impresión de un páramo desolado, blanco y frío, con vientos aullantes.
—¡Nos atacan! —dijo un grito apremiante por el intercomunicador.
—¡Tía Mara!
Aunque estaba a miles de kilómetros de distancia, Jacen se puso de pie instintivamente de un salto y buscó su sable láser.
También Irolia se puso de pie, sobresaltada por la reacción inexplicable de Jacen, y también ella llevó la mano automáticamente a su arma.
—¿Qué pasa? —preguntó con inquietud, claramente desconcertada.
Jacen no le hizo caso.
—¡Tío Luke! ¡Tía Mara! —gritó por el intercomunicador—. ¡Responded!
La respuesta de su tío tardó unos segundos en llegar, pero a Jacen le parecieron siglos de silencio atormentado.
—Jacen, ahora no puedo hablar —dijo Luke entre crujidos de interferencias.
Después, Jacen se quedó solo, necesitando desesperadamente saber lo que había pasado, pero comprendiendo que podría tardar algún tiempo en enterarse. En el aire se respiraba la traición, tan densa y empalagosa que por un momento se sintió incapaz de respirar.
—Que la Fuerza te acompañe —murmuró en voz baja a su tío, soltando a pesar suyo la empuñadura de su sable láser. Sus pensamientos se volvieron hacia Wyn, estuviera donde estuviera—. Y a ti también.
* * *
Jaina abrió los ojos bajo una luz fuerte. Hizo un gesto de dolor y de irritación ante aquella inundación repentina de información.
—¿Dónde estoy? —preguntó con voz ronca, mirando a un lado y a otro con los ojos entrecerrados mientras intentaba incorporarse para quedar sentada. Aquellas tareas sencillas le producían quejidos de dolor en todos los huesos del cuerpo, y deseó por un instante haber seguido inconsciente.
Parecía que se encontraba en un estudio de alguna clase, aunque los detalles seguían siendo difuso. Le llegaba un fuerte olor a cuero, y sus dedos no tardaron en descubrir el lujoso sofá donde estaba sentada.
—Bienvenida de nuevo, Jaina.
Se volvió levemente hacia la voz, y distinguió una forma borrosa difusa, de cara verde, de pie junto a lo que parecía ser una puerta. En realidad, no le habría hecho falta mirar; ya sabía de quién era la voz.
—Salkeli, traidor de tres al cuarto…
—No está allí —dijo alguien más cuando Jaina se llevó la mano al costado en busca de su sable láser. La voz le resultaba familiar, pero no le vino inmediatamente a la cabeza un nombre asociado a ella—. No te preocupes. No te pasará nada malo… si tú te comportas como es debido, se entiende.
Se sentía desnuda sin su sable de luz, sobre todo encontrándose en tal estado de debilidad. Dos disparos aturdidores tan próximos entre sí le habían dejado el sistema nervioso muy perturbado. Los ojos apenas empezaban a aprender despacio a enfocarse en los objetos. Y no sólo le faltaba el sable láser; también le había desaparecido el intercomunicador, junto con todo lo demás que podría haberle permitido pedir ayuda.
Se obligó a sí misma a sentarse más recta, volviéndose hacia la segunda persona. También ésta no era más que una mancha difusa, pero ella no quería que lo supiera.
—Salkeli me dijo que alguien quería hablar conmigo —dijo—. Supongo que tú eres ese alguien.
Quienquiera que fuese, estaba sentado tras un amplio escritorio e iba vestido con ricas prendas de color rojo.
—Supones bien.
—Entonces, ¿dónde estoy, exactamente? —volvió a preguntar ella, recorriendo con la vista los límites de la habitación con la esperanza de identificar algo que le resultara familiar.
—Estás en mis aposentos privados —dijo el hombre—. Estas habitaciones están insonorizadas y están protegidas contra cualquier infiltración electrónica. La puerta es blindada, y su cerradura sólo se puede abrir con la huella de mi pulgar —se recostó en su sillón de cuero haciéndolo crujir, evidentemente intentando dar una sensación de calma y de confianza—. Puedes creerme si te digo que no saldrás de aquí sin mi consentimiento.
—Sí, empiezo a hacerme a la idea —dijo ella, mirando a un lado y a otro de nuevo. Empezaba a poder enfocar la mirada, lo que le permitía distinguir las cosas con mayor claridad. El estudio estaba decorado a todo lujo. Las paredes estaban recubiertas de estanterías de madera pulida que contenían delicados adornos de cristal de roca, principalmente pequeños vasos y cuencos, algunos de ellos con vetas de colores vivos. Sin embargo, la belleza de los objetos quedaba algo deslucida por la presencia de Salkeli, que estaba de pie ante ellos, devolviéndole la mirada con su cara verde, en la que se apreciaba una expresión de gran petulancia.
Cuando volvió a mirar a la persona que estaba sentada tras el escritorio, ya había recuperado el enfoque de la vista. El vice primer ministro Blaine Harris, huesudo y de ojos penetrantes, la miraba con ojos interrogadores.
—¿Y bien? —le preguntó, extendiendo los brazos como en gesto de súplica—. ¿Estás dispuesta a colaborar?
Ella disimuló cuidadosamente su sorpresa.
—Eso depende.
—¿De qué?
—De qué penséis hacer conmigo, claro está —respondió ella—. Y también de lo que hicisteis con los créditos.
Él frunció marcadamente el ceño.
—¿Con los créditos? ¿Qué créditos?
—Los créditos que habéis estado desviando del tesoro bakurano, claro está —dijo ella, arriesgándose con una teoría posible—. Libertad descubrió las salidas, y por eso metisteis a Malinza en la cárcel. Pero lo que no entiendo es para qué queríais tanto en un principio. O sea, ¿qué podíais comprar con tantos millones de créditos?
—Ah, sí —dijo Harris, asintiendo en muestra de comprensión—. Salkeli ya me ha contado vuestra pequeña teoría. Corrígeme si me equivoco, pero ¿no es cierto que Libertad no consiguió demostrar nada que me implicara?
—Sí; pero estoy seguro de que Vyram lo habría conseguido si hubiera tenido ocasión.
—Lo dudo mucho —dijo Harris, juntando las puntas de los dedos ante su cara, en la que lucía una leve sonrisa—. Verás, en realidad no fui yo quien robó esos créditos.
Jaina se forzó a soltar una risa de incredulidad.
—¿Pretendes que me crea…?
—Francamente, a mí no me importa que me creas o no —la interrumpió él—. Porque la verdad es que no fui yo. Si hubiera tenido acceso a tantos créditos, ¿crees que habría estado empleando a espías como éste?
Señaló a Salkeli con un gesto. El rodiano no dio la menor muestra de contrariedad ante el evidente insulto.
—Lamento desilusionarte, Jaina —siguió diciendo Harris—, pero yo no soy el ladrón que buscas. Pero me interesaba el asunto, y tengo tanta curiosidad como tú por descubrir al responsable. Procuraré estudiarlo con más atención cuando haya concluido esta farsa ridícula. No voy a consentir que se despoje de esa manera a la ciudadanía bakurana.
Jaina observó al vice primer ministro con los ojos entrecerrados, intentando detectar cualquier indicio de falsedad por su parte. Por mucho que buscaba, no encontraba nada. A pesar de todo, no le creía.
—Te traes algo entre manos —dijo por fin—. Lo sé.
—Ah, eso no lo niego ni por un momento —dijo él con una risa—. Sólo que no es lo que tú crees.
Harris pulsó un control en su escritorio, y se deslizó hacia un lado una sección de la pared del despacho. Tras ella había un holoproyector de tres metros de ancho. El vice primer ministro se levantó para contemplar desde un punto de vista mejor la imagen que cobró vida en el holoproyector.
Jaina la reconoció por haberla visto de paso en su venida a Salis D’aar: un anfiteatro inmenso, cuyos muros estaban adornados de cintas y banderines con los emblemas de P’w’eck y de Bakura. Había pancartas con mensajes de saludo a los alienígenas visitantes tendidas entre las enormes columnas de piedra que se levantaban en el exterior, y sobre el anfiteatro flotaba un toldo enorme que cubría el espacio central, y en cuya parte inferior estaba pintada la bandera de Bakura. El sol ascendía tras el punto de vista de la holocámara, arrojando un brillo dorado sobre las escaleras y las columnas de piedra. Ya empezaba a llegar público a los asientos, mientras los guardias, uniformados de verde, vigilaban que nadie entrara en la zona circular del centro del estadio, que era, con mucho, la parte más decorada que se veía.
—La ceremonia —dijo Jaina.
Blaine Harris asintió.
—Ya estará en marcha de aquí a una hora. Y tengo entendido que va a ser muy impresionante.
—¿Vas a intentar detenerla?
Harris apartó un momento la vista del holo para dedicarle una mirada de desdén.
—No seas tonta, niña —dijo con evidente desdén, y se volvió de nuevo hacia la imagen—. Mis intenciones son mucho más complejas que todo eso.
Jaina intentó forzarse a pensar. Pasaba algo, pero ¿qué?
—Lo has llamado «farsa» —apuntó.
—No me refería a la ceremonia, si eso es lo que crees.
Apareció en el holo un pelotón de guardias p’w’eck. Con sus músculos poderosos, cuyo movimiento regular se apreciaba bajo sus escamas marrones mate, se dispersaron para inspeccionar el círculo del centro del estadio, donde Jaina suponía que iba a tener lugar la ceremonia en sí.
—No dicen gran cosa acerca de la ceremonia —siguió diciendo Harris, pensativo, sin dejar de contemplar la marcha de los acontecimientos—. Supongo que tienen derecho. Es un privilegio para nosotros poder participar en ella.
—Yo creí que las gentes de Bakura no iban a ser más que meros espectadores.
—Ah, así es. Pero nuestro planeta se va a volver sagrado, y eso no pasa todos los días.
—¿Crees de verdad en esas cosas? —preguntó Jaina.
A él le hizo gracia la pregunta.
—Claro que no las creo. Pero los p’w’eck sí, y con eso me basta —se volvió hacia Jaina—. ¿No has reparado nunca en las semejanzas entre los ssi-ruuk y los yuuzhan vong? Son dos culturas xenófobas, estratificadas, religiosas y expansionistas. Ambas expresan estas tendencias en metodologías violentas. Ambas son, o han sido, enemigos poderosos de la Nueva República.
—Igual que los yevetha —dijo Jaina.
Harris frunció el ceño.
—¿Qué tienen ellos que ver con esto?
—Puede que nada —dijo ella, negando con la cabeza. «O puede que todo», añadió para sus adentros—. Sigue.
—Tanto los ssi-ruuk como los yuuzhan vong se sirven como esclavos de sus enemigos vencidos; una fea costumbre que veo con agrado que los p’w’eck han abandonado. Es una de las dos cosas que han aprendido de sus antiguos señores.
—¿Y la segunda?
—El fin de la xenofobia, naturalmente —dijo, como quien afirma una evidencia—. Yo tengo la esperanza de que las dos cosas puedan convertirse en tres. Al consentirles su ritual, quizá puedan aprender a convertir su religión en una actividad no violenta. Después, trabajaremos con su sistema de castas, intentando dar un poco más de flexibilidad a su mentalidad de esclavos. Verás, la aceptación puede ser una herramienta de cambio tan eficaz como la dominación y la fuerza.
Ella frunció el ceño, entendiendo lo que le decía pero sin captar el contexto.
—Lo siento, pero creo que no termino de entender lo que quieres decirme.
Él se apartó del holo con un suspiro y empezó a pasearse por la sala.
—Lo que quiero decirte, Jaina, es que no necesitamos que la Nueva República nos diga lo que tenemos que hacer aquí, en Bakura. Podemos tomar nuestras propias decisiones, y vosotros, al vigilarnos tan de cerca, no hacéis más que complicar las cosas.
—Pero no hemos venido a hacer eso —protestó ella—. Sólo hemos intentado asegurarnos de que todo va bien con…
—¿De verdad? —la interrumpió él—. Me resulta muy difícil creerlo —se apartó unos pasos de ella y la miró a los ojos con dureza—. En la víspera de nuestro momento culminante, de la alianza con los herederos de nuestros antiguos enemigos, aparecéis vosotros para sembrar discordia. ¿Por casualidad? No lo creo.
—Espera un momento. Nos llamó a Bakura alguien preocupado porque estaba pasando algo malo.
—¿Y quién era, exactamente?
Ella desvió la mirada.
—Un informante —dijo, sin poder dar más datos.
Él soltó un bufido.
—Si he aprendido algo en el ejército, es que un informante mal informado puede hacer más daño que un agente doble que sepa engañar. La única manera de saber algo con certeza, querida niña, es verlo con tus propios ojos. E incluso en ese caso…
Se volvió hacia la proyección sin terminar la frase. Cuando volvió a hablar, lo hizo con tono más suave y habiendo cambiado de tema.
—Creí que no llegaría a ver este día. Después de tantos años de miedos y de dudas, Bakura ha descubierto por fin el medio de ser lo que siempre hemos querido que sea: independiente y seguro.
Desde este día, Bakura será un mundo por derecho propio, no un mundo encadenado al Imperio, ni a la República, ni a los ssi-ruuk. Con los p’w’eck podemos forjar una nueva alianza, una alianza escogida por nosotros mismos, no impuesta por las circunstancias. Nunca volverán a despojarnos de la paz unas potencias lejanas. Ha llegado el momento de que seamos fuertes por fin.
Jaina, recordando lo que le habían contado acerca de disturbios y alborotos, dijo:
—Supongo que no todo el mundo comparte tu opinión al respecto.
—Eso era de esperar. La gente puede tardar tiempo en darse cuenta de lo que es bueno para ellos —una sonrisa de disculpa se asomó a su rostro anguloso—. Tengo la perspectiva suficiente para darme cuenta de que en esto estoy traicionando algunos de mis propios principios. Pero como podrían decir los que creen en el Equilibrio Cósmico, a veces hace falta un mal grande para producir el bien máximo.
—¿De qué tipo de mal estamos hablando, exactamente?
Él no atendió a su pregunta.
—¿Sabes? Es extraño que nosotros, los de Bakura, desafiemos tan abiertamente la voluntad de los Jedi. Quiero decir, que no es sólo que se trate de tu tío, Luke Skywalker, que desempeñó un papel tan importante para salvarnos de los ssi-ruuk, hace tanto tiempo, sino de que nuestras creencias se aproximan tanto a las vuestras. También vosotros creéis en un sistema cósmico de equilibrio y compensaciones que sirve, en última instancia, para que la vida salga adelante. No sé si estás familiarizada con las creencias de la población nativa del planeta, los kurtzen, pero ellos se aferran a la fe en una fuerza vital universal que no es muy distinta de vuestra Fuerza que todo lo alcanza. Si hubiésemos combinado las dos creencias, podríamos habernos integrado con vosotros; pero no ha existido nunca un Jedi de Bakura, que yo sepa. Me parece extraño.
—¿Crees que os despreciamos, vice primer ministro? ¿Se trata de eso? Hay millares de mundos. Se tarda tiempo en explorarlos todo; un tiempo del que no disponemos, ahora que los yuuzhan vong…
La risa de él la interrumpió.
—¡No me mueven los celos! Verás…
Sonó un zumbido en la puerta. Harris miró a Salkeli, que se irguió y levantó la pistola de láser.
—Puede que sea esto —dijo el vice primer ministro. Pasó tras su escritorio, comprobó algo y asintió con la cabeza—. Y justo a tiempo —levantó la cabeza para mirar a Jaina con una sonrisa—. Parece que han llegado los refuerzos. Puedo añadir que de manera muy involuntaria, pero, en cualquier caso…
Hizo una señal a Salkeli, y el rodiano cruzó la sala para tomar a Jaina del brazo, apoyándole en el costado la pistola láser. Ella decidió seguirle la corriente de momento. El rodiano tenía poca fuerza de voluntad, y seguramente a ella no le costaría mucho trabajo hacer que volviera la pistola láser contra Harris. Pero pensó que sería más prudente esperar un rato, por si podía descubrir cuál era exactamente el plan de Harris… y si había alguna manera de impedirlo.
Salkeli la llevó a un punto en la esquina de la sala que no se veía desde la puerta. Le llevó la pistola láser al cuello y le apretó con ella con fuerza bajo la barbilla, mientras le cubría la boca con una mano coriácea. Después, hizo una señal a Harris, y el vice primer ministro cruzó la sala y apoyó el pulgar en la cerradura.
La puerta doble se abrió con un silbido y entraron apresuradamente tres personas. Jaina no las reconoció al principio (llevaban mantos y capuchas), pero vio que no eran sus padres con Tahiri. Estaba claro que no eran los que había esperado Harris cuando había hablado de la llegada de «refuerzos». Sólo cuando la puerta se cerró a sus espaldas y el que iba delante se volvió hacia Harris, Jaina pudo ver de quién se trataba.
—Tenemos problemas —dijo Malinza Thanas. Los otros se quitaron las capuchas, y resultaron ser Jjorg y Vyram.
Harris dio muestras de inquietud.
—¿Qué ha sido de Zel?
—Le dispararon cuando huíamos del Montón —dijo Malinza, con voz entre la ira y las lágrimas—. ¡Le han disparado, Blaine!
—Lo importante es que estáis a salvo —repuso él con tranquilidad—. Ahora todo irá bien.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Apenas hemos podido llegar hasta aquí sin que nos vieran! Y gracias a que la seguridad está pendiente de la ceremonia. ¡No vamos a poder aparecer en público nunca más mientras no descubras quién está detrás de esto!
—¿Detrás de qué, querida?
—De montarme una falsa acusación de secuestro, para empezar… para dejarme escapar después, de manera que pareciera culpable. ¡Es probable que me culpen también de la muerte de Zel! —Malinza parecía estar a punto del colapso nervioso, pero consiguió controlar sus emociones con un esfuerzo evidente—. También hemos perdido a Salkeli. Hizo de distracción mientras escapábamos nosotros, pero no se ha reunido con nosotros en el punto acordado. Temo que…
—Deberías saber que yo no me dejaría nunca atrapar ni matar, Malinza —dijo el rodiano, saliendo de donde había estado oculto y arrastrando consigo a Jaina—. Pero supongo que no me conocías tan bien, ¿verdad?
Malinza se volvió hacia él. Su expresión de sorpresa se agudizó cuando vio a Jaina.
—No… no entiendo.
—Eso resulta cada vez más claro —dijo Harris, sacando a su vez otra pistola láser de debajo de su túnica escarlata—. Las armas en el suelo, si tenéis la bondad.
Malinza, pálida, dejó caer su pequeña pistola láser en la alfombra, ante ella. Jjorg obedeció con un gruñido, mientras Vyram hacía con calma lo que le ordenaban, sin dar a conocer sus pensamientos.
—¿Qué piensas hacer? —preguntó Malinza, esforzándose más aún por tener bajo control sus emociones.
—¿Hacer?
Harris hizo una seña a Salkeli, y el rodiano empujó a Jaina hacia los demás.
—Voy a hacer la tarea que pensabais hacer vosotros, claro está. ¿Por qué iba a financiaros, Malinza, si nuestros objetivos no hubieran sido los mismos desde el primer momento? Voy a unir al pueblo contra la Alianza Galáctica. Con la ayuda de los p’w’eck, voy a proteger a Bakura al máximo de las invasiones externas. Dirigiremos para siempre nuestro propio destino —sonrió fríamente—. La única diferencia verdadera entre tus planes y los míos es que, cuando los míos culminen, el pueblo de Bakura estará unido siguiéndome a mí, y no a ti. Y será una pena, desde luego, ya que lo que los movilizará finalmente será tu muerte trágica. Además de la traición terrible de los Jedi, que vinieron para esclavizarnos una vez más.
—¿Qué? —exclamaron Malinza y Jaina a la vez.
—Todo os quedará claro a su debido tiempo, os lo aseguro. Ahora, Salkeli, ten la bondad de atarles las manos.
El rodiano empujó a Jaina hacia los demás, guardó su pistola de láser en la pistolera y sacó de un cajón en el escritorio de Harris esposas electrónicas para los cuatro. Jaina sintió que los miembros de Libertad estaban más inquietos ahora que sólo los apuntaba una pistola láser. Intentó cruzar la mirada con la de Malinza, pero la muchacha la rehuía voluntariamente, aunque Jaina no sabía si era por vergüenza o por enfado.
—Si crees que lo vas a conseguir, estás loco —dijo Jaina, intentando desviar el peso de la rebelión hacia sus hombros.
—¿Conseguir qué, exactamente? —dijo Harris, riendo—. ¡Ni siquiera sabes qué es lo que pienso hacer!
Al vice primer ministro le parecía todo aquello demasiado divertido para el gusto de Jaina. Aquello preocupaba mucho a Jaina. Aquello, y la tranquilidad fría con que apuntaba a sus cautivos con la pistola láser.
Malinza miró a Salkeli con rabia cuando éste empezó a ponerle las esposas electrónicas en las muñecas.
—Habíamos confiado en ti —le dijo con desprecio.
—Si te sirve de algo, Malinza, será seguramente el último error que hayas cometido en tu vida.
—¡Malinza, no! —gritó Jaina cuando vio que la muchacha se ponía rígida apreciablemente.
Pero era demasiado tarde. Sin dar tiempo a que se cerraran las esposas electrónicas y le apretaran las muñecas, Malinza apartó las manos de Salkeli y le clavó una rodilla en la ingle. Cuando Salkeli se dobló hacia delante, ella lo derribó de un golpe. Cuando apenas había empezado a poner gesto de sorpresa, también Jjorg se adelantó. La rubia de largos miembros se abalanzó a través de la sala, impulsándose con los fuertes muslos y tendiendo las manos hacia la pistola de Harris.
Éste no se movió siquiera, salvo para apretar el gatillo. Sonó un solo disparo, y Jjorg cayó al suelo con un golpe espeluznante.
Después, la pistola apuntó a Jaina.
—No sé lo que estarás pensando —le dijo con voz tranquila—, pero te recomiendo que no lo hagas.
Malinza retrocedió, boquiabierta de horror, mirando el cuerpo inerte de Jjorg. Vyram hizo ademán de ayudar a su camarada caída, pero Jaina se apresuró a sujetarle.
—Va en serio —dijo Jaina—. Esa pistola láser no está en aturdir.
—¿Por qué no has hecho nada? —le preguntó Malinza, con voz cargada de reproche y con las mejillas inundadas de lágrimas.
Jaina negó con la cabeza. No había ninguna manera agradable de decirlo.
Harris le ahorró el trabajo, diciendo:
—Si Jjorg no se hubiera resistido, seguiría viva.
Jaina lo habría dicho, quizá, de manera menos brusca, y habría añadido algo en el sentido de que ya tendrían oportunidad de escapar más adelante, cuando se enteraran de en qué consistía exactamente el plan de Harris; pero las palabras de éste habían recogido la esencia del mensaje.
Salkeli se había puesto de pie otra vez, con la piel algo gris. Se acercó a Malinza y le gruñó:
—No vuelvas a intentar una cosa así.
Le puso entonces las esposas, y Jaina vio que Malinza hacía un gesto de dolor cuando Salkeli las apretó a las muñecas de la muchacha, evidentemente más fuerte de lo necesario. Malinza no protestó; le dejó hacer, apretando con fuerza los dientes, incapaz de ocultar en sus ojos la rabia y el sentimiento de haber sido traicionada.
—Esto me viene bien, la verdad —dijo Harris, mientras Salkeli esposaba a Vyram—. Me habéis ahorrado el trabajo de decidir a cuál pegar un tiro. Nada como un cadáver para demostrar que hubo lucha, ¿no os parece? Por desgracia, los de seguridad estaban tan distraídos por el Keeramak y por la ceremonia, que no advirtieron un pequeño fallo de las cámaras que vigilan la antecámara de mi despacho y los pasillos externos. Cuando lo descubran, no dejaré de reconocer tu maña, Vyram, por haber sabido manipular los ordenadores oficiales. Tú serías muy capaz de llevar a cabo una intromisión como ésta, ¿no te parece?
Jaina ofreció las manos cuando le llegó el turno de ser esposada. Cuando Salkeli le rodeó las muñecas para cerrar las esposas de duracero, Jaina le impuso en la mente una idea sencilla, el clic del cierre de las esposas. Reforzó la idea haciendo un gesto de dolor semejante al de Malinza, como si le oprimieran la piel.
Salkeli retrocedió dedicándole una mirada burlona, seguro de que todos los prisioneros estaban bien esposados. Jaina le devolvió una sonrisa de desafío. Las esposas le apretaban las muñecas, pero no estaban cerradas. Podría abrirlas dando un buen tirón cuando llegara el momento oportuno. Después, ayudaría a Malinza y a sus amigos a escapar.
Salkeli sacó la pistola de láser y se apostó junto a Harris. Malinza le miraba con rabia y con ojos de odio, mientras Harris se detenía para contemplar en el holoproyector la multitud creciente, antes de apagarlo y de cerrar el panel.
—Dentro de una hora, este planeta formará parte consagrada del Movimiento de Emancipación P’w’eck. Y tú, mi querida Malinza, serás mártir de tu causa. ¿No te llena de orgullo?
Malinza escupió en la alfombra ante sus pies.
Harris se limitó a devolverle la sonrisa, con expresión de deleitarse en su triunfo.
—Una respuesta digna de una buena rebelde —dijo. Se volvió hacia su cómplice—. Salkeli, en posición, por favor.
El rodiano empujó a sus tres prisioneros hacia la puerta, y Harris la abrió con su huella del pulgar. Jaina, Malinza y Vyram salieron de la sala, apuntados por la pistola láser.
—¿Dónde nos llevas? —preguntó Malinza.
—Espera, ya lo verás —dijo Harris—. Te garantizo que no quedarás desilusionada.