El carguero apareció del hiperespacio demasiado cerca de Bakura y se puso a dar vueltas sobre sí mismo al instante. Sus impulsores se activaban y se desactivaban al azar, lo que no facilitaba la situación del carguero, mientras que su subespacio no transmitía más que estática, que a Jag Fel le sonaba a algo muy parecido al zumbido de insectos furiosos.

Había dedicado mucho tiempo y trabajo a aprenderse los modelos y los fabricantes de las naves de la República y de las del Imperio, pero le resultaba difícil identificar aquella. Su diseño asimétrico distintivo daba a entender que procedía de la Corporación Corelliana de Ingeniería, probablemente algo entre el YT 1300 y el YT 2400; aunque no podía saberlo con toda certeza. En cualquier caso, la nave estaba en mal estado, y no tenía aspecto de ir a mejorar fácilmente.

La habría pasado por alto sin más, si no fuera porque el piloto, fuera quien fuese, se estaba acercando peligrosamente al lugar donde estaba destacado el Orgullo de Selonia.

—Grupos B y C, preparados —dijo Jag, y pasó a un canal comercial—. Carguero no identificado, estás invadiendo nuestro espacio. Cambia el rumbo inmediatamente o nos veremos forzados a tomar medidas.

No recibió más respuesta que más ruido de estática.

Apartó su desgarrador del Selonia para salir al encuentro de la nave que venía hacia ellos. Su compañera de vuelo le siguió, abriendo con suavidad los alerones-s de su Ala-X.

—Control Orbital de Bakura —transmitió por los canales locales—, ¿ha dado alguien permiso a este carguero para que ocupe nuestra órbita?

—Negativo, Gemelo Uno —le respondieron al instante—. Ese vuelo no está autorizado. Pero sí que lo hemos visto antes.

—¿Conocéis sus datos de registro?

—Claro que sí. Lo llaman el Caballero Alegre, y su propietario es un wookiee llamado Rufarr. La verdad es que me extraña verlo de vuelta por aquí. Se marchó dejándome a deber algunos créditos.

«No es un wookiee corriente, entonces —pensó Jag mientras veía cómo se acercaba el carguero hacia él, dando tumbos—. Y tampoco es una aproximación corriente».

—Creo que ahora mismo tiene preocupaciones mayores —transmitió Jag—. Solicito permiso para desviarla a una trayectoria que no sea peligroso.

—Con tal de que prometas no ser demasiado delicado —dijo con sorna el Control Orbital.

—Haz lo que haga falta, Gemelo Uno —añadió la capitana Mayn desde el Selonia—. Pero asegúrate de que no se nos acerque.

Hizo un nuevo intento.

Caballero Alegre, tienes diez segundos para obedecer mis instrucciones, o serás interceptado. Responde, por favor.

Siguió sin oírse más que crujidos por el comunicador.

—De acuerdo, vamos allá.

Aplicó potencia a sus reactores y llevó su desgarrador junto al carguero que daba tumbos.

—Grupo B, acercaos y sumad vuestros escudos al mío. Vamos a intentar empujarlo un poco.

Dos Ala-X y otro desgarrador se unieron a Jag y a su compañera de vuelo. Con la mitad del Escuadrón Soles Gemelos trabajando en conjunto, el rumbo del carguero empezó a cambiar gradualmente, pero habían tenido que dirigir a los motores y a los escudos de sus naves toda la energía disponible. Jag no perdía de vista al carguero, por si acaso intentaba hacer algo.

Llegó a la conclusión de que bastaría con cinco grados. De ese modo, el carguero pasaría bien lejos del Selonia y no se acercaría a la atmósfera de Bakura…

Vio de reojo un relámpago. En aquel momento mismo se activó una docena de instrumentos de su consola, y comprendió que acababa de atravesarlo una lluvia de neutrinos.

—¿Alguien más ha captado eso?

—Afirmativo, Gemelo Uno —dijo el líder del Grupo B—. Mira los impulsores.

Jag volvió la cabeza para asomarse por la parte trasera de la cubierta transparente de su cabina. Los motores del carguero se activaban y desactivaban furiosamente, variando su empuje con grandes oscilaciones de energía.

—No me gusta el aspecto que tiene esto —murmuró entre dientes.

Apenas habían salido estas palabras de sus labios cuando los impulsores emitieron un chispazo especialmente brillante, y después se apagaron por completo.

—¡Apartaos! —gritó por el comunicador—. ¡Todos los cazas, separaos inmediatamente!

Él ya tiraba con fuerza de los mandos de su desgarrador para ascender y apartarse del carguero averiado.

—¡Toda la energía a los escudos de popa! ¡Poned todo lo que tengáis entre esa cosa y nosotros! Va a…

Se produjo tras él un rayo blanco cegador, y después algo se apoderó de su desgarrador y lo hizo girar como un trompo sobre todos sus ejes. Se aferró a los lados de su asiento de vuelo, sin oír por el comunicador más que el chillido de la materia atormentada.

Terminó por fin el salto desenfrenado y volvieron a aparecer las estrellas.

Jag frenó sus rotaciones y comprobó el estado de los otros cuatro cazas. Vio con alivio que todos estaban presentes, aunque un poco conmocionados por la experiencia. Del Caballero Alegre no quedaba más que un montón irregular de chatarra, que sería probablemente una parte del chasis estructural de proa. El resto había quedado desintegrado por la avería de los impulsores.

—Control Orbital de Bakura —dijo por su comunicador con voz solemne—. Creo que te puedes despedir de tus créditos.

—No los des por perdidos todavía, Gemelo Uno —dijo la voz de la capitana Mayn—. Hemos registrado un lanzamiento desde el Caballero Alegre justo antes de la detonación. Parecía una cápsula de salvamento pequeña de alguna clase.

Esto sorprendió a Jag.

—¿Una cápsula de salvamento? ¿Estás segura? Yo no he visto nada.

—Totalmente segura —respondió Mayn—. Salió por el lado opuesto de la nave a donde os encontrabais vosotros; por eso no la habréis visto.

—¿Quieres decir que iba rumbo a Bakura? —aunque Jag seguía algo desorientado por la onda expansiva, todavía distinguía lo que era arriba de lo que era abajo. Cualquier piloto era capaz de distinguirlo en un pozo de gravedad—. ¿Tiene reactores?

—Los tiene encendidos, pero no le bastan. La entrada en la atmósfera será demasiado brusca. ¿Quieres ir por él, o se lo dejamos al C. O. de Bakura?

—Negativo —dijo el Control Orbital por la línea abierta—. No podríamos llegar a tiempo. Lo siento, Gemelo Uno, pero tendrás que ser o tú o nadie.

—Entendido —dijo Jag, esperando para sus adentros no encontrarse con nuevas sorpresas.

Hizo girar su desgarrador alrededor de la nube creciente de chatarra, con sus motores a potencia máxima. La cápsula apareció en su pantalla un segundo más tarde, cayendo velozmente. Su velocidad iba en aumento, pero no podía compararse con la de un desgarrador a toda potencia. Desaceleró con cuidado, poniéndose a su altura cuando fue aumentando en sus pantallas. No se apreciaba a simple vista ninguna trampa ni disparador; sólo el parpadeo de una señal de emergencia, brillante y repetitiva en los canales subespaciales.

Jag no sabía con exactitud qué tipo de equipos de comunicación montaba en sus cápsulas de salvamento la Corporación Corelliana de Ingeniería, pero supuso que no serían gran cosa. Antes de poner rumbo a la cápsula escaneó los canales subespaciales buscando cualquier posible transmisión que pudiera estar realizando el ocupante de la cápsula (si lo había) por un intercomunicador local como el que debía de llevar. Recogió varias transmisiones de baja potencia, entre las que se contaban prácticamente todos los radiofaros de navegación en un mes luz a la redonda, hasta que dio por fin con una voz débil que exclamaba con estridencia:

—¡… na emergencia! ¡Que alguien me responda, por favor! Necesito ayuda. ¿Me oye alguien? Estoy…

—Aquí el coronel Jag Fel, llamando al ocupante de la cápsula de salvamento… —leyó el número de identificación, cuando la rotación del corto cilindro lo dejó al descubierto— uno, uno, dos, uve. ¿Me oyes?

La respuesta fue inmediata y cargada de alivio.

—¡Sí! ¡Sí, te oigo! ¡Gracias al Equilibrio que me has encontrado! ¡Empezaba a creer que había conseguido huir para nada!

Jag ajustó su rumbo disponiéndose a acercarse. Estaba claro que aquella voz no era la del capitán wookiee del carguero destruido.

—¿Quieres decirme qué ha pasado allí?

—El impulsor falló en pleno salto de hiperespacio, y yo no sabía qué hacer para arreglarlo. El ordenador de navegación se quedó muerto con la subida de energía que siguió a la avería del motor. He tenido suerte de que ese montón de tornillos haya llegado hasta aquí.

—¿Hay más supervivientes contigo?

—Sólo yo. La tripulación ha muerto… y yo me alegro de habérmela quitado de encima. ¡Todos eran unos demonios asesinos!

Jag titubeó.

—¿Los mataste tú?

—Sólo en defensa propia.

La voz adoptó un tono más imperioso.

—Oye, ¿has venido a salvarme, o a interrogarme?

—Sólo quiero enterarme de a quién estoy salvando, eso es todo.

«Y de qué clase de monstruo eres», añadió para sus adentros.

—¿Quieres saber quién soy? Pues soy el primer ministro Cundertol, ¡y te ordeno que me recojas ahora mismo! Después de todo lo que he pasado, no voy a consentir que un piloto novato haga una chapuza al rescatarme. Pásame con el Control Orbital ahora mismo, o palabra que haré que te quiten la licencia en menos que canta un…

—Mis disculpas, primer ministro —le interrumpió Jag, tragándose la réplica que le habría gustado darle—. Ahora mismo le subo.

Acercó más su desgarrador a la cápsula. Los ganchos magnéticos entraron en acción, y Jag activó sus impulsores con un poquito más de brusquedad de la necesaria para que la cápsula de salvamento dejara de caer en picado hacia la atmósfera. El rugido de los impulsores interrumpió las comunicaciones entre Jag y aquel remolque inesperado, cuánto más con el Control Orbital. El primer ministro tuvo que aguantar en silencio la maniobra larga y calurosa, con lo que los ingenieros corellianos hubieran instalado en la cápsula de salvamento a modo de fijaciones para aceleración. Aunque era probable que tuviera buenos motivos para sentirse impaciente, si las palabras que había dicho, tales como huir y asesinos, eran indicativas de lo que le había pasado, Jag no estaba dispuesto a dejarlo así como así.

Te voy a dar yo «piloto novato».

* * *

—… eran siete, cuatro humanos, dos rodianos y ese condenado capitán wookiee suyo. Yo me resistí, claro está, pero me tomaron por sorpresa. Cuando me hubieron sacado a escondidas del complejo del Senado bakurano, sólo tuvieron que llevarme hasta el espaciopuerto. Nadie detuvo a interrogar a un grupo de comerciantes que llevaban un cajón de documentos, y a nadie se le ocurrió escanear el cajón para comprobar que contenía lo que ellos decían —el primer ministro negó con la cabeza con aire solemne—. Esto le va a costar la cabeza a alguno, acordaos de lo que os digo.

El primer ministro Cundertol era un hombre grande, corpulento, de cabello rubio ya algo ralo y con la piel de color rosado. Llevaba bien su edad, y contrarrestaba cualquier muestra de flaqueza a base de bravuconería y gestos exagerados. Una vez rescatado de la cápsula de salvamento, estaba sentado en un banco ante la enfermería del Orgullo de Selonia.

Estaban con él Jag y la capitana Mayn. La capitana, que era tan alta como Cundertol pero pesaba la mitad que él, estaba sentada frente a él, con sus rasgos estrechos paralizados por la concentración. Sólo Jag, que estaba a un lado, advertía el tic que le agitaba la piel por debajo del cuero cabelludo afeitado.

—Adelante, primer ministro —dijo Jag, animándolo a seguir—. ¿Qué pasó después?

—¡Que me llevaron a bordo de su nave y me dejaron inconsciente, eso fue lo que pasó después!

Saltaba a la vista que Cundertol lo estaba pasando bien al relatar su historia, a pesar del despecho que sentía.

—Cuando volví en mí, estábamos en el hiperespacio. No tenía idea de dónde me llevaban. Me habían metido en una bodega de popa. Yo les oía hablar de vez en cuando, y no tardé en darme cuenta de que no estaba en calidad de rehén, como había sospechado en un principio. De lo poco que pude sacar en limpio de las frases sueltas que oí, pensaban llevarme a alguna parte para interrogarme… y, después, quitarme de en medio. Pero, por suerte, no me habían puesto bien las ataduras, y con un poco de esfuerzo conseguí liberarme las manos.

—¿Dijeron tus secuestradores para quién trabajaban? —preguntó Mayn.

—Expresamente, no. Siempre que hablaban de él, lo llamaban «el jefe». Aunque también podía ser «jefa», claro —añadió oscuramente.

—Bueno —dijo Mayn—, te alegrarás de saber que los tuyos han realizado una detención durante tu ausencia. Ayer detuvieron a Malinza Thanas, a la que han acusado de conspiración y de alteración del orden público. Al parecer, tus fuerzas del orden podrán añadir a estas acusaciones la de intento de asesinato, cuando te llevemos a tu casa y puedas contarles tu historia.

—¿Malinza? —dijo Cundertol, perplejo por un instante—. ¿Acusada? No. No me lo creo.

—Es cierto —dijo Jag—. Lo anunció el propio vice primer ministro Harris.

El primer ministro se sumió en sus pensamientos, claramente impresionado por la noticia.

—Así que, te liberaste —prosiguió Jag al cabo de unos momentos—. ¿Qué pasó después?

—¿Eh? —exclamó Cundertol, saliendo sobresaltado de sus pensamientos con expresión interrogativa. Después, siguió contando—. Ah, mi huida. Bueno, al cabo de un rato, uno de ellos vino a ver cómo estaba yo. Lo reduje y le quité la pistola láser. Lo dejé bien atado con las ligaduras que no me habían puesto bien a mí, y me dirigí silenciosamente a la proa para hacer frente a los demás. Había tres en la cabina de pasajeros. Como te puedes figurar, se sorprendieron al verme libre. Los reduje a un rincón mientras llegaban otros dos de la cabina de mando, dejando sólo al piloto al mando de la nave. Eran cinco contra uno… mala situación, aun para uno que se ha entrenado con las Tropas Especiales Bakuranas —comentó Cundertol, sacando pecho con orgullo—. Les exigí que me devolvieran, pero me dijeron que no se podía hacer nada hasta que el carguero saliera del salto por el hiperespacio. Yo alegué que podían cancelar el salto y volver inmediatamente, pero ellos siguieron dando excusas ridículas. Saltaba a la vista que lo que querían era ganar tiempo, aunque yo poco podía hacer, a menos que matara a uno para que los demás vieran que iba en serio. Pero entonces habría sido tan malo como ellos, ¿no?

Miró sucesivamente a Jag y a la capitana Mayn, esperando su aprobación. Los dos asintieron con la cabeza, pero sin decir nada.

—En cualquier caso —prosiguió Cundertol—, pasamos unos minutos discutiendo, hasta que el wookiee intentó echarse sobre mí, y tuve que dispararles. ¡No me quedaba otra opción! Si caía en sus manos, podía darme por muerto. Era matar o morir. De modo que los maté.

El primer ministro se miró las grandes manos, como si no se creyera lo que habían hecho.

—Hiciste lo que tenías que hacer, señor —dijo Jag al cabo de unos momentos—. Nadie puede culparte.

Las palabras tranquilizadoras de Jag fueron recibidas con un gesto indefinido de la cabeza, poco convincente.

—Naturalmente, no los maté a todos —dijo Cundertol—. Sólo a los cinco que me atacaron. El que había dejado atado seguía en la bodega, y el piloto estuvo en la cabina de mando hasta que hubo terminado la pelea. A éste también lo até cuando se negó a obedecer mis órdenes. A partir de entonces, era cuestión de virar la nave y volver a casa. Todo habría marchado bien, si no hubiera sido porque a aquel cacharro le dio un ataque violento de deterioro del sistema y se me hizo pedazos en las manos. Cuando llegó el momento de abandonar la nave, ya habían fallado los sistemas de soporte vital en las bodegas de popa, matando a los dos que tenía atados; de otro modo, me los habría traído para juzgarlos. Al final, salieron bien parados. La muerte era poco castigo para ellos… muy poco.

Cundertol apretó los dientes como en señal de impotencia. Estaba claro que se sentía resentido, y Jag consideró que con razón. La meditécnica jefe del Selonia escuchaba con atención el relato desde la entrada de la enfermería. Cuando hubo quedado claro que el primer ministro había terminado, se adelantó y dijo:

—¿Estás seguro de que no estás herido, señor? Verdaderamente, deberíamos examinarte para ver…

—Estoy bien —la interrumpió él, apartándola con un gesto irritado—. Hace falta algo más que una pelea para acabar conmigo.

La meditécnica se retiró encogiendo los hombros huesudos.

—¿Habéis encontrado algún indicio en los restos? —preguntó Cundertol a Mayn.

—Me temo que no. Quedó muy poco de la nave.

—Es una lástima —murmuró—. Porque quiero que quien haya estado detrás de esto, sea quien sea, lo pague caro. Si mi secuestro ha desanimado al Keeramak o, peor todavía, si la consagración se ha cancelado del todo, no sé dónde acabaremos. No podemos permitirnos tensiones con los p’w’eck, ahora que los yuuzhan vong se aproximan por el otro lado. Nuestra flota de defensa ya está bastante apurada de suyo sin que tengamos que buscarnos más enemigos.

—¿Sabes dónde te llevaban tus secuestradores? —preguntó Jag—. Porque, si lo supiésemos, podríamos…

—Lo siento, joven —dijo bruscamente el primer ministro—, pero debes darte cuenta de que en esos momentos tenía cosas más importantes de que preocuparme, tales como conservar la vida. ¡No podía permitirme el lujo de hacerlos sentar para interrogarlos, como parece que estás haciendo conmigo tú ahora!

Jag se sintió enrojecer ante esta acusación.

—Señor, no he pretendido de ninguna manera…

Cundertol interrumpió la disculpa con un gruñido.

—¿Cuándo llega esa lanzadera? —preguntó, echando una mirada a su cronómetro.

—Pronto, primer ministro —dijo Mayn con tono amable—. El general Panib ha puesto a tu servicio una escolta militar completa para evitar que sufras nuevos atentados. Mientras tanto, es aquí donde estarás más seguro, con nosotros.

—Más vale prevenir, ¿no? —dijo el primer ministro con desagrado mientras contemplaba los pasillos estrechos de la fragata—. Yo, simplemente, me alegro de estar vivo.

El tono con que dijo Cundertol estas palabras dio a entender que quizás decía toda la verdad por primera vez desde que lo habían rescatado.

* * *

El Halcón Milenario, escoltado por Jaina, había salido de la órbita apenas una hora antes de la aparición del Caballero Alegre, para dirigirse hacia el planeta con el fin de mantener una reunión formal con el senado. La noticia del rescate de Cundertol y de la destrucción del carguero llegó cuando estaban aterrizando a salvo en el espaciopuerto de Salis D’aar. Tahiri miraba por encima de los hombros de Han y de Leia cuando Jaina se bajó de su caza para hacer una revisión de seguridad antes de que desembarcara nadie más.

Leia frunció el ceño.

—¿Estás diciendo que redujo él solo a una tripulación de siete miembros? Ése no es el senador Cundertol que yo recuerdo.

—Yo también soy escéptico —dijo Jag desde órbita—. Pero supongo que no es completamente imposible. Está en forma, y contaba con el elemento sorpresa. Lo que sí me extraña es que lo consiguiera sin llevarse ningún corte ni magulladura.

—¿Estás seguro de eso? —preguntó Leia.

—Te digo que yo estaba justo a su lado mientras contaba su historia, y que no tenía ni un rasguño. ¿Has visto alguna vez que alguien salga de una pelea a puñetazos sin tener siquiera un labio hinchado o un raspón en los nudillos?

—Tiene razón —dijo Han. Su postura indicaba que estaba dedicando al menos tanta atención a las señales que hacía Jaina a las fuerzas de seguridad del exterior como se la dedicaba a Jag—. Pero ¿tenéis algún dato más? ¿Algo de peso?

—Nada. Se negó a que le hicieran un examen médico.

—Pero el jefe médico de Todra es una duros, ¿verdad? Y, si no recuerdo mal, Cundertol es un prohumano de pies a cabeza, ¿no es así, Leia?

—Tiene, claramente, un toque de Imperio, o algo más —confirmó Leia—. Es posible que simplemente quisiera evitar el contacto con un alienígena.

—¿A pesar de lo cual, va a firmar una alianza con los p’w’eck?

—Firmaría una alianza con un arachnor si le pareciera útil políticamente —dijo Leia.

Jag guardó silencio un momento, y añadió después:

—Puede que esto tampoco signifique nada, entonces; pero Cundertol se sorprendió tanto como vosotros cuando se enteró de la detención de Malinza Thanas.

—¿De que fuera ella, o de que la hubieran atrapado?

—No puedo saberlo con seguridad; pero creo que de lo primero.

—Bueno, Harris parecía verdaderamente convencido de que era culpable.

—Puede que me esté dejando llevar por mi paranoia y por mis sospechas —reconoció Jag—. Pero sí que estoy seguro de una cosa. De que Cundertol es un tipo con el que prefiero tener el mínimo trato posible. Tuve un gran alivio al dejarlo con la capitana Mayn hasta que llegó la escolta bakurana. Acaban de marcharse; de modo que tengo el gusto de informar de que será todo vuestro de aquí a poco rato.

Jaina, desde fuera de la nave, dio grandes muestras de exasperación, y después viró y se dirigió al Halcón, transmitiendo un discreto «todo en orden» al aproximarse. Tahiri supuso que pretendía mantener a los locales atentos.

—De acuerdo, entonces —dijo Han, mientras iba apagando uno a uno los sistemas de la nave—. ¿Tenéis algo más tangible que añadir, aparte de que desconfiáis del primer ministro?

—Supongo que no.

—¿Y está todo bajo control allí arriba ahora mismo?

—Se han despejado los restos y nuestro pasillo de órbita está despejado.

—Bien. Llamadnos si surge alguna otra cosa. Creo que por fin nos están enviando un mensaje de saludo.

Han apagó el intercomunicador y se volvió hacia su esposa, que negaba con la cabeza.

—¿Qué pasa? —le preguntó Han, frunciendo el ceño.

—Es que me hace gracia que una persona que ha navegado toda su vida guiándose por sus corazonadas pueda criticar de tal manera las de otras personas.

Han puso cara de indignación.

—¡Eh! He escuchado lo que decía. Sólo que no me ha parecido que nos haya presentado ningún dato sólido, eso es todo.

—¿Es ése el único motivo? —Tahiri no veía la expresión de Leia, pero se figuró que la princesa sonreía—. ¿O no puede ser que te sientas algo fastidiado por la idea de que Jaina tiene un novio dotado de una intuición tan aguda como la tuya?

Han se quedó pasmado, con una expresión que a Tahiri le habría resultado divertido contemplar si no hubiera sido porque era muy consciente de que estaba escuchando una conversación personal ajena.

—Voy a dejaros a los dos para que habléis tranquilamente —dijo Tahiri, bajándose de su asiento. Cuando salía de la cabina de mando oyó que los dos empezaban a hablar de nuevo. Como de costumbre, su discusión estaba libre de mala intención. Tahiri siempre percibía por debajo de las palabras el claro afecto que se tenían el uno al otro.

Fuera del Halcón, el aire estaba cargado de humedad y de polen. La hora local era hacia media mañana, y la temperatura iba en aumento. Tahiri sintió al cabo de unos momentos que empezaba a sudar, y recurrió a su formación de Jedi para regular su temperatura. No tenía el menor deseo de que cualquier funcionario que viniera a saludarla advirtiera que tenía las palmas de las manos sudadas, en sentido literal o metafórico.

Al cabo de unos minutos salieron también del Halcón Han y Leia. En vista del modo en que la princesa iba por delante de su esposo, negando con la cabeza, Tahiri supuso que su riña amistosa no había concluido.

—Al menos, él tiene buen gusto —oyó que decía Han a Leia cuando llegaron a la base de la rampa de aterrizaje del carguero. Pero la respuesta que pudiera haber dado a Leia se quedó en el aire, pues en ese instante llegó Jaina a saludar a su madre y a su padre.

Cruzaron algunas palabras los tres, pero Tahiri no pudo oír lo que decían pues estaban lejos y hablaban en voz baja: aunque supuso que se trataría de cómo veía Jaina la situación actual. En todo caso, estaba claro que no consideraban que el asunto importase a Tahiri, de modo que ella optó por no entrometerse en el debate.

En vez de ello, observó el hangar que les habían asignado. Aparte del Halcón y del Ala-X de Jaina, estaba completamente vacío, tal como había solicitado la princesa; y tenía una sola salida, por un rincón del fondo. Tahiri percibía a través de la puerta de transpariacero de esta salida un pequeño grupo de autoridades y de guardias. Por algún motivo, se sintió incómoda a verlos en fila con sus uniformes de color verde apagado, y empezó a picarle una de las tres cicatrices que tenía en la sien. Cuando advirtió que se la estaba rascando, se contuvo inmediatamente, bajó la mano, avergonzada, y se la llevó detrás de la espalda. Seguía sin saber por qué le sucedía aquello, pero le molestaba que le sucediera. Le traía recuerdos; le recordaba sueños…

Apartó la mirada de las autoridades que estaban tras las puertas de transpariacero y advirtió que se acercaba al Halcón Milenario un técnico que llevaba en una mano un largo cable negro. Se movía de manera furtiva, por detrás de donde estaba Jaina con sus padres. Tahiri supuso que el técnico era varón, pero el traje que llevaba puesto estaba diseñado para protegerlo de entornos hostiles, y era demasiado grande y pesado para que se apreciara el sexo del ser, o incluso su especie.

Pero Tahiri sabía que Han no había autorizado ningún trabajo de mantenimiento en su nave mientras estuvieran en el hangar, y por tanto se adelantó para detener al técnico sin darle tiempo a que se acercara más.

—¡Eh! —le dijo en voz alta—. ¡No debes estar aquí!

La figura cubierta titubeó, y cambió después de dirección para encaminarse a Tahiri. Ésta se quedó inmóvil y apretó instintivamente el puño de su sable láser.

—Quieto ahí —le advirtió.

—Traigo un mensaje —dijo la figura. La voz que salía de dentro de su casco quedaba distorsionada como la de un soldado de asalto.

Tahiri frunció el ceño con desconfianza.

—¿Qué clase de mensaje? ¿Y para quién?

—Para Han Solo —dijo el técnico—. He de decirle que tenga cuidado. Las cosas aquí no son como parecen.

—En estos tiempos, rara vez lo son —replicó ella. Aflojó un poco la presión sobre la empuñadura del sable láser. La forma precisa de la persona que estaba dentro del traje quedaba oculta, pero su instinto se lo decía con claridad.

—Eres un ryn, ¿verdad?

La figura dio leves muestras de desconcierto.

—¿Cómo has…?

—Vi a uno de vosotros en Galantos —explicó ella. Más confiada, avanzó dos pasos—. De hecho, fue él quien nos recomendó que viniésemos aquí. Nos dijo que…

Se interrumpió, dejando la frase a medias, cuando la figura hizo un gesto de negación moviendo el casco de un lado a otro.

—Ahora no es momento —dijo el ryn, mirando de un lado a otro—. Me pondré en contacto con vosotros más tarde. De momento, haz el favor de transmitir mi mensaje al capitán Solo.

Tahiri asintió con la cabeza.

—De acuerdo; pero la verdad es que no le estás diciendo nada nuevo. Él siempre va con cuidado, y creo que ya se ha figurado que aquí pasa algo raro.

El ryn no dio muestras de estar escuchando. Miró de un lado a otro como si temiera que lo vieran hablar abiertamente con ella.

—Debo marcharme —dijo—. Se os ha asignado un alojamiento, por si queréis quedaros más tiempo que sólo hoy. Os recomiendo encarecidamente que los aceptéis. Allí encontraréis lo que os hace falta.

El ryn se volvió sin decir una palabra más y se marchó por donde había venido. Tahiri, inmóvil, lo vio marchar. Se sentía cada vez más extrañada por los ryn y por sus advertencias veladas.

—¿Algún problema, Tahiri?

Se sobresaltó al oír la voz de Han tan cerca de su hombro. Negó con la cabeza, consciente de que los guardias de seguridad los observaban atentamente desde el borde del campo de aterrizaje.

Han miró con enfado la espalda del ryn que se retiraba.

—Más vale que no lo haya —dijo—. ¿Qué te ha dicho, en todo caso?

Tahiri bajó la voz.

—Era nuestro contacto. El ryn. Me ha dicho que te dijera que las cosas aquí no son lo que parece.

Han alzó los ojos al cielo.

—¿Es que alguna vez lo son?

—Eso mismo le dije yo —comentó Tahiri con una sonrisa nerviosa.

—¿Alguna cosa más?

Tahiri repitió lo que le había dicho el ryn acerca de que aceptaran la oferta de alojamiento.

Han asintió con la cabeza, echando una última mirada al ryn como si estuviera tentado de ir tras él.

—De acuerdo.

Pasó un hombro por el brazo de Tahiri y la guió hasta el grupo de los demás, que los esperaban.

—No es nada —les dijo en voz alta—. Vamos a seguir.

Jaina echó a Tahiri una ojeada penetrante de pies a cabeza cuando ésta se sumó al grupo, pero no se dijo nada más. Caminaron juntos hasta el lugar donde los esperaban los guardias de seguridad. Cuando los guardias uniformados los rodearon para escoltarlos a través de las puertas, Tahiri se sintió llena de recelos. Daba la impresión de que no era la primera vez que lo hacían…

* * *

La intensa blancura del reflejo de la luz del sol engañaba acerca del corazón frío de Csilla. Una breve observación orbital de aquel mundo helado desvelaba la presencia de docenas de glaciares alrededor del ecuador, así como de blancos de hielo sólidos que cubrían vastas regiones del planeta. Comparado con él, otros mundos helados, como Hoth, parecían francamente templados.

Sin embargo, cosa increíble, estaba habitado. Ciudades enormes se deslizaban sobre los campos glaciales como los deslizadores de agua mon calamari, arrastradas por el flujo del hielo, casi geológico; otras estaban enterradas muy por debajo del frío, en túneles excavados en la roca del subsuelo en busca del calor geotérmico de las profundidades.

—Qué frío —dijo Jacen, mirando con asombro callado los enjambres de desgarradores que rodearon silenciosamente al Sombra de Jade cuando éste llegó a la órbita. Hasta entonces no habían existido imágenes del planeta de origen de los chiss. En la última expedición que habían realizado Luke y Mara al Espacio Chiss, años atrás, no se habían aproximado al corazón de aquel imperio alienígena.

—¿Lo dices por el planeta, o por esta recepción? —preguntó Danni.

La broma hizo sonreír a Jacen.

—Con todos los mundos que tienen a su disposición en las Regiones Desconocidas, cabría pensar que habrían escogido alguno más agradable que éste. O sea, ¿por qué quedarse aquí, cuando existen tantos climas más cálidos en las proximidades?

—Por pura terquedad —respondió Mara desde su asiento de piloto del Sombra de Jade—. Ya has visto cómo funcionan Jag y sus pilotos. Multiplícalo por diez, y quizá llegues a algo semejante a un chiss medio. Recuerda que el Escuadrón Vanguardia representa un caso extremo de imaginación y de atrevimiento. Viendo la terquedad cotidiana que encontrarás en Csilla, hasta los hutt te parecerían tolerantes.

Una voz brusca indicó a la delegación de la Alianza Galáctica la órbita que se les había asignado.

—No os desviaréis de este vector mientras no se os indique —se les advirtió.

—Entendido —respondió Mara, incapaz de disimular la irritación en su tono de voz—. Pero ¿hay alguien que pueda…?

—Se os ha asignado como intermediario a la comandante Irolia. Os atenderá en esta frecuencia y responderá a todas las preguntas o dudas que podáis tener ahora.

Dicho esto, la comunicación cesó.

—Parece que nuestra amiga la comandante Irolia ha llegado aquí antes que nosotros —dijo Mara.

—Bueno; al menos será una voz familiar —dijo Jacen.

—Pregunta por ella —dijo Luke desde el asiento del navegante—. Dile que solicitamos permiso para enviar un grupo a la superficie.

—¿Estás seguro de que es buena idea?

—¿Cuál? ¿Bajar a la superficie, o preguntarlo? —repuso Luke con una sonrisa fugaz. Después, añadió más en serio—: Escucha, Mara; si ahora que tenemos a los imperiales de nuestra parte no es seguro tratar con los chiss, me temo que no lo será nunca.

Mara accedió sin más comentarios, y Jacen se acomodó en su asiento para escuchar la conversación. Como se esperaba, ésta fue breve. Irolia respondió a la solicitud de Mara con una seguridad que daba a entender que hacía días que la esperaba. Les asignó una ventana y cargó un pasillo de entrada en las bases de datos de navegación de R2-D2. El droide bajito silbó para indicar que lo había recibido, y eso fue todo.

—¿Necesitáis la lanzadera? —preguntó la capitana Yage por la frecuencia de mando.

—Creo que esta vez bajaremos en el Sombra —dijo Luke. Decid a Hegerty que se ponga el equipo y…

—De hecho, Soron Hegerty no vendrá en esta expedición —intervino Yage—. El incidente de Munlali Mafir ha sido demasiado para la doctora. Ha decidido quedarse a bordo esta vez, si te parece bien.

Jacen percibió el disgusto de su tío. La doctora y el teniente Stalgis habían ayudado a Luke y a su grupo en varias ocasiones desde que habían emprendido aquella misión. Luke lo había agradecido, pues reflejaba la cooperación entre el Imperio y la Federación Galáctica de Alianzas Libres; y cuanto más frecuente fuera esta cooperación, más fácil sería convencer a los escépticos de la Alianza. No cabía duda de que la decisión de la doctora de no participar en aquella misión dispararía rumores entre aquellos escépticos.

—De acuerdo —dijo, asintiendo con la cabeza—. ¿Puedes organizar un grupo de desembarco? La ventana empieza dentro de una hora, de modo que tenemos que darnos prisa.

—Están poniendo a prueba nuestro carácter —dijo Yage, a la que casi se oía rechinar los dientes—. Valemos más que esa engreída mandona.

Luke sonrió a su esposa cuando Yage hubo cortado la comunicación.

—Creo que Irolia puede haberse ganado un enemigo.

—No es difícil —asintió Mara—. Al fin y al cabo, la comandante no está intentando ganar amigos precisamente.

A Jacen se le ocurrió entonces una cosa.

—¿Creéis que nos la han enviado intencionadamente?

—¿Para ver cómo reaccionábamos? —dijo Luke, volviéndose en su asiento. Se lo pensó un momento—. Es posible que alguien muy superior a Irolia nos esté poniendo a prueba.

—No te preocupes —dijo Mara—. Arien tiene razón. Estamos preparados de sobra para vérnoslas con los chiss.

—No me cabe duda —dijo Luke, volviendo a mirar al frente—. Pero lo que me preocupa a mí no son los chiss.

* * *

El Sombra de Jade descendió sobre el brazo occidental de lo que en un planeta de clima más templado habría sido un continente en forma de media luna. El radar de profundidad desvelaba la presencia de roca irregular a dos kilómetros de profundidad, deformada y hendida por el peso del hielo que tenía encima. Los canales de deshielo y las fisuras producidas por las nuevas heladas habían creado una red complicadísima de cuevas y túneles a través del hielo, y en aquellos túneles habían construido los chiss la ciudad de Ac’siel.

Por encima del banco de hielo sólo era visible un triángulo equilátero compuesto de tres espaciopuertos en forma de cráteres, unidos entre sí por líneas de torres que podían ser grandes antenas de observación e instalaciones militares.

«O quizá sólo estén puestas para meter miedo», pensó Jacen.

El viento aullaba como un wampa enamorado, azotando el casco del Sombra de Jade mientras Mara lo hacía bajar hasta el espaciopuerto que les habían asignado. Movía las manos hábilmente sobre los controles, guiando la nave con soltura.

Jacen esperaba con el resto del grupo de desembarco en la cabina de pasajeros. En el exterior, las diferencias de temperatura levantaban tormentas furiosas que daban la impresión de unos procesos dinámicos que podían conducir a la aparición de vida; pero el hielo siempre terminaba por vencer. Donde el agua se helaba sólo podían evolucionar los organismos más mezquinos, y sólo sobrevivían los más duros. Estaba claro que los chiss pertenecían a esta segunda categoría, pues se aferraban a su mundo con uñas y dientes, por mucho que éste intentaba congelarlos.

Cuando hubieron tomado tierra, Danni siguió a Jacen hasta las esclusas de aire.

—Por mí, cuando quieras —dijo Danni cuando se abrieron las esclusas con un silbido.

Salieron juntos.

Habían esperado encontrarse en una tormenta helada; pero el aire estaba cálido y en calma. Habían aterrizado en un hangar que estaba protegido de los elementos por un campo de fuerza parpadeante que estaba suspendido muy por encima de ellos. La plataforma de ferrocemento que pisaban estaba seca y limpia, y descendía en suave pendiente hacia el lugar donde los estaba esperando un pequeño grupo de recepción. Siete oficiales de uniformes morados y negros estaban firmes; sus pieles azules parecían de mármol bajo las luces de arco. Jacen no sabía si estaba entre ellos la comandante Irolia, pero hizo por si acaso un pequeño gesto de reconocimiento. No recibió respuesta.

—Nada malo —transmitió a Mara y a Luke por el intercomunicador.

Al acabo de unos momentos, se reunieron con Danni y con él ante el Sombra de Jade. Luke venía el primero, seguido del teniente Stalgis y de Mara. Un segundo soldado de asalto se quedaría ante el Sombra de Jade, con Tekli y con Saba. Las esclusas de aire se cerraron a sus espaldas.

Se produjo una breve pausa en la que no pasó nada. Se limitaron a quedarse de pie junto a las esclusas de aire, esperando, incómodos.

—¿Sabéis? Esperaba que los chiss fueran más puntuales —dijo Luke.

Jacen percibió el guiño que dirigió su tío a Mara.

—Es posible que los hayamos encontrado desprevenidos —comentó.

En aquel momento se deshizo la formación de guardias. Dos personas entraron por la puerta que estaba tras éstos y subieron por la rampa hasta donde se había posado el Sombra de Jade. Uno de ellos era la comandante Irolia, con una expresión tan dura como negro era su pelo. El otro era un humano, un hombre recio, musculoso, de la altura aproximada de Luke. Era completamente calvo; tenía los labios delgados, ojos hundidos y la nariz tan grande que podía competir con la de un toydariano. Cuando habló, no hizo la menor alusión a una bienvenida.

—Soy el navegante jefe Peita Aabe —dijo con voz cortante como los pliegues de su uniforme. Se detuvo ante ellos, dirigiéndoles sucesivamente su mirada fría—. Hemos dispuesto que os reunáis con las autoridades pertinentes.

—¿No queréis saber quiénes somos? —preguntó Luke.

Aabe centró su atención en el Maestro Jedi con una expresión que daba a entender que estaba tomándose de la mejor manera posible una mala situación.

—Eso no es necesario. La comandante Irolia se ha encargado de que dispongamos de la información relevante. Venid por aquí.

Aabe se volvió para indicarles el camino a través del hangar.

—Espera un momento —dijo Mara—. Antes, quisiera saber algo más de ti. Eres humano.

Aabe se volvió sin disimular su enfado.

—¿Y eso te molesta?

—No, claro que no. Sólo que no sabía que otros se hubieran unido a los chiss, aparte del almirante Parck y de Soontir Fel.

—Muchos quisieron, pero pocos fueron aceptados —dijo Aabe. Su fachada helada se disolvió un momento, dejando traslucir el orgullo que le ardía dentro—. Sirvo al síndico asistente Fel durante su ausencia. Mi origen no tiene importancia.

Se volvió y siguió bajando por la rampa. Irolia esperó para asegurarse de que los seguían, y después siguió adelante también ella.

«¿El síndico asistente Fel?», pensó Jacen mientras seguían al oficial chiss. Debían de haber ascendido al barón. Pero no era capaz de determinar si aquello sería bueno o no.

—Qué simpáticos son, ¿verdad? —murmuró Danni mientras caminaban.

—Serán como sean —respondió Jacen—, pero siempre preferiría habérmelas con ellos que con los krizlaw.

Cuando pasaron por la salida de la zona de hangar, los siete guardias que estaban allí firmes los siguieron en fila.

—¿Dónde vamos? —preguntó Mara.

—Ya os lo he dicho —dijo Aabe con aspereza.

—Nos has dicho que íbamos a ver a las «autoridades pertinentes», pero no nos has dicho quiénes son éstas ni dónde nos lleváis para que nos reunamos con ellas.

Aabe caminó algunos pasos antes de volver a hablar.

—¿Tiene eso verdadera importancia ahora mismo?

Mara miró a Luke y alzó los ojos al cielo, claramente molesta por aquellas respuestas evasivas.

—Dímelo tú: ¿la tiene?

Inesperadamente, fue Irolia quien respondió a la primera pregunta de Mara.

—Se os lleva a reuniros con representantes de las Cuatro Familias y de la Flota de Defensa Expansionaría Chiss. —Mara se volvió parcialmente para mirar a la mujer mientras caminaban—. Allí debatiremos el papel que desempeñaremos los chiss en vuestra misión.

—Tú trabajas para la familia Nuruodo —dijo Mara—. Se dedican al ejército y a los asuntos exteriores, ¿verdad?

Irolia no respondió. No era preciso. Aunque los chiss no daban ninguna información, la estructura general de su gobierno era conocida. Jacen sabía que la administración pública estaba dominada por cuatro familias llamadas Nuruodo, Csapla, Inrokini y Sabosen. Los Csapla se encargaban de la distribución de recursos, de la agricultura y de otros asuntos de las colonias; la industria, la ciencia y las comunicaciones correspondían a los Inrokini; los Sabosen se ocupaban de que se mantuviera en las colonias la justicia y los servicios de salud y de educación.

—¿Para qué familia trabajas tú, navegador jefe Aabe? —preguntó Jacen.

—No trabajo para ninguna de ellas —respondió su guía estirado sin dirigir siquiera una mirada hacia Jacen—. Estoy al servicio de la FDEC. La flota siempre necesita de personas que tengan experiencia fuera de los territorios habitados.

—Las incursiones del Imperio Ssi-ruuvi y de los yuuzhan vong, además de nuestra experiencia con el gran almirante Thrawn, nos enseñaron que el aislacionismo puede ser una debilidad, además de una fuerza —explicó Irolia—. No basta con ser fuertes; una cultura debe ser también flexible para tener verdadero éxito. Y, para ser flexibles, debemos mirar más allá de lo que consideramos familiar; debemos llegar a conocer a nuestros vecinos tan bien como nos conocemos a nosotros mismos.

—La mayoría de los gobiernos establecerían relaciones diplomáticas —dijo Mara—. O bien, se limitarían a enviar espías.

Son métodos que hemos probado, desde luego, y que todavía seguimos empleando hasta cierto punto. Al fin y al cabo, ahora estamos hablando con vosotros, ¿no? —dijo ella con una breve sonrisa—. No obstante, a veces descubrimos que el medio óptimo para conseguir nuestros objetivos es la integración. Vuestro antiguo emperador aceptó a Thrawn como aliado porque éste era un estratega brillante, a pesar de su origen no humano; del mismo modo, también nosotros estamos dispuestos a aceptar en nuestro seno a los que no son chiss.

—¿Aceptaríais en vuestro seno a un ssi-ruu? ¿O quizás a un yuuzhan vong?

Irolia siguió caminando sin perder el ritmo ni por un momento. Miró a Luke, que le había planteado aquel desafío, sin el menor cambio de expresión.

—Sí, naturalmente —dijo—, si tuvieran un talento y una fidelidad excepcionales.

Aquella respuesta puso incómodo a Jacen, que percibió que los demás se sentían del mismo modo. No era difícil de entender. Todos los que le rodeaban seguían teniendo reciente en sus corazones y en sus mentes el dolor de la pérdida. El teniente Stalgis había perdido en Bastión a muchos soldados y amigos; Danni había visto morir a sus colegas en Belkadan, al principio mismo de la guerra, y probablemente habría visto más muerte y desolación provocada por los yuuzhan vong que ningún otro conocido de Jacen; Mara había estado a punto de perder a Ben, su hijo recién nacido, en Coruscant; y el propio Jacen seguía sintiendo en el corazón la ausencia terrible de su hermano Anakin…

Su tío ocultaba cuidadosamente sus sentimientos, y Jacen se preguntó qué sentiría. Sabía intelectualmente que en algún momento había que dejar de lado las pérdidas para dejar sitio a la esperanza. Aferrarse al pasado no servía más que para hacer mucho más difícil alcanzar el futuro; y sólo en el futuro se encontraría la paz en última instancia.

Después de que el comentario de Irolia cortara, en la práctica, cualquier nuevo debate, el grupo siguió adelante en un triste silencio. A falta de conversación, Jacen estudió su entorno. La extraña sustancia traslúcida de la que estaban hechas las paredes le había despertado la curiosidad. Parecía hielo; pero cuando extendió la mano para tocarlo sintió que era cálido y seco. En aquella sustancia, a intervalos aproximados de un metro, se apreciaban marcos de metal plateado que parecían definir los corredores cuadrangulares. Cada marco tenía una luz verde que se encendía cuando se aproximaban y se apagaba cuando habían pasado. No advirtió a primera vista ninguna razón comprensible de la existencia de aquellos marcos, aunque no le cabía duda de que cumplían alguna función. Los chiss no daban impresión de ser aficionados a la decoración por puro afán estético.

Danni advirtió su interés.

—Generadores de campo —susurró.

Jacen frunció el ceño, desconcertado por un momento. ¿Generadores de campo? ¿Por qué necesitaban generadores de campo para mantener la estabilidad de los pasillos? Sin duda, el gasto de energía sería superior a cualquier beneficio de seguridad que se obtuviera.

Después, lo entendió. Las paredes estaban hechas de hielo, en efecto. Los generadores de campo proporcionaban un límite entre la burbuja de aire caliente por la que caminaban y la superficie deslizante que pisaban. También servían para contener el frío y para impedir que se derritiera el hielo. Los generadores se encendían cuando ellos se acercaban y volvían a apagarse cuando habían pasado, con lo que se reducía al mínimo el consumo de energía de cada unidad. En conjunto, el coste sería muy inferior al de cerrar y calentar hasta el último metro cúbico de los túneles, sobre todo si se tenía en cuenta también el coste de fabricar los materiales aislantes y de montarlos alrededor de los túneles. Era una solución elegante para un problema difícil, sobre todo en zonas que no se recorrían con frecuencia. Jacen se quedó impresionado.

Llegaron por fin a una zona que estaba aislada y cerrada con materiales más convencionales. Le zumbaron los oídos cuando dejaron atrás el último generador de campo y se disolvió a su alrededor la burbuja calentada. Le llegó olor a flores, y se encontró en un amplio espacio dispuesto a varios niveles y lleno de vegetación. El techo estaba al menos a veinte metros de altura sobre ellos, con un tubo luminoso dispuesto a lo largo del mismo que iluminaba aquel recinto. La atmósfera era tranquila y serena, y la primera impresión que tuvo Jacen era que se trataba de un espacio residencial; quizá de un parque público subterráneo. Pero no tardó en descartar aquella idea cuando advirtió que no había presente nadie más, aparte de ellos. De hecho, desde su llegada a Ac’siel no habían visto a nadie más que a su escolta. Todos los pasillos que habían recorrido estaban vacíos.

Fuera cual fuera el motivo de ello, no tuvo tiempo de darle vueltas. El navegante jefe Aabe los había conducido hasta una de tres puertas que había al fondo de aquel recinto ajardinado, y les indicaba con impaciencia que pasaran aprisa. Jacen y los demás siguieron sus indicaciones y llegaron a una sala circular, relativamente pequeña, que contenía una docena de sillas negras dispuestas alrededor de una mesa igualmente redonda. Las paredes, el suelo y el techo también eran negras, y unos globos pequeños que flotaban en lo alto arrojaban rayos de luz entre las sombras de la sala para destacar las sillas que rodeaban la mesa. Al fondo de la sala, en el lado opuesto a aquel por donde habían entrado, había otra puerta.

Aabe tomó el asiento que tenía más próximo e indicó a los demás que se sentasen también. Así lo hicieron, ocupando un semicírculo de sillas frente a Aabe; a excepción de Stalgis, que optó por quedarse junto a la puerta con Irolia. Para vigilar a los vigilantes, quizá, pensó Jacen.

La puerta que estaba a espaldas de Aabe se abrió deslizándose sin hacer ruido alguno, y entraron cuatro personajes en la sala Tenían la cara oculta por capuchas y llevaban túnicas que los cubrían de pies a cabeza, cada una de un color: bronce, rojo de óxido, gris plateado y verde cobrizo. Sin decir palabra, ocuparon puestos aparentemente al azar alrededor del círculo, disponiéndose a ambos lados de Aabe.

Se produjo después un silencio incómodo que sólo se interrumpió cuando Mara preguntó:

—Entonces, ¿nos vamos a enterar ya de con quién estamos hablando?

—No —dijo la figura con la túnica de color de bronce; era una mujer con voz sonora de contralto—. Así como nuestras familias se definen por la función que desempeñan en la sociedad, del mismo modo nosotros nos definimos por nuestro papel como representantes de esas familias. No estamos ante vosotros como personas, sino como puntos de origen y finales de un proceso de toma de decisiones.

—¿No hay nombres? —preguntó Mara, sin intentar disimular su irritación.

—No hay nombres —confirmó la figura de la túnica verde. Éste era un varón, y joven, a juzgar por su voz.

—Pero vosotros si sabéis quiénes somos nosotros.

—Es nuestro derecho —dijo Bronce—. Al fin y al cabo, sois vosotros quienes habéis acudido a nosotros a solicitarnos ayuda. No os hace falta saber quién actúa en nombre de los chiss. Nosotros representamos a todos.

—Debéis decirnos qué queréis —dijo la figura vestida de rojo óxido.

Gris asintió con un movimiento de la cabeza.

—Así podremos comunicarnos vuestra decisión —dijo.

—No tomamos decisiones a la ligera —añadió Verde Cobrizo.

—Pero nuestra decisión será definitiva —concluyó Bronce—. ¿Aceptáis estas condiciones?

—¿Y si no las aceptamos? —preguntó Mara, recostándose en su asiento y cruzando los brazos sobre el pecho con gesto de desafío.

—Entonces, se os pedirá que os marchéis —dijo Aabe. Su tono dejó claro que aquello de se os pedirá que os marchéis era un simple eufemismo.

—Lo que pedimos es sencillo —dijo Luke, adelantándose a una posible protesta por parte de Mara—. Estamos buscando Zonama Sekot, el planeta vivo. Tenemos motivos para creer que puede ocultarse en las que nosotros llamamos Regiones Desconocidas. Vosotros, como mayor potencia de estas regiones que sois, tenéis todo el derecho a cuestionar nuestra presencia aquí. Yo albergo la esperanza de que nos ayudaréis, ya sea pasivamente, dejándonos atravesar vuestras fronteras sin obstáculos, o activamente, dándonos acceso a cualquier información de que dispongáis sobre el tema.

—¿Eso es todo? —preguntó Gris, sorprendido quizá por la sencillez de la petición.

—Eso es todo —dijo Luke, asintiendo con la cabeza.

—Y ¿qué habéis encontrado hasta ahora en vuestra búsqueda? —preguntó Bronce.

Luke explicó hasta dónde los había llevado su misión, resumiéndole los numerosos sistemas solares que habían explorado en el límite interior de las Regiones Desconocidas, las diversas civilizaciones que habían visitado brevemente, los indicios de Zonama Sekot que habían recogido. Invariablemente, las pistas les habían llegado en forma de un relato transmitido por los abuelos, o de un vago recuerdo. Sus intentos habían quedado frustrados por falta de pruebas tangibles. Como el planeta tendía a evitar los sistemas en los que existiera algún tipo de civilización avanzada, no existía ningún indicio físico que demostrara que hubiera estado verdaderamente alguna vez en alguna parte. Era como si estuvieran persiguiendo a un fantasma que hubiera desaparecido décadas atrás.

—Pero, a pesar de todo esto, parece que confías en encontrarlo —dijo Verde Cobrizo.

—No habríamos emprendido siquiera la misión si no la hubiésemos creído realizable —dijo Luke—. Y haremos todo lo que haga falta para conseguir cumplirla.

—Y ¿por qué tenéis que hacer esto, exactamente? —preguntó Rojo Óxido, la segunda mujer de entre los cuatro, con voz de verdadera curiosidad—. La comandante Irolia no lo tiene claro.

Aunque cree que sois de fiar, vuestro propósito parece increíble, y vuestra motivación es oscura. No podéis culparnos de que seamos prudentes al respecto.

—No, no puedo —dijo Luke, soltando un suspiro—. Y yo también desconfiaría si estuviera en vuestro lugar. Lo único que puedo decir es que estamos dispuestos a dar los pasos que pidáis para demostrar nuestra sinceridad en esta cuestión.

—Salvo poner fin a vuestra búsqueda —dijo Gris.

—Salvo eso, en efecto. Seguiremos buscando a Zonama Sekot, con vuestra ayuda o sin ella.

Se produjo un momento de silencio en el que Jacen percibió que los representantes de los chiss conferenciaban entre sí tras sus capuchas, pero no era capaz de captar exactamente lo que decían. Resultaba muy difícil captar a las personas de carácter terco, y los chiss eran la raza más terca imaginable.

—¿Qué hay de esa Alianza nueva vuestra? —preguntó Bronce—. ¿Se nos va a exigir que nos afiliemos a ella?

—No —dijo Luke—. Aunque, al tener enemigos comunes, cabría pensar que puede ser ventajoso que os afiliéis algún día.

—Sí que puede serlo, en efecto —dijo Rojo Óxido, asintiendo lentamente con la cabeza.

—En lo que respecta a vuestra presencia dentro de nuestras fronteras, es una cuestión en la que nos encontramos algo divididos —dijo Verde Cobrizo.

—Dos de entre nosotros estamos dispuestos a otorgaros acceso libre a los territorios chiss —dijo Gris—, basándonos en que aquí encontraréis poca cosa que nosotros no conozcamos ya o que pueda hacernos daño.

—Si Zonama Sekot existiera verdaderamente dentro de nuestras fronteras, nosotros ya lo sabríamos, sin duda alguna —añadió Bronce.

—Por otra parte —dijo Verde Cobrizo—, la vaguedad de vuestros motivos pone en duda el verdadero propósito de vuestra misión. Se podría alegar que el asunto de Zonama Sekot es una tapadera para ocultar algo más siniestro.

—Si bien es cierto que de momento no hemos visto indicios de intenciones hostiles —dijo Rojo Oxido—, vuestra temeridad al presentaros aquí sin preguntar antes, es una muestra de arrogancia de primer orden, y no se puede tolerar.

—De modo que nos encontramos en un punto muerto —dijo Bronce.

—Empatados —dijo Verde Cobrizo.

Gris bajó la cabeza.

—Se trata de una situación bastante frecuente, dada la diversidad de nuestras necesidades.

—Como hacemos en tales situaciones, recurriremos a la Flota de Defensa Expansionista para que emita el voto de calidad —dijo Rojo de Óxido, y se volvió hacia su izquierda—. ¿Navegante jefe Aabe?

Jacen soltó un quejido para sus adentros. Aabe no iba a votar a su favor de ninguna manera.

El ex imperial dirigió una mirada de desdén a Luke y a los demás que estaban sentados ante él.

—El caso me parece bastante claro —dijo—. No podemos consentir que unos intrusos viajen por nuestro territorio sin impedírselo, pues eso sería faltar a la confianza que ha depositado en nosotros el pueblo chiss. Últimamente se han producido múltiples incursiones de los yuuzhan vong, y cualquier relajamiento de la seguridad en estos momentos no serviría más que para que pasasen desapercibidos estos problemas. Desde el punto de vista de la seguridad interior y exterior, recomendaría que no autoricemos a esta expedición a rondar libremente por el Espacio Chiss.

Tanto Luke como Mara se movieron a la vez, como si ambos se dispusieran a protestar por aquella decisión.

—No obstante —prosiguió Aabe, levantando una mano para acallar lo que se dispusieran a decir—, creo con un grado razonable de seguridad que las intenciones de los Skywalker son honradas, y sería impropio de los chiss despedir a los que acuden a ellos con verdadera necesidad. Por tanto, en nombre de las buenas relaciones, y con la esperanza de que pueda salir algo en limpio de esta empresa, quisiera proponer una solución de compromiso. Los Skywalker están más necesitados de información que de libertad de acceso. Una sola misión no podría cubrir la totalidad de las Regiones Desconocidas en un plazo de tiempo práctico, ni siquiera contando con los datos del Remanente Imperial. Yo propongo que se otorgue a los Skywalker y a sus aliados libre acceso a la Biblioteca Expedicionaria que está aquí, en Csilla, para que puedan realizar su búsqueda con seguridad.

Mara se hundió en su asiento con incertidumbre, mientras que Luke, a su lado, no pudo hacer más que alzar las cejas con sorpresa. Jacen tenía que conocer que la propuesta de Aabe tenía sentido en cierto modo, aunque no quedaba claro para quién era más «segura». ¿Se refería el navegante jefe a la seguridad de las tripulaciones del Sombra de Jade y de la Enviudadora? ¿O quería dar a entender que el Espacio Chiss estaría mejor sin que rondaran por él aquellas naves? En cualquiera de los dos casos, Jacen estaba tan sorprendido como su tío por el hecho de que el oficial ex imperial hubiera hecho tal propuesta.

—Existe una condición —dijo Aabe.

«Ah —pensó Jacen—. Ahora viene la pega».

—No quiero que la Federación Galáctica de Alianzas Libres interprete mal nuestras intenciones —siguió diciendo Aabe—. Esta oferta está abierta durante un período de tiempo estrictamente limitado. Si dentro de ese plazo los Skywalker y sus compañeros no han encontrado lo que necesitan, la oferta quedará rescindida y se les exigirá que abandonen inmediatamente el Espacio Chiss.

—¿Cuánto tiempo consideras que será necesario? —preguntó Verde Cobrizo.

—Deberá bastar con dos días estándar —respondió Aabe—. Al fin y al cabo, ¿puede ser muy difícil buscar un planeta vivo que aparece y desaparece por la galaxia? El número de leyendas que se pueden seguir es limitado, y nuestra biblioteca no tiene igual.

Las cuatro figuras cubiertas de túnicas asintieron con la cabeza simultáneamente.

—Nos parece una solución de compromiso aceptable —dijo Bronce.

—¿Maestro Skywalker?

Luke irguió los hombros y se puso de pie.

—Acepto los términos de vuestra oferta —dijo.

Jacen percibió que Mara estaba en desacuerdo, pero dio muestras externas de asentimiento.

—Entonces, sois libres para empezar cuando queráis —dijo Bronce.

Los cuatro representantes se levantaron de sus asientos al unísono; pero fue Gris quien tomó la palabra.

—Se os asignará un guía de la familia Inrokini para que os enseñe el manejo de la biblioteca. Si estáis preparados, el navegante jefe Aabe y la comandante Irolia os acompañarán hasta allí.

—Gracias —dijo Luke, haciendo una reverencia.

—Así concluye nuestro asunto —dijo Rojo Óxido. Sin decir una palabra más, ésta y los demás se volvieron y salieron de la sala.

—¿Eso es todo? —dijo Mara, viéndolos desaparecer por la puerta del fondo.

—¿Qué más queréis? —preguntó Aabe—. Hemos sido generosos con nuestro tiempo, y seguiremos siendo generosos con nuestros recursos. No tenemos ninguna obligación de ayudaros a teneros suspendidos sobre nuestras cabezas. Deberíais estar… —se interrumpió y negó con la cabeza—. Iba a decir que deberíais estar agradecidos; pero no sería correcto. El agradecimiento es una reacción emocional que no necesariamente se desprende de lo que se os ha ofrecido. Más bien debería decir que deberíais sentiros orgullosos.

—Así nos sentimos —dijo Luke—. Y también nos sentimos deseosos de empezar el trabajo lo antes posible. ¿Podemos…? —dijo, señalando la puerta.

Aabe asintió con la cabeza mientras se dirigía a la puerta, diciendo:

—Me alegro de ver que al menos uno de vosotros sabe apreciar el modo de ser de los chiss.

Se abrieron las puertas que daban al recinto ajardinado, e Irolia y Aabe acompañaron al grupo por el mismo. Cuando apenas hubieron recorrido la mitad del gran recinto, salió de un pequeño cubículo una figura alta que se plantó ante el grupo. Era ancho de hombros y sólido como un muro, y se quedó ante ellos como retándolos a pasar. Tenía un ojo cubierto de un parche negro, del mismo color que su uniforme. Sus cabellos y su perilla negros estaban surcados de vetas de color gris acerado.

—Mara Jade —dijo—. Volvemos a encontrarnos.

Mara avanzó un paso mientras Jacen y los demás se detenían.

—Soy Mara Jade Skywalker, Soontir Fel —respondió ésta.

Fel asintió con la cabeza a ello, pero no hizo mención de disculparse.

—El navegante jefe Aabe nos había hecho creer que estabas «ausente» —comentó Mara.

—Salta a la vista que no es así.

—Entonces, ¿nos has estado rehuyendo?

—Sí; he estado rehuyendo el proceso de toma de decisiones —dijo Fel, con voz áspera pero fuerte. Jacen advertía que Jagged Fel había heredado la presencia de su padre, aunque no su anchura—. Mis ideas sobre la cuestión no dejan de estar veladas por las emociones. Recuerdo haberos ofrecido una alianza hace algún tiempo.

Mara asintió con la cabeza.

—A mí tampoco me ha pasado desapercibido lo paradójico de la situación.

—Vosotros no la aceptasteis entonces, pero esperáis que nosotros la aceptemos ahora —el cuerpo enrome del hombre que había sido en su día el mejor piloto de TIE del Imperio realizó un leve movimiento. Jacen pensó que podía tratarse de un gesto de encogerse de hombros—. Los chiss tienen la costumbre de retirarse y dejar la decisión en manos de otro cuando no se puede ser imparcial —siguió diciendo—. Yo confié en que Peita vería con claridad lo que yo no podía ver de ese modo.

La mirada de Fel era tan fría y penetrante como una daga de hielo. Jacen no comprendía a que se debía su hostilidad. Una cosa era ser antiguos enemigos, pero aquello no explicaba la pasión que ardía tan claramente en la mirada del hombre.

Luke se puso junto a su esposa.

—Creo que hemos llegado a una conclusión satisfactoria. En otras circunstancias, puede que fuera un placer, Soontir —dijo, tendiéndole la mano.

Fel titubeó, y después le devolvió el gesto, tomando la mano de Luke en la suya enorme.

—Todavía no somos aliados, Skywalker.

—Pero tampoco somos enemigos. Sin duda, eso debe de valer algo.

Mara consultó significativamente su cronómetro.

—Debemos ponernos en marcha —dijo—. Esos dos días no van a durar toda la vida.

—Así es —dijo Fel. Recorrió con su mirada oscura el grupo que seguía a los Skywalker—. La Biblioteca Expedicionaria está a cierta distancia de aquí, en otro enclave. En vez de mover vuestra nave, os propongo que me permitáis proporcionaros un medio de transporte. Los recursos que tengo a mi disposición son nías seguros incluso que los que suelen ofrecer normalmente los chiss.

Luke vaciló, y Jacen percibió que su tío consultaba con Mara. Estaba seguro de que las inquietudes de Luke coincidían con las reservas que albergaba él mismo. La decisión de Aabe de concederles acceso a la biblioteca le había sorprendido; pero Jacen se daba cuenta de que podía ser una trampa para separarlos de la nave. Y sabía que Mara no querría apartarse del Sombra de Jade más de lo estrictamente necesario.

Pero ¿se arriesgarían a ofender a Fel rechazando su propuesta? ¿O podían permitirse el retraso que les causaría tener que mover su nave, disponiendo de una alternativa práctica? Al fin y al cabo, como había dicho Mara, dos días no daban para mucho.

—Gracias —dijo Luke al fin—. Tu propuesta nos ahorrará algo de tiempo, ciertamente.

Pero si intentas algo, Soontir… —Mara no dijo con palabras lo que pasaría en tal caso, pero su tono de voz y sus gestos lo dejaron bien claro.

Fel casi sonrió.

(—Podéis creerme: si hubiera querido intentar algo, ya lo habría hecho hace mucho —se volvió—. El tiempo corre. No podemos permitirnos quedarnos aquí parados charlando como tontos. Si vais a venir conmigo, os recomiendo que vengáis ya. Porque el plazo no se va a prorrogar.

—Ya te encargarás tú de eso, ¿verdad? —preguntó Mara.

El le clavó otra mirada acerada.

—Puedes contar con ello, Mara Jade Skywalker.

* * *

Cuando volvieron a sus alojamientos, después de el primer día en Bakura, Jaina estaba agotada. La reunión con el senado se había pospuesto para que pudiera asistir el primer ministro Cundertol, y ellos habían tenido que entenderse con funcionarios de poco rango y ordenanzas inquietos. Cuando llegó por fin el momento, la presencia de la delegación de la Alianza Galáctica quedó completamente oscurecida por la aparición triunfal de Cundertol y el banquete que tuvo lugar a continuación. El discurso de Cundertol, largo, algo confuso y bastante jactancioso, fue recibido con aclamaciones por parte del Senado y desde la tribuna de la prensa, pero a Jaina le confirmó la impresión de Jag: el primer ministro de Bakura era una figura pública de buen aspecto, pero estaba demasiado obsesionado por sus propios intereses para ser un buen hombre de Estado.

A pesar de todo, el banquete no había sido demasiado malo. El servicio había estado a cargo de atentos hombres y mujeres con vestimentas formales, en vez de droides, que habían hecho que Jaina se sintiera muy fuera de lugar con su uniforme de expedicionaria. La comida había sido excelente, y Jaina había tenido ocasión de probar el néctar de namana del que tanto había oído hablar, un licor del que los bakuranos estaban especialmente orgullosos. Y tuvo que reconocer que con razón. Era de color anaranjado, y acariciaba sus papilas gustativas como un rayo de luz solar que ardiera despacio. Pero sólo había tomado un trago; no quería que se le embotaran los reflejos. A juzgar por el efecto que ejercía en los que la rodeaban, su decisión había sido prudente.

Otras dos personas que se habían mantenido cuidadosamente sobrias eran Cundertol y su segundo, Blaine Harris. Jaina se preguntó si aquello explicaría la impresión que tenía ella de que, a pesar del trato aparentemente amistoso y cortés que mantenían los dos, bullía bajo la superficie una tensión potente. Quizá se tratara de que se cayeran mal el uno al otro; pero Jaina no entendía bien a qué podía deberse aquello exactamente. Al fin y al cabo, eran compañeros de grupo político. Puede que no fuera más que el hecho de que ambos eran hombres dominantes con personalidades fuertes. No cabía duda de que acabarían chocando al trabajar juntos en cargos tan próximos, aunque claramente delimitados.

Con todo, le despertaba la curiosidad. Se preguntaba lo que había sentido Harris al recibir la noticia del rapto de Cundertol. Se figuró que en parte se había sentido aliviado secretamente de haberse librado de él. Si el primer ministro moría o desaparecía, su segundo era su sucesor nato. Por ello, habría que plantearse la cuestión de si Harris había tenido algo que ver con el secuestro. Y, si era así, entonces la detención de Malinza Thanas habría sido poco más que un intento deliberado de encontrar un chivo expiatorio por parte de Harris.

Pero en realidad Jaina no encontraba nada tangible que pudiera justificar las sospechas vagas de Jag, ni las de ella misma. La presencia de Cundertol en la Fuerza era fuerte y clara: era quien decía ser, y pensaba por sí mismo.

El propio Lwothin, líder avanzado p’w’eck, parecía verdaderamente contento del regreso de Cundertol. Un poco aliviado quizá; pero aquello era comprensible, teniendo en cuenta que la consagración de Bakura debía tener lugar al día siguiente. Ahora que Cundertol había regresado y que la cabecilla de la resistencia estaba en un calabozo, no había ningún motivo para que el Keeramak siguiera retrasando su llegada. El saurio de escamas de color marrón mate no había probado los platos refinados locales y había preferido comer un plato de fft, un lagarto de muchas patas que se había importado de Lwhekk especialmente para la ocasión. Durante el banquete, parecía que observaba cuidadosamente a las personas y los movimientos a su alrededor, y aunque cruzó varias veces la mirada con la de Jaina, ésta no fue capaz de leer nada en sus ojos dorados.

—¿A vosotros no os parece que estamos fuera de lugar? —preguntó Han, dejándose caer en un sillón flotante. Sus habitaciones no eran tan lujosas como las que habían tenido en Galantos, pero aquello parecía muy bien a Jaina. Un exceso de hospitalidad no servía más que para que se sintiera incómoda.

—Están inmersos en sus propios asuntos.

Como sucedía en muchas ocasiones, la opinión de Leia se oponía a la de su esposo; pero se sentó en el sofá junto a Han y le tomó la mano para demostrarle que no estaba con ánimo de discutir. No pretendía llevarle la contraria; sólo quería cubrir bien todas las situaciones desde todos los puntos de vista. Jaina había tardado mucho tiempo en entender cómo funcionaba la mente de su madre; al parecer, su hermano gemelo lo había captado de manera instintiva hacía mucho tiempo.

—Ya nos prestarán atención cuando tengan motivos.

—Quizá debiésemos recordarles esos motivos —dijo Jaina, volviendo la cabeza para hablar mientras montaba el mismo equipo antiescuchas que habían utilizado en Galantos—. Tienen unos problemas que no se van a resolver con un simple tratado, porque si esa transmisión ilegal que recibimos es indicativa de algo, es de que los infiltrados de la resistencia llegan hasta niveles altos de la cadena de mando. Eso no se va a arreglar por arte de magia con encerrar a Malinza Thanas. De hecho, puede empeorarlo.

Observó de reojo que Tahiri se movía inquieta por las salas, como si buscara algo, y se preguntó qué hacía la Jedi más joven.

—Depende de lo que quieran —decía Leia—. Parece que un grupo está a favor de una alianza con los p’w’eck, en vez de una alianza con nosotros. Otro grupo no quiere tener nada que ver con los p’w’eck —se encogió de hombros—. Si nuestra presencia aquí pone de manifiesto las fisuras del movimiento clandestino, eso puede ser bueno. En vez de lanzar un ataque concentrado sobre el gobierno local, sus objetivos se pueden fragmentar, dividiéndose en una serie de ataques pequeños y relativamente ineficientes.

—El fuego disperso puede ser impreciso, pero suele dar a algo —dijo Han, jugando distraídamente con los dedos de Leia, que sostenía con la suya—. Yo, personalmente, prefiero ser blanco de un solo francotirador que de una docena de personas que sueltan una lluvia de disparos al azar. Al menos, en el caso de un francotirador sabes cuándo la amenazase interrumpió a media frase, sorprendido también por la conducta extraña de Tahiri. Ésta examinaba ahora la parte inferior de un mueble bar antiguo.

—¿Tahiri? —dijo Leia—. ¿Qué estás…?

—¡Ajá! —exclamó Tahiri incorporándose bruscamente y mostrando un objeto pequeño que tenía en la mano—. ¡Aquí está!

Jaina y sus padres intercambiaron miradas de extrañeza.

—¿Aquí está qué? —preguntó Jaina. Tahiri acercó el objeto a los demás para que lo vieran. Jaina se inclinó para examinarlo y vio que era una cápsula metálica no mayor que un diente de un niño de pecho.

—El ryn dijo que encontraríamos aquí lo que nos hacía falta —dijo Tahiri—. Tiene que ser esto.

—¿El ryn? —repitió Leia.

Han esbozó rápidamente lo que sabía del encuentro que había tenido Tahiri con el ryn en el campo de aterrizaje.

—¿Dijo algo más? —preguntó Leia a Tahiri.

—Sólo que creía que debíais tener cuidado —le contó Tahiri—• Pero allí no podía hablar como es debido, y dijo que se pondría en contacto con nosotros más tarde. Puede se trate de esto, de un mensaje de algún tipo.

Jugueteó con la cápsula, dándole vueltas en las manos e intentando abrirla por una hendidura que tenía por el centro. No pasó nada hasta que la apretó entre dos dedos; entonces, uno de los dos extremos hizo clic y se produjo un destello de luz breve pero intenso.

Jaina parpadeó con sorpresa, esperando a que sucediera algo más. Pero no pasó nada. La cápsula volvía a estar inerte, y por mucho que la apretaba Tahiri, no conseguía que volviera a repetir el destello de luz.

—Esto no puede estar bien —murmuró la joven Jedi—. Debería haberse cerciorado de que funcionaba bien antes de dejárnoslo.

—Perdona, ama Leia, pero… —dijo C-3PO.

Han levantó una mano para imponerle silencio.

—Un momento, Lingote de Oro. Ahora estamos ocupados intentando descubrir cómo funciona esta cosa.

—Pero, amo —dijo el androide—, yo ya sé cómo funciona.

Los cuatro dejaron lo que hacían y se volvieron hacia C-3PO.

—¿Y bien? —preguntó Han tras un silencio de casi quince segundos—. ¡Suéltalo!

—Parece, amo —dijo C-3PO—, que el destello de luz contenía un mensaje comprimido; una página holográfica escrita, para ser exactos. Mis fotorreceptores han podido captar los datos y guardarlos en mis bancos de memoria.

—¿Una nota? —preguntó Tahiri, emocionada—. ¿Qué dice?

—Parece que está escrito en un oscuro código givin.

—Pero ¿lo puedes traducir?

La idea misma de que pudiera no ser capaz de traducirlo incomodó al androide.

—Por supuesto. El mensaje dice así: «Malinza Thanas tiene una información que os hará falta. Está en la celda 12-17 de la penitenciaría de Salis D’aar. Podéis acceder por la entrada posterior 23, hoy a medianoche. La contraseña es habitante marginal. Intentaré ponerme en contacto con vosotros como es debido mañana».

Jaina memorizó todos los detalles.

—¿Eso es todo?

—Me temo que sí, señorita Jaina.

—No es gran cosa, ¿verdad? —comentó Tahiri, desilusionada.

—Bastará de momento —dijo Leia—. Iré a enterarme de qué dice Malinza en cuanto llegue la hora.

Jaina negó con la cabeza.

—Deja que vaya yo —dijo—. A ti te echarán de menos. Esperarán que te que quedes a investigar la situación con los p’w’eck. Si me envías a mí o a papá en tu lugar, les extrañará.

—Pero ¿te escuchará Malinza a ti? —preguntó Leia—. Ahora mismo no tiene más motivos para fiarse de ti que nosotros para fiarnos de ella.

—Supongo que tendré que poner en juego mi don de gentes. Además, tampoco va a encontrarse en la cárcel a mucha gente dispuesta a escucharla. Puede que ésta sea la última oportunidad que tenga.

—Está bien —dijo Leia, poniéndose de pie y apoyando una mano en el hombro de su hija—. Pero ten cuidado, ¿de acuerdo?

Jaina sonrió, quitando importancia a la inquietud de su madre (aun reconociendo su buena intención), y fue a su cuarto a prepararse.

* * *

—¡Alto!

En el villip robado apareció la imagen de un guardia. Nom Anor, que lo observaba, vio que la Avergonzada que portaba el villip (disimulado hábilmente en un jarrón hecho con un k’snell muerto y vaciado) obedeció sin titubear la orden del guerrero, como cabía esperar por parte de un miembro de la más baja de las clases sociales, que acababa de irrumpir en una de las antesalas del Señor Shimrra.

El guardia avanzó despacio hacia el Avergonzado, con una sonrisa burlona en el rostro.

—Con tus prisas por volver a reunirte con Yun-Shuno, has olvidado que nadie entra en estas salas sin licencia del Sumo Señor en persona.

Se detuvo a un par de pasos de la Avergonzada. Su gesto grotesco quedaba enfocado de cerca.

—Explica por qué ensucias estos suelos con tu vil presencia.

—Me… me ha enviado el sumo sacerdote Jakan —balbuceó la espía de Nom Anor. Había ensayado la excusa muchas veces antes de emprender su misión; pero nunca había parecido tan poco convincente—. Me man… mandó que presentara esta ofrenda…

—¡Mientes!

El anfibastón del guerrero se desenrolló de su cintura uniformada y adoptó una posición de ataque.

—Me vas a decir qué haces aquí; y, después, en castigo a tu trasgresión, sentirás la cólera de la guardia palaciega del Señor Shimrra.

Cuando el guerrero avanzó otro paso, la Avergonzada cayó de rodillas aferrando contra el pecho el jarrón de k’snell y el villip que contenía.

—Te lo ruego…

Aunque Nom Anor no le veía la cara, podía imaginarse su miedo.

—¡Tus súplicas son indignas de un yuuzhan vong! —gruñó el guerrero mientras levantaba el anfibastón—. ¡Disponte a morir!

¡Jeedai! —chilló de pronto la Avergonzada, con tono que ya no era rastrero ni lloroso. Según lo planeado, activó con la palma de la mano el parche de la base del k’snell—. ¡Ganner!

La imagen murió con el villip y con la Avergonzada una fracción de segundo antes de que cayera violentamente el anfibastón. La última imagen que vio Nom Anor de la antesala fue la mueca retorcida y cargada de odio del guerrero.

—No debía decir nada de los Jedi —dijo Nom Anor, pronunciando este nombre a la manera de los infieles, tal como había aprendido durante sus años de trabajo como infiltrado. Le costó trabajo reprimir una oleada de ira. ¡Qué poco les había faltado!

—At’raoth estaba entregada a la causa —dijo Shoon-mi. Estaba de pie a un lado del nuevo trono de Nom Anor, situado en un lugar muy distante del anterior. El ex Avergonzado se sentía claramente incómodo tras el intento fracasado de infiltrarse en los aposentos de Shimrra—. Fue de buena gana, sabiendo que podía morir.

—Pero todavía está por ver si ha muerto bien —dijo Kunra—. ¿La harán prisionera y la torturarán? ¿Nos descubrirán?

—¡No! —exclamó Shoon-mi, consternado de que pudiera pensarse tal cosa—. Habrá tomado las precauciones adecuadas.

Nom Anor estaba seguro de que su acólito principal estaba en lo cierto. «Las precauciones adecuadas» significaba, en este caso, romper el diente postizo que llevaba en el fondo de la boca y tragarse el veneno de irksh que le habían proporcionado. La habría matado al instante. Su lealtad fanática a la causa garantizaba que habría obedecido esta última orden.

Pero Nom Anor pensó que el suicidio podía no ser suficiente para evitar el desastre. La espía había anunciado abiertamente su fidelidad a la herejía Jedi, por lo que a partir de ahora Shimrra sería consciente, sin duda, de la existencia de intentos de infiltración en sus aposentos. La próxima vez sería todavía más difícil entrar… y más peligroso.

Pero no por eso iba a renunciar a intentarlo. No le importaba cuántos acólitos murieran en el intento. La información sobre las actividades de sus enemigos era vital. Toda campaña, abierta o encubierta, dependía de la información, y eso significaba que debía meter a alguien dentro de esas paredes, y pronto. Si no lo conseguía, no sabría qué medidas se estaban tomando contra él, y eso lo dejaría en una situación de vulnerabilidad inaceptable.

—Debemos alegrarnos de haber llegado hasta aquí —dijo Kunra. Era un intento desesperado por su parte de poner al mal tiempo buena cara; pero no podía disimular su cansancio—. At’raoth ha llegado más lejos que ninguno de los anteriores.

—Creo que hasta he oído voces —dijo Shoon-mi.

Nom Anor asintió. También él había oído voces desde el interior de la cámara, al otro lado del umbral que había intentado cruzar la espía. Estaba seguro de que las voces eran del Sumo Prefecto Drathul, del Sumo Sacerdote Jakan y de Onimi, el muñeco abominable del Señor Shimrra. Alguien discutía con ellos, uno de los guerreros quizá. La discusión había sido demasiado apagada para que se captara alguna palabra, pero habían estado cerca. Si At’raoth hubiera conseguido avanzar unos pasos más…

Soltó entre dientes un juramento antiguo. Los errores podían echar a rodar todo lo que él estaba intentando. El movimiento herético era todavía demasiado débil para poder sobrevivir si se desencadenaba contra él una persecución organizada.

—Tenemos que volver a intentarlo —dijo lacónicamente—. Necesitamos tener acceso a esas habitaciones.

La frustración se agitaba en su interior como una tormenta magnética. Echaba de menos sus antiguas redes, su cadena de información, a los muchos espías que le habían suministrado información. Antes de su caída había estado saciado de datos, sin darse cuenta de la suerte que tenía. Ahora, sediento de información, debilitado por la ignorancia, anhelaba volver a aquellos tiempos gloriosos.

—Si no somos capaces de meter allí un villip, necesitaremos un informador.

—Pero ¿a quién? —preguntó Shoon-mi—. Y ¿cómo?

—Nuestro número va en aumento —dijo Kunra a modo de respuesta—. La voz va corriendo y ascendiendo por la escala social. Sólo es cuestión de tiempo hasta que nos infiltremos en los niveles superiores.

—¡No puedo esperar tanto! —exclamó Nom Anor—. Cuanto más nos acercamos a la cumbre, más peligroso se vuelve para nosotros. Si no sabemos cuánto sabe Shimrra, somos como una de sus víctimas de los sacrificios: de rodillas ante él, con un coufee en la garganta, esperando el golpe que nos remate.

Se encogió de hombros bajo su túnica. Últimamente se había visto a sí mismo en sueños huyendo de una partida de guerreros que querían acabar con él. A éstos no los veía nunca, pero siempre percibía que le seguían de cerca, y siempre los oía. En sus sueños, no era más que un animal acorralado.

Negó con la cabeza. Cuando estaba despierto, no tenía tiempo que perder pensando en sus pesadillas.

—No estoy dispuesto a morir aquí abajo. No voy a ser como los demonios subterráneos, ciegos y vulnerables ante cualquiera que lleve luz.

—No será así, Maestro —dijo Shoon-mi con torpeza—. Nosotros no vamos a consentir que te pase algo así.

Las frases tranquilizadoras de Shoon-mi eran como las que se dirían a un niño, y Nom Anor las recibió con el desprecio que merecían.

—¡Basta! —gritó. Volvió al trono a grandes pasos y se derrumbó en él—. Búscame a otro voluntario. Lo intentaremos otra vez; ¡lo seguiremos intentando hasta que consigamos nuestro objetivo! Debemos espiar a Shimrra antes de que él nos espíe a nosotros. Si no, pereceremos.

Shoon-mi tragó saliva y se retiró haciendo reverencias. Aunque él no sabía nada de la espía que habían atrapado en su sede anterior, se hacía cargo de la realidad de su situación. Ellos eran unos herejes, anatema para Shimrra y para los sacerdotes, una suciedad que había que purgar. Una herrumbre, pensó Nom Anor, recordando sus pensamientos sobre la podredumbre del hierro que había observado en el vientre de Yuuzhan’tar antes de asumir el manto de profeta.

—Se hará así, Maestro.

—Asegúrate de ello —dijo Nom Anor. Incluyó también a Kunra en su mirada furibunda.

—Aseguraos de ello los dos.

Kunra asintió con la cabeza con tristeza, sin molestarse en comentar que el número de voluntarios disponibles para derrocharlos en tales misiones desesperadas era limitado. Cuantos más fracasaban, menos se presentaban en la ocasión siguiente. El sacrificio debía tener sentido para que fuera noble.

Pero también él se hacía cargo de la dura realidad de la situación. Había que matar o morir. Si lo más que podían conseguir los Avergonzados era elegir su manera de morir, aquello ya era algo. Desde luego que era más que lo que les había ofrecido nunca Shimrra.

* * *

Jaina estaba agazapada tras una balaustrada de piedra, en la azotea de un almacén que estaba frente a la penitenciaría. Se mantenía agachada para que no la detectaran los fuertes focos que barrían la zona. Había patrullas regulares alrededor del perímetro de la cárcel, y ella ya las había esperado, pero el ryn no les había advertido del enjambre de droides-centinela G-2RD que las acompañaba, y a ella la habían tomado por sorpresa. Evidentemente, los bakuranos habían superado en aquel aspecto, con fines prácticos, su habitual aversión a los droides. La vigilancia de la zona era frecuente y aleatoria, con lo que resultaba difícil predecir cuándo pasaría una nueva patrulla. Lo peor de todo era que en su primer intento de alcanzar a la carrera la entrada trasera, había activado algún tipo de alarma oculta. Ahora, todo el complejo se encontraba en situación de plena alerta, preparado y esperando que alguien intentara entrar.

Tras una hora de observación cuidadosa, quedó convencida de que era improbable que fuera capaz de entrar sin ser visto. Y si la seguridad interior era tan estricta como la exterior, ella no duraría dentro ni un minuto, ni mucho menos podría alcanzar la celda que quería visitar. No; tendría que intentarlo de otro modo…

Salió de su escondrijo, cruzó la azotea del almacén y bajó por una escalera de mano estrecha que estaba fijada a la pared del fondo. El callejón que estaba al fondo de la pared estaba lleno de desperdicios, lo que daba a entender que se utilizaba pocas veces. Lo recorrió hasta el final mientras realizaba tres respiraciones hondas y tranquilizadoras para llenarse de sensación de control y de autoridad.

«No soy una agente encubierta —se dijo a sí misma—. Soy representante de unas autoridades extranjeras en visita oficial, y los de aquí son aliados nuestros».

Con paso vivo, controlado, rodeó la esquina hasta salir abiertamente ante los droides de seguridad. Un foco le iluminó inmediatamente la cara, pero ella siguió andando al mismo ritmo; el menor titubeo podría destruir la ilusión que ella intentaba crear.

Dos droides G-2RD bajaron volando de sus emplazamientos en alto muro de ferrocemento de la parte trasera de la cárcel. Las dos esferas flotantes, dotadas de varios medios para hacer daño, convergieron sobre ella, zumbando furiosamente como insectos enfadados.

—¡Alto! —exclamó una de las esferas. Ella no supo cuál.

Se detuvo a tres metros de la entrada posterior, con grandes muestras de obediencia y sumisión.

—Declara tu nombre y lo que haces aquí —ordenó la otra. Tenía una voz nasal penetrante que probablemente se había diseñado para que resultara irritante.

—Me llamo Jaina Solo —respondió tranquilamente—. He venido a hablar con Malinza Thanas.

Los dos droides zumbaron mientras comprobaban rápidamente su autorización. Al cabo de un par de segundos, uno de ellos avanzó haciendo crujir el bastón aturdidor.

—No se ha autorizado tal visita.

—Te ruego que no me amenaces —dijo ella, haciendo girar sobre sí mismo al pequeño droide con un empujón de Fuerza—. La verdad es que esas cosas no me sientan nada bien.

El segundo droide emitió un aullido penetrante que Jaina cortó rápidamente. Buscó con la Fuerza en lo más profundo de los circuitos del droide y le fundió el vocalizador.

Convergieron sobre ella más droides y más focos. No podría haber llamado más la atención aunque se lo hubiera propuesto. A pesar de todo, mantuvo la apariencia de calma y no acercó para nada las manos al sable láser.

—He venido a hablar con Malinza Thanas —repitió con paciencia y con firmeza—. Haced el favor de dejarme pasar.

El primer droide recobró el equilibrio y volvió a situarse frente a ella. Esta vez habló con una voz diferente, la de un guardia que estaría dentro del complejo y que evidentemente la estaría observando a través de los sensores del droide.

—Lo siento, pero no podemos aceptar visitas sin autorización.

Ella se cruzó de brazos.

—Entonces, te recomiendo que la consigas, porque yo no me voy a aquí hasta que vea a Malinza. Y no tengo ninguna intención de marcharme sin más. Te doy un minuto para que hagas lo que te digo.

El droide zumbó y empezó a agitarse subiendo y bajando, como si esperara con impaciencia la autorización para atacarla. Ella lo observó con desconfianza mientras contaba mentalmente de uno a sesenta.

Cuando terminó el minuto, oyó unos pasos precipitados que corrían hacia ella tras la esquina más cercana.

—No puedo pasarme esperando toda la noche ¿sabéis? —dijo, apartando tranquilamente a los droides y avanzando tres pasos más hacia la puerta trasera que había indicado el ryn en su mensaje. Una vez allí, dijo la contraseña que le habían comunicado.

Habitante marginal.

La puerta se abrió al instante con un silbido, deslizándose rápidamente hacia arriba. Jaina entró en un pasillo banco brillante que se dirigía al interior del edificio, recto como un haz de luz.

La siguió un coro de zumbidos de los droides. De la carcasa del droide más cercano salió una voz nueva.

—¡Esto es un desprecio flagrante a los reglamentos! —decía el guardia, sin ocultar su enfado—. Seas quien seas, debo insistir en que…

—Como ya he explicado, me llamo Jaina Solo —dijo ella—, y os agradecería que terminaseis de aclararos sobre si os proponéis ayudarme o detenerme. La verdad es que no quiero luchar con vosotros; pero si me obligáis…

—¡No puedes pretender aparecer aquí sin más y ver al preso que quieras! ¿No sabes lo que es el protocolo?

—¿No sabes lo que es un incidente diplomático? —replicó ella—. Porque eso será lo que tengáis si no me dejáis ver a Malinza Thanas.

La pausa fue más larga esta vez, y Jaina percibió que los droides retrocedían levemente. Había aparecido tras ellos un pelotón de guardias que esperaban, inseguros, lo que haría ella a continuación.

—¿Y bien? —dijo Jaina al cabo de cierto tiempo—. ¿Qué vais a hacer?

—Te ruego que esperes donde estás —la voz parecía más amilanada que antes, y Jaina sospechó que los guardias habían recibido de sus superiores la orden de dejarla pasar—. Pronto llegará una escolta.

Apenas había dicho esto cuando doblaron la esquina cuatro guardias de seguridad bakuranos que llegaron a la carrera. Jaina observó que llevaban las armas bien guardadas en sus fundas.

—Acompáñanos —le ordenó el que estaba más cerca de ella. Habló con voz hosca y firme, pero no podía ocultar que se encontraba algo incómodo. Jaina se permitió una leve sonrisa al respecto: a ellos no se les daba tan bien como a ella disimular sus nervios.

No se movió.

—Sólo cuando sepa dónde me lleváis.

—Se te llevará a ver a la prisionera —respondió el guardia—. Tal como lo has solicitado.

Había algo de burla en su tono, pero no era más que por guardar las apariencias. El guardia sabía que Jaina estaba en una posición de ventaja.

La sonrisa de Jaina se ensanchó. Nunca era malo fomentar el respeto a los Jedi en planetas lejanos, y el respeto no siempre se ganaba a punta de sable láser.

Hizo una leve reverencia amable hacia los droides, sabiendo que el que le hubiera otorgado la autorización la estaría observando. Aquella noche ya no harían falta más actitudes agresivas, a menos que la provocaran, claro está.

—Lamento causar estas molestias. Cuanto antes pueda ver a Malinza Thanas, antes dejaré de estorbaros.

Con los sentidos muy atentos a cualquier indicio de engaño, se dejó guiar por los cuatro guardias hasta el corazón de la penitenciaría. El ala de alta segundad era idéntica alas normales, salvo que había droides G-2RD en todas las esquinas. Los droides soltaban un zumbido amenazador al pasar ella, como advirtiéndole que no intentara los mismos trucos que había aplicado con sus compañeros. Jaina intentó recordar todos los giros y pasillos que seguían, pero no era fácil. Todos le parecían iguales, y no parecía que los números de celda siguieran una pauta determinada.

Llegaron por fin a la celda 12-17. La puerta era semejante a todas las demás que habían pasado por el camino: blanca, estéril, sin ventanillas ni aberturas. Uno de los guardas del grupo de cabeza marcó un código corto en un teclado y retrocedió cuando se abrió la puerta de la celda con un chirrido apagado.

Dentro estaba sentada en un catre estrecho una muchacha delgada, de cabello oscuro, de unos quince años de edad. A pesar del uniforme gris de la cárcel y de las magulladuras que tenía en la cara y en los brazos, no había perdido un aire de desafío; pero tras aquel desafío había también agotamiento.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó la muchacha.

—Una visita —dijo el primer guardia, invitando a Jaina a entrar con un gesto. Señaló un teclado verde que estaba junto a la puerta—. Cuando hayas terminado, pulsa el botón de LLAMADA.

—Es un poco tarde para hacer visitas, ¿no? —dijo Malinza, observando a Jaina con desconfianza.

Jaina entró en la celda, que estaba iluminada con luz fuerte.

—Me llamo Jaina Solo —dijo cuando se cerró la puerta a su espalda. Examinó rápidamente a la muchacha, preguntándose cómo la habrían tratado.

Malinza levantó la cara, de rasgos muy definidos. Observó a Jaina un momento antes de asentir con la cabeza.

—El tío Luke me ha hablado de ti. Una vez me enseñó un holo de Jacen y de ti cuando erais pequeños.

Las palabras de la muchacha provocaron a Jaina una punzada inexplicable de celos. ¿El tío Luke? ¿Quién era aquella muchacha a la que ella no conocía, que hacía suyo al tío de Jaina?

Pero su indignación se convirtió pronto en comprensión cuando recordó que Malinza era la hija patrocinada de Luke. Sus padres habían muerto (Gaeriel Captison, antigua primera ministra de Bakura, había entregado su vida para destruir a una buena parte de la problemática Tríada Sacorriana, y Pter Thanas había muerto de la enfermedad de Knowt hacía algunos años), y Luke Skywalker era, probablemente, lo más parecido que tenía Malinza a una familia. ¿Con qué derecho se lo iba a negar Jaina?

—Desearía que nos hubiésemos conocido en mejores condiciones —dijo, avanzando más hacia el interior de la pequeña habitación para acercarse a la muchacha. Ésta le indicó el catre.

—¿Me permites?

—Has elegido un momento francamente malo para venir de visita —dijo Malinza, mientras hacía sitio para que Jaina se sentara junto a ella.

—¿Me lo quieres contar?

Malinza observó a Jaina con una madurez impropia de su edad. Tenía una mirada penetrante, que resultaba más desconcertante todavía por el hecho de que sus ojos eran de colores diferentes. Su pupila izquierda era verde; la derecha era gris.

Igual que los de su madre, pensó Jaina.

Pareció durante un largo momento que Malinza no iba a responder a la pregunta de Jaina.

—Tú sabes por qué estoy aquí —dijo por fin.

—Se te ha acusado de secuestrar al primer ministro.

—De hecho, se me acusa oficialmente de alteración del orden público y conspiración.

—¿Y no viene a ser lo mismo?

Malinza negó con la cabeza.

—La diferencia es importante, en realidad.

—¿Por qué? Ahora que Cundertol ha vuelto…

—Yo no he tenido nada que ver con él —le interrumpió Malinza—. Pero el resto es verdad.

—Lo siento, pero me cuesta verte alterando el orden público.

El comentario de Jaina hizo sonreír levemente a Malinza, que extendió los brazos para enseñarle las señales de golpes.

—Mírame —dijo—. Si hubieran querido pegarme, hay manera de hacerlo sin dejar huella. Esto me lo hice al resistirme a ser detenida. Hicieron falta tres, y dos droides, para inmovilizarme.

En su expresión se apreciaba un orgullo ardiente, pero no ocultaba el cansancio terrible que Jaina reconocía demasiado bien. Recordaba haber sentido aquella sensación cuando había muerto Anakin: la sensación de que no había nada que perder, de desánimo, de impotencia. Era muy fácil tomar por cicatrices de guerra lo que eran en realidad indicios de autodestrucción.

—¿Por qué luchas? —le preguntó Jaina.

—Eso es lo extraño. Hace una semana, yo no luchaba siquiera.

Entonces se disolvió por completo la actitud de desafío de Malinza, para dejar paso a una expresión de franco desconcierto.

—No tienes idea de en lo que os acabáis de meter. Te lo digo yo: lo que está pasando aquí es una locura.

—¿En qué sentido, Malinza? —le preguntó Jaina, acercándose más a ella para fomentar su sensación de confianza.

La muchacha se rio por lo bajo.

—Quizá lo más loco de todo sea el que me plantee contártelo —dijo, recostándose en la pared—. Si hay aquí algún enemigo, sois vosotros.

Jaina frunció el ceño pero no dijo nada, percibiendo que era inútil presionarla. Si tenía que salir, saldría.

Después de más de una docena de pulsaciones del corazón, Malinza suspiró.

—Es igual. En todo caso, ya se lo he intentado contar a todos los de por aquí.

—¿Y no te creen?

—¿Por qué crees que estoy aquí, si no? —dijo la muchacha, señalando una cámara de seguridad que las observaba—. Supongo que no les vendrá mal oír la historia una vez más. Y ¿quién sabe? Puede que esta vez hasta me hagan caso.

—Y aunque ellos no te hagan caso, no dudes que yo sí —dijo Jaina.

Malinza sonrió y asintió con la cabeza.

—De acuerdo —dijo, inclinándose hacia delante para comenzar su relato—. Hace cosa de un mes, yo encabezaba una célula de activistas, valiéndome de la reputación de mis padres para dar a conocer nuestro mensaje. Éramos dieciséis en total. Al principio no hacíamos más que organizar actos de protesta, difundir el mensaje… pero la cosa ha crecido mucho más con el tiempo. Nos hacíamos llamar Libertad. Ya sé que no es muy original —dijo, alzando los ojos al cielo—, pero transmite el mensaje.

—Y ¿cuál es ese mensaje?

—Que estamos cansados de doblegarnos a las doctrinas imperiales, claro está. Ha llegado el momento de que nos quitemos nuestras cadenas y nos gobernemos a nosotros mismos.

¿Imperiales? —repitió Jaina, confundida. Habían pasado casi treinta años desde se había expulsado de Bakura la presencia imperial.

—No se trata del Imperio propiamente dicho —explicó Malinza—, sino de lo que ocupó su lugar: la Nueva República. ¿No sabes que la naturaleza aborrece el vacío? Sobre todo, cuando se trata de un vacío de poder. En cuanto nos hubimos ganado nuestra libertad, ofrecimos las muñecas para que volvieran a ponernos las cadenas. Nos entregamos a la Nueva República como unos animalitos domésticos que suplicábamos unas migajas de cariño. Y es lo único que nos dieron: migajas.

Jaina torció el gesto ante aquella descripción del gobierno en cuya creación habían participado sus padres.

—Claro que, ya no la llamáis Nueva República, ¿verdad? Le han puesto un nombre nuevo desde que perdió su guerra contra los yuuzhan vong —comentó Malinza con soma—. Nadie quiere tratarse con los perdedores, ¿no es así? Claro que, vuestra única esperanza de defenderos era haceros pasar por otra cosa. Pero el estiércol de cratsch siempre huele mal, aunque le cambien el nombre, ¿no te parece?

Malinza negó con la cabeza y apartó la vista.

—Si vencéis a los yuuzhan vong, volveréis a poner las cadenas a todos, como antes —prosiguió—. Y, si perdéis, haréis que todos se hundan con vosotros.

—Las cosas no son así.

—¿Que no? Me vas a decir, probablemente, que si no nos unimos para derrotar al enemigo común, moriremos todos. Pero siempre hay un enemigo común, Jaina. Los regímenes represivos no funcionan sin ellos. El Imperio tenía a su Alianza Rebelde; nosotros tuvimos en tiempos a los ssi-ruuk, y ahora mismo vosotros tenéis a los yuuzhan vong. ¿De quién se tratará la próxima vez que os parezca que se abren las grietas?

—Me contentaré con llegar a la próxima vez —dijo Jaina—. Pero, dime, Malinza, ¿Qué pasaría si perdiésemos esta guerra? ¿Qué haríais si se presentasen los yuuzhan vong en vuestra puerta y no estuviésemos nosotros para ayudaros, como hicimos con los ssi-ruuk?

—Lucharíamos contra ellos, claro está —dijo la muchacha sin más—. Y, sí; lo más probable sería que muriésemos todos. Pero la decisión sería nuestra; no la habría tomado un burócrata sin rostro al otro extremo de la galaxia.

—¿Es ésa la cuestión verdaderamente, Malinza? ¿Se reduce a quién os controla? ¿O a quién toma las decisiones por vosotros?

—¡Claro que se reduce a eso!

—Yo no recuerdo que la Nueva República haya exigido nada a Bakura jamás. Siempre se os preguntó.

—Y nosotros dijimos siempre que sí. Ya lo sé. Esto me irrita más de lo que puedes entender. Cuando nos humillamos ante la Nueva República, ésta nos robó alegremente nuestra flota de defensa, a nuestras familias…

Malinza se interrumpió, dejándose caer pesadamente contra la pared con un suspiro de cansancio y de agitación. Jaina sintió alivio al ver lágrimas en los ojos de la muchacha. Ya había entendido lo que se encontraba tras el desagrado que sentía a Malinza hacia la Nueva República, por mucho que lo adornara de retórica. Detrás de su postura de desafío estoico, seguía siendo una simple muchacha de quince años, que se había visto obligada a desafiar a un gobierno que ella consideraba represor, obligada a aprender unas habilidades que no debía aprender una adolescente… pero que no por ello dejaba de tener sólo quince años. El que hubiera sido capaz de superar esta desventaja decía muchísimo de su capacidad y de su determinación. Al parecer, había seguido el ejemplo de su tío adoptivo.

La propia Jaina no había tenido mucha más edad cuando había estallado la guerra contra los yuuzhan vong. Pensó que las personas son capaces de hacer cosas extraordinarias cuando lo exigían las circunstancias.

—Siento lo de tu madre, Malinza —dijo Jaina, apoyando una mano en el hombro de la muchacha. Ésta no la rechazó—. La traté un poco en Centralia antes de su muerte, pero entonces yo era sólo una niña. Sé que el tío Luke tenía un gran concepto de ella.

—Yo apenas la recuerdo —dijo Malinza, intentando hablar con despreocupación mientras se restañaba una lágrima—. Recuerdo su marcha, y que mi tía intentó explicar lo sucedido cuando no regresó; pero yo sólo tenía cuatro años y no llegué a entenderlo del todo. Sólo supe que nos la habían quitado. La Nueva República la arrastró a una guerra que no era la suya, y ella entregó la vida para salvar a otros. Hizo una cosa muy buena, y yo sufrí en consecuencia —se encogió de hombros con impotencia—. Supongo que el universo encontró su equilibrio, como hace siempre. Sólo que en aquella ocasión yo estaba en el lado malo, nada malo.

—¿Equilibrio? —preguntó Jaina—. ¿Qué quieres decir?

—El Equilibrio Cósmico. La rueda de destino, ¿sabes? —dijo, cambiando de postura en el catre para mirar a Jaina cara a cara—. Toda acción provoca una reacción. No puede existir una fuerza poderosa para el bien sin que exista en alguna parte una fuerza para el mal que la equilibre. Del mismo modo, las obras buenas conducen a resultados malos para alguien más, de manera absolutamente involuntaria. Así funciona el universo, y también la Fuerza. Si hoy salvas a alguien en Bakura, puede que mates a otro más tarde. Por eso no quiero la presencia aquí de vuestra Alianza. Es demasiado peligrosa. No quiero que mi hogar se encuentre bajo el fuego amigo.

—De modo que no quieres intervenir en la Alianza Galáctica, ni en la guerra contra los yuuzhan vong. ¿Es eso lo que quieres decir?

—No me entiendas mal, Jaina. No tengo nada en contra del tío Luke. Es la única familia que tengo, aparte de la tía Laera, que me crió tras la muerte de mi madre. Mi padre murió poco después de nacer yo y no llegué a conocerle. Si tuviera que ponerme de parte de alguien, sería de la vuestra. Si no lo hago, es sólo por miedo a las repercusiones del Equilibrio.

—Entonces, ¿qué ganas con secuestrar a Cundertol? Él es muy partidario de una alianza con los p’w’eck. Serían una alternativa viable a la Alianza Galáctica, y os darían una oportunidad de defender a Bakura contra un ataque de los yuuzhan vong.

—¡Precisamente! —dijo ella—. Por eso no tendría sentido que yo hubiera secuestrado a Cundertol.

—Pero podrías haberlo ordenado…

—No —la interrumpió Malinza con firmeza—. Tampoco lo ordené. ¡Soy joven, pero no por eso soy necesariamente tonta!

—Yo no digo que…

—Puede que no; pero sigues atendiendo a lo que te dicen… y te dicen que soy tonta —soltó una risa carente de humor que interrumpió su ánimo sombrío—. Por otra parte, puede que tengan razón, si hubiera intentado dar un golpe como ese.

—No eres tonta, Malinza —dijo Jaina, intentando apaciguarla; pero la muchacha no dio muestras de oírle.

—No hago más que intentar explicar que el objetivo de Libertad no es más que expulsar de Bakura a la Nueva República. No recurrimos a la violencia, ni mucho menos secuestramos a gente. Llámanos idealistas si quieres, pero el caso es que tenemos principios. Lo último que queremos es que el régimen antiguo sea sustituido por otro igual de malo.

Jaina se quedó atónita al pensar que dieciséis personas habían intentado oponerse a toda una civilización galáctica. Aquello parecía, o bien una locura, o un acto de valor increíble.

—¿Cómo pudisteis soñar siquiera con conseguirlo?

—Ah, bueno… ésa es la cuestión —respondió Malinza con una leve sonrisa—. Verás, el caso es que contábamos con cierta ayuda económica de fuentes privadas, y con ese dinero pudimos ahondar mucho en las infraestructuras, buscando cosas que pudieran servirnos: pruebas de corrupción, de brutalidad, de enchufismo, etcétera. Te sorprendería saber las cosas que descubrimos.

Jaina lo dudó mucho; su madre ya le había hablado bastante de los políticos corruptos a lo largo de los años.

—¿Quién os financiaba?

—Estoy seguro de que prefieren que sea confidencial —dijo Malinza con firmeza—. Sobre todo, en lo que a vosotros respecta.

Jaina respetó la discreción de Malinza sobre la cuestión, pero sospechó para sus adentros que la Brigada de la Paz pudo haber tenido que ver con ello en algún momento pasado. Una organización clandestina como aquella sería ideal para provocar disidencias.

—Me dices que no eres partidaria de la violencia, Malinza; pero ¿y los demás?

Ninguno de los dieciséis miembros de la jefatura de Libertad era partidario de la violencia. No era nuestro estilo. Pero…

—¿Pero…?

—Bueno, tuvimos otros afiliados —dijo—. Y es posible que éstos tuvieran intenciones violencias. La verdad es que diría que algunos eran muy partidarios de la violencia. Pero nosotros no los animábamos a que siguieran con nosotros.

—Entonces, ¿quién más se afiliaba?

—Gente de todo tipo, en realidad. No todas las actividades de Libertad eran clandestinas; teníamos un centro de reclutamiento y nuestro programa era bien conocido. Esto es una democracia, ¿no? O se supone que lo es. Algunos de nuestros afiliados eran personas aburridas de su vida rutinaria y que buscaban emociones. A veces recibíamos a personas procedentes de otros movimientos clandestinos semejantes al nuestro. Desde la llegada de los p’w’eck, hemos atraído a descontentos de todo tipo —comentó, encogiéndose de hombros.

—¿Por qué?

—Bueno, para empezar, siempre se ha sabido que yo formaba parte de Libertad, y tengo cierto renombre en los medios de comunicación porque mi madre fue primera ministra. Desde el primer momento acudieron a nosotros diversos excéntricos que querían servirse de nuestro impulso, pero siempre fue fácil filtrarlos. Al menos, hasta hace poco tiempo —dijo, bajando la vista hacia su regazo—. La verdad es que se estaba poniendo difícil controlarlo. El movimiento anti p’w’eck nos dejó claro que si no estábamos con ellos, estábamos contra ellos. Ya he dicho que no soy xenófoba; creo que los p’w’eck serían buenos para Bakura. En realidad no quiero estar en contra de nadie, porque equivale a poner a alguien en contra mía. La reacción del Equilibrio te da un golpe tan fuerte como el impulso que le das tú. Y, créeme: no quiero volver a llevarme otro golpe.

—Creo que empiezo a entenderlo —dijo Jaina. Y era verdad. No es que creyera sin falta todo lo que le había contado Malinza, pero tampoco creía que aquella muchacha fuera persona capaz de ordenar secuestros y asesinatos para favorecer a su causa—. Entonces, ¿por qué crees que estás aquí en realidad? —le preguntó.

—Lo que hacíamos, lo hacíamos demasiado bien —dijo Malinza—. Estábamos descubriendo demasiadas cosas. Habíamos descubierto trapos sucios de varios senadores, y amenazábamos con hacer pública la información.

—¿Chantaje?

—¿Se puede llamar chantaje si lo haces por el bien de la sociedad? —repuso Malinza, encogiéndose de hombros—. En todo caso, se estaban poniendo nerviosos, pero no podían quitarnos de en medio sin levantar una polvareda todavía mayor. Hazte cargo: en realidad, no habíamos hecho nada verdaderamente ilegal. Les habría resultado difícil encarcelarnos mucho tiempo, porque cuando hubiésemos dado a conocer sus secretos, la simpatía del público se habría puesto de nuestra parte. Entonces, supongo que llegamos a una especie de punto muerto. Era una situación de espera, cada uno esperando a que cediera el otro.

—Y, mientras tanto, supongo que seguíais buscando más trapos sucios —dijo Jaina—. Lo que quiere decir que, si es verdad que no creen que secuestraseis a Cundertol, debisteis de descubrir alguna cosa que ellos tenían fuertes deseos de mantener en secreto.

—Si fue así, te digo de verdad que no tengo idea de qué pudo ser —dijo Malinza, negando con la cabeza de nuevo—. Estábamos siguiendo la pista de una operación financiera que se había producido justo después de la llegada de los p’w’eck. Salió del planeta una cantidad enorme de dinero, pero nosotros no descubríamos dónde había ido a parar ni quién estaba detrás de ello. Parecía una transacción comercial de alguna clase, y es muy posible que no fuera más que eso. Pero nos extrañaba que se hubiera ocultado el origen y el destino —Malinza dirigió a Jaina una mirada interrogativa—. Vuestra Alianza Galáctica no estará buscando dinero ahora mismo, ¿verdad?

—No. Al menos, de Bakura no.

Aceptar dinero de Bakura habría sido como quitar calderilla a un niño para financiar la compra de una nave espacial.

—Puede que fuera una operación legítima, como has dicho —dijo Jaina.

Malinza asintió con la cabeza.

—Sea como sea, el caso es que estoy aquí —dijo, señalando con un gesto amplio el entorno de su celda. Hizo una pausa y clavó en Jaina una mirada de seriedad—. No soy responsable del secuestro de Cundertol; lo juro. Pero con esto no se van a detener los que están detrás de todo esto. Nunca consienten que la verdad sea un obstáculo para alcanzar sus propósitos.

—Si no lo hiciste, no podrán sacar adelante la acusación.

Malinza se rio.

—Estás dando por supuesto que voy a tener un juicio justo —dijo, negando con la cabeza—. Seguro que aparecen pruebas circunstanciales.

Jaina pensó que la joven podía tener razón. Recordaba la seguridad con que había afirmado Blaine Harris la culpabilidad de Malinza al anunciar la noticia de su detención. Pero, por otra parte, también debía tenerse en cuenta la reacción de Cundertol al conocer la noticia. Estaba claro que no había estado tan convencido como Harris.

—El testimonio del primer ministro tendrá algo de peso —dijo, intentando animar a Malinza—. Al fin y al cabo, él estuvo allí. Si él no cree que fuiste tu, dudo que puedan llegar a condenarte.

—Puede ser —dijo Malinza con voz apagada. Había perdido parte de su ardor. Parecía, más que nunca, una adolescente sola y asustada, metida en hechos que la sobrepasaban—. Tengo que tener fe en el Equilibrio. Si ahora me hacen un mal, saldrá de ello algún bien otro día. Eso es un consuelo, al menos.

«Un consuelo muy flojo», pensó Jaina. Pero también era posible que la fe de Malinza en el Equilibrio no fuera menos flojo que la fe de la propia Jaina en la Fuerza.

Se puso de pie consultando su cronómetro. Pasaba de la media noche, y sus padres empezarían a preocuparse.

—Debo marcharme ya.

—Pero todavía no me has dicho por qué has venido —protestó Malinza.

—Estoy haciendo mi trabajo, eso es todo —dijo Jaina con una sonrisa—. Ya sabes cómo somos los Jedi: siempre en medio…

—Y siempre saliéndoos con la vuestra —dijo Malinza, devolviéndole una sonrisa desanimada que se le borró en seguida—. Tengo que reconocer que me alegraría de salir de aquí.

Jaina asintió con gesto de solidaridad.

—Veré lo que puedo hacer al respecto —dijo. Pulsó el botón de LLAMADA y se volvió por última vez hacia Malinza—. Puede que podamos ejercer alguna presión para que tu juicio salga antes.

Jaina calló de pronto. La puerta se había abierto, pero el pasillo estaba vacío.

—Qué raro —murmuró.

—¿Qué pasa? —dijo Malinza, mirando hacia la puerta.

—Los guardias me dijeron que vendrían a escoltarme cuando les avisara para marcharme —Jaina salió cuidadosamente de la celda. Todos sus nervios le gritaban ¡es una trampa!—. Pero no hay nadie. Ni siquiera un droide.

Malinza salió también de la celda y se reunió con Jaina. Ésta leía en la expresión de la muchacha que Malinza estaba tan sorprendida como ella de que no sonara ninguna sirena al salir de la celda. Pero la sorpresa no tardó en dejar paso a la emoción.

—¡Es Vyram! —exclamó Malinza—. ¡Tiene que ser él!

—¿Quién es Vyram?

—Es uno de los miembros de la jefatura de Libertad. De hecho, podría decirse que es el cerebro del grupo. Si hay alguien capaz de meterse en el sistema y sacarme de aquí, tiene que ser él.

—No sé, Malinza —dijo Jaina, mirando a un lado y otro con inquietud—. Esto no me parece bien.

—Eso es fácil de decir. Tu vas a salir de aquí, pase lo que pase —dijo Malinza, irguiéndose hasta casi tener los ojos a la altura de los de Jaina—. Yo voy a probar suerte.

Malinza empezó a caminar por el pasillo, pero Jaina la asió de la manga.

—¡Espera! No es por ahí —le dijo. No conseguía quitarse de encima sus sospechas; algo le decía que lo que se disponía a hacer era algo que alguien quería que hiciera. No obstante, tenía pocas opciones—. Al menos, déjame que te enseñe el camino.

Malinza esbozó una sonrisa de agradecimiento y maliciosa al mismo tiempo.

—Ya creía que no me lo ibas a ofrecer —dijo.

* * *

Tahiri avanzaba por el desfiladero, cansada, agotada; le dolían terriblemente todos los músculos del cuerpo. Se sentía como si llevara años enteros corriendo. A cincuenta metros a izquierda y derecha se alzaban altos precipicios rocosos que se cernían sobre ella y le daban la impresión de caminar en la palma de una mano increíblemente inmensa y entrecerrada. Hizo una breve pausa para levantar la vista y vio brillar las estrellas sobre ella. ¡No, no eran las estrellas! Esos puntos rutilantes estaban demasiado cerca para ser estrellas. Ni eran estrellas, ni la oscuridad donde estaban fijadas era el cielo de la noche.

Un aullido repentino y un grito le recordaron que sus perseguidores la seguían de cerca. En la llanura extensa y vacía no percibió más que diversos grados de oscuridad; no había ninguna señal de aquel ser que tenía la cara de ella ni de la criatura de aspecto de lagarto. Pero estaban allí, en alguna parte; ella lo sabía sin duda alguna. Y sabía que si dejaba de moverse, si dejaba de correr, la alcanzarían, y…

Rehuyó aquel pensamiento y volvió a la tarea de seguir adelante entre la oscuridad, buscando la luz. Sin embargo, allí donde hacía unos instantes no había más que suelo desnudo, habían aparecido árboles que la rodeaban por todas partes. Esto le produjo por un instante un extraño alivio, pues creyó que nada podría encontrarla entre tal maraña de hojas, ramas y troncos. Pero el alivio fue pasajero. Comprendió que a sus perseguidores no les hacía falta verla; podían olería. Era así como la habían podido seguir hasta allí, y como la seguirían hasta que ella se diera por vencida y cediera a su hambre.

El aullido de la bestia de aspecto de lagarto resonó entre el follaje enmarañado; su voz producía un viento que agitó las hojas, de forma de daga, que colgaban de los árboles que la rodeaban. Ella se movió más aprisa, haciendo gestos de dolor cada vez que una de las hojas que apartaba le producía un corte en un brazo o en una mano.

El bosque áspero terminaba en una pared rocosa que ascendía a pico entre la oscuridad. Sintió terror por un instante, creyéndose acorralada; pero advirtió después una pequeña grieta en la roca.

Tahiri

La voz le llegó como un susurro portado por la brisa. Parecía lejana, pero no tanto como para que pudiera concederse el lujo de descansar.

Metiendo el vientre y juntando mucho los brazos al costado consiguió caber por la pequeña abertura. El moho que cubría las rocas le facilitaba los movimientos. Cerró los ojos, procurando quitarse de encima la sensación desazonadora de que la estaban tragando, mientras forcejeaba entre la roca. Pensó que aquello siempre sería mejor que hacer frente a lo que la estaba persiguiendo.

La grieta estrecha se fue ampliando. Había conseguido salir a salvo por el otro lado. Abrió los ojos, y lo que vio la desanimó: el camino que tenía por delante era estrecho y recto y estaba bordeado de árboles llenos de ysalamiri. Salió de la grieta y se quedó de pie, temblando, durante muchísimo tiempo, tan asustada que no era capaz de moverse, ni siquiera de respirar. Pero la causa de su miedo no era la idea de pasar entre los árboles, sino más bien lo que le parecía distinguir a lo lejos entre ellos: una figura oscura, de reptil, que se recortaba sobre el cielo.

Tahiri

Soltando un grito de terror, se volvió y vio que el ser que tenía su rostro la miraba fijamente a través de la grieta de la roca cubierta de musgo. Extendía el brazo para tocarla; movía los dedos ensangrentados intentando tocarle la piel empapada en sudor.

No puedes dejarme aquí, Tahiri

* * *

Tahiri se despertó reprimiendo un grito. Acercó la mano al sable láser antes de darse cuenta de donde estaba: en Bakura. Soltó un suspiro de alivio. Aquello no era la mundonave en órbita alrededor de Myrkr. Estaba a salvo.

¿A salvo? ¿Estaba a salvo de verdad?

Buscó a tientas los mandos de la luz y se relajó cuando el cuarto se llenó de una luz ambiente amarilla. La cama osciló cuando se incorporó para quedar sentada en el borde, con las piernas colgando. En Bakura, casi todo flotaba. Al parecer, ponían repulsores en todo lo que podía levantarse sobre ellos: las sillas, los mostradores de alimentos…

A pesar de lo inquietante que resultaba que todo flotara a su alrededor, aquello no era lo que más la preocupaba en aquellos instantes. Ni tampoco se trataba de la tensión que la ahogaba como una niebla densa. No, lo que la desazonaba en aquellos momentos era algo que le hormigueaba en el fondo de la mente, una sospecha de que los que la rodeaban, la «familia» de la que Jacen le había asegurado que formaba parte en Mon Calamari, conspiraba contra ella.

Jaina había hablado con su madre antes de salir en busca de Malinza. Leia había ido al cuarto de Jaina para sacar a su hija de un trance Jedi, y había tardado un rato en salir. Cuando salió por fin, tenía en los ojos una mirada que era distante y desconfiada a la vez. Leía veía algo que la inquietaba… algo de Tahiri.

Tahiri lo sintió vivamente, como si le cayera un hilo de agua fría por la espalda. Por mucho que intentaba no pensar en ello, no se quitaba de encima la sensación.

Sintiéndose como si siguiera soñando, se levantó y cruzó la habitación hasta llegar a la puerta. La abrió y salió en silencio al pasillo que unía sus habitaciones. A diferencia de en Galantos, donde ocupaban cinco habitaciones que daban a un área común central, en Bakura estaban alojados en habitaciones dispuestas como en un hotel. La de Han y Leia era la más grande, con un área adjunta que podía servir de zona común. Las de Tahiri y Jaina estaban siguiendo el pasillo, contiguas pero sin acceso directo más que por el pasillo.

Tahiri se detuvo ante la habitación de Jaina y aplicó el oído a la puerta para escuchar. No se oía el más mínimo sonido; Jaina no debía de haber regresado de su misión, aunque ya pasaba con mucho de la media noche. Entre la niebla se abrió paso una inquietud lejana por el bienestar de Jaina. Pero no duró mucho. Jaina era una de los que sospechaban de ella, de los que la vigilaban buscando cualquier indicio de…

¿De qué? ¿Qué era lo que buscaba Jaina cuando miraba a Tahiri? ¿Quizá la verdad de quién era ella en realidad?

La idea la impactó como un golpe por la espalda. ¡No! Dio una voltereta mental hacia delante, dejándose llevar por el golpe para caer de pie en actitud de combate. ¡Yo no soy eso! Atacó mentalmente la idea con su sable de luz, haciéndola jirones. ¡No podéis obligarme a que sea lo que no soy!

Entonces se difuminó aquel momento terrible de claridad y volvió a caer la niebla a su alrededor. Ella aceptó el estado onírico difuso, dejando que disolviera sus inquietudes y redujera sus angustias a una sola. Sentía que todavía tiraba de ella, como si le hubiera prendido el corazón un anzuelo y un pescador terrible la estuviera atrayendo.

Aquello tenía que cesar. No sabía cuánto más podría aguantar antes de que ella terminara por hundirse… o de que pasara algo peor todavía. Se apartó de la puerta de Jaina y recorrió en silencio la corta distancia que la separaba de la habitación de Han y Leia. Allí repitió el mismo proceso, apoyando el oído en la puerta para captar cualquier movimiento. No oyó nada.

Tahiri marcó en la cerradura la clave de acceso y abrió la puerta con suavidad. Se sorprendió al ver que no se veía en ninguna parte a los guardaespaldas noghris de Leia. Pero no tenía tiempo para ponerse a pensar en ello. No debían de estar lejos, y si volvían ahora, era seguro que le preguntarían qué hacía a esas horas de la noche en la habitación de la princesa…

Desde la oscuridad del interior, C-3PO volvió hacia ella sus ojos fotorreceptores luminosos.

Tahiri se llevó un dedo a los labios.

—No digas una palabra, Trespeó —susurró—. Tengo que coger una cosa de la otra habitación, ¿de acuerdo?

—Como quieras, señorita Tahiri —respondió el androide, sin esforzarse por hablar con voz más baja de la normal—. Pero ¿no deberías…?

Sssh —insistió ella—. Te aseguro que no tardaré mucho.

C-3PO asintió con la cabeza entre la penumbra, con aire de indecisión, mientras Tahiri seguía hasta el cuarto de Han y Leia. Cuando entró, estaban dormidos, y no había más sonido que la respiración tranquila de los dos. Se quedó allí, inmóvil, extendiéndose entre las sombras, buscando la cosa que la llamaba. Y estaba allí; ella la sentía… la atraía cada vez más…

«Debo destruir las pruebas —se dijo para sus adentros—. Si las destruyo, el problema desaparecerá».

Guiándose por la Fuerza en el dormitorio a oscuras, llegó hasta una mesilla donde había un florero y un vaso de agua. Y había algo más, algo que no podía desvelarle la Fuerza. Al acercarse más, pudo verlo. Un haz estrecho de luz de luna procedente de la ventana abierta iluminaba el pequeño objeto. Y, tal como la primera vez que lo había encontrado en Galantos, los ecos que emanaban del pequeño colgante producían un hormigueo en todos los sentidos físicos de Tahiri.

Extendió la mano para tomar el idolillo de plata que representaba la imagen de Yun-Yammka, el aniquilador. En el momento mismo en que la tocó con los dedos, salió de entre la oscuridad una mano que la asió de la muñeca, y una voz pronunció su nombre en una lengua que la repugnó.

Si la voz dijo algo más, ella no llegó a oírlo, pues la oscuridad la rodeó de pronto como un torbellino y se tragó sus sentidos.

* * *

—Aquí es —dijo la bibliotecaria, una mujer delgada, de pelo corto, que se llamaba Tris. Los había guiado hasta dos puertas anchas y sólidas, en lo hondo de una instalación de seguridad enterrada a mucha profundidad bajo el hielo, en un sector aislado del mundo de origen de los chiss. Soontir Fel los había llevado hasta allí sobre una barcaza de hielo grande, negra, una nave acorazada que empleaba propulsores potentes para deslizarse sobre la corteza de hielo del planeta. Tenía capacidad para cincuenta pasajeros, pero en aquella ocasión no había llevado más que a Luke y a su equipo, a la comandante Irolia, al navegante jefe Peita Aabe, y al propio Fel. Aparentemente, no había pilotos ni personal de seguridad, de modo que o bien se escondían con mucho cuidado, o Fel tenía una confianza absoluta en los automatismos.

Al llegar, les habían presentado a su guía, de la familia Inrokini, quien los había llevado hasta las profundidades en un turboascensor que pareció tardar una eternidad, mientras Fel y los demás iban a ocuparse de asuntos oficiales.

—¿Hemos llegado por fin? —preguntó Jacen. Como los demás, estaba impaciente tras el largo viaje y deseoso de emprender la búsqueda de Zonama Sekot.

Su guía asintió con la cabeza y abrió las puertas con gesto dramático.

—Bienvenidos a la Biblioteca Expedicionaria. Os contáis entre los muy pocos no chiss que han cruzado estas puertas.

Les indicó que pasaran. Jacen y los demás, agradecidos al honor que recibían, avanzaron con respeto hasta la cámara gigante. Jacen tardó un momento en hacerse cargo de sus proporciones. El espacio de la biblioteca, vasto y rectangular, de líneas muy definidas, era grande como un hangar. A lo largo de las paredes transcurrían cuatro niveles de pasarelas a las que se accedía por escalerillas empinadas, y el suelo estaba dividido por filas interminables de estanterías rectangulares. Luces amarillas, suspendidas del techo por largos cables, llenaban el espacio de un brillo cálido. El aire estaba quieto, cálido y fresco. El espacio estaba lleno de un silencio profundo, como si aquel volumen enorme de aire absorbiera todos los sonidos.

—Muy bonito —dijo Mara, agitando su larga cabellera roja al volverse para contemplar todo lo que la rodeaba—. Al menos, tendremos mucho sitio. Si nos enseñas las holopantalla, podemos empezar.

Tris frunció el ceño.

—¿Holopantallas? Aquí no hay holopantallas.

—Entonces, ¿cómo vemos los datos?

—Os lo enseñaré.

La bibliotecaria los acompañó por la planta baja de la inmensa cámara, por un pasillo entre dos estanterías grandes. Jacen observó de pasada los objetos que estaban en los estantes y se preguntó qué eran. Parecían ladrillos de alguna clase, y se preguntó si serían soportes de almacenamiento de datos. Supuso que en un centro de alta seguridad como aquel emplearían medios muy sofisticados para conservar los datos a salvo. Quizá hubiera que meter a mano los ladrillos en algún tipo de aparato lector que mostraría su contenido. Cada uno de los ladrillos de memoria podría contener grandes cantidades de datos, que estarían bien protegidos.

Tris dobló a la derecha al final de los estantes y los condujo hasta otro pasillo.

—Aquí están las notas de exploración del último mundo que visitasteis, Munlali Mafir, traducidas al Básico para su archivo permanente.

Extendió el brazo hasta el estante superior y tomó uno de los ladrillos.

—Todo lo que hay aquí está catalogado meticulosamente. Puede que tardéis algún tiempo en dominar nuestro sistema, pero yo estoy aquí para ayudaros en la tarea.

Entregó el ladrillo a Mara, que lo sopesó con incertidumbre y se lo pasó a Jacen. Éste advirtió que era más pesado de lo esperado y que no se le apreciaba a primera vista ningún puerto de conexión. La parte delantera del objeto, la posterior y un costado estaban hechas de un mismo material rojo oscuro, con letras doradas en Básico. Los otros tres lados eran curiosamente blandos y bastos.

Tris, que percibió su extrañeza, tomó el objeto de sus manos y lo abrió. La parte superior se levantaba como la tapa de una caja, pero el interior no estaba vacío. Estaba completamente lleno. Lleno de texto.

Sólo entonces lo comprendió Jacen. Se sintió como un idiota por no haberlo captado antes. Pero, a juzgar por la exclamación de sorpresa que soltó Danni, no era el único.

No se trataba de un ladrillo. El objeto que tenía Tris en la mano era un libro.

—Estás de broma —dijo Mara, enarcando las cejas.

Entonces fue Tris quien puso cara de extrañeza.

—Los chiss siempre hemos almacenado la información sensible de esta manera —dijo—. Es segura, fiable y permanente. Hemos perdido demasiados datos en tormentas de hielo como para fiarnos de otros soportes de almacenamiento más complejos.

—Pero… ¿cómo vamos a encontrar cualquier cosa? —preguntó Danni—. ¡No podemos hacer búsquedas por palabras clave con… esto!

—Existen maneras de hacer búsquedas —respondió Tris—, y yo estoy aquí para ayudaros.

Aunque Tris aparentaba una confianza serena, a Jacen le daba vueltas la cabeza al pensar en hojear los millones, los miles de millones quizá, de páginas que se contenían en los estantes que los rodeaban. La biblioteca estaba llena de informes de misiones, de tratados de exobiología, de ensayos sobre antropología y de relatos de contactos producidos en la exploración de las Regiones Desconocidas por parte de la Flota de Defensa Expedicionaria Chiss… y esta exploración había durado siglos.

«¿Puede ser esto tan difícil? —se dijo Jacen a sí mismo—. ¡Si soy capaz de pilotar un Ala-X con los ojos cerrados, podré hojear unos cuantos libros!».

A Saba le debió de pasar por la cabeza algo parecido.

—Queremos buzcar referencias a Zonama Sekot —dijo la Caballero Jedi sauria—. Te ruego que nos ayudes con ezo.

—Por supuesto —dijo la bibliotecaria. Dejó el libro en su lugar y empezó a caminar a paso rápido por los pasillos, murmurando levemente para sus adentros—. Seguidme.

Luke intercambió miradas con Jacen y con Mara, y todos la siguieron.

* * *

Era una hondonada enorme. Bien podía tener treinta metros de profundidad, y casi un kilómetro de diámetro. Se levantaban hacia el cielo columnas imponentes que se dirigían hacia el planeta que estaba suspendido en las tinieblas como una fruta muy madura a punto de caer. Alrededor de ella, en tierra, había varias naves, algunas de ellas sujetas a sus puntos de atraque por caparazones de contención, otras tendidas sin más por el superficie en diversos grados de avería y deterioro.

Ella sabía que aquel lugar era un antiguo espaciopuerto, que la tranquilizaba por resultarle familiar pero, al mismo tiempo, la desconcertaba como extraño. Sentía deseos de subirse a una de las naves espaciales abandonadas y subir en ella al planeta que tenía encima (pues sabía que allí, al menos, estaría a salvo); pero el estado ruinoso de las naves le hizo comprender que aquello no era posible. El espacio puerto y todas sus naves llevaban muchos años sin utilizarse. Estaban abandonados, como todo el mundo que tenía ella bajo sus pies; tan abandonados como ella misma se sentía.

Alguien estaba de pie tras ella. Se volvió, sobresaltada, y se encontró mirando un reflejo lejano de sí misma. Sólo que no era ella en absoluto. Aquella persona tenía cicatrices en la frente. Se tocó con la mano y descubrió que ella no llevaba tales cicatrices. Sólo tenía las cicatrices de los brazos, y éstas le producían, una impresión completamente diferente. Las cicatrices de su imagen reflejada destacaban claramente, orgullosas, y se habían grabado en la piel con intención. Las suyas, por su parte, eran fruto de la ira y de un deseo intenso de quitarse algo que ella había visto al acecho bajo su piel.

—Ya no queda donde huir —dijo el reflejo espectral.

Se oyó a lo lejos el aullido de la bestia de aspecto de lagarto.

—A ti tampoco —comentó ella.

Tras la mirada del reflejo se apreciaba el miedo, a pesar de que ésta intentaba claramente ocultarlo.

—¿Por qué quieres hacerme daño? —le preguntó ella.

—¿Porque tú quieres hacerme daño a mí?

—¡Quiero que me dejen en paz! ¡Sólo quiero ser libre!

—Igual que yo.

—Pero ¡éste es mi lugar!

El reflejo inspeccionó el entorno de las dos y se volvió de nuevo hacia ella.

—Y el mío.

Volvió a oírse el aullido de la criatura, esta vez más fuerte y más próximo.

—Puede olernos —dijo el reflejo—. Puede oler mi miedo, y puede oler tu culpa.

—Yo no tengo de qué sentirme culpable.

—No, no lo tienes. A pesar de lo cual, allí está.

Se miró entonces a sí misma y vio la culpa de la que le había hablado el reflejo. Supo que siempre había estado allí, sólo que ella no había querido verla. Pero ahora cobraba forma aquella emoción amorfa y olvidada, expresándose en forma de palabras que le surgían en los pensamientos, en la garganta, y que querían salir por fin:

«¿Por qué estoy viva cuando el que amo está muerto?».

Y tras esto se oyó un rugido ensordecedor de la criatura en forma de lagarto. Era un rugido de rabia, de remordimiento y de arrepentimiento; era un alarido cuyo eco la llamaba una y otra vez de entre la oscuridad, apagándose cada vez hasta convertirse en poco más que un susurro lejano, en una mota distante en las tinieblas…

Tahiri… Tahiri

—¿Tahiri?

La mano que le sacudía el hombro contribuyó más a disipar el sueño que el sonido de su nombre con que la llamaban. Tahiri pestañeó y miró confusamente lo que la rodeaba. Las paredes, tan próximas, le parecían pequeñas en comparación con el paisaje onírico del que acababa de salir… parecían mucho más restrictivas.

—Vamos, chica, vuelve en ti.

La voz de Han era áspera y ruda, como las manos con las que la sacudía. Tahiri lo miró a través de las lágrimas de sus ojos y vio su expresión fatigada y preocupada. Leia se interpuso entre los dos y dirigió a Tahiri una sonrisa tranquilizadora de su cara amable.

—¿Estás bien? —le preguntó.

—Estoy despierta —murmuró la muchacha con voz soñolienta. Después, advirtiendo que no había respondido a la pregunta, asintió con la cabeza y añadió—: Creo que estoy bien.

Sentía un martilleo en la cabeza, y la luz viva le producía la sensación de un sol que le quemaba los ojos. Cuando intentó sentarse en la cama, hizo un gesto de dolor mientras pestañeaba para limpiarse más lágrimas. Se sentía rara, confusa, y su confusión no hizo más que aumentar cuando vio dónde estaba: acostada en la cama de la suite de Han y Leia.

—¿Qué ha pasado? —preguntó. No había terminado de decir estas palabras cuando supo la respuesta: era lo mismo que había pasado otras veces, en Galantos y en otras partes. Su única defensa era la falsa ignorancia—. ¿Qué hago aquí?

—¿No lo recuerdas? —le preguntó Leia.

El padre y la madre de Anakin estaban junto a ella, con su ropa de noche.

—Yo… —empezó a decir. ¿Como iba a decirles la verdad, si ella misma no estaba segura de en qué consistía?—. Estaba buscando una cosa.

Leia le enseñó el colgante de plata. Su rostro con muchos tentáculos, de mueca burlona, parecía reírse de ella desde su fondo de carne humana suave.

—¿Buscabas esto, verdad?

Tahiri asintió con la cabeza, avergonzada.

—Me… me llama. Me recuerda… —no concluyó la frase, incapaz de expresar con palabras lo que sentía.

—¿Te recuerda quién eres? —le apuntó Leia.

Fue como si las palabras se le clavaran en la mente produciéndole un vivo dolor, al que ella reaccionó con rabia.

—¡Sé quien soy! ¡Soy Tahiri Veila!

Leia se agachó junto a la cama para poner su cara a la altura de la de la muchacha. Tahiri no quiso mirarle a los ojos, pero era difícil resistirse a la princesa.

—¿Lo eres? —le preguntó en voz baja, inquisitiva—. No pareces la Tahiri que yo conocía.

—¿De qué hablas, Leia? —dijo Han, con aire de enojo y de cansancio a partes iguales—. ¿Qué está pasando aquí exactamente?

—Creo que a veces nos olvidamos de lo que le pasó en Yavin Cuatro, Han —dijo Leia, sin apartar de Tahiri sus ojos cálidos y tranquilizadores. Después, se puso de pie y se volvió hacia su esposo—. Cuando estuvo en manos de los yuuzhan vong, éstos le hicieron algo terrible, algo que nosotros no podemos entender ni de lejos. Intentaron convertirla en algo que no era humano. Una cosa así no se supera fácilmente. Requiere tiempo.

—Pero yo creí que ya le habían dado por curada. ¿No fue por eso por lo que la invitamos a participar en esta misión?

Los dos siguieron hablando, pero Tahiri había dejado de escuchar. Aunque seguramente el propio Han no lo pretendía, en sus palabras había un matiz de desconfianza que hacía daño a Tahiri, que por un momento se sintió abrumada por la pena; una pena agudizada por el modo en que los padres de Anakin seguían hablando de ella en tercera persona, como si no estuviera presente siquiera. Aquello la hacía sentirse extrañamente alejada de lo que estaba pasando a su alrededor.

Yo no estaba dormida —decía Leia a Han en respuesta a alguna observación de éste—. Jaina me había contado lo que había encontrado Jag en Galantos; yo esperaba que Tahiri vendría a buscarlo. Por eso dije a Cakhmaim y a Meewalh que se mantuvieran ocultos, que dejasen que Tahiri viniera a buscar el colgante.

Al decir esto, Leia señaló hacia un lado, y Tahiri advirtió por primera vez a los guardias noghris de la princesa, que estaban allí de pie.

Han soltó un suspiro.

—Habría preferido que me dijeras lo que pasaba.

—No era necesario, Han. Quería ver qué pasaba.

—Y bien, ¿cuál es la causa de esto? —preguntó Han—. ¿Crees que puede ser Anakin?

Leia negó con la cabeza.

—Es más que eso, mucho más. Se oculta algo a sí misma, además de ocultarlo a todos los demás.

Aquella acusación se clavó en el corazón de Tahiri como una puñalada y la hizo ponerse de pie de un salto.

—¿Cómo puedes decir eso? —exclamó, avanzando un paso. Pero sólo consiguió dar un paso antes de que Cakhmaim se adelantara para detenerla. Tomó a Tahiri por los hombros para evitar que se acercara más a Leia. Tahiri forcejeó entre las manos delgadas de Cakhmaim, pero no pudo liberarse—. ¡Jamás os haría daño a ninguno de los dos! Sois… —se interrumpió, recordando el mensaje de Jacen en Mon Calamari—. Sois mi familia.

Han se acercó a ella y la tomó de las manos.

—Eh, tranquila, muchacha —le dijo. Le secó con el dorso de la mano las nuevas lágrimas que le rodaban por la mejilla—. Nadie te está acusando de nada, Tahiri. Relájate, ¿de acuerdo?

Ella lo hizo así, sintiéndose extrañamente calmada por la voz áspera, pero amistosa, de aquel hombre corpulento. Vio que Leia hacía un gesto a su guardia noghri, que soltó inmediatamente a Tahiri y volvió a retirarse entre las sombras.

Leia se adelantó.

—Lo siento, Tahiri —dijo—. No he pretendido disgustarte.

Tahiri no sabía qué decir. Se sentía tonta y avergonzada por aquel arrebato. Al final, se limitó a aceptar las disculpas de la princesa, asintiendo con la cabeza, y no dijo nada.

—Pero, dime, Tahiri —dijo Leia—. ¿Tienes alguna idea de lo que te ha estado pasando en la cabeza en estos dos últimos años?

—Yo… a veces pierdo el conocimiento —balbució Tahiri con torpeza—. Tengo unos… sueños, que…

—¿Que te dicen que eres otra persona? —le sugirió Leia.

Esto volvió a ponerla a la defensiva.

—¡Me llamo Tahiri Veila! ¡Ésa es quien soy!

Leia tomó a Tahiri de los hombros y miró a la muchacha a la cara con sus ojos castaños penetrantes.

—Sé que esto no es fácil, Tahiri. Pero debes intentar entenderlo. Quiero que vuelvas con la memoria al momento inmediatamente anterior a cuando perdiste el conocimiento. ¿Recuerdas lo que te dije?

Tahiri se lo pensó.

—Me llamaste por mi nombre.

Leia miró a Han.

—¿Qué pasa? —dijo Tahiri, enfadada por las miradas casi confabuladoras que se cruzaban los dos—. ¡Sí que me llamaste por mi nombre! ¡Te oí!

Los ojos de Leia tenían un brillo de solidaridad con la muchacha.

—No te llamé por tu nombre, Tahiri. Te llamé Riina.

Una sensación fría como el hielo recorrió los hombros de Tahiri y le bajó por la espalda en una oleada horrible de sudor frío. Al mismo tiempo le irrumpió en la mente una negritud terrible que amenazaba con tragársela.

—No —murmuró, negando despacio con la cabeza y oponiéndose a aquella sensación—. Eso no es verdad.

—Es verdad, Tahiri. Antes, cuando perdiste el sentido, te pusiste a gritarme en yuuzhan vong. Me llamabas cosas que no entendía ni el propio Trespeó. Entonces no eras Tahiri —Leia hizo una pausa incómoda antes de anunciar la verdad terrible—. Eras Riina, del Dominio Kwaad, la personalidad en que intentó convertirte Mezhan Kwaad. De alguna manera, sigues teniendo dentro la personalidad de Riina.

Tahiri volvió a negar con la cabeza, con más vigor esta vez, intentando negar la oscuridad creciente tanto como las palabras mismas.

—No… no puede ser. ¡Es imposible!

—Es verdad, Tahiri —dijo Leia—. Puedes creerme. Y cuanto antes lo aceptes, antes podremos empezar a hacer…

—¡No! —chilló Tahiri con un tono agudo que la sorprendió a ella misma tanto como sorprendió claramente a Leia, que retrocedió ante su arrebato.

Se puso de pronto en movimiento, como si se hubiera reventado una presa. Llena de toda la energía de la Fuerza que fluía por ella, impulsada por su desesperación y por la necesidad de huir, se apoderó del colgante, apartó de un empujón a Leia y a Han y se dirigió a la puerta, tan veloz que ni siquiera Cakhmaim fue capaz de atraparla. Cuando cruzó la puerta, se encontró al otro lado con C-3PO, pero Tahiri no le dio tiempo a decir una sola palabra de protesta; se limitó a empujarlo a un lado con toda la fuerza que pudo, derribando limpiamente contra la pared al androide dorado. Salió por la puerta de la suite y corrió como si le fuera la vida en ello.

No veía pasar más que pasillos, y no sentía más que el colgante frío de Yun-Yammka, que sonreía con satisfacción vil en la palma de su mano.

Y en alguna parte, más allá del sonido de sus propios sollozos, oía que la llamaban por un nombre. El hecho de que ni siquiera fuera capaz de saber si el nombre era suyo la hizo llorar mucho más, y correr mucho más.

* * *

Jag escuchó con atención por el canal subespacial seguro el relato que le hacían Han y Leia del incidente con Tahiri. Los dos parecían agotados, lo cual no era de extrañar en vista de lo que acaban de pasar; y también debía de tener algo que ver el hecho de que estaban en plena noche.

—No hizo daño a nadie, ¿verdad? —preguntó Jag.

—No —dijo Leia—. Y creo que tampoco habría sido capaz.

—¿Y la personalidad de Riina?

Había cierto titubeo al otro lado de la comunicación.

—Nos preocupa más que se haga daño a sí misma que el que pueda hacérselo a los demás —dijo Leia con firmeza.

—De modo que ¿dónde está ahora?

—Ha huido —dijo Leia.

—Y no tenemos noticias de ella desde entonces —intervino Han con voz cansada—. La pobre chica estaba muy afectada cuando se marchó.

Jag soltó un suspiro con el que quería expresar su impotencia por estar tan lejos que no podía prestar ninguna ayuda directa.

—¿Habéis notificado a los servicios de seguridad del planeta?

—¿Para decirles qué? —preguntó Han—. ¿Que hay una Jedi solitaria que anda suelta y que puede que esté controlada por una mente yuuzhan vong? Sí que les iba a sentar bien a las autoridades…

—Lo más probable sería que nos encerrasen a todos —dijo Leia—. En cualquier caso, no es posible. Pero sí que hay que encontrarla, y pronto. No me gusta pensar que está sola mientras intenta hacer frente a esto. En estos momentos necesita nuestra ayuda.

Jag negó con la cabeza.

—Sencillamente, no entiendo cómo ha podido pasar esto. Según tenía entendido, había superado las experiencias que tuvo en Yavin Cuatro.

—Eso creíamos todos —dijo Leia—. Pero el condicionamiento era profundo. Sabía hablar la lengua yuuzhan vong y pilotar sus naves, y había momentos en que el propio Anakin decía que se portaba de una manera extraña. Pero exteriormente aparentaba estar bien; parecía que mantenía el dominio de sí misma.

—Pero entonces murió Anakin —dijo Han—, y eso ha debido de cambiarlo todo.

Jag percibió en las palabras de Han los ecos de aquel dolor que todavía perduraba. Daba la impresión de que Han se armaba de valor ante la emoción para seguir diciendo:

—Y si la muchacha sigue teniendo dentro esta personalidad de Riina, tenemos que hacer algo al respecto.

Jag asintió, aunque sabía que no resultaría fácil. Tahiri ya podía estar en cualquier parte, y si estaba tan asustada como habían dicho Han y Leia, lo más probable sería que no quisiera que la encontraran en mucho tiempo. Si bien Leia debía de tener razón cuando decía que Tahiri no haría daño a nadie, la propia Tahiri podía ver las cosas de otro modo. «Si no puede controlar de ningún modo cuándo surge la personalidad de Riina, puede que se considere a sí mismo una amenaza para sus amigos y quiera mantenerse lejos por miedo a hacerles daño…».

—Pero lo que me molesta, Jag —siguió diciendo Leia— es que Jaina y tú sospechabais que algo marchaba mal, pero no dijisteis nada a nadie.

Jag tragó saliva, deseando que fuera Jaina y no él quien tuviera que responder a esa pregunta.

Naturalmente, Leia tenía todo el derecho del mundo a estar enfadada. Cuando Jag enseñó a Jaina el colgante que había encontrado Tahiri en Galantos, los dos habían debatido que debían hacer con la joven. Quedaba claro que estaba muy sintonizada con todo lo que tuviera que ver con los yuuzhan vong; y quedaba igualmente claro que había momentos en que surgía la personalidad alienígena e intentaba adueñarse de ella. Pero la muchacha tenía formación de Jedi, y les pareció que debían darle la oportunidad de que resolviera el problema por sus propios medios. Jamás habían tenido intención de mantener a Han y a Leia a oscuras indefinidamente sobre la cuestión, y tampoco se había figurado ninguno de los dos que nada pudiera salir mal mientras estuviera a mano uno de los dos para tenerla vigilada.

—Lo siento —dijo escuetamente—. Pero la verdad es que no esperábamos que pasara nada de esto.

—Pues ha pasado —dijo Han—. Y si no hubiera sido porque Leia sospechó que pasaba algo, las cosas se podían haber puesto muy feas aquí abajo.

—Bueno, repito que lo siento —dijo Jag—. ¿Dónde está Jaina? Se suponía que estaría vigilando a Tahiri mientras estabais todos en Bakura.

—Jaina no ha regresado todavía de su entrevista con Malinza Thanas —respondió Leia. Si la princesa estaba inquieta por su hija, lo disimulaba bien.

—¿No se ha presentado todavía? —preguntó Jag. Habían comunicado a Jag la misión de Jaina cuando había llegado a su puesto—. Pero ya pasan varias horas de la medianoche allí abajo. Ya debería haber vuelto.

—Lo sabemos —dijo Han.

Jag sintió que la noticia le hacía apretar los puños. Volvió a desear estar en la superficie del planeta, donde podría servir de algo más.

—Quizá pueda pedir a la capitana May que envíe una lanzadera con refuerzos y…

—No —le interrumpió Leia—. Tengo fe en Jaina; si necesita ayuda, se pondrá en contacto. Estoy segura de que, esté donde esté…

Sonó en la consola una alarma que le impidió terminar la frase.

—Espera un momento —dijo Jag—. Me llega una llamada por otro canal —pulsó un interruptor para oír el mensaje entrante—. Adelante.

—Coronel Fel, tenemos contactos salidos del hiperespacio en el Sector Once.

Era la voz de Selwin Markota, segundo de a bordo del Orgullo de Selonia.

Jag se esforzó por dejar los problemas de Bakura en un segundo plano de su mente. De momento, su deber de jefe de escuadrón estaba antes que sus inquietudes por Jaina y por Tahiri.

—¿Cuántos?

—Treinta, y más de camino; al menos dos navíos capitales de momento. Parece una flota.

—¿Se han puesto en contacto con Bakura?

—Se les está enviando ahora mensajes de saludo. Te conectaré con la red de la flota de defensa.

—Entendido —dijo Jag, y volvió al canal seguro—. Lo siento, Leia, Han, pero tengo que marcharme.

—Nosotros acabamos de recibir también la llamada —le respondió Leia escuetamente—. Ya te avisaremos si hay algún cambio.

—Grupos A y B —dijo Jag por las frecuencias de los Soles Gemelos—, quedaos aquí y vigilad al pájaro grande. C, venid conmigo.

Se separó de la formación, y le siguieron dos Ala-X y un desgarrador. Ante él, en el escáner, las naves que salían del hiperespacio formaban como una nebulosa sobre el vacío profundo. El número de contactos había llegado a cuarenta, y seguían llegando otros más.

—Aquí la Flota de Defensa Bakurana —les llamaba el control local de tráfico—. Haced el favor de identificaros y de anunciar vuestras intenciones.

La respuesta llegó en forma de silbidos lejanos, confusos y disonantes.

Jag ya estaba sobre aviso y era capaz de reconocer aquel lenguaje. La flota procedía de Lwhekk; pero ¿quién la mandaba? ¿Los ssi-ruuk, o los p’w’eck?

Se oyó por el intercomunicador la voz de C-3PO.

—El mensaje dice: «Vengo en son de paz, gentes de Bakura, para consagrar este mundo y vincular en alianza nuestras dos culturas».

Alguien respondió desde Bakura a este mensaje. Jag reconoció la voz del primer ministro Cundertol.

—Damos la bienvenida a Bakura al Keeramak, con la esperanza de que esta nueva amistad traiga prosperidad e iluminación a todos.

La ñoñería del mensaje hizo que Jag alzara los ojos al cielo. Suerte que los discursos eran así de breves.

—Séquito de Keeramak, haced el favor de ocupar las órbitas siguientes —dijo la primera voz de Bakura. Sonó después una larga lista de solicitudes dirigidas a reducir al mínimo los trastornos provocados por los muchos recién llegados. Al final de la lista sonó una breve frase del lenguaje cantarín de los alienígenas, que C-3PO interpretó simplemente como «comprendido».

Jag modificó su vuelo de intercepción para seguir un rumbo amplio de exploración durante el cual examinó con mirada crítica las naves alienígenas. Los chiss habían luchado en varias ocasiones contra los ssi-ruuk y habían contribuido entre bastidores a la retirada del Imperio y al avance de la Nueva República. Pero él no había visto nunca ninguna de sus naves, salvo en simuladores. Mientras que sus droides de combate consistían en unas sencillas pirámides angulosas con equipos sensores y de armamento en todos sus ángulos, las naves mayores tenían un aspecto suave y orgánico. Sus cascos grandes, inmensos, con relativamente pocas interrupciones, formaban unas estructuras bulbosas, como conchas marinas, con protuberancias extrañas pero hermosas. Jag observó dos portadores de asalto planetarios de la clase Sh’ner, acompañados de numerosas naves guía de la clase Fw’Sen. Los portadores de asalto tenían más de quinientos p’w’eck de tripulación, además de más de trescientos droides tecnificados, si es que todavía los empleaban, y medían casi 750 metros de largo. En conjunto, y teniendo en cuenta su estructura, desplazaban un volumen mayor que un destructor estelar de la clase Victoria.

Parecía muchísimo material para acompañar a una misión diplomática. Pero también supuso que los p’w’eck desconfiaban de los bakuranos tanto como los bakuranos de ellos, probablemente. Se habían ganado la libertad recientemente, y no sentirían grandes deseos de enviar a su líder a una situación que podía ser difícil sin darle suficiente apoyo.

Pero al menos no les importaba comunicar sus datos de combate. En la pantalla que tenía delante aparecieron en seguida, junto a las naves p’w’eck, sus nombres respectivos. El crucero que estaba en el centro de la formación se llamaba Firrinree, mientras que el que iba un poco por detrás tenía el nombre de Errinung’ka. Ni siquiera se molestó en intentar recordar los nombres de las naves guía.

Mientras los observaba, llegaron las últimas naves rezagadas y la formación se dividió en tres grupos para ocupar las órbitas que les había designado la Flota de Defensa Bakurana. La maniobra se realizó con elegancia y sin confusiones, lo que decía mucho a favor de la disciplina y la flexibilidad de la flota p’w’eck. Una cosa era segura: a los p’w’eck quizá les resultara novedosa la idea de hacerse cargo de su propio destino, pero lo cierto era que sus amos ssi-ruuk los habían entrenado a fondo como pilotos de naves de combate. Se notaba.

Se mantuvo en las proximidades del grupo principal de la flota el tiempo suficiente para seguir las negociaciones de seguridad que se realizaban con el equipo de recepción en tierra, y para presenciar el lanzamiento de siete navíos de aterrizaje de la clase D’kee, muy armados. El Keeramak estaba en camino.

Lo único que podía hacer Jag era esperar que Bakura estuviera preparado para él.