5: Atuendos de sangre

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Atuendos de sangre

Faltaban dos noches para que comenzara la espléndida celebración. Por orden de Nagaira, Malus estaba instalado en uno de los apartamentos de la torre, donde se le proporcionaban todos los lujos. Una constante procesión de sirvientes se presentó ante él con ropas nuevas, armas y piezas de armadura. Le entregaron negros ropones de satén de seda que le acariciaban la piel, y finos ropones de lana teñida de añil para llevar encima, además de un kheitan de la más resistente y flexible piel de enano que jamás hubiese visto. Un armero del barrio de los Príncipes le entregó un plaquín de fina malla y una temible armadura de placas articuladas para ponerse encima. Un fabricante de armas de las famosas forjas Sa hreich apareció con un exquisito juego de vraith y un esclavo humano sobre el que probarlas. Las esbeltas hojas estaban forjadas con runas en el plano para mantenerlas afiladas, y eran capaces de rechazar cualquier cosa que no fuesen las más terribles armas brujas sin sufrir daño. Eran regalos dignos de un príncipe, acompañados por todas las formas de lujo que podía imaginar, desde vino a carne, pasando por especias y vapores exóticos.

Sin embargo, a pesar de todo, Malus sabía que era un cautivo.

Todas sus solicitudes de volver a su propia torre obtenían una astuta negativa por respuesta. Primero, Nagaira le dijo que aún no estaba completamente recuperado de los rituales de curación y que necesitaba recobrar las fuerzas. A continuación adujo que la torre había permanecido deshabitada durante más de dos meses y que había que prepararla para su llegada. Luego, no podía marcharse porque la gran fiesta era inminente, y hasta que hubiese acabado, era imposible no prescindir de esclavos para que trasladaran sus pertenencias. En varias ocasiones perdió la paciencia con las serenas protestas de Nagaira; lo cierto era que los acalorados intercambios de palabras lo agotaban con rapidez. Pasado un tiempo, comenzó a desear que eso se debiera a que aún estaba recuperándose; la idea de que Nagaira pudiese haberlo incapacitado, por medios mágicos, para resistirse a las sugestiones de ella, era demasiado espantosa para considerarla siquiera.

Al menos, le habían permitido reunirse con sus guardias un día después de concluidos los rituales. Por Silar supo que los habían devuelto al servicio de Malus el mismo día en que lo habían entregado a los cuidados de Nagaira y que de inmediato habían intentado hacerse cargo de él. Nagaira había rechazado todos los intentos, y había habido momentos en los que Silar había considerado el derramamiento de sangre para rescatar a su señor. Sólo después del intento de asesinato acaecido en la torre de la bruja, los guardias admitieron de mala gana que estaba mejor protegido en la torre de Nagaira que en la suya propia, y abandonaron futuros planes para recuperarlo.

Por desgracia, la presencia de los guardias era intermitente en el mejor de los casos. Había una tensión palpable entre los hombres de Malus y los de Nagaira; evidentemente, había corrido la noticia de la muerte de los guardias de Nagaira en el norte y, de algún modo, eso se traducía en animadversión contra sus propios guardias. Malus tenía pocos efectivos para sostener una rivalidad manifiesta entre ambos bandos, así que, al final, se vio obligado a enviar a Silar y los demás a su torre. Si Nagaira le deseaba algún mal, ya había tenido suficientes oportunidades para perjudicarlo, aunque resultaba evidente que se había embarcado en una amplia campaña para mantenerlo aislado del mundo exterior. Por de pronto, estaba dispuesto a esperar el momento oportuno y ver cuál sería el siguiente movimiento de ella.

—¿Y qué debo ponerme para esta… fiesta?

Malus miró a Nagaira con el ceño fruncido, desde una silla de respaldo alto situada cerca de una de las ventanas de la torre, mientras bebía sorbos de vino del cráneo del aspirante a asesino que había intentado matarlo. Pasó la mirada por encima de las ahusadas torres de la ciudad, envueltas en espesa niebla nocturna. Le resultaba extraño sentirse más confinado en la casa de Nagaira de lo que había llegado a sentirse cuando colgaba de las cadenas en la torre del vaulkhar.

—Lo que tú quieras —replicó ella con una sonrisa fugaz.

Nagaira se encontraba de pie ante un alto espejo, atendida por un par de esclavas druchii. Tenía el pelo recogido hacia atrás; lucía una gruesa trenza envuelta en alambre, y diminutas hojas con punta de flecha destellaban malignamente en el negro cabello trenzado. El cuerpo desnudo de la bruja estaba cubierto de tatuajes de espirales. Había tardado todo el día en pintarlos, y a Malus le recordaron los dibujos con que se había decorado el cuerpo la noche anterior a la incursión en la torre de Urial, que se retorcían y atraían su mirada. Esta vez, sin embargo, parecían rodearla de un oscuro atractivo, y la sangre le ardía con cada mirada fugaz que le lanzaba.

—Pero deja aquí la fría armadura… Creo que te resultaría incómoda antes de que pasara mucho rato.

Mientras Nagaira hablaba, las esclavas le pusieron un ropón de seda y se lo sujetaron flojamente con un cinturón formado por calaveras de plata.

Con un gruñido, Malus se levantó de la silla y sacó el kheitan de un baúl. Podía soportar la idea de dejar allí la coraza y el plaquín, pero quería contar con algo de protección, aunque se tratara de una fiesta en su honor. Para cuando acabó de cerrar las hebillas de la armadura ligera en torno al pecho, Nagaira ya lo miraba desde detrás de su propia máscara. Parecía ser de piel de druchii, como la de Malus, pálida y fina, con largas tiras de piel desollada alrededor de las sienes, que pendían hasta sobrepasar los hombros de la bruja. Los tatuajes trazaban dibujos arcanos en las mejillas de la máscara, pero su propósito era más ornamental que mágico, según percibió Malus.

—¿Preparado? —preguntó ella con voz sibilante tras la máscara.

—Hace rato que estoy preparado, mujer —gruñó el noble—. ¿Es que la fiesta no ha comenzado hace una hora?

Nagaira rió.

—Por supuesto. Pero debes ser el último en llegar. ¿Acaso tu madre no te enseñó nada sobre costumbres sociales cuando eras niño?

—Mi madre estuvo encerrada en el convento casi desde el momento en que llegó a Hag Graef. Tuvo poco tiempo para fiestas.

La hermana le dedicó una sonrisa lánguida.

—En ese caso, esto será educativo para ti —dijo, y lo llamó con un gesto—. Ven.

Lo condujo fuera de sus aposentos, situados cerca de la parte superior de la torre, y bajó con él por una larga escalera de caracol. Los dos nobles pasaron ante numerosos guardias armados que se encontraban en la escalera; iban ataviados con la armadura completa y con las manos cubiertas por guanteletes sujetaban las armas de acero desnudas. A pesar de lo mucho que se enorgullecía de su magia, Malus reparó en que Nagaira no dejaba nada a la casualidad. Si esa noche el templo enviaba sus acólitos a la torre, los asesinos pagarían un precio muy alto.

Aparte de los guardias, los corredores y las escaleras estaban desiertos. Un poco antes, cuando Nagaira se preparaba para la fiesta, habían hervido de actividad; el noble no se había dado cuenta de cuántos esclavos poseía su hermana, hasta que los había puesto a trabajar como hormigas. En ese momento, por comparación, el silencio y la quietud de la torre resultaban inquietantes.

El descenso duró varios minutos y acabó, al fin, en la planta baja de la torre. La gran estancia circular estaba vacía, salvo por un grupo de elfos armados que hacían guardia ante la entrada principal. Las altas puertas dobles eran el acceso por el que entraban y salían la mayoría de los visitantes, desde esclavos y comerciantes a invitados de la ciudad. Entonces, las puertas estaban cerradas y aseguradas con frías barras de hierro, que encajaban en pesadas abrazaderas situadas a ambos lados del marco. El centro de la estancia lo dominaba la alta e imponente estatua de una doncella druchii y una mantícora echada, talladas en impresionante mármol negro. La expresión de la cara de la doncella parecía amenazadora e insinuante a un tiempo, aunque no había nadie para admirarla.

Malus le lanzó a Nagaira una mirada de soslayo.

—Hermosa concurrencia. No puedo decir que esperara otra cosa para una fiesta ofrecida en mi honor.

Nagaira le dedicó una ancha sonrisa y sus ojos destellaron con expresión traviesa.

—Muchacho estúpido, ¿cuándo aprenderás que en mi propiedad nada es lo que parece?

Dicho esto, avanzó rápidamente hasta la enorme estatua… y desapareció en el interior.

Tz’arkan se removió.

—Una ilusión aceptable —observó el demonio—. Parece que tu dulce hermana tiene una gran cantidad de talentos…, de brujería y de otros tipos. Me pregunto dónde los habrá aprendido.

—Tal vez tenga un demonio dentro que la atormenta —gruñó Malus con un susurro, y luego se preparó para seguir a Nagaira.

No sintió más que un leve roce al atravesar la estatua ilusoria; tuvo que cerrar los ojos en el último instante porque no logró convencerse de que no estaba a punto de darse de bruces contra un enorme bloque de mármol tallado.

Una mano pequeña se apoyó en su pecho y lo detuvo en seco. Cuando abrió los ojos, se encontró con que estaba en lo alto de una estrecha escalera curva que desaparecía en el suelo. Un círculo de símbolos mágicos rodeaba el descansillo, y el aire tenía un relumbre polvoriento. Con el rabillo del ojo, Malus casi logró distinguir la silueta de la estatua vista desde el interior, pero la ilusión se desvanecía en cuanto intentó mirarla directamente.

—Bien —dijo el noble—, ¿qué otra cosa no me has contado, querida hermana?

—Ven a descubrirlo —replicó ella, y lo tomó del brazo.

Descendieron hacia la oscuridad; las botas de Malus resonaban en el estrecho espacio. Por la escalera ascendía un perfume de especias que le hacía cosquillas en la nariz. Justo cuando estaba a punto de preguntar dónde acababa la escalera, giraron en otro recodo cerrado y el noble pudo contemplar desde lo alto una gran sala subterránea iluminada con luz bruja verde pálido.

Los aguardaban los invitados, todos ocultos tras máscaras de piel. Los druchii se encontraban dispuestos en círculos concéntricos en torno a la escalera de caracol —seis en el primer círculo, doce en el siguiente, dieciocho en el tercero—, todos de cara a él y con los brazos alzados en un gesto de súplica. En el momento en que Malus apareció, gritaron, y la estancia reverberó con una salmodia exultante entonada en un idioma que no entendía.

Detrás de los círculos de enmascarados yacía un mar de carne que se contorsionaba.

Decenas y más decenas de esclavos llenaban el resto de la estancia, tendidos en el suelo en un delirio causado por drogas, y subiéndose unos encima de otros a causa de un deseo irresistible. En torno a la sala había braseros que inundaban el aire con incienso y hierbas psicodélicas. El corazón de Malus se aceleró al ver un banquete tan tentador expuesto ante él. Le hormigueaba la piel con cada inspiración y, por una vez, incluso el demonio pareció experimentar el mismo ardiente deseo.

Las salmodias de súplica lo bañaron y reverberaron en sus huesos. No se parecía a nada que hubiese experimentado antes, y le causó una sensación embriagadora. «¿Es esto lo que se siente cuando lo adoran a uno?», pensó.

Era algo que podía llegar a gustarle.

Nagaira continuó bajando los escalones y arrastró a Malus consigo. Al pie de la escalera los aguardaba otra figura: un druchii ataviado con un ropón de piel humana recién desollada en el que aún brillaba la sangre. La superficie del ropón estaba tatuada con intrincadas runas y dibujos de espirales, y un incensario del que manaba el humo de un almizcle penetrante colgaba de una cadena de oro en torno al cuello de la figura. En lugar de máscara, llevaba el cráneo de un gran macho cabrío de montaña, cuyo largo hocico óseo descendía muy por debajo de la altura de los hombros, con largos cuernos curvos que brillaban como teca pulimentada en la luz artificial. El cráneo tenía símbolos pintados, y las tatuadas manos de la figura sostenían una copa llena hasta el borde de un espeso fluido rojo del que ascendía vapor.

Irradiaba una palpable aura de poder y autoridad, ante la que incluso Nagaira parecía mostrar deferencia. Malus contempló a la figura con precaución. «Esto no es una mera orgía empapada en vino —pensó—. ¿A qué me has arrastrado esta vez, hermana?»

Cuando se aproximaron, la figura alzó la copa y se la ofreció a Malus. Nagaira lo condujo hasta la copa y habló con la voz impostada, para que llegara a todos los rincones de la caverna.

—¡El príncipe de la fiesta ha llegado! ¡La copa está ante él! —Se volvió a mirar a Malus. Su voz aún sonó clara e impostada, pero las palabras fueron directamente dirigidas a él—. Úngete con el néctar del deseo e inflama el hambre de tu corazón. ¡Bebe hasta el fondo!

—¡Bebe hasta el fondo! —entonaron las figuras enmascaradas, cuyas voces temblaban de expectación.

—Sí, bebe —susurró Tz’arkan.

¿Temblaba también la voz del demonio?

Malus se movió lentamente, como en sueños, extendió un brazo y cogió la copa de manos de la figura. Era más pesada de lo que había imaginado, y la alzó con cuidado; por alguna razón, le daba miedo derramar el espeso líquido que se movía dentro. Se la llevó a los labios y bebió.

La boca se le llenó de sangre caliente, amarga y salada. Se deslizó como aceite por su lengua, le bajó por la garganta y lo inundó de hambre. No eran sólo sus deseos, sino los apetitos de todos y cada uno de los suplicantes que habían vertido una parte de su sangre dentro de la copa. Si cerraba los ojos casi podía verlos mentalmente, saborear el placer de todos ellos cuando saciaban la terrible hambre.

Carne. Comida. Vino. Todos los apetitos, cada centelleante sabor, reverberaban a través de él en olas de calor y frío. Su cuerpo se estremeció, y los suplicantes rugieron.

—¡Slaanesh! ¡Ha llegado! ¡El Príncipe del Placer ha llegado!

La conciencia de Malus temblaba como una hoja de árbol en un torbellino. ¡Slaanesh! La mente de Malus giraba. «Nagaira, muchacha estúpida, ¿qué has hecho?»

Nagaira extendió un brazo y le quitó la copa. Le sorprendió darse cuenta de que, una vez que había comenzado a beber, no había parado hasta vaciarla. Regueros de sangre ungida le corrían por el mentón y manchaban la parte delantera del kheitan. Ella alzó la copa en alto, y los exaltados suplicantes guardaron silencio.

—¡El príncipe de la fiesta ha bebido hasta el fondo y ha aceptado la bendición de Slaanesh! ¡Ofreceos a él! ¡Bebed profundamente de vuestros deseos y alabad al Príncipe del Placer! ¡Rendid culto ante el trono de la carne!

Los suplicantes rugieron con una sola voz.

—¡Slaanesh!

El nombre del Dios Maligno resonó en la caverna hasta que el aire mismo pareció solidificarse con una presencia impía.

Dentro de Malus, pareció que el demonio se hinchaba hasta colmarlo de la cabeza a los pies, como si el noble fuese una piel que se le ajustara mal. Extraía fuerzas de los gritos de éxtasis de los suplicantes, como si reclamara para sí una parte de la devoción de los adoradores.

En ese momento, Malus Darkblade se sintió como un dios.

Nagaira se apretó contra él, y el calor del cuerpo casi desnudo atravesó el ropón de seda de Malus. Ella señaló los lustrosos cuerpos que había más allá de los suplicantes.

—He ahí tu festín —susurró con voz enronquecida—. Todo esto ha sido preparado en tu honor, tú, el que ha estado ante el Bebedor de Mundos. Y eso no es más que una degustación de los dones que te esperan.

Extendió un brazo y lo empujó hacia adelante. La figura de cabeza de macho cabrío se apartó a un lado y los círculos de suplicantes se separaron ante él. Avanzó en solitario, y mientras pasaba por cada círculo de adoradores, sentía que sus manos lo acariciaban, lo tocaban, lo agarraban con deseo. Malus caminaba entre ellos como un rey, un dios, y se sentía rodeado por la devoción de todos ellos como si fuera una capa de seda.

Durante toda su vida no había conocido nada más que el odio, que lo había alimentado como un vino amargo. Entonces saboreaba el poder absoluto, y supo que haría cualquier cosa para conservarlo.

No bastaría con ver a sus hermanos y hermanas destruidos y a su padre quebrantado bajo su mano. No sería suficiente con llevar la armadura del vaulkhar e ir a la guerra en nombre del Rey Brujo. Ninguna cantidad de oro y esclavos, ningún encumbrado título ni terrible autoridad serían jamás suficientes para él. Quizá el mundo entero no bastara para saciar el hambre que entonces hervía en su interior.

Pero, de todos modos, lo devoraría.

Una risa atronadora le inundó los oídos: ebria, lasciva y triunfante. No estaba seguro de si era la suya o la del demonio, pero a Malus no le importaba lo más mínimo mientras se solazaba con las exquisiteces que el Príncipe del Placer había puesto ante él.

Malus yacía desnudo sobre un lecho de cuerpos gimientes. Tenía la piel caliente y cubierta de regueros de sudor y sangre. El pelo estaba sucio y húmedo de vino y otros fluidos, y sus nervios vibraban por los efectos del humo de las drogas y los deseos saciados. El aire se estremecía de alivio: susurros, gemidos, alaridos y crueles carcajadas se mezclaban todos en una tormenta de devoción sibarita. Cada inspiración le llenaba los pulmones de un espeso aroma a drogas, sangre, sexo y vino. Era el sabor del éxtasis, y al noble le sorprendió descubrir que le agudizaba la mente como nada antes.

Comprendía, entre otras cosas, por qué el Rey Brujo había prohibido el culto de Slaanesh entre los druchii. La fría doctrina de Khaine era una cosa, ya que el odio daba forma al alma y la afilaba como una espada, y como una espada podía ser esgrimida contra los enemigos del Estado. Pero el deseo era una cosa por completo diferente. No tenía límites ni podía dársele una forma conveniente para los caprichos del rey. El hambre no sentía respeto ninguno por los estados ni las fronteras; existía para consumirlo todo a su paso. Semejante hambre, cuando se la dirigía contra el rey en su trono, era algo verdaderamente peligroso.

Aunque las leyendas afirmaban que, en el pasado, el Príncipe del Placer había sido el centro de adoración de los habitantes de la perdida Nagarythe, el Rey Brujo había asesinado a los sacerdotes y sacerdotisas de Slaanesh cuando los druchii llegaron a Naggaroth, y había puesto, en su lugar, al Señor del Asesinato. Aunque se decía que los cultos a Slaanesh perduraban en las grandes ciudades de la Tierra Fría, los agentes del Rey Brujo los perseguían implacablemente, ejecutaban a todos los adoradores que encontraban y esclavizaban a sus familias. El pensamiento de que un cáncer semejante permaneciera invisible dentro de la casa del propio vaulkhar hizo aflorar una cruel sonrisa a los labios de Malus.

Por supuesto, Nagaira sólo le había confiado ese conocimiento porque entonces también él estaba contaminado. Si el culto era descubierto, Malekith no haría ninguna distinción entre los miembros de la familia: comenzaría por Lurhan y acabaría con todo el linaje. La pregunta era por qué se lo había confiado. Estaba claro que su hermana formaba parte del culto desde hacía algún tiempo; sin duda, gozaba de un rango considerable entre los miembros del mismo. Sin embargo, antes de ese momento se había mostrado muy circunspecta. Si hubiera querido iniciarlo antes en el culto, le habría resultado fácil. Malus era brutalmente honrado consigo mismo y reconocía que la degustación de deseo que había experimentado esa noche lo marcaría para siempre. De hecho, de no ser por el dominio que el condenado demonio ejercía sobre él, tenía pocas dudas de que se hubiera unido al culto de buena gana, para luego intentar manipularlo en su propio beneficio.

Irónicamente, estaba seguro de que Tz’arkan era la razón por la que el culto deseaba contar con él.

De manera vaga, percibió la presencia de otros druchii que lo rodeaban. Se movió ligeramente y miró alrededor con los ojos entornados. Una media docena de suplicantes se le acercaron con una mezcla de deferencia y miedo. Malus recordaba muy poco de las últimas horas pasadas, que habían sido una tormenta de glotonería, rapiña y asesinato. Por muy prodigiosos que fueran sus propios apetitos aumentados por la magia, también sabía que el demonio lo había impelido a profundidades de depravación aún más grandes. Los suplicantes se comportaban como si él fuese Slaanesh encarnado, y dedujo que probablemente se había aproximado al Príncipe del Placer más que cualquier otro caso que los adoradores hubiesen visto jamás.

Una de las suplicantes se inclinó ante él. Estaba completamente desnuda salvo por la máscara, y tenía la pálida piel salpicada de manchas de sangre y vómito secos. Al igual que en el caso de Malus, su negro cabello estaba sucio a consecuencia de sus excesos.

—¿Es dulce el vino, príncipe mío? ¿La carne es tierna y deliciosa? ¿Son melodiosos los gritos? ¿Este espléndido banquete ha saciado tus deseos?

Él la miró y sonrió. Una parte de él deseaba cogerla, pero su cuerpo se negaba a moverse.

—No —dijo al fin—. Aún tengo hambre.

Una ola de reverente aprobación recorrió a los suplicantes.

—Ciertamente, has sido bendecido más que todos los otros, gran príncipe —dijo otro druchii enmascarado, varón por el sonido de la voz—. Todos nos hemos maravillado ante tu hambre, la sublime rapacidad de tus deseos carnales. Ciertamente, estás señalado por el Bebedor de Mundos, y nosotros hemos sido bendecidos con tu presencia.

Un tercero, un hombre cubierto por decenas de tajos sangrantes, abrió las manos manchadas de rojo en un gesto implorante.

—Lamentamos que nuestra ofrenda sea tan magra, gran príncipe —dijo—. En la ciudad hay aún menos iniciados que en cualquier otra parte del territorio. Bueno, baste decir que aquí somos pocos, pero los que hacemos honor a las antiguas creencias somos verdaderamente poderosos.

Malus estudió pensativamente al hombre. Todos hablaban con acentos nobles, y aunque las máscaras distorsionaban un poco las voces, le pareció que algunas le resultaban familiares.

No le cabía ninguna duda de que algunos de los suplicantes eran vástagos de las familias de más alta condición de la ciudad. Nagaira recibía una generosa pensión de Lurhan, que era el segundo hombre más poderoso de Hag Graef, pero ni siquiera ella podría haber hecho frente al enorme coste de una fiesta como ésa.

—Sólo las casas más antiguas y orgullosas de la ciudad se atreverían a mantener las costumbres de la perdida Nagarythe —declaró Malus con cuidado—. Es un honor haber sido huésped de una compañía tan distinguida.

El druchii sangrante inclinó cortésmente la cabeza.

—No debes considerarte un huésped, gran príncipe. El viaje que hiciste al norte te ha transformado. Todos hemos visto, con nuestros propios ojos, cómo has sido señalado por el Bebedor de Mundos. En realidad, ocuparías un lugar de gran preeminencia entre nosotros… si quisieras desempeñar un papel dentro de nuestro magro culto.

—No es poca cosa ponerse en contra de las leyes del Rey Brujo —replicó Malus.

Para su sorpresa, el hombre asintió de inmediato con la cabeza.

—El poder de Malekith es enorme y terrible —convino el suplicante—. Y su voluntad es la ley de nuestro territorio. Pero servimos a un poder mucho más grandioso, ¿no es cierto? ¿Acaso Malekith no muestra deferencia hacia los sacerdotes del templo de Khaine?

«Sí —pensó Malus—, pero ellos sirven a sus intereses. Este culto es una amenaza».

—Por supuesto que tienes razón —replicó con tranquilidad—. Pero eso no disminuye el riesgo.

La mujer druchii se arrodilló a sus pies.

—Hace siglos que adoramos en secreto al Príncipe del Placer —declaró con orgullo—. Aunque somos pocos, nos protegemos unos a otros.

—En efecto —asintió el suplicante varón—. Y nos ocupamos de nuestros compañeros de fe. Todos somos uno solo en el crisol del deseo. Sería un gran pecado dejar sin satisfacer los apetitos de un verdadero creyente.

Lo que implicaban las palabras del noble despertó la ambición en el corazón de Malus.

—Ten cuidado, hermano —dijo con tono amistoso—. Ya has visto por ti mismo que mis apetitos son realmente considerables.

Esto provocó una respetuosa risa entre dientes de los suplicantes.

—Muy cierto, pero también esperamos que puedas darnos mucho a cambio.

«¡Ah, pero ¿qué queréis de mí? —pensó Malus—. ¿Qué es Tz’arkan para vosotros, y cómo sabéis de su existencia? Más aún, ¿qué más sabéis de él que yo ignoro?»

Por primera vez, pensó que quizá los actos de Nagaira eran infinitamente más astutos de lo que él había pensado. ¿Cuáles eran las probabilidades de que un templo oculto en el norte albergara, casualmente, a un demonio al que su culto tenía en gran estima? ¿Era posible que todo lo que le había sucedido desde que había regresado de la incursión esclavista hubiese formado parte de un elaborado plan para contactar con un protector del culto?

«¡Ah, hermana!, continúo subestimándote —pensó—. Eres mucho más peligrosa de lo que pensaba».

Sí, tenía sentido, en efecto. La pregunta era: ¿cómo podía aprovecharlo en su propio beneficio?