25
La torre de Eradorius
No había ni altas murallas ni imponentes puertas que protegieran la torre de Eradorius; el único portal de la base de la lisa torre casi parecía darle la bienvenida a Malus. Sólo las invisibles corrientes de poder que sentía en la piel desmentían la ilusión de seguridad. Cuanto más se aproximaba a la torre, más percibía la presencia del poder de disformidad que estaba contenido en su interior.
—Mira bien dónde pisas, Malus —le advirtió Tz’arkan. A tan escasa distancia de la torre, la presencia del demonio parecía latir dentro de él, aumentando y disminuyendo con los latidos de su corazón—. La tarea más difícil aún está por llegar.
El noble frunció el ceño.
—El tomo de Ak’zhaal dice que Eradorius está muerto.
—Tal vez, pero aún perdura su laberinto —replicó el demonio—. Eradorius construyó un laberinto tan sutil que él mismo quedó atrapado dentro. Piensa en eso y sé prudente, Darkblade.
—Ahórrame tus débiles intentos de sabiduría —se burló Malus mientras cubría los últimos metros que lo separaban de la torre y atravesaba la entrada—. Un laberinto no es más que un ejercicio mental. Eradorius estaba loco, pero yo…
Guardó silencio, al sentir que un manto de pavor se posaba sobre él.
—¿Sí, Malus?
—Nada —le espetó el noble—. Me cansan tus pullas, demonio. Veamos qué secretos guarda este laberinto.
Al otro lado de la entrada había un corto pasillo que llevaba hasta un espacio que al principio Malus tomó por algún tipo de galería abierta. El interior de la torre estaba inundado de una difusa luz verde, que parecía proceder de todas direcciones a un tiempo. Con la espada a punto, el noble entró.
El techo se perdía en una luminosa niebla esmeralda. Vio tres puertas de madera oscura, una a la izquierda, una a la derecha y otra justo enfrente. Las anillas de las puertas eran de plata pulimentada que destellaba en la luz. Malus las contempló de una en una. Mientras lo hacía, no podía librarse de la sensación de que lo estaban observando, pero no sabía desde dónde.
—Las puertas son idénticas —dijo al fin—. No tienen marcas distintivas ni se ven huellas en el polvo. Nada que señale la senda correcta.
—Todas las sendas conducen al centro del laberinto —susurró el demonio—. Como tú has dicho, no es una prueba para los pies, sino para la mente. ¿Estás seguro de que quieres seguirlo hasta el final? Este laberinto tiene conciencia, Darkblade. Te estudia mientras tú lo estudias a él. Y te destruirá si se lo permites.
El noble rió fríamente.
—¿Si se lo permito yo? ¿Qué clase de retorcida trampa es ésa?
—Pues de la peor de las clases —replicó el demonio, pero Malus ya no lo escuchaba.
Por impulso, el noble atravesó la estancia con tres rápidas zancadas y abrió la puerta situada frente a la entrada por la que había llegado.
Al otro lado, no había más que negrura absoluta, un vacío tan profundo que tiró de él y lo atrajo hacia su voraz abrazo. Malus sintió un viento frío en la cara mientras se precipitaba hacia las tinieblas.
Un peso blando se pegó contra su costado. Unos brazos le rodearon el pecho que ascendía y descendía al ritmo de la respiración. Malus se sobresaltó y se sentó bruscamente en medio de un enredo de sedosas sábanas.
El aire era fresco y olía a incienso. La cama era baja y ancha, de factura acorde con los gustos de los druchii, y estaba rodeada de capas de cortinas destinadas a retener el calor corporal. A través de las cortinas, Malus vio un arco de luz pálida situado frente a los pies de la cama. Todo lo demás estaba sumido en sombras; la mujer que tenía junto a él gimió suavemente en sueños, y rodó con languidez hasta quedar de espaldas. La débil luz iluminó un hombro desnudo y parte de una mejilla de alabastro. Tenía labios asombrosamente rojos, como si se los hubiera pintado con sangre fresca.
Malus sintió vértigo ante la visión, salió a trompicones de la cama y cayó sobre el oscuro suelo de pizarra. El gélido contacto de las baldosas hizo que el mundo recobrara la nitidez: se encontraba en un dormitorio ricamente amueblado de alguna parte de Naggaroth. ¿De qué otro modo podían explicarse el mobiliario, las baldosas de pizarra gris o la peculiar calidad de la luz que brillaba a través de las cortinas del otro lado de la habitación?
El noble captó un leve movimiento en uno de los umbríos rincones de la estancia. Miró precipitadamente a su alrededor en busca de una arma, y vio su espada tendida sobre un costoso diván situado cerca de la cama. La espada susurró fríamente al salir de la vaina mientras él se lanzaba hacia el lugar donde había visto el movimiento. Por un fugaz instante, creyó ver la forma de una figura encapuchada, poco más que una sombra entre los oscuros pliegues de las cortinas, aunque cuando llegó al rincón estaba vacío. Malus empujó los pesados pliegues con la punta de la espada, pero en sus profundidades no se ocultaba nadie.
Se volvió hacia el lecho que dominaba la amplia estancia, incapaz de librarse de una extraña sensación de mal presagio. Sin pensarlo, avanzó hasta una mesa cercana y cogió una copa de vino de una bandeja de plata. Había dejado el vino allí justo antes de irse a la cama; lo recordaba con claridad, como si lo hubiese hecho apenas momentos antes, pero el acto en sí de tocarlo parecía, de algún modo, raro.
—Vuelve a la cama, bribón —dijo la mujer con una voz que hizo que un escalofrío le recorriera la espalda—. Tengo frío.
No podía pensar en nada que deseara más que volver junto a ella y respirar el perfume de su cremosa piel, pero incluso en eso subyacía una corriente de mal presagio que no podía explicar.
—Creí…, creí ver algo.
Para su sorpresa, ella se rió de la idea.
—¿Te asustas de las sombras?, ¿aquí, en la torre del vaulkhar? Ni siquiera el drachau está ahora tan bien protegido como tú.
Malus se quedó petrificado, con la copa a medio camino de los labios.
—¿Qué has dicho?
Oyó que ella se volvía de lado y la seda ondulaba sobre su piel desnuda.
—Ni siquiera el drachau está tan bien protegido como tú. Estoy segura de que te das cuenta de eso. Ya nadie más se atrevería a hacer un movimiento contra ti. ¿No es ése el objetivo por el que has estado luchando durante todos estos años?
Malus dejó la copa sobre la bandeja con cuidado, temeroso de que pudiera caer de sus dedos entumecidos. Como en sueños, avanzó hasta la ventana de delante de la cama y apartó las cortinas.
Una acuosa luz gris penetró en la estancia. Al otro lado de la estrecha ventana, vio la torre central de la fortaleza del drachau, en forma de espada. Era sólo unos pocos pisos más alta que la torre donde entonces se encontraba el noble; un grupo de torres más pequeñas que se alzaban como espeso bosquecilio negro en la base conformaban el conjunto de la fortaleza del vaulkhar.
Se encontraba en la torre de Lurhan, no en la suya. ¿Era ése el dormitorio del vaulkhar? Se le heló el corazón. Eso estaba mal; terrible, letalmente mal.
—No debería estar aquí —le dijo Malus a la mujer que yacía en el lecho.
La luz de la ventana abierta se reflejaba en las cortinas que pendían alrededor de la cama, y las volvía opacas. Oyó que el cuerpo de ella rozaba las sábanas, e imaginó que estaba sentándose y rodeándose las rodillas con un brazo.
—Anoche no te quejabas —replicó ella con una sensual risa entre dientes—. ¿Qué diferencia hay de un día al siguiente? Esta noche, el drachau te pondrá el hadrilkar en torno al cuello, y entonces esto será todo tuyo de verdad.
Ella volvió a moverse, y esa vez Malus vio que la silueta de su cuerpo adquiría forma al aproximarse a las cortinas.
—Dudo de que, un día después, alguien vaya a oponerse a que tomes posesión de las propiedades de Lurhan —dijo ella.
Las cortinas se abrieron y la vio, delineada en pálida luz solar. Tendió una esbelta mano hacia él.
Malus sintió que se le secaba la boca. El terror y el anhelo lo aferraron con igual fuerza. El deseo corría como fuego por sus nervios.
—Mis hermanos me matarán por esto —fue lo único que logró decir.
Los ojos violeta de ella lo miraron con expresión interrogativa.
—¿Tus hermanos? No se atreverían —replicó con una carcajada—. Tú fuiste el que Lurhan escogió por encima de todos los demás. —Sonrió, y los rojos labios hicieron un leve mohín—. Y para el vencedor son los despojos.
A Malus le dolían las manos. Desvió los ojos y vio que aferraba las gruesas cortinas con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos. El terror lo inundó en oleadas, aun cuando una parte de él reaccionaba con insaciable lujuria a las palabras de ella. Dio un paso, luego otro, y echó a correr por la estancia, con una mano tendida hacia la brillante anilla de plata de la puerta de negros paneles que había a la izquierda de la cama. Mientras abría la puerta de par en par, ella lo llamó e hizo que sintiera una punzada de deseo al lanzarse a la oscuridad del otro lado.
Percibió olor a sangre y hedor a cuerpos destripados.
El aire de la sala estaba cargado, y era cálido debido a la presencia de muchos cuerpos vivos y no vivos. En lo alto de una pared de la sala hexagonal brillaba luz bruja dentro de un recipiente roto por un proyectil arrojado durante la furiosa batalla, y las enloquecidas llamas proyectaban sombras monstruosas que cabriolaban sobre los lisos muros.
Uthlan Tyr yacía de espaldas, con los ciegos ojos fijos en el techo mientras la sangre que le quedaba manaba a borbotones por la terrible herida que tenía en el pecho. En una mano medio abierta aún retenía la empuñadura de la espada. Malus posó los ojos sobre el drachau y sintió el ardiente entusiasmo del triunfo mezclado con miedo. Los sirvientes y guardias del drachau yacían por toda la estancia; los guardias de Malus los habían pillado completamente desprevenidos, y los habían hecho pedazos en una explosión de violencia planificada con cuidado. Tyr y sus hombres no habían tenido la más mínima posibilidad.
Un sonido atravesaba los gruesos muros de la sala: las voces apagadas de un millar de nobles, que aumentaban y disminuían como la marea. En el centro de la estancia había una elaborada armadura sobre un soporte de roble ensangrentado. Silar Sangre de Espinas y Arleth Vann aguardaban junto a ella, con la cara salpicada de sangre y los ojos encendidos por la embriagadora batalla.
Malus vestía ropones sencillos y un kheitan sin adornos. No tenía hadrilkar alguno en torno al cuello, ni sentía el familiar peso de un par de espadas en la cadera. La luz verdosa danzaba sobre el agudo filo de la espada que descansaba en la mano cada vez más rígida del drachau. Sin pensárselo, fue a cogerla, pero una voz atravesó el aire cargado y lo detuvo.
—No toques la espada del drachau —dijo la voz. Era grave y serena, sorprendentemente tranquila en una sala que olía a campo de batalla—. No le quites nada ni permitas que su sangre te manche la ropa, o la armadura antigua te consumirá.
Malus se volvió hacia la voz. A su lado había una figura encapuchada, cuyo cuerpo quedaba oculto bajo pesados ropones negros. Del hombre radiaba una aura de poder gélido que desconcertó al noble. Comenzó a preguntarle al hombre quién era, pero una sensación de mal presagio que le resultaba demasiado familiar hizo que se detuviera. La figura se volvió a mirarlo, y la fría voz lo bañó al salir de la negrura del interior de la capucha.
—Tu triunfo aún no es completo, vaulkhar. Los nobles de Hag Graef aguardan. Ponte la armadura y acepta su lealtad, y entonces nadie podrá disputarte el gobierno.
El noble se volvió hacia la ornamentada armadura. Sobre un soporte cercano descansaba la draich encantada que llevaba el drachau durante el ritual del Hanil Khar. De repente, supo dónde estaba. ¿Cuántas veces había soñado con ese momento? ¿Cuántas veces había languidecido en su torre y había planeado cómo se apoderaría de la ciudad, a su debido tiempo?
El miedo hizo presa en él. Se volvió a mirar a la figura encapuchada.
—¿Estoy soñando?
—Pregúntale al drachau si esto es un sueño —replicó la figura—. Sin duda, él querría que lo fuera. —Se le acercó más—. Esto es real. Tú has hecho que lo sea, Malus. ¿Acaso dudas de ti mismo ahora, a las puertas de tu más grandioso triunfo?
El noble inspiró profundamente e intentó controlar las dudas que amenazaban con abrumarlo. ¿Qué había dicho el encapuchado que tanto lo había asustado? ¿Algo referente al tiempo?
Sabía qué le esperaba. Una vez que se pusiera la armadura, los nobles de la ciudad se inclinarían ante él como su drachau, y le prestarían el anual juramento de lealtad, convencidos de que era Uthlan Tyr. Tras los juramentos le pertenecerían, y la usurpación sería completa. Con la languidez de los sueños, avanzó hasta el soporte de la armadura y dejó que sus guardias comenzaran a ajustársela en torno al cuerpo. Cada pieza que le sujetaban hacía que un estremecimiento de poder le recorriera la piel.
Malus ansiaba rendirse a la sensación de ese poder, pero una parte de su mente retrocedía ante él. Intentó concentrarse en lo que había de equívoco, pero no lograba identificarlo y se le escapaba como mercurio entre los dedos. Cuando le pusieron el ornamentado peto, se volvió a mirar el camino por el que había llegado.
Justo en ese momento, vio otra figura encapuchada —ésta ataviada con ropones y un kheitan teñido de color añil—, que retrocedía hacia la oscuridad del otro lado de la entrada. Un escalofrío de puro terror lo hirió como un cuchillo.
—¡Allí! —dijo al mismo tiempo que señalaba hacia la arcada—. ¡Había un hombre acechando desde el umbral!
Arleth Vann corrió en silencio hasta la entrada, con los destellantes cuchillos en las manos. Se asomó a la oscuridad.
—Allí no hay nadie, mi señor —dijo, y negó con la cabeza.
—¡Había un hombre, maldito seas! ¡Lo he visto con mis propios ojos! —Malus cerró la mano en un puño—. ¡Vio…, lo vio todo!
«Lo sabe —pensó Malus, atemorizado—. Sabe que no soy quien ellos creen». El pensamiento le heló la sangre.
—Tenemos que detenerlo.
Mientras hablaba, sintió que Silar le ponía los avambrazos y los sujetaba. Luego llegó el casco, que se posó como una corona de hielo sobre su frente. La figura encapuchada avanzó un paso, con un curvo objeto de acero plateado en una mano.
—Ponte la máscara —dijo—. Póntela y nadie se dará cuenta.
Malus sintió que se la colocaban sobre el rostro. La respiración salió con estruendo a través de los orificios de la máscara, y ante sus ojos se alzó vapor. Su cuerpo se vio inundado de calor, y el aire que lo rodeaba adquirió una tonalidad roja. Una vez más, sintió una ola de poder tan dulce que le causaba dolor en el cuerpo, pero al mismo tiempo se sentía muy expuesto.
La figura encapuchada se volvió e hizo un gesto hacia una estrecha escalera de caracol que ascendía contra la pared hacia la oscuridad. Malus avanzó en dirección a los escalones, vagamente consciente de que los guardias inclinaban la cabeza con gesto suplicante cuando pasaba ante ellos. En lo alto aguardaban la tarima y el gran trono desde donde presidiría la ceremonia ante la ignorante multitud y aceptaría su devoción. El sordo rugido de los reunidos lo llamaba, le prometía poder y gloria, todo lo que había anhelado tan largamente.
«Tan largamente —pensó—. Tan largo tiempo».
Se detuvo.
—Tiempo —dijo para sí, y se volvió a mirar a la figura encapuchada que subía por la escalera detrás de él—. Esto es una ilusión.
—El tiempo es una ilusión, Malus —replicó la figura encapuchada—. Has cruzado el río y te encuentras en la orilla, ¿recuerdas?
El noble sacudió la cabeza y se obligó a recordar mediante un tremendo esfuerzo de voluntad.
—Esto no es real. No está sucediendo realmente. Estoy perdido en el laberinto.
—Te equivocas —lo contradijo el encapuchado—. Esto es completamente real. Tú has hecho que sucediera, Malus. ¿No es lo que siempre has querido en los profundos rincones oscuros de tu corazón?
El noble dio un traspié y cayó de espaldas sobre los afilados bordes de los escalones.
—Sí —respondió con una voz que resonaba detrás de la máscara—. ¿Es éste mi futuro? —susurró—. ¿Me aguarda esta gloria en los años venideros?
Por un momento, la figura lo miró en silencio.
—Todo esto y más. —Señaló más allá de Malus, hacia una abertura que había en lo alto de la escalera. Al otro lado se veía sólo negrura—. Avanza y reclama tu destino —dijo.
Lo bañó el rugido de la muchedumbre, que tironeaba de su alma. Malus se dejó llevar y ascendió la escalera hacia la oscuridad.
Las pesadas solapas de la tienda se apartaron ante su cuerpo acorazado, y Malus salió al fresco aire marino. Ante él se alzaban los altos acantilados de Ulthuan, y un bosque de estacas se levantaba del empinado terreno que mediaba entre ambos. En esas estacas teñidas de sangre se retorcían más de cinco mil guerreros elfos, que elevaban una canción de agonía hacia el cielo coloreado por el fuego. La visión le hizo sentir vértigo; era sobrecogedora en su gloria. Por un momento, se sintió abrumado por el espectáculo de tormento que se desplegaba ante él, pero luego, poco a poco, reparó en el gran pabellón bordeado por las altas astas de los estandartes que lucían los colores de las Seis Ciudades, y en los campeones acorazados que hacían guardia en torno a la tienda. Al bajar los ojos vio que llevaba la armadura rúnica del drachau, y lo recorrió un estremecimiento.
Ése era su ejército. Naggaroth había marchado a la guerra y, según exigía la tradición, el drachau de Hag Graef iba en cabeza. Esa terrible victoria le pertenecía.
Malus salió de la tienda caminando con pasos torpes por la fina arena blanca. Hasta donde podía ver a lo largo de la curva orilla, se extendía el más grandioso ejército druchii que había visto jamás. Miles y miles de guerreros, todos ocupados en la preparación de la siguiente batalla que se avecinaba, todos al servicio de su voluntad.
—¡Bendita Madre —jadeó—, que todo esto sea verdad! Al volverse, vio que la figura encapuchada se hallaba a cierta distancia de él.
—¿Por qué me enseñas estas cosas? —preguntó el noble.
—¿Yo? No. Esto es obra tuya. Son las verdades que te ha revelado el laberinto.
El noble avanzó un paso.
—¡Así que lo admites! Todavía estoy en la torre, y esto es una ilusión.
—Estás en la torre de Eradorius y también en la orilla de Ulthuan —replicó con un asomo de impaciencia en la gélida voz—. El tiempo y el espacio no tienen ningún poder sobre ti. Ves lo que tu mente quiere que veas. Nada más y nada menos.
—¿Y qué eres tú? ¿Eres el guardián de este lugar?
La figura no respondió.
Malus sonrió burlonamente ante el silencio.
—¿Es así como proteges los secretos de la torre? ¿Distrayéndome con dulces visiones de futuros éxitos?
—¿Éxitos? —repitió la figura—. ¿Acaso imaginas que tu historia acaba en triunfo, Malus Darkblade?
La burlona sonrisa de Malus se desvaneció cuando el miedo y el frío le invadieron las entrañas.
—¿Qué quieres decir?
Antes de que la figura pudiera responder, las solapas de la tienda volvieron a abrirse, y Malus vio salir a un grupo de hombres acorazados, con expresión severa. Entre ellos vio a Silar y Dolthaic, cuyos rostros mostraban cicatrices de guerra, pero no reconoció a nadie más. Se le acercaron con rapidez mientras miraban a uno y otro lado. «Tienen el aspecto de los conspiradores —pensó mientras desplazaba discretamente una mano hacia la empuñadura del cuchillo que llevaba a la cintura—. Sin embargo, ¿qué ganarían conspirando contra mí?»
Entonces, se dio cuenta. Cuando los ejércitos de Naggor marchaban, no lo hacían en solitario.
Silar fue el primero que llegó hasta él. Cuando habló, lo hizo con voz tensa.
—No puedes darle largas eternamente a la convocatoria del Rey Brujo —susurró—. ¡Debes actuar ahora, o todo estará perdido!
—¿Actuar? —Malus frunció el ceño—. ¿Qué quieres que haga, Silar?
Antes de que Silar pudiera responder, Dolthaic se interpuso entre ellos.
—¡No hagas nada precipitado, mi señor! —dijo—. ¡Hoy le has proporcionado una gran victoria a Malekith! ¡No puede sospechar de ti!
Al noble le daba vueltas la cabeza mientras intentaba entender los acontecimientos que se desplegaban ante él. ¿Sospechar de él? ¿Tenía Malekith motivo para sospechar algo? No obstante, en cuanto formuló la pregunta, la respuesta surgió por sí sola.
Claro que lo tiene.
Silar apartó a Dolthaic a un lado.
—¿Qué importancia tiene si sospecha o no? ¡Después de lo que has hecho hoy, todo el campamento está ofreciendo sacrificios en tu nombre! Malekith no tolerará una amenaza contra su gobierno, real o imaginaria. ¡Cuando vayas a su tienda, debes estar preparado para atacar! ¡Ahora, mientras tienes al ejército de tu parte! ¡Piensa en lo que puedes lograr!
Un torbellino de emociones se agitó en el pecho de Malus.
—¡Callad! —dijo—. ¡Callad los dos y dejadme pensar!
Le daba vueltas la cabeza. «Es una ilusión —pensó—. No tiene importancia», intentó decirse a sí mismo.
«Pero, ¿y si no lo es?»
Apartó los ojos de las implorantes miradas de sus hombres para dejar vagar la mirada por el grupo de guardias acorazados, y justo en ese momento atisbo al personaje encapuchado que se apartaba discretamente de la retaguardia del grupo y atravesaba con sigilo las arenas.
—Un espía —dijo con los ojos desorbitados por la conmoción, y señaló al encapuchado—. ¡Detenedlo!
Silar y Dolthaic se volvieron en la dirección indicada por el aterrorizado gesto. Dolthaic giró para mirar a Malus y frunció la frente con preocupación.
—¿Qué espía? Allí no hay nadie.
—¿Estás loco? ¡Está allí mismo! —se encolerizó Malus, pero los guardias estaban ciegos ante la figura que se alejaba.
«Alguna inmunda brujería —pensó Malus—. Ha estado observándome desde el principio. ¡Conoce mis secretos y se los revelará todos al Rey Brujo!»
La conmoción del miedo lo sacudió como un golpe físico, y en ese momento se dio cuenta de cuánto lo aterrorizaba que le arrebataran las glorias obtenidas. Entonces, creyó entender, finalmente, cuál era el peligro del laberinto del brujo. El guardián había hecho que sus más profundos deseos se hicieran realidad…, e iba a usarlos para destruirlo.
Malus se abrió paso a empujones entre el grupo de hombres, al mismo tiempo que sacaba el cuchillo del cinturón. Avanzó a trompicones por la arena en la que se hundía hasta los tobillos, con los ojos fijos en la espalda del hombre que desaparecía en torno al pabellón. El noble concentró hasta la última pizca de voluntad en obligar a las piernas a moverse, y aceleró el paso para evitar que el guardián llegara a la tienda de Malekith.
El noble giró en la esquina del pabellón y volvió a ver al encapuchado, entonces a pocos metros de distancia. Avanzaba con calma y sigilo, sin darse cuenta de que Malus se lanzaba hacia él como un halcón cazador. La cara del noble se contorsionó en una mueca feroz. El miedo que sentía, y la ferocidad que le confería ese miedo, eran de una intensidad casi vigorizante. «No vas a escapar de mí —pensó, furioso—. ¡No vas a ponerme en evidencia!»
Saltó sobre la figura y la derribó. El hombre apenas forcejeó, aparentemente aturdido por el impacto. Malus lo hizo rodar y le puso la punta del cuchillo contra la garganta.
—¿Piensas que soy un cobarde? —Malus empujó el cuchillo y sintió cómo la hoja comenzaba a hender la piel del encapuchado—. ¿Piensas que soy un débil, un ser defectuoso como el resto de mi familia? Y tú, ¿cuán fuerte eres con mi cuchillo clavándosete en el cuello? —Rió salvajemente ante el pensamiento. Tenía la cara a pocos centímetros de la oscuridad del interior de la capucha. El hombre permanecía quieto, sin ofrecer resistencia—. Justo lo que yo pensaba. ¡Tú eres el débil! ¡Tú eres el cobarde que se oculta y conspira a la sombra de sus superiores! ¡Veamos tu cara, guardián! ¡Muéstrame tu verdadera apariencia, ¿o tendré que arrastrar tus tripas por la arena para obligarte?!
El encapuchado no se movió. La furia ardía como aliento febril en la respiración de Malus.
—¿Me oyes, cobarde? ¡Muéstrate! ¡¡Muéstrate!
Clavó el cuchillo más profundamente en la garganta del hombre. El aire mismo pareció rielar en torno al encapuchado y ondular como un estanque al que se arroja una piedra.
El cuchillo que tenía en la mano se desdibujó, enfocándose y desenfocándose. En un momento estaba apoyado contra el encapuchado, y al siguiente, parecía dirigido contra su propio cuello, como si se encontrara ante un espejo. Rugió de furia y empujó más el cuchillo…, y sintió que más de dos centímetros de la punta se le clavaban en la garganta. La sangre tibia corrió por su cuello y empapó el ropón que llevaba bajo el kheitan.
Se le nubló la vista. Lo acometió un ataque de desorientación y, de repente, se encontró arrodillado en la sala cuadrada de la torre de Eradorius, rodeado por tres puertas de paneles de madera oscura.
Estaba a un segundo de clavarse el cuchillo en la garganta.
El noble cayó de espaldas al mismo tiempo que se arrancaba la punta del cuchillo del cuello. Sintió dolor por debajo del mentón, y la sensación fue casi vigorizante.
—Una ilusión… —jadeó—, todo… una ilusión.
Una sombra cayó sobre él. Alzó los ojos y vio a la figura encapuchada, de pie, a su lado, con la cara perdida en sombras. La respiración de la figura pasó como un viento frío por la mejilla de Malus.
—¿Quién es ahora el cobarde, Malus Darkblade? —preguntó la figura—. ¿Quién es el que se oculta y conspira a la sombra de sus superiores?
Por un momento, el sobresalto dejó a Malus sin habla. Un hombre inferior podría haberse derrumbado bajo la conmoción del conocimiento que le había sido revelado, pero a él lo sustentaba el fuego del odio que continuaba ardiendo en su corazón.
—¿Piensas hacer que me derrumbe con una sola mirada al espejo? —Malus se puso lentamente de pie—. ¿Piensas que me moriré a causa de la conmoción que me provoque mi propia fealdad? De ser así, estás equivocado. No me he derrumbado. No estoy vencido. Mi odio es poderoso, y mientras odio, vivo.
Malus se lanzó hacia la figura y la aferró por el ropón con una mano.
—Me has puesto un espejo ante el rostro… ¡Ahora veamos cómo eres tú, Eradorius!
El noble le arrancó el ropón con un tirón brusco, y dejó a la vista una figura de piel negra, cuyo musculoso cuerpo se hinchó ante sus ojos hasta encumbrarse sobre él como un gigante. Una cara chupada lo miró desde lo alto con expresión burlona, y le dedicó una lunática y ancha sonrisa, repleta de puntiagudos colmillos. Unos ojos verdes relumbraban con luz sobrenatural en el semblante casi humano, y una lengua de dragón asomó entre los carnosos labios.
—Listo, pequeño druchii, listo —dijo Tz’arkan—. Pero muy equivocado, a pesar de todo.
Malus retrocedió, conmocionado, y el demonio lo atacó como una víbora. Su boca se abrió desmesuradamente al cerrarse en torno a la cabeza y los hombros del noble y tragárselo entero.
Yacía en la negrura, enroscado alrededor del corazón del demonio.
La oscuridad que lo rodeaba estaba desierta, como el negro vacío que se extiende entre las estrellas. Malus nunca había sospechado siquiera que pudiera existir un frío semejante; se le metía dentro del cuerpo y le drenaba la vida, derramaba su esencia vital en la negrura como si fuera una herida abierta en su mismísima alma. El frío lo invadía como la propia muerte… No, como la muerte no, porque para Malus la muerte era una fuerza en sí misma, como una tormenta o un fuego voraz. Eso era la nada, total y absoluta, y lo inundaba de miedo.
Había calor en el corazón del demonio, calor alimentado por la sangre de mundos. Malus se acercó a ese horrendo órgano antinatural para pegar la piel a la viscosidad y sentir las almas que se retorcían dentro. Centenares de almas, millares de ellas, todas petrificadas en un solo momento de devastador terror puro. Las sentía a todas y cada una como una esquirla de afilado cristal, y la apretaba contra su cuerpo para saborear el fugaz pinchazo. Aulló de dolor y éxtasis, impelido por las pasiones mezcladas de civilizaciones enteras que eran consumidas por el Bebedor de Mundos. Durante un titánico latido del corazón, Malus era atravesado por la locura colectiva de todo un pueblo que se desvanecía un instante después.
Luego, el corazón del demonio volvía a latir, y otra multitud de almas gritaban en su trascendente agonía. Malus aullaba de horror absoluto mientras clavaba más profundamente en su alma esas cristalinas agujas de pasión.
Tz’arkan lo había poseído: entonces era él quien estaba dentro del demonio y sentía lo que él sentía cuando miraba las violentas tormentas del más puro Caos. Vio con los ojos del demonio cómo giraban los universos en el éter, cada uno temblando con el rocío de incontables almas. Sentía cada alma de cada mundo dentro de cada universo, saboreaba las pasiones de toda una vida en una sola inspiración.
Tz’arkan se movía entre mundos incontables, y Malus se dio cuenta de lo insignificante que era ante un poder semejante. Cuando el demonio hablaba, temblaba toda la creación.
—Contempla el poder de mi voluntad, mortal, y desespera. Entrégate a mí, y todo esto será tuyo.
Malus sintió que se desmembraba bajo la descomunal presión de la conciencia de Tz’arkan. Se estaba muriendo. Lo sentía. Y al darse cuenta de eso, todo el miedo lo abandonó, simplemente.
«Adelante —pensó—. Destrúyeme».
La tormenta del Caos arreció a su alrededor. La nada le consumió el alma.
Y sin embargo, no murió.
«¡Destrúyeme! —se encolerizó Malus—. ¡Para ti no soy más que una mota de polvo… Acaba conmigo!»
Se hallaba suspendido sobre el vórtice de la creación… y continuaba sin morir.
«¿Acaso es algún tipo de truco?», pensó Malus, y entonces lo comprendió: por supuesto que lo era. No se trataba más que de otro recodo del laberinto, otra táctica destinada a quebrantar su espíritu.
Estaba todo dentro de su mente. Lo sabía. Y Malus pensó que si estaba dentro de su mente, estaba sujeto a su voluntad.
«Ya has tenido tu oportunidad, Eradorius —se dijo, furioso, invocando su odio—. Ahora bailarás al son de mi música».
Malus concentró su voluntad en la violenta tempestad que lo rodeaba. «¡Muéstrame tus secretos, brujo! ¡Ábreme tu mente!»
La voluntad del noble brilló como una estrella recién nacida en el firmamento de locura, y la creación se deshizo como revienta una burbuja. Malus cayó hacia la oscuridad, pero el descenso fue acompañado por su risa, salvaje y triunfante.