2: El perjuro

2

El perjuro

—¿Desposeído? —A Malus le daba vueltas la cabeza al pensarlo—. ¿Por qué mi padre iba a hacer algo semejante?

—Es culpa tuya —replicó Silar sin más. Los ojos del capitán se desorbitaron ante la irreflexiva sinceridad de Silar, y por su expresión quedó claro que esperaba que en cualquier momento la cabeza del joven saliera rebotando por las alfombras—. Te dije que torturar al rehén naggorita era una temeridad.

—¿A Fuerlan? —le espetó Malus—. ¿Qué tiene que ver ese sapo con nada de todo esto? Me puso las manos encima…, a mí…, en la Corte de las Espinas, y se atrevió a presumir de que me conocía. Estaba en todo mi derecho de matarlo por semejante afrenta. —El noble se cruzó de brazos y miró a Silar con ferocidad—. Sus tormentos fueron complejos e intrincados. Fueron un regalo. Si el estúpido tuviera algún sentido del honor, me daría las gracias por lo que hice.

—Salvo por el hecho de que Fuerlan es un rehén. Es propiedad del drachau, y el drachau es el único responsable de su castigo. —Silar abrió las manos ante sí—. ¿Es que no ves la trascendencia política del asunto? Es una afrenta a Naggor, como mínimo.

Malus le lanzó a Silar una mirada envenenada.

—Así que el drachau reaccionó mal ante la tortura de Fuerlan.

—Le ordenó a tu padre que te matara con sus propias manos —replicó Silar—. Supongo que fue lo mejor que se le ocurrió para evitar la cólera del Rey Brujo. Balneth Calamidad no tenía muchas posibilidades de exigir justicia si su más amargo enemigo ya había dado los pasos necesarios para solucionar el asunto.

Malus consideró el problema.

—¿Así que cuando el vaulkhar no me encontró en la ciudad, confiscó mis bienes?

Silar sonrió con tristeza.

—¿Recuerdas a los nobles que invirtieron en tu incursión esclavista, los que perdieron una considerable fortuna cuando los esclavos fueron asesinados fuera de Ciar Karond? Se unieron todos y reclamaron el pago de la deuda pocos días después de que te fueras. Y puesto que te habías marchado, pudieron presentarle la petición a tu padre. Saldó la deuda y te desposeyó de tus bienes para cubrir sus pérdidas. ¿Ahora ves lo que puede provocar un solo acto temerario?

—Ya lo creo que sí —replicó Malus con frialdad, al borde de perder la paciencia—. Y volvería a hacerlo en las mismas circunstancias. Es mi privilegio como noble, Silar. No lo olvides.

Silar inclinó la cabeza.

—Por supuesto, temido señor. Sólo deseo hacerte ver la profundidad del problema al que has regresado.

El noble rió amargamente.

—Está más embrollado de lo que tú sabes, Silar Sangre de Espinas. Pero, al menos, ahora no tendré que preocuparme por los asesinos del templo de Khaine, ya que mi padre ha saldado la deuda.

—No es así, mi señor —intervino Arleth Vann, cuyo agudo susurro se alzó desde las sombras del otro extremo de la sala. El antiguo asesino del templo buscaba la penumbra por instinto, por afinidad—. La deuda de sangre sigue vigente entre tú y el Señor del Asesinato.

—¡Pero eso no tiene ningún sentido! —gritó Malus, acalorado—. Mis antiguos aliados han cobrado la deuda; ¿por qué iban a continuar manteniendo a los sabuesos de Khaine tras mi rastro?

—Cuando los esclavos que transportábamos fueron asesinados hace meses, supusimos que tus antiguos socios habían contratado los servicios del templo para castigarte por tu fracaso —continuó Arleth Vann—. Creo que tal vez nos precipitamos demasiado al hacer esa suposición. Los nobles que escogiste para financiar la incursión fueron seleccionados específicamente por tener poca influencia, aunque fortuna y ambición moderadas. Y te aseguraste de que cada uno de esos nobles invirtiera la mayor parte de su influencia y fondos en la empresa, con el fin de garantizar la continuidad de su apoyo.

Malus sintió el deslizamiento de serpientes invisibles sobre su corazón.

—¡Qué red tan enmarañada has tejido, Darkblade! —dijo el demonio, riendo entre dientes—. Jamás he visto a una araña enredarse de modo semejante. Tal vez cometí un error cuando te escogí como salvador.

—¡Si dudas de mi capacidad, déjame y que la Oscuridad Exterior se te lleve! —siseó Malus, y luego se puso rígido al darse cuenta de que había hablado en voz alta.

Silar se tensó y en sus ojos brilló un enojo reprimido, mientras que el rostro de Arleth Vann continuó pálido e implacable como una máscara. El noble avanzó con paso rígido hasta donde estaba la copa de vino y bebió un largo sorbo.

—¿Así que ahora crees que esos nobles nunca recurrieron al templo? —preguntó Malus con brusquedad.

—No, mi señor —replicó Arleth Vann—. Hice algunas indagaciones después de que te marcharas a los Desiertos, y parece que escogiste realmente bien a tus socios, ya que varios de ellos invirtieron más de lo que realmente podían permitirse y estaban al borde de la ruina cuando tu empresa fracasó. Aunque hubiesen reunido entre todos hasta la última moneda que les quedaba, no habría bastado para pagar la ayuda del templo. Algún otro es responsable de la deuda de sangre, y continúa manteniéndola incluso ahora.

Malus fue a beber otro sorbo de la copa, pero descubrió que ya la había vaciado. Con un esfuerzo supremo, controló el impulso de arrojarla al otro lado de la sala.

—Así que —dijo al mismo tiempo que dejaba la copa cuidadosamente en el suelo— después de haber regresado de un viaje de tres meses hasta los Desiertos del Caos llego a casa para encontrarme con que soy un proscrito, que la guardia de la ciudad tiene orden de arrestarme en cuanto me vea y que el drachau, mi padre el vaulkhar y, además, el templo de Khaine están intentando matarme.

Durante un largo momento, nadie habló. El capitán de la guardia dirigió una mirada anhelante hacia la puerta, sintiéndose repentinamente muy incómodo. Silar y Arleth Vann intercambiaron miradas.

—Eso… sería una valoración precisa —dijo Silar, vacilante—. Confío en que la expedición a los Desiertos haya salido bien.

—¿Muertos, mi señor? ¿Todos ellos? —Silar miró a Malus con expresión de conmoción y horror combinados.

Los sirvientes de la casa habían aparecido y se habían marchado tras dejar bandejas de comida especiada y más botellas de vino. Malus ya iba por la tercera copa. La calidez del vino parecía llenar la sensación de vacío de su pecho y detener el movimiento de los inquietos bucles del demonio que se le retorcían en el interior.

—Cuando partimos, sabíamos que el viaje no carecía de riesgos —dijo el noble, ceñudo, con la mente inundada por las inquietantes imágenes de la lucha librada en el exterior del templo.

—¿Qué había dentro del templo, mi señor? —preguntó Arleth Vann, que estaba sentado, con las piernas cruzadas, a la izquierda de Malus, con las manos cómodamente posadas sobre las rodillas. El antiguo acólito no había probado la comida ni el vino—. ¿Hallaste la fuente de poder que buscabas?

Vagamente, Malus sintió que Tz’arkan se movía dentro de su pecho. El noble se echó atrás al mismo tiempo que se llevaba la botella a los labios.

—Otra pieza del rompecabezas —replicó—. Allí había poder, pero aún no tengo los medios para ponerlo en libertad. Me faltan las llaves, y eso es lo que me ha traído de vuelta a Hag Graef.

—¿Las llaves están aquí? —preguntó Silar, con el ceño fruncido.

—Es posible que ya no existan siquiera —replicó Malus, sombrío—. Pero lo mismo pensábamos del templo en sí. Hay cuatro reliquias arcanas que debo desenterrar antes de que pueda poner en libertad el poder del templo, y dispongo de menos de un año para encontrarlas.

—¿Menos de un año? —preguntó el capitán de la guardia, intrigado a su pesar.

Cuando los sirvientes habían llegado, el capitán se había apropiado de una botella, pero por lo demás se esforzaba por no llamar la atención de nadie.

—Sí —respondió Malus, que reprimió una ola de irritación—. Si no logro desarmar las protecciones del templo en el plazo de un año, mi… derecho quedará anulado.

El noble oyó que la voz del demonio susurraba con tono burlón, pero el sonido era demasiado débil para oírlo por encima del zumbido que tenía dentro de la cabeza. Malus rió entre dientes.

—¡Si esto continúa, podría permanecer borracho durante los próximos nueve meses!

El silencio cayó sobre los druchii. Malus percibió las miradas de preocupación de Silar y Arleth Vann, y se dio cuenta de que había vuelto a pensar en voz alta.

—No deis importancia a mis murmullos —dijo el noble, a la vez que agitaba una mano con descuido—. He pasado demasiados meses a solas en los Desiertos, con nada más que mi propia voz por compañía.

Malus bebió otro sorbo, y luego se enderezó y dejó cuidadosamente la botella sobre la alfombra.

—El tiempo es de vital importancia. Debo acceder a una biblioteca arcana y comenzar a buscar referencias a esas reliquias, lo que significa que necesito contactar con mi hermana Nagaira. También significa que necesitaré agentes de confianza para que sean mis manos y ojos en el Hag y en cualquier otro lugar de la ciudad.

Silar asintió con la cabeza, mirando al suelo.

—No hemos olvidado los juramentos que te prestamos, mi señor —respondió—, pero ahora también debemos responder ante el vaulkhar.

—No es cierto —dijo el capitán de la guardia.

Malus alzó las cejas.

—¿Y cómo es eso?

El capitán de la guardia hizo una pausa momentánea para reunir sus pensamientos y extraer un poco más de valentía de la botella que sujetaba con las manos.

—Los juramentos de lealtad son supremos —comenzó—. Ni siquiera el propio Rey Brujo puede usurpar el juramento de servicio hecho por un druchii a otro. Mientras estés vivo y tus guardias no hayan abjurado de su compromiso, el vaulkhar no puede reclamarlos como propios. Sólo puede reclamar el derecho a mandarlos en tu ausencia, dado que tú le debes lealtad como padre y vaulkhar, y no estás aquí para disputarle la propiedad.

—¿Y no es probable que eso cambie si quiero conservar la cabeza pegada al cuello? —gruñó Malus.

—Cierto…, pero puedes designar un representante para que actúe como tu ejecutor —dijo el capitán, que le ofreció una débil sonrisa—. Un escrito firmado y presentado ante el vaulkhar liberará a tus guardias del control de tu padre.

Malus contempló al hombre con los ojos entrecerrados. ¿Acaso su temeridad no tenía límites?

—¿Y quién sugieres que asuma ese papel?

El capitán sonrió.

—Yo consideraría un honor el hecho de servirte, temido señor.

—¿A pesar de que dos de los más poderosos nobles de Hag Graef quieran verme muerto, además del templo de Khaine? ¿A pesar de que acabo de regresar de un viaje que les ha costado la vida a todos y cada uno de mis guardias?

—Aun así, temido señor. Honradamente, es una recompensa mucho mejor que una bolsa de oro o un puñado de gemas. Hay muchas más probabilidades de medrar si se sirve a un noble que si se comanda una barraca de guardias. —El capitán le hizo un guiño de hombre sabio—. En cualquier caso, tengo la sensación de que habrá muchas más oportunidades de ganar dinero si sirvo en tu casa.

Malus sacudió la cabeza. No tenía absolutamente ninguna razón para confiar en aquel intrigante druchii. «Pero, de momento, puede resultar útil», pensó.

—La ambición hará que te maten, capitán…

—Hauclir —respondió el druchii al mismo tiempo que inclinaba la cabeza.

—¿Hauclir? ¿Como el famoso general?

—Al que luego ejecutó el Rey Brujo por traición, sí. Parece que mi padre no tenía buen juicio cuando se trataba de escoger mentores.

—En efecto —dijo Malus—. Me aventuraría a decir que tú adoleces del mismo mal. Pero, de todos modos —añadió el noble con cansancio mientras extendía un brazo y cogía la espada—, tengo una necesidad y tú la cubrirás. —Se puso de pie, y Hauclir lo imitó.

»La Madre Oscura vigila y sabe qué hay en nuestros corazones —entonó Malus, posando la punta de la espada en la depresión de la garganta de Hauclir—. Este acero está consagrado a su servicio. ¿Juras consagrar tu vida a la mía, servirme en lo que te mande y morir a mis órdenes?

—Ante la Madre de la Noche, lo juro —respondió Hauclir—. Que su acero acabe conmigo si soy falso. Llevaré tu collar hasta que me liberes de él, en la muerte o en la recompensa.

Malus asintió con la cabeza.

—Muy bien, pues, Hauclir. Ahora, eres mío. Espero que vivas lo suficiente para lamentarlo. —Arrojó la espada desnuda sobre la alfombra—. Mañana, tú y yo redactaremos ese escrito del que has hablado. De momento —dijo el noble al mismo tiempo que volvía a reclinarse sobre los almohadones—, tengo intención de beberme hasta la última gota de vino de la habitación y dormir como un muerto. Marchaos.

Los guardias se inclinaron a la vez y salieron silenciosamente. Malus cogió la botella y la vació, saboreando el silencio.

Un leve susurro sacó a Malus de un sueño sin sueños. Las semanas de viaje en solitario por los Desiertos habían afinado sus sentidos al máximo, y habían condicionado sus reflejos para reaccionar de modo inmediato. Al principio, el noble permaneció completamente inmóvil y esperó, atento, a que el sonido se repitiera. Cuando volvió a oírlo —el más leve roce de un pie descalzo sobre los montones de alfombras—, apenas abrió los ojos enfocó el origen del ruido.

La mermada luz de los braseros iluminaba el centro de la habitación con un débil resplandor rojizo y dejaba las paredes en sombra. Malus yacía sobre un montón de cojines, con los pies descalzos orientados hacia el brasero más cercano y varias botellas de vino esparcidas alrededor de las piernas. Su mano derecha aún sujetaba una botella vacía. Después de marcharse sus antiguos guardias, Malus había bebido hasta caer en un sopor. Entonces, apenas unas horas más tarde, el noble se sorprendió ligeramente por lo poco que había durado la ebriedad.

Al otro lado de la sala, un sirviente druchii recogía copas volcadas y bandejas con veloces y silenciosos gestos. El esclavo se movía con rapidez entre el desorden. Un momento después, retiró con cuidado las botellas que rodeaban las rodillas de Malus.

El noble reprimió un destello de fastidio ante su propia paranoia, obligó a sus ojos a cerrarse e intentó dormirse otra vez. «Volver a hacer caso omiso de los sirvientes va a requerir un poco de esfuerzo», pensó Malus con acritud.

Comenzó a dormirse. Entonces, de repente, lo recordó: «La señora Nemeira no tiene esclavos druchii».

Malus saltó de los cojines en el preciso momento en que le golpeaba la daga del asesino, cuya afilada hoja le atravesó el ropón de seda y se le clavó en un hombro en lugar de abrirle la garganta. Parecía una esquirla de hielo y, de pronto, la mano izquierda del noble quedó entumecida. El asesino se encontraba sobre Malus, con los ojos brillantes como latón fundido. «Un acólito del templo», pensó Malus, furioso, mientras luchaba contra una ola de pánico.

El asesino le arrancó la daga —Malus sintió que el caliente flujo de sangre le manchaba el fino ropón, que se le pegó al pecho—, y el noble atrapó la muñeca del enemigo. Malus intentó golpearlo en la cabeza con la botella de vino que tenía en la otra mano, pero el asesino aferró la muñeca del noble con una rapidez impresionante, y ambos comenzaron a rodar por las alfombras en un torbellino de patadas, mordiscos y puñetazos dirigidos a la cabeza.

Unos dientes se clavaron en el antebrazo derecho de Malus. Él golpeó la entrepierna del asesino con una rodilla y le dio cabezadas en una sien, hasta que sintió que se le aflojaba la mandíbula. Malus logró soltar de un tirón el brazo derecho, con la esperanza de separarse del enemigo y asestarle un golpe, pero el asesino reaccionó mordiéndole la garganta. Malus se contorsionó e intentó valerse de su peso para volver la daga contra el asesino y clavársela en el pecho, pero el entumecimiento de la mano estaba intensificándose y sintió que perdía fuerza.

El acólito giró bruscamente por la cintura y volvieron a rodar. El hombro derecho de Malus chocó contra algo duro e inamovible, y olas de calor le acometieron la cara y el brazo. Con una sonrisa fría, el acólito, situado encima de él, alzó inexorablemente la hoja del cuchillo, mientras la luz del brasero dibujaba en su rostro una mueca demoníaca. La sangre de la hoja del cuchillo pareció relumbrar en la luz mortecina, y Malus sintió que su mano comenzaba a ceder.

Rugiendo con furia desesperada, Malus se contorsionó con todas sus fuerzas y lanzó al acólito contra el brasero de hierro, que cayó en medio de una lluvia de ardientes chispas. Al perder el equilibrio, el asesino rodó sobre las ascuas, y Malus soltó la botella para aferrado por el mentón y sujetarle la cabeza contra el fuego. El acólito se puso rígido y de sus hombros comenzó a salir humo. El oscuro cabello se encendió y ardió con llama azulada, pero él continuaba esforzándose por recobrar la libertad del brazo de la daga y clavar la hoja en el pecho de Malus. El noble sentía que sus fuerzas flaqueaban cada vez más, pero los ojos del asesino continuaban febrilmente brillantes y concentrados en matarlo. Luego, sin previo aviso, el acólito lanzó un grito torturado y dejó caer la daga para manotearse la cabeza en un intento de apagar las llamas que lo abrasaban.

Malus lo soltó y rodó para apartarse de él, al mismo tiempo que recorría la sala con los ojos en busca de la espada. Las alfombras habían comenzado a arder y el aire estaba cargado de humo acre. El brazo izquierdo le colgaba, inútil, al lado. «Dónde metí la condenada espada», pensó con furia, mientras intentaba ordenar su memoria, enturbiada por el vino.

Tres punzantes dolores en el hombro derecho arrancaron un alarido de la garganta del noble. Al instante, en cada una de las diminutas heridas surgió un dolor lacerante que quemaba como la picadura de una avispa. Malus se tambaleó, se palpó la espalda con la mano derecha y arrancó tres finas agujas de latón que tenía clavadas en el hombro. Oyó un crujido de cuero quemado y, al volverse, vio que el asesino rodaba y se ponía de pie. El pelo del acólito había desaparecido, tenía el cuero cabelludo ennegrecido y la cara, grisácea de dolor, pero en sus ojos pálidos brillaba la intención asesina.

Malus saltó hacia la puerta de roble y la abrió con un golpe de hombro que lo hizo sisear de dolor, para luego echar a correr por el pasillo suavemente iluminado. No había guardias ni sirvientes por las proximidades; pocos clientes pasaban la noche en la casa de placer, y el noble calculó que estaría cerrada hasta el alba. El veneno de las agujas le causaba espasmos en los músculos del pecho, y si ya le resultaba difícil respirar, mucho más lo sería dar la alarma. E incluso en el caso de que pudiera hacerlo, quién podría responder. ¿Acaso Nemeira lo había traicionado, después de todo? ¿El acólito habría seguido a Silar y Arleth Vann?

«Eso carecerá de importancia si muero en los próximos minutos —pensó, furioso—. La venganza es un lujo para los vivos».

Aunque el noble no oía que el asesino lo siguiera, sabía que eso no significaba nada y no estaba dispuesto a malgastar energías en mirar por encima del hombro. Continuó corriendo por el pasillo y luchando para inspirar entrecortadamente. Por un momento, se sintió tentado de llamar a Tz’arkan, dispuesto a perder otro trozo de sí mismo si el demonio podía quitarle el veneno del cuerpo, pero por primera vez se encontró con que no lograba concentrarse en la presencia de Tz’arkan. «Maldito vino», pensó, furioso.

Poco después, el corredor comenzaba a torcer a la derecha y ascendía ligeramente. Malus giró en el primer recodo y tropezó con el cuerpo de un esclavo desnudo. La cara del humano estaba vuelta hacia el techo, que miraba fijamente con un solo ojo azul; el otro era una ruina roja, perforado por una única puñalada de daga. El noble cayó de cabeza y se raspó la frente contra el suelo de piedra, pero volvió a ponerse de pie y continuó corriendo, temeroso de sentir esa mismísima daga en la espalda.

Siguió la curva del pasillo hasta que salió al salón principal de la casa de placer, que entonces estaba vacío; era una cámara circular provista de docenas de nichos velados y mullidos divanes rodeados por altas tarimas y jaulas delicadamente forjadas. Globos de fuego brujo ardían mortecinamente en torno al perímetro del salón desierto, sobre el que proyectaban un resplandor verde pálido. Al instante, vio a dos druchii tendidos en el suelo, ambos ataviados con el kheitan de cuero rojo de los guardias de Nemeira. Ambos yacían boca abajo, y a juzgar por los enormes charcos de sangre, les habían rebanado la garganta.

El noble vio las curvas espadas que tenían junto a la cadera, y por un momento se sintió tentado de coger una, pero sabía que en su estado no podría sobrevivir a otra lucha con el acólito. Al otro lado del salón, la puerta doble de la casa estaba abierta al aire de la noche, y la amarilla niebla cáustica nocturna atravesaba el umbral para inundar el vestíbulo.

Con los dientes apretados, Malus se lanzó hacia la entrada. La niebla haría que le escocieran las heridas abiertas, pero el asesino lo tendría difícil para encontrarlo en las serpenteantes calles umbrías de Hag Graef.

Justo cuando atravesaba el umbral, algo le pasó zumbando junto a un oído, y otras dos agujas de latón del acólito impactaron contra la jamba de la puerta, a su derecha. El noble se arriesgó a echar una rápida mirada por encima del hombro y vio al hombre quemado al otro lado del salón, apoyado contra la pared para sostenerse. Sin vacilar, se lanzó hacia la calle envuelta en niebla, mientras intentaba recordar si en el otro extremo había algún callejón que tuviera salida.

AI llegar al lado contrario, vio de inmediato la umbría boca de un callejón situada a pocos metros de distancia. Sin perder un instante, se dirigió hacia allí y dobló la esquina, pero no vio las figuras ataviadas con ropón que se alzaban desde las sombras de la fachada de una tienda, hasta que ya fue demasiado tarde.

Se oyó un sonido sibilante en el aire, y una ligera red de alambre de acero rodeó el torso de Malus. Finos garfios se le clavaron en la piel y sujetaron la red al cuerpo, y luego un acólito tiró de la delgada cadena que estaba unida a la red y lo derribó. Malus rugió de dolor al impactar contra el resbaladizo empedrado: los garfios se le clavaron más profundamente. El noble intentó rodar y ponerse de pie, pero el acólito lo tumbó de espaldas con un gesto brusco de muñeca.

El segundo acólito corrió hacia él, lo aferró por los tobillos y se los sujetó contra el empedrado con todo su peso. El druchii parecía sorprendentemente joven —en realidad, era poco más que un niño—; sin duda, se trataba de un novicio que acompañaba al asesino y le proporcionaba ayuda cuando era necesario. Lo tenían atado como una víctima para el sacrificio de la luna de sangre, y Malus, impotente, obseivó que el acólito quemado salía de la niebla con la daga en alto.

Se oyeron tres agudos impactos cuando tres saetas de ballesta atravesaron el quebradizo cuero del kheitan que llevaba el asesino y penetraron profundamente en sus órganos vitales. El asesino bajó una mirada perpleja hacia las saetas de plumas negras que le sobresalían del pecho, y luego cayó de lado.

Unas figuras ataviadas con capa salieron corriendo de la niebla como halcones nocturnos, con destellante acero aferrado en las manos. El acólito que estaba situado a los pies de Malus comenzó a levantarse al mismo tiempo que se llevaba una mano a la daga, pero una espada curva le cortó el cuello, y la cabeza del muchacho rebotó y cayó sobre el regazo del noble. Las siluetas pasaron corriendo junto a Malus, que luego oyó una breve lucha que se producía detrás de él. El acero chocó contra el acero y, por un momento, la cadena que estaba unida a la red se tensó y le causó dolor. Luego, se oyó el sonido de una afilada hoja que penetraba en carne, y la cadena quedó floja.

Malus no podía moverse. No estaba seguro de si era debido a la tensión de la red o al hecho de que tenía los músculos petrificados por el veneno del asesino. Tenía que luchar para respirar dolorosamente, mientras sus ojos sondeaban la niebla en busca de alguna señal de sus rescatadores. Luego, regresaron las figuras ataviadas con capa, cuyas máscaras nocturnas de plata brillaban entre las sombras de las capuchas negras.

—La Madre Oscura nos sonríe esta noche, hermano —dijo una de las figuras, cuya voz grave resonó detrás de una máscara en forma de demonio burlón—. Un momento más, y nuestro señor se habría encolerizado de verdad. En cambio, el templo ha levantado la presa para nosotros y la ha envuelto en plata para placer del vaulkhar.

La máscara de demonio descendió hasta quedar a pocos centímetros de la cara de Malus, que vio los negros ojos del druchii detrás de los agujeros de plata y oyó su respiración sibilante a través de las ranuras abiertas entre los colmillos de demonio. Después, la oscuridad comenzó a cerrarse en torno al campo visual de Malus, alzándose como una marea negra, y el noble no supo nada más.