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Pródigo
El nauglir lanzó un siseo que sonó como acero caliente que sumergieran en sangre, mientras las musculosas patas impulsaron con furia al reptil cuando giró en un recodo cerrado. Las garras del gélido hacían volar nubes de nieve y ceniza negra, y Malus Darkblade se desplazó sobre la silla de montar para no caerse. Gritos sibilantes resonaban detrás de ellos en el aire frío, por encima del estruendo de los cascos. Una saeta de ballesta pasó silbando junto a uno de sus oídos como una avispa colérica. El noble enseñó los dientes en una sonrisa feroz en el momento de recobrar el equilibrio y clavarle las espuelas en los flancos a Rencor. Justo delante, el Camino de la Lanza descendía hacia el terrible Valle de las Sombras, y a lo lejos se divisaba la forma de cuchillo de las torres de Hag Graef, que se alzaban de entre los jirones restantes de la niebla de la noche anterior.
Otra flecha pasó a medio palmo de la cara del noble, y luego llegó una tercera, que golpeó a Malus entre los hombros con la fuerza de un martillazo. La ancha punta de acero de la saeta de ballesta atravesó la gruesa capa de piel de hombre bestia toscamente cosida que llevaba Malus, y perforó el espaldar de la armadura con un chasquido sordo. La coraza de acero plateado y el grueso kheitan de cuero de debajo despojaron al disparo de la mayor parte de su potencia letal, pero la punta le hirió la espalda como una garra de hielo. El noble lanzó un inarticulado gruñido de dolor y se inclinó tanto como pudo sobre el agitado lomo de Rencor. Los bandidos que galopaban tras Malus emitieron un coro de salvajes gritos al percibir que la persecución se acercaba a su fin.
Habían pasado casi tres meses desde que Malus y sus guardias se habían escabullido fuera de Hag Graef para encaminarse al norte, en busca de una fuente de poder antiguo que se ocultaba en los Desiertos del Caos. Éste no era el regreso triunfal con que él había soñado al partir.
Incontables leguas de nieve, sangre y hambre habían dejado huella en el jinete y la montura. La escamosa piel acorazada del gélido presentaba docenas de cicatrices de heridas de espada, hacha y garras, y la silla de montar de Malus estaba estrechamente ajustada en torno a costillas muy prominentes. La capa de áspera piel negra y grasienta del noble estaba maltrecha y rasgada, y la armadura de acero plateado de debajo se encontraba deslucida y arañada por el constante desgaste. Sudor viejo, sangre y suciedad le acartonaban la ropa y el kheitan, y llevaba las botas remendadas con trozos de piel de ciervo. Los ojos oscuros de Malus estaban más nítidamente definidos. Con las mejillas hundidas y los labios finos y resquebrajados, parecía más un espectro que un elfo.
La muerte le había seguido los pasos desde el momento en que había comenzado el viaje. Todos los guardias que habían partido de Hag Graef hacia el contaminado norte habían muerto allí, algunos por la propia mano de Malus. Sin embargo, no había regresado de los Desiertos del Caos con las manos vacías: cuatro grandes alforjas rebotaban pesadamente contra los delgados flancos de Rencor, bien cargados con un tesoro que equivalía al rescate de un drachau en oro y gemas.
Ni tampoco regresaba completamente solo.
Rencor se lanzó a toda velocidad por la larga ladera empinada hacia el fondo del valle, y por un momento, los sonidos de persecución se amortecieron al quedar al otro lado de la cima. Malus tendió una mano hacia atrás y cogió la ballesta del gancho de la silla. El camino de regreso a Hag Graef había estado plagado de peligros: manadas de feroces hombres bestia, retorcidos monstruos contaminados por el Caos y bandas de ladrones druchii se habían esforzado por derramar su sangre, deseosos de su carne o de las alforjas llenas de tesoros que llevaba. La espada del noble estaba mellada y agujereada, y casi se había quedado sin flechas.
—No he recorrido todo este camino para morir a la vista de casa —juró Malus al tiempo que invocaba a todos los dioses blasfemos a los que era capaz de nombrar.
—Entonces, mátalos —replicó una voz fría que ascendió para inundar el pecho de Malus como sangre que manara de una herida antigua—. No son más que ocho pequeños druchii. Deja que tu gélido se dé un festín con su carne cetrina.
Malus gruñó al resistir el impulso de golpearse el pecho con una mano guarnecida con un guantelete.
—Osadas palabras para un demonio que nada sabe del hambre y la fatiga.
—Cuentas con tu odio, Malus —susurró el demonio Tz’arkan, cuyas palabras le zumbaron como moscas dentro del cráneo—. Con el odio, todo es posible.
—Si eso fuese cierto, me habría librado de ti hace mucho —replicó el noble con furia reprimida, mientras tiraba de la palanca para armar la ballesta y se disponía a disparar—. Ahora, cállate y deja que me concentre.
Sintió que la conciencia del demonio se retiraba; los huesos aún le vibraban con la burlona risa de Tz’arkan. En ocasiones, en plena noche, Malus despertaba y sentía que el demonio se le contorsionaba dentro del pecho como un nudo de víboras que se deslizaran y enredaran en torno a su palpitante corazón.
La desesperación lo había impelido hacia el norte, tras un poder que usar contra sus enemigos. Buscaba el poder para contrarrestar las conspiraciones de su padre y sus hermanos, para bañarse en la sangre de todos ellos y beber su dolor hasta hartarse. Y había encontrado lo que buscaba en un templo situado muy al norte, ante un gran cristal rodeado por círculos y más círculos de protecciones mágicas, y las apiladas riquezas de una docena de reinos. Aturdido por el ansia de poder y la voraz codicia, Malus no se había dado cuenta de la astuta trampa que lo rodeaba. El noble había recogido un solo anillo de entre los tesoros amontonados en la sala —un perfecto rubí cabujón que parecía una destellante gota de sangre— y se lo había puesto en un dedo. Y el terrible demonio encerrado en el cristal había reclamado el alma de Darkblade a cambio del anillo.
La cuerda de acero de la ballesta encajó en su sitio, y una de las últimas saetas de Malus ascendió hasta la ranura de disparo. Cuando el primero de los bandidos druchii coronó la colina con un aullido lobuno, Rencor ya casi había llegado al pie de la cuesta. Malus giró sobre la silla de montar y disparó con una soltura nacida de los meses de experiencia. La saeta de negras plumas se clavó por debajo de la caja torácica del bandido, atravesó la malla oxidada que lo protegía y ascendió a través de los órganos del hombre antes de alojarse en la columna vertebral. El aullido del bandido se interrumpió con un grito estrangulado, y el hombre cayó hacia atrás desde el lomo de la montura.
Altos pinos oscuros y árboles brujos se alzaban sobre la tierra oscura del fondo del valle, con las ramas cargadas de nieve. Debajo de los árboles reinaba un crepúsculo eterno; en los estrechos confines del valle, la luz del sol llegaba a la ciudad y sus alrededores durante unas pocas y cortas horas al día. El Camino de la Lanza serpenteaba entre los troncos, pero Malus espoleó la montura para que fuera en línea recta y saliera del camino hacia las sombras de los árboles.
El noble se inclinó contra el cuello de Rencor, que atravesaba el ramaje bajo y saltaba por encima de los troncos podridos de árboles caídos. La velocidad era de vital importancia. Los ladrones habían sido pacientes como lobos y le habían seguido el rastro durante días para calibrar su fuerza. Entonces, sabían que él y la montura estaban casi totalmente agotados y no ignoraban que la seguridad de las murallas de la ciudad se encontraba a menos de un kilómetro y medio de distancia. Si no lo derribaban en los minutos siguientes, se les escaparía el botín.
En efecto, los gritos y los sordos pataleos de los cascos resonaron sobre el suelo nevado detrás de Malus. El noble preparó la ballesta y giró el torso para apuntarla con una mano hacia las siluetas negras que corrían entre los árboles. Disparó por instinto e hirió a uno de los caballos de los bandidos; el animal perdió pie con un relincho terrible y, al caer al suelo en medio de un manantial de tierra y nieve, lanzó al jinete sobre un montón de ramas caídas. Dos de los bandidos efectuaron disparos de respuesta, y una de las saetas alzó un abanico de chispas al resbalar sobre la hombrera izquierda de Malus. El noble fue empujado hacia adelante por el golpe, y el tronco de un pino le arrebató la ballesta de las manos.
Las agujas de pino rozaron la cara de Malus, y luego, de repente, los árboles quedaron atrás a ambos lados y Rencor continuó corriendo entre ventisqueros. El gélido perdía velocidad con rapidez. Ante ellos, la cinta negra del Camino de la Lanza atravesaba un estrecho campo nevado, y a medio kilómetro de distancia se alzaba el hogar del noble, la gran Ciudad de las Sombras.
—Ya casi hemos ganado la carrera, bestia de las profundidades de la tierra —le jadeó Malus a la montura—. Unos pocos estadios más, y entonces veremos hasta qué punto son valientes esos perros.
Como si entendiera las palabras del noble, Rencor se lanzó, en un último esfuerzo, a toda velocidad y cargó a través del terreno abierto hacia las murallas de basalto de la ciudad que tenía delante.
Malus desenvainó la espada y la sujetó en alto con la esperanza de captar la atención de los guardias de las almenas. El estruendo de los cascos le hizo volver la cabeza: los cinco bandidos restantes habían salido de entre los árboles y castigaban los flancos de los caballos con látigos y espuelas. Los pálidos rostros destacaban nítidamente contra el fondo oscuro de las capuchas de las capas que llevaban. Tenían los ojos atentos y enseñaban los dientes, una mueca debida al gélido viento.
Los bandidos le ganaban terreno, pero con lentitud, demasiado lentamente. Al cabo de unos momentos, Malus se encontraba a medio camino de las murallas de la ciudad y divisaba los altos cascos de los soldados, que sobresalían por encima de las ahusadas almenas del cuerpo de guardia.
—¡Abrid las puertas! —gritó con todas las fuerzas que pudo reunir. Si los guardias lo oyeron, no dieron señales de que así fuera.
Rencor saltó al camino, donde sus planas patas aplastaron aún más la apisonada capa de cenizas. Malus avistó varias afiladas astas con plumas negras que sobresalían del suelo helado en ángulo inclinado: los grandes proyectiles que los guardias de la ciudad le habían disparado a él, hacía meses, aún permanecían donde habían caído, tal vez dejados adrede como advertencia para futuros viajeros. Se encontraba a menos de cien pasos de las altas puertas de la ciudad, pero éstas permanecían cerradas.
Malus les lanzó un torrente de maldiciones a los guardias de las almenas y tiró de las riendas de Rencor para detener la carrera de la bestia; de no hacerlo, habría impactado contra las puertas, que no iban a abrirse a tiempo, si es que lo hacían.
El herido nauglir se detuvo torpemente justo delante de las altas puertas. Malus tiró de las riendas e hizo que la bestia girara sobre sí misma, y después pateó el negro hierro con una bota acorazada.
—¡Abrid las puertas, gusanos plebeyos! —rugió.
Entonces, el aire que rodeaba al noble se llenó del colérico zumbido de las avispas hechas por los hombres. Tres saetas de ballesta se estrellaron contra las puertas de hierro de la ciudad, y otras dos impactaron en la espalda de Malus. Una le atravesó la pesada capa y resbaló sobre el espaldar druchii con un áspero sonido metálico, mientras que la otra atravesó la capa, la hombrera izquierda y parte del espaldar sobre el que montaba. Malus sintió un punzante dolor en el hombro y se lanzó instintivamente al suelo para refugiarse entre el cuerpo de Rencor y la puerta.
El sonido de los cascos había cesado. Rencor volvió la cabeza para encararse con los atacantes y lanzó un siseo débil. Malus se arriesgó a echar una mirada por encima de los cuartos traseros del nauglir. Los bandidos se habían detenido justo en medio del camino, y entonces contemplaban el cuerpo de guardia de la ciudad y discutían las posibilidades con que contaban. El noble sentía que la sangre le manchaba la ropa y le bajaba por la espalda.
—¿Por qué no abren la condenada puerta? —murmuró con ferocidad—. ¿Por qué no disparan a esos perros?
—Están esperando a que la situación se resuelva por sí sola, tal vez —dijo Tz’arkan, levemente divertido—. Los bandidos te matan, ellos matan a los bandidos y les quedan seis cuerpos para saquear.
—Yo no hablaría con tanta presunción, demonio —replicó Darkblade con los dientes apretados. Clavó la punta de la espada en el suelo y manoteó por encima del hombro para intentar arrancarse la saeta de ballesta de la espalda—. Son cinco, y a mí sólo me quedan la espada y el cuchillo. Si me clavan una saeta en un ojo, ¿cómo lograrás escapar de aquel templo maldito?
—No temas por mí, Darkblade —respondió el demonio—. He esperado miles de años en mi prisión, y puedo esperar otros miles, si tengo que hacerlo. Debes preocuparte por las consecuencias para ti: si me fallas, me apoderaré de tu alma por toda la eternidad. Pero eso no tiene por qué suceder. Estos estúpidos son pasto para tu espada, si permites que te dé un poco de fuerza.
Malus apretó los puños. El demonio se había apoderado de él en el templo por una sola razón: para quedar libre de la prisión en la que había sido confinado milenios antes. Darkblade era su agente en el mundo de los mortales, el que buscaría las llaves para neutralizar las protecciones mágicas que retenían a Tz’arkan dentro de la celda de cristal. Y por mucho que el demonio lo amenazara con el tormento eterno, se ofrecía con rapidez a prestarle una parte de su poder cuando las cosas se ponían feas.
Durante el largo viaje de regreso, había habido varias ocasiones en las que Malus se había visto obligado a aceptar los dones de Tz’arkan: reparar desgarrones y huesos rotos de su cuerpo, aliviarle la fiebre, protegerlo de la congelación o conferirle una fuerza y velocidad sobrenaturales en la batalla. Cada vez, cuando se desvanecía la ola de poder sobrenatural, sentía como si la contaminación del demonio se hubiese extendido un poco más por su cuerpo y como si el poder de Tz’arkan sobre él se hubiese reforzado.
«Y, a pesar de todo —pensó Malus—, ¿me atreveré a rechazarlo?»
De repente, el sonido de los cascos retronó en el aire, y Malus oyó que Rencor lanzaba un siseo de advertencia.
—De acuerdo —aceptó el noble con ira contenida—. Préstame tu fuerza por última vez, demonio.
—Por última vez —respondió el demonio, burlón—. Por supuesto.
El poder lo acometió como una corriente de negra agua gélida y corrió por su cuerpo, de modo que cada músculo se hinchó hasta tensar por completo sus mortales confines. La cabeza de Malus se lanzó hacia atrás, y de la boca abierta salió un gruñido inarticulado. Sentía que las venas de la cara y el cuello ondulaban como serpientes y latían de corrupción. Cuando se le aclaró la visión, tenía los sentidos aguzados y el mundo se movía con gran lentitud. El sonido de los caballos que galopaban hacia él era como el lento y decidido batir de un tambor del templo.
Los bandidos iban lanzados a toda velocidad, con la esperanza de matar rápidamente a la presa y huir antes de que los guardias de las murallas cambiaran de opinión. Malus oyó que dos de los jinetes se desviaban hacia la derecha, en dirección a la cabeza de Rencor, mientras que los otros tres daban un amplio rodeo en torno a la cola del gélido. Sonriendo como un lobo, Malus se lanzó hacia el trío de la izquierda.
Una vez más, el noble se maravilló de la velocidad que desarrollaba, ya que sus pasos eran tan rápidos y ligeros que no parecían tocar siquiera la tierra. Cayó sobre los bandidos antes de que se dieran cuenta, pues tenían la atención fija en Rencor y su mortífera cola. El primer caballo olfateó a Malus y lanzó un relincho terrible, con los ojos en blanco de pánico; sin duda, había percibido al demonio que el elfo llevaba dentro. Sacudió la cabeza e intentó retroceder, y Malus saltó hacia él y cortó las riendas con una torsión de muñeca. El animal se alzó de manos, y el jinete cayó de espaldas sobre el camino. Antes de que pudiera recuperarse, Malus clavó la espada en el cuello del bandido, de manera que una fuente de sangre rojo brillante regó la nieve removida.
Una saeta de ballesta zumbó perezosamente junto a su cabeza. Malus se volvió a tiempo de ver que el segundo bandido le lanzaba a la cara la ballesta descargada. Desvió el arma a un lado con la espada y se arrojó hacia adelante, saboreando el horror de los ojos del bandido, que inútilmente intentaba desenvainar la espada. La hoja del arma de Malus pasó a velocidad cegadora y le cercenó la pierna derecha a la altura de la rodilla. El druchii y el caballo chillaron con igual fuerza, y el bandido cayó bajo los cascos del animal cuando éste brincó para escapar del demoníaco rostro de Malus.
El noble oyó otro relincho y vio que el tercer bandido tiraba salvajemente de las riendas y taconeaba al caballo, que espumajeaba, para que retrocediera al galope por el camino. Los bandidos restantes azotaron los flancos de las monturas para reunirse con él.
Se encontraban a unos diez metros de la puerta cuando entraron en acción los lanzadores de virotes de lo alto de las murallas. Las cuerdas metálicas restallaron y cantaron, y los proyectiles, de un metro de largo, surcaron el claro aire para atravesar a hombres y caballos. Cuando los cuerpos se desplomaron sobre el nevado suelo, Malus cayó de rodillas, con el estómago revuelto, mientras el poder del demonio lo abandonaba. Vomitó negra bilis sobre el camino cubierto de ceniza, y oyó ruido de cadenas cuando los guardias comenzaron a accionar los cabrestantes para abrir las grandes puertas.
Una pequeña chispa de algo similar al pánico destelló en el cerebro de Malus. «Contrólate —pensó con ferocidad mientras intentaba superar la náusea—. Haz retroceder al demonio. Oculta su rastro…»
En Naggaroth no había nada que se considerara pecado, salvo la debilidad. El Rey Brujo exigía la fidelidad de conquistadores y esclavistas: cualquier otro era una presa. Malus sabía muy bien que si su gente descubría el poder que Tz’arkan tenía sobre él, lo asesinaría sin pensárselo. No importaba que los dones del demonio lo convirtieran en el igual de diez druchii; el hecho de que hubiese caído en la trampa de Tz’arkan y que éste lo hubiese convertido en su esclavo lo hacía inadecuado para vivir.
Durante los largos meses pasados en los Desiertos del Caos, Malus se había esforzado por dominar los elocuentes signos de influencia demoníaca que evidenciaban la mutación de su delgado cuerpo. Mediante un extremo esfuerzo de voluntad, enlenteció los veloces latidos del corazón y logró que las negras venas de la cara y el rostro desaparecieran. La piel, por entonces de un blanco azulado gredoso, se suavizó hasta alcanzar un uniforme tono de alabastro. Cuando los primeros guardias aparecieron a la carga, Malus se limpió la bilis de los labios y se obligó a levantarse sin mostrar el más leve signo del agotamiento que sentía.
Los acorazados guardias de la ciudad salieron por la puerta con los largos cuchillos destellantes en la mano. Rencor alzó la cabeza del cadáver de uno de los caballos de los bandidos y les dirigió un rugido de advertencia a los intrusos; el cuadrado hocico estaba embadurnado de sangre y trozos de carne. Los guerreros hicieron caso omiso tanto de Malus como de la montura y, por turno, se pusieron a inspeccionar a cada uno de los bandidos; les cortaron la garganta con rápidos y expertos tajos, y luego registraron los cadáveres en busca de objetos de valor. El noble regresó junto a Rencor, pero mantuvo una prudente distancia hasta que el nauglir se hubo hartado de carne de caballo.
—Dos muertos y los demás puestos en fuga en el tiempo que se necesita para decirlo —comentó una voz desde las sombras de la puerta de la ciudad—. Una proeza de lo más impresionante, temido señor. Te ha sentado bien el tiempo pasado en los Desiertos, si se me permite ser tan atrevido como para decirlo.
Malus se volvió al oír la voz, con una mano cerrada en torno a la empuñadura de la espada. Un capitán de la guardia avanzó hasta la luz; iba ataviado con una buena armadura, y junto a la cadera le colgaba una espada con filigrana de plata. En los oscuros ojos del capitán había una mirada perversa, que a Malus no le gustó ni pizca. El hombre tenía algo que le resultaba familiar.
—Osadas palabras para proceder de un capitán pusilánime —siseó Malus—, que se ha ocultado detrás de las murallas de piedras mientras yo luchaba en solitario. Cuando el vaulkhar se entere de esto, tu vida y la de tus hijos quedarán sentenciadas.
Malus esperaba que el capitán se acobardara ante esas palabras, pero, en cambio, sonrió débilmente y sus oscuros ojos brillaron con cruel alegría. El noble resistió el impulso de clavar el cuchillo en los burlones ojos del guardia al recordar con quién estaba hablando. Era el mismo capitán al que había sobornado para escapar de la ciudad meses antes. En el entretanto, habían aparecido unas cuantas cicatrices más en su cara, pero a juzgar por la armadura nueva, estaba claro que había dado un buen uso al regalo de Malus.
El capitán salió de debajo de la arcada de la puerta y se acercó al noble.
—Por supuesto, eres libre de presentarle la queja a tu padre, el vaulkhar —dijo con calma—, pero no creo que vaya a ser una reunión agradable, temido señor. De hecho, podría ser fatal.
Malus estudió al capitán con los ojos entrecerrados.
—¿Y cómo sabes tú algo semejante?
—Porque la guardia de la ciudad tiene una orden, expedida por tu padre y por el propio drachau, que dice que Malus, hijo de Lurhan, debe ser arrestado en cuanto se le vea y entregado en la torre del vaulkhar. —El capitán sonrió—. ¿Acaso tu padre siempre trata a sus hijos como a criminales, temido señor?
La audacia del capitán era pasmosa, pero Malus vio que se trataba de un plan cuidadosamente trazado. Aquel hombre era ambicioso por encima de todo.
Malus se acercó más al capitán.
—¿Así que mantuviste las puertas cerradas para hacerme un favor, entonces?
—Por supuesto, temido señor. Si hubiese hecho sonar la alarma y hubiese abierto las puertas, se habría informado al comandante de la guardia, y eso habría hecho necesario tu arresto. —El capitán se volvió a mirar a sus hombres—. En este momento, sólo estoy concediéndoles un descanso a mis guardias, mientras hablo de asuntos privados con un noble al que conozco.
Malus sonrió sin alegría.
—¿De verdad?
El capitán asintió con la cabeza.
—Desde luego. Sé muy bien cuánto ofrecen tu padre y el drachau por tu arresto. Siento curiosidad por saber cuánto ofrecerías tú para evitar ese desafortunado destino.
El noble miró fijamente al capitán y se puso a reír. Fue un sonido áspero y truculento, que hizo que la expresión divertida abandonara el rostro del capitán.
—Según creo recordar, te prometí una recompensa cuando regresara a Hag Graef —dijo Malus—. Permíteme entrar en la ciudad, capitán, y la doblaré.
—¿De verdad? —El capitán estudió cuidadosamente al noble para sopesar los riesgos. Malus vio avaricia en la expresión del hombre—. Recibiré ahora el pago, si te place, temido señor.
—¿Estás seguro de que es prudente con todos estos guardias cerca? También querrán una parte, ¿y en qué lugar quedarías tú, entonces? —El noble se le acercó un paso y le habló susurrando, a modo de conspiración—. ¿Conoces una casa de placer del barrio de los Corsarios llamada La Casa de Latón?
—La conozco —replicó el capitán con cautela.
—En ese caso, tengo que pedirte un favor. Llévale un mensaje a Silar Sangre de Espinas, es uno de mis fieles, y dile que se reúna allí conmigo después de que haya anochecido. Lo encontrarás en mi torre. Acompáñalo esta noche, y me encargaré de que se te recompensen ampliamente todos los esfuerzos.
El capitán ladeó la cabeza con aire suspicaz.
—Mi temido señor es cruel y astuto —dijo—, así que comprenderás que tenga razones para creer que esto sea algún tipo de engaño.
Malus sonrió. Resultaba difícil no admirar un descaro semejante.
—¿Me atreveré a engañarte, capitán? Si lo hiciera, me denunciarías a mi padre y eso no me conviene.
El capitán lo pensó durante un momento para calcular las probabilidades.
—Muy bien —dijo con tranquilidad—. En ese caso, esperaré ansiosamente nuestro encuentro. ¿Qué mensaje debo entregar?
—Di que su señoría ha regresado de los Desiertos —dijo Malus—. Eso será suficiente.
La Casa de Latón era un lupanar que servía a los nobles druchii en uno de los distritos más decadentes de la ciudad. Malus conocía bien a la propietaria, pues había pasado noches enteras en una de las alcobas privadas a las que invitaba a huéspedes de mala reputación y posibles aliados. Era uno de los primeros lugares en que lo buscarían los hombres del vaulkhar si se enteraban de que había regresado a la ciudad, pero estaba seguro de que la señora Nemeira lo conocía lo bastante bien como para no atreverse jamás a traicionarlo. La Casa de Latón era un laberinto de alcobas y corredores estrechos —algunos ocultos tras puertas disimuladas y paneles de la pared—, que ocupaba la mitad de una manzana situada en el límite entre el barrio de los Corsarios y el barrio de los Esclavistas. Incluso había rutas secretas para escapar del edificio, que supuestamente salían fuera de las murallas de la ciudad; Nemeira cobraba un precio adicional por su uso.
Malus bebió otro sorbo de vino y se acomodó más profundamente en el montón de gruesos cojines. La habitación estaba decorada en estilo autarii, con montones de gruesas alfombras y almohadones colocados en torno a braseros dispuestos aproximadamente en forma de trébol alrededor de un hogar circular. Habían retirado las sucias y harapientas ropas y el kheitan del noble —«para quemarlo todo de inmediato», había dicho Nemeira con seriedad—, y le habían llevado la maltrecha armadura a un armero que la propietaria conocía bien, para que la reparara. Tras un largo baño muy caliente, durante el que había sido vigorosamente frotado por dos sirvientes, se había puesto ropones de rica seda y había pedido el mejor vino que podía servir la casa.
El cansancio lo vencía con manos cada vez más fuertes. Desde que los bandidos habían descubierto su rastro, unos días antes, había tenido muy escasas oportunidades de dormir, y ninguna posibilidad de buscar comida. El agotamiento amenazaba con abrumarlo, mientras su mente era un torbellino de sospechas.
Se oyó algo que rascaba la puerta con suavidad. Malus dejó a un lado el vino, y la mano derecha se desvió hacia la espada que yacía sobre la alfombra, junto a él.
—Adelante —dijo.
La puerta se abrió en silencio y entró una esclava humana que llevaba la cabeza gacha y los ojos bajos.
—Tus invitados han llegado y aguardan hasta que te plazca recibirlos, temido señor —dijo en voz baja—. ¿Los recibirás?
—Hazlos entrar, y luego ve a la cocina a buscar vino y comida —replicó Malus.
«Ahora obtendré algunas respuestas —pensó—. Y luego, un poco de diversión agradable». Había tenido horas para considerar la larga lista de tormentos que le infligiría al presuntuoso capitán. Sería una buena manera de celebrar su regreso a Hag Graef.
Al cabo de unos momentos, la puerta volvió a abrirse y entraron tres druchii. Silar Sangre de Espinas fue el primero, con el alto cuerpo ligeramente encorvado a causa del bajo techo de la sala. El joven druchii llevaba la armadura completa y tenía la mano cautamente posada sobre la empuñadura de la espada. Detrás de él se deslizó una sombra oscura envuelta en una pesada capa con capucha. Cuando la figura se aproximó a la luz del brasero más cercano, Malus atisbo el cadavérico semblante pálido de Arleth Vann. Sus dorados ojos brillaron a la luz del fuego, tan fríos y despiadados como la mirada de un lobo hambriento. El último en entrar fue el capitán de la guardia, que contempló la lujosa decoración de la sala con una mezcla de suspicacia y deseo, a partes iguales.
Silar vio a Malus, y su expresión cambió de la desconfianza a la auténtica sorpresa.
—Cuando el capitán fue a buscarme, tuve la seguridad de que tenía que tratarse de un truco —dijo el joven druchii.
Malus se levantó y aceptó la formal reverencia de Silar.
—Bien hallado, Silar…, y tú, Arleth Vann —dijo el noble, que inclinó ligeramente la cabeza hacia el druchii encapuchado—. Aunque siento curiosidad por saber por qué ambos decidisteis venir.
—Tenía que asegurarme de que no nos seguían —replicó Silar, cuya expresión se volvió severa—. Sin duda, estás enterado de que se ofrece una recompensa por tu arresto. El vaulkhar no nos quita el ojo de encima, ni de día ni de noche, con la esperanza de que lo llevemos hasta donde estés.
Antes de que Malus pudiera responder, el capitán de la guardia avanzó un paso.
—Perdóname, temido señor, pero no deseo imponerte por más tiempo mi intrusa presencia. Si podemos concluir ahora nuestros asuntos, me marcharé.
—¿Intrusa presencia? No es para nada intrusa, capitán —dijo Malus con tranquilidad—. Me has hecho un gran favor, y esta noche eres mi invitado. —Hizo un gesto hacia los cojines—. Siéntate. Tenemos muchas cosas de las que hablar, y hace bastante tiempo que no cuento con compañía estimulante. —Clavó en el druchii una mirada dura y fija—. Insisto.
Los dos guardias de Malus se volvieron a mirar al capitán, y la cara del emprendedor druchii se puso pálida al darse cuenta de la trampa en la que se había metido.
—Yo… sí…, por supuesto —asintió con inquietud.
—Excelente —dijo el noble—. Lamento no estar en condiciones de ofrecerte la hospitalidad de mis propias habitaciones, capitán, pero supongo que mi medio hermano Urial ha descargado en ellas su frustración durante mi ausencia, ¿verdad, Silar?
Silar se volvió a mirar a Malus con la frente fruncida de preocupación.
—¿Quieres decir que no te has enterado?
El buen humor de Malus se desvaneció.
—¿Enterarme de qué?
Sin pronunciar palabra, Silar señaló el hadrilkar que le rodeaba el cuello. No era el de acero plateado con el que estaba familiarizado Malus, sino uno de plata pura que tenía labrado el sello del propio vaulkhar.
—Tu torre ha sido confiscada por tu padre, junto con todas las propiedades que había dentro —dijo Silar con voz grave—. Se ha quedado con tus guardias, tus esclavos…, con todo. Has sido desposeído, expulsado de la casa del vaulkhar.