XII
«EPPUR SI MUOVE…»

LAS DOS NAVECILLAS exploradoras que habían transportado a Chantal y Johnny a la superficie de la Tierra se alejaron raudas, hasta convertirse en dos puntitos brillantes y por último desaparecieron. Los dos muchachos contemplaron la mansa superficie del mar y, tomándose de la mano, empezaron a andar en silencio por la playa. La noche era estrellada y cálida; de lo lejos llegaba el rasgueo de una guitarra y una voz quejumbrosa que cantaba. Las siluetas de las palmeras se recortaban inmóviles sobre el cielo de un azul oscuro, sobre el cielo casi tropical de Florida. Johnny sabía que se hallaban a muy poca distancia de Cabo Cañaveral, de donde había salido hacía más de dos años para verse envuelto en la más fabulosa de las aventuras. Vestía de nuevo sus ropas de marine, que el doctor Muir le había devuelto, junto con su chapa de identificación militar. Chantal era otra vez una joven estudiante, con su falda escocesa y su blusa blanca. Formaban una pareja de lo más vulgar y anodino, y esto es lo que pensó el soldado que les dio el alto a la entrada del campo de pruebas de Cabo Cañaveral.

—Por aquí no se puede pasar, muchachos —les dijo el fornido MP, sin molestarse siquiera en apuntarles con el rifle.

—Tengo que ver a los jefes del campo —dijo aburridamente Johnny, como si cumpliese una formalidad ineludible.

—¿A los qué? —preguntó estupefacto el soldado—. Anda, mocoso, lárgate tú y tu novia, y déjame en paz.

—Diles tan sólo que Johnny Brown, marine de primera clase, desea verles.

—¡Ni que fueses un general! Ya te estás largando, o te atizo con el rifle —y el MP hizo un ademán amenazador.

Johnny empezaba a perder la paciencia.

—Mira, cabeza dura, que vas a conseguir ponerme nervioso. Te pido como un favor especial que les pases únicamente esto.

Y se descolgó del cuello la chapa de identificación.

El MP la tomó con gesto receloso, sin apartar la mirada de Johnny.

—A ver si resultará que sois espías… Esto no me gusta nada. No os mováis de aquí u os abraso.

Encañonó a los dos jóvenes con el rifle, que sostenía con una mano, y con la otra se llevó un silbato a los labios.

Al oír el estridente pitido, otros dos soldados acudieron corriendo. El MP pasó la chapa a uno de ellos.

—Mire usted, sargento, haga el favor de llevar esta chapa al jefe. Me la ha dado este tipo. Yo le mantendré encañonado a él y a su dama mientras la superioridad decide lo que se debe hacer.

El sargento contempló con suspicacia a la pareja, y se alejó sin pronunciar palabra en compañía del otro soldado.

Apenas habían transcurrido diez minutos, cuando del interior del campo llegó un jeep a velocidad de vértigo. Iba ocupado por el chófer y el sargento de marras. Éste venía con semblante muy excitado.

—¡Atiza, Dick! —exclamó dirigiéndose al MP—. Parece que se trata de algo muy gordo. Tengo órdenes de conducir inmediatamente a este tipo y a la chica al mismísimo Estado Mayor.

Al MP casi se le cayó el fusil al suelo de la sorpresa. Johnny pasó ante él sin dignarse ni mirarlo, y montó con Chantal en el jeep, que se alejó como una exhalación, haciendo chirriar los neumáticos al tomar las curvas.

Los dos muchachos fueron introducidos en el moderno edificio prefabricado donde se albergaba el Estado Mayor. Una docena de altos jefes se hallaban reunidos en una espaciosa sala de juntas, brillantemente iluminada. Habían sido convocados a toda prisa al conocerse que se había presentado un soldado trayendo la auténtica chapa de identificación del marine Johnny Brown, desaparecido tan misteriosamente hacía más de dos años y reemplazado, en el lugar que ocupaba en el primer satélite tripulado norteamericano, por la perra Troika. Pero la sorpresa de los reunidos subió de punto cuando reconocieron sin lugar a dudas al propio Johnny Brown, vistiendo el mismo uniforme con que fue enviado a la ionosfera.

Todos le contemplaron en silencio y casi aterrados. El teniente coronel John L. Curtiss fue el primero en romper aquel amedrentador silencio:

—¿Pe… pero eres tú… verdaderamente tú… Johnny Brown?

—A sus órdenes, señor —repuso el muchacho, cuadrándose militarmente, pero sin que pudiese borrar la expresión de hastío de su semblante.

—¿Y… esa… muchacha? —preguntó el teniente coronel Curtiss.

—Es Chantal, mi esposa. Nos casamos hace ocho meses en Marte, según el rito murki.

—¿En… Marte? —exclamó estupefacto el teniente coronel Curtiss, al tiempo que se le caía el cigarrillo que sostenía en la mano izquierda.

—Es allí donde he estado hasta ahora, señor, salvo un viaje a las cercanías de Saturno y una estancia de un día en la Luna.

Entonces, como si se hubiese roto un hechizo, todos los reunidos salieron de su inmovilidad y se abalanzaron sobre Johnny, acribillándolo materialmente a preguntas. Al cabo de seis horas las preguntas aún no habían cesado. El pobre Johnny yacía medio tumbado en un sofá, con la guerrera desabrochada, los ojos abotargados y los cabellos revueltos, respondiendo con voz ronca al chaparrón de preguntas. Chantal, sentada a su lado, le sostenía una mano entre las suyas. Por la ventana abierta entraban las primeras luces del alba.

A partir de aquel día comenzó para los dos jóvenes una existencia de pesadilla. En realidad, se convirtieron en dos prisioneros del Estado; se les asignó una zona de Cabo Cañaveral que no podían abandonar bajo ningún pretexto, y tenían guardia de vista permanente, día y noche. Se les consideraba como rehenes valiosísimos para la seguridad nacional; fueron reiteradamente psicoanalizados, sondeados y careados, hasta que sus declaraciones no dejaron de ofrecer la menor duda. Los altos jefes militares de los Estados Unidos tuvieron por último que rendirse a la evidencia, pero, como ya era de esperar, no dieron ningún paso en ningún sentido, limitándose a poner en práctica su acostumbrada política de wait and see, que es también una versión de la política del avestruz. Transcurridos varios meses, empezaron a cansarse de aquel juego, y un día Johnny y Chantal recibieron la visita, en su encierro, de dos altos funcionarios del FBI.

—Parece que por fin van a dejaros tranquilos, muchachos —les dijo uno de los dos hombres, un sujeto corpulento y rubicundo, tocado con sombrero flexible y que lucía una chillona corbata de colores—. Os traigo esto.

Y tendió a los dos muchachos una documentación completa a nombre de Donald E. Ozab y Pauline Lesage.

Los dos jóvenes estaban sentados muy juntos en el diván de su alojamiento. Sus facciones eran macilentas, ambos habían perdido mucho peso y su expresión denotaba los largos meses de tortura mental a que se habían visto sometidos.

—Con estos papeles podréis empezar una nueva vida. El marino Johnny Brown ha desaparecido para siempre. Y os recomiendo que no tratéis de resucitarlo, pues podríais pasarlo mal. Ya sabéis lo que les sucede a los que saben demasiado. Y aquí tenéis también unos miles de dólares, para ir tirando.

Y con estas palabras, los dos hombres del FBI abandonaron la habitación, dejando la puerta abierta, tras la que ya no montaba la guardia ningún soldado…

Pocos meses después de esto, conocí en Idaho a Donald E. Ozab, un joven mecánico que había montado hacía poco tiempo un taller para reparación de motocicletas. Me fue simpático, y no sé cómo le invité a tomar unas copas. La conversación derivó hacia temas del espado, y de pronto Ozab se puso a hablar atropelladamente, diciendo que iba a hacerme revelaciones sensacionales. A la hora de cerrar, el dueño del establecimiento vino a rogamos que nos fuésemos, pero la conversación continuó en casa de Ozab —de Brown, si hemos de creerle— donde conocí a Pauline —o a Chantal, de ser cierto todo cuanto me contaron.

Y lo que me contaron es lo que tú has leído, amigo lector. De ser cierto, nos hallamos en el umbral de acontecimientos fabulosos. Pues yo estoy seguro de que Ozab no mentía, y de que era verdaderamente el marino Johnny Brown, que fue lanzado a los espacios, vivió en Marte y regresó a: la Tierra con el mensaje de otro mundo…