EL ESCUDO ROJO se iba agrandando sensiblemente. Su borde se hallaba ceñido por algo que parecía una bruma ligera, como una delgadísima corona. El disco se hacía inmenso… su superficie aparecía empañada por manchas verdosas y abolladuras grisáceas. El extremo superior derecho era una gigantesca mancha blanca. Los dos jóvenes terrestres se sentían verdaderamente abrumados. Johnny ocupaba un asiento en la navecilla exploradora que le transportaba, al lado de un oficial de la astronave. En otra navecilla iban Chantal y el doctor Muir. Pronto un halo anaranjado rodeó ambas naves, cuando éstas penetraron en las primeras capas de la atmósfera marciana. Johnny coligió que se dirigían hacia un punto situado muy cerca del Ecuador del planeta, a orillas de la Gran Sirte. De pronto el enorme disco rojo, que ya ocupaba casi todo su campo visual, pareció hundirse bajo sus pies, mientras sus bordes se levantaban en el horizonte. Era un efecto óptico familiar a los pilotos estratosféricos terrestres. El planeta se convertía en una inmensa marmita, hacia cuyo fondo caía el aparato.
Con los ojos muy abiertos y contenida la respiración, Johnny seguía el fabuloso descenso. Diríase que la navecilla descendía sobre un continente. Unas nubéculas blancas parecían arrastrarse a ras del suelo, sobre inmensas extensiones rojizas. El negro del espacio interplanetario se había convertido en un azul pálido y desvaído. Un globo brillante lucía en un extremo del horizonte… Fobos o Deimos, pensó Johnny. Pronto éste no tuvo ninguna duda de que descendían hacia un continente. Le pareció distinguir cordilleras montañosas, y hacia el lado de la Gran Sirte, una extensión azul turquesa, que en su centro brillaba con luz cegadora. Pronto se hallaron a unos cuatro o cinco mil metros de altura, y Johnny empezó a ver motas verdes sobre la extensión pardusca o rojiza.
Hacia una de aquellas motas verdes se dirigió la navecilla. La mota se fue ensanchando, y pronto pudo ver Johnny que tenía varios kilómetros de diámetro. A unos cuantos cientos de metros sobre ella vislumbró una especie de oasis en medio de un desierto de tierras rojas, limitado por cordilleras de montes bajos y erosionados. La navecilla se dirigía directamente hacia un claro del bosque, en el que Johnny creyó distinguir algunas construcciones. Trató de identificar la vegetación, pero le fue imposible hacerlo. A primera vista le parecieron coníferas, abetos, quizás. La navecilla se posó en el centro de un extenso prado verde, a un lado del cual se alzaban caprichosamente unas construcciones bajas, con pórticos de columnas y elegantes peristilos que a Johnny le recordaron la arquitectura griega. Unos hombres vestidos con túnicas azules corrieron hacia la nave.
—Estamos en Ulmia —dijo el acompañante de Johnny—. Ulmia es uno de los centros más importantes de la Confederación Central.
Diciendo estas palabras, oprimió el botón que abría la cúpula de la navecilla. Un aire fresco y cortante acarició el rostro de Johnny, como si se hallase en lo alto de un monte terrestre, a cuatro o cinco mil metros de altura. Johnny jadeó.
—Ya te acostumbrarás, muchacho —observó sonriente el piloto de la navecilla—. Eso les sucede a todos los terrestres que llegan aquí, pero sólo es momentáneo.
Johnny saltó a tierra. Se sentía ligero y feliz. Chantal había saltado de la otra navecilla. Ambos jóvenes corrieron uno al encuentro del otro, para estrecharse las manos, mientras jadeaban apresuradamente.
—Estamos en Marte, Johnny —dijo Chantal con voz entrecortada.
—Sí, Chantal… en Ulmia… de la Confederación Central…
Chantal sonrió.
—Te veo muy enterado, Johnny… Aunque yo también lo sabía.
El doctor Muir se les acercó, sonriente.
—Bienvenidos a Ulmia. ¿Veis? Se confirma lo que os decía allá arriba. Ya no estamos en Marte, sino en Ulmia. Empiezan los localismos, los particularismos y los hechos diferenciales. ¡Cuan distinta hubiera sido vuestra llegada a Marte, y la impresión que os hubierais llevado de mi mundo de haberlo efectuado solamente a cien kilómetros de aquí, en el Gran Desierto Rojo!
Les indicó con un ademán las construcciones.
—Ved. Esto es un ejemplo de lo que podríamos llamar… arquitectura civil de la Confederación Central. En el Sur construyen de modo muy diferente y si vieseis las ciudades murki del Noroeste de Aulia —Aulia es el continente en que nos encontramos—, seguramente vuestra sorpresa no conocería límites.
Colocándose entre ambos jóvenes, tomó a éstos del brazo y los condujo hacia uno de los edificios próximos.
—Ulmia es lo que vosotros llamaríais un centro científico, o de investigación, aunque no sea exactamente eso, pues tiene un aspecto metafísico que por lo general falta en vuestros centros de investigación pura. Vive aquí una élite de sabios e investigadores, el equipo que precisamente está dando los últimos toques al aparato de que os hablé a nuestra salida de la Luna…
—¿El aparato que puede permitirnos rescatar al profesor Semenov? —preguntó Chantal.
—Creo que entonces usted lo denominó «transformador de espaciotiempo» o algo parecido, ¿no es verdad? —dijo Johnny—. En realidad, me parece que hace sólo una hora y minutos que usted nos lo ha dicho… El recuerdo de nuestra salida de la Luna se mantiene vivo en mí, como si sólo hubiese transcurrido ese corto plazo.
El doctor Muir sonrió.
—Ventajas de la hibernación. Hace siete meses os hablé de un modo muy vago del «convertidor de espaciotiempo». En realidad no es un aparato, sino una serie de ellos, que permiten anular la dimensión espacial-temporal presente mediante potentes campos magnéticos, y proyectar a los objetos o seres sometidos a su influjo fuera de ella, en la dirección que se desee del Espacio (dimensión espacial; distancia en esta dimensión) y en el Tiempo (dimensión temporal, Pasado y Futuro).
—La Máquina del Tiempo de Wells —observó sonriendo Chantal.
—Algo mucho más perfeccionado —repuso el doctor Muir—. ¿Comprendéis cuál puede ser su utilidad para el caso que nos ocupa? Uno cualquiera de nosotros, o todos nosotros, podemos ser proyectados en el Espacio y en el Tiempo, en la dirección que se desee. De este modo, podremos anticiparnos a todas las acciones de los djinni y hallarnos en el lugar probable adonde éstos se dirigen, antes de su llegada. El único inconveniente que esto ofrece es que, por el momento, y según los últimos informes que poseo, el proceso es irreversible; es decir, que aquel que sea proyectado mediante el convertidor, deberá regresar a su tiempo y a su espacio por sus propios medios, desde el punto del complejo cuatridimensional adonde haya sido enviado.
Con esto los tres llegaron ante el elegante peristilo del edificio. De pie entre las columnas, en lo alto de la escalinata, un venerable anciano de luengas barbas blancas, envuelto en lo que a Johnny le pareció una toga romana, les esperaba.
—Voy a presentaros al verdadero creador del convertidor de espaciotiempo… el doctor Krais Bion.
Los dos jóvenes saludaron tímidamente al anciano, el cual les dio la bienvenida con voz grave y musical.
—Bienvenidos a Ulmia, hijos míos. Ya estaba prevenido de vuestra llegada y de todo cuanto ha ocurrido. El profesor Semenov se contaba entre mis mejores amigos. No tuvimos ocasión de tratarnos durante mucho tiempo, pero en seguida se estableció entre nosotros una sólida amistad. A la Tierra le hacen falta hombres como Semenov, de mente amplia y corazón generoso, que sepan situarse muy por encima de las mezquinas rivalidades de clan y de partido. Ahora seguidme. Llegáis a tiempo de presenciar un experimento muy interesante.
El doctor Bion precedió a los recién llegados por el amplio vestíbulo de la mansión, decorado con pinturas al fresco que recordaban vagamente el arte cretense monoico: efebos, flores, peces y majestuosas procesiones hieráticas de sacerdotisas. Tras recorrer algunas estancias desiertas, penetraron en una especie de paraninfo en cuyos escaños se sentaban unas dos docenas de personajes, la mayoría barbudos y cubiertos de holgadas togas. Aquello le recordó a Johnny una reunión del Senado romano.
—Podéis sentaros aquí —les dijo el doctor Bion, indicándoles unos asientos libres de segunda fila—. No tardaremos ni cinco minutos en comenzar.
Los dos muchachos y el doctor Muir tomaron asiento en el lugar indicado.
El doctor Bion se dirigió al centro del hemiciclo. Entonces observó Johnny que sobre el mismo se hallaban suspendidos unos a modo de enormes reflectores planos, seis en total, de forma lenticular y de una substancia en su cara inferior parecida al vidrio opaco y brillante. Los seis convergían hacia el centro del hemiciclo, donde en aquel mismo instante se detuvo el doctor Bion, para volverse hacia la asamblea. Inmediatamente cesó en la sala todo rumor de conversación.
—¡Qué interesante! —susurró Chantal—. ¿Qué sucederá ahora, Johnny?
—¡Chitón! —ordenó en voz queda el doctor Muir, llevándose un dedo a los labios.
El doctor Bion levantó su venerable cabeza y comenzó a hablar:
—Queridos colegas, hoy me dirijo a vosotros en inglés, lengua que todos entendéis, en atención a dos distinguidos visitantes terrestres que se encuentran entre nosotros. —Johnny notó que por un instante todas las miradas convergían sobre ellos—. Hace un momento les decía que han llegado a tiempo de presenciar el resultado de nuestro primer experimento con el convertidor de espaciotiempo. En honor de nuestros visitantes, y aprovechando los cinco minutos de que aún disponemos, haré un breve resumen de las investigaciones que han permitido llegar al resultado que todos sabemos. Cuando en la Tierra, Einstein enunció su teoría del espacio curvo como consecuencia matemática de su Ley General de la relatividad, nuestros sabios ya se ocupaban de la cuestión desde hacía varias generaciones. Como todos sabéis, fue el ilustre Parmon quien sentó las bases teóricas que nos han permitido construir prácticamente un convertidor del espaciotiempo. En realidad, este aparato genera una fuerza que proyecta los objetos y las cosas fuera del espacio normal de tres dimensiones. Llamemos a este espacio de más de tres dimensiones el «hiperespacio». En él, los axiomas de la Geometría euclidiana, válidos para todos los mundos tridimensionales, son falsos o incompletos. ¿Cuál sería nuestra geometría, tradicionalmente basada en tres dimensiones, si pudiésemos introducir en ella una cuarta? Esto nos permite sacar conclusiones curiosísimas. Supongamos el espacio reducido a una superficie plana; en él, una circunferencia lo limitaría totalmente. Supongamos unos hipotéticos seres de dos dimensiones encerrados dentro de esta circunferencia. Si pudiésemos concederles la facultad de desplazarse hacia una tercera dimensión, se evadirían con toda facilidad del círculo que los encerraba, pasando sencillamente sobre el mismo. Un hombre encerrado entre las cuatro paredes, el techo y el piso de una mazmorra, no podrá salir de ningún modo de ella, como no sea practicando una abertura en una de las superficies que limitan su espacio de tres dimensiones. Pero concedamos a este hombre, a este prisionero, la facultad de moverse en una cuarta dimensión, y saldrá tan fácilmente de su encierro como si se tratase de saltar una línea trazada con tiza en el suelo. Un ser o un objeto que se desplace en esta cuarta dimensión se hallará completamente fuera de lo que nosotros denominamos universo; se convertirá en un ser invisible para nuestros ojos. Esta cuarta dimensión, si bien inconcebible para la mente humana, no deja por ello de tener una realidad objetiva. Llamémosle hiperespacio, cuarta dimensión o como queramos: ella existe realmente; encierra nuestro mundo de tres dimensiones como éste encierra a su vez el de dos. De todo ello, y resumiendo, nos es lícito sacar la conclusión de que el espacio de cuatro dimensiones, que implica la posibilidad de un número indefinido de universos al lado del nuestro, constituye una hipótesis matemática perfectamente legítima y aceptable. Faltaba su demostración experimental, y ello es lo que hemos conseguido aquí, tras largos años de trabajo ininterrumpido. El convertidor, concentrando potentes campos magnéticos, altera localmente la curvatura del espaciotiempo, permitiendo proyectar un cuerpo del espacio tridimensional al hiperespacio. En realidad, esta simple operación resultó relativamente sencilla desde los primeros momentos, pero se hacía de una manera desordenada. Nuestro trabajo principal ha consistido en encauzar y regular esta proyección de materia en el Espacio y en el Tiempo, y asegurarnos de que los seres vivos sometidos a ella no sufrirán daño. En los primeros experimentos hicimos desaparecer cantidades considerables de conejillos y ratones, que ahora andarán perdidos por las más remotas y extrañas regiones del Tiempo y el Espacio. Hace unas semanas tan sólo, conseguimos realizar el primer experimento controlado con un conejillo, al que enviamos a un lugar del Espacio y del Tiempo fijado de antemano por nosotros y que luego pudimos verificar, y ahora —el doctor Bion dirigió la mirada a una esfera fosforescente y numerada que se hallaba en el fondo de la pieza— vamos a comprobar si ha tenido éxito el primer experimento realizado con un ser humano. —El doctor Bion miró a los dos jóvenes terrestres, como si se dirigiese especialmente a ellos—. Hace dos días, amigos míos, un joven voluntario se sometió a los efectos del convertidor espaciotiempo. Ajustamos el aparato de modo que lo proyectase al futuro, pero a dos días solamente. El lugar elegido del espacio fue la puerta de entrada de esta sala… allí donde mi dedo señala ahora.
El majestuoso anciano levantó la diestra, y su índice apuntó hacia la puerta de entrada del edificio. Todos los presentes miraron en la dirección señalada, hacia la puerta abierta y vacía.
De pronto sucedió algo que hizo abrir desmesuradamente los ojos a Johnny. Donde dos segundos antes no había nada, se materializó una figura humana… un joven moreno vestido con una túnica verde, que miró muy sorprendido a los presentes, empezando acto seguido a descender las gradas del hemiciclo en dirección al doctor Bion. Una estruendosa salva de aclamaciones y aplausos resonó en el anfiteatro. El doctor Bion, sonriente, levantó la mano reclamando silencio. El joven aparecido subió con paso ágil al centro del hemiciclo, y se volvió hacia los reunidos, de pie al lado del doctor Bion. Este volvió a tomar la palabra:
—Queridos colegas, como veis el experimento ha sido un completo éxito. Tenemos aquí, sano y salvo, al valiente joven que hace dos días se prestó a esta prueba, de extraordinario interés científico. Voy a pedirle ahora que nos relate sus impresiones. —El doctor Bion estrechó afectuosamente las manos del joven, y le preguntó—: ¿Qué sentiste al someterte a los efectos del campo magnético?
—Nada en absoluto, doctor Bion. Creo poder afirmar que el efecto ha sido instantáneo. Me encontraba aquí, y de repente me he encontrado en la puerta. Eso es todo.
—¿No has tenido la sensación del paso del Tiempo o del desplazamiento en el Espacio?
—Nada en absoluto, doctor Bion. ¿Pero, es que han transcurrido realmente esos dos días?
—Ya lo creo, hijo mío. —Volviéndose a la asamblea, el doctor Bion prosiguió—: Eso demuestra, a mi entender, que en el hiperespacio se anulan las nociones corrientes de Espacio y Tiempo.
—Pero ¿dónde he estado entonces, profesor?
—Aunque yo pudiera explicártelo (y no puedo), tú no podrías concebirlo. Bástenos con saber que el paso al hiperespacio no es peligroso para un ser humano.
De pronto el joven lanzó un grito.
—¿Qué es esto, profesor? —exclamó, mirándose a la mano izquierda—. Yo antes tenía una cicatriz muy visible en esta mano, y ahora ha desaparecido.
Con la mayor calma, el doctor Bion le dijo:
—Examina tu mano derecha, hijo mío.
El joven obedeció, y exclamó estupefacto:
—La cicatriz… la tengo ahora en la mano derecha…
—Busca ahora tu corazón —le ordenó el doctor Bion.
El joven se llevó una mano al pecho, y se puso intensamente pálido.
—No noto sus latidos, profesor.
—Busca en el lado derecho, hijo mío.
Lentamente, el joven llevó la mano al lado derecho, y su cabeza hizo lentos gestos de asentimiento.
—Sí… aquí está… —balbució con voz ronca.
Volviéndose hacia la asamblea, que guardaba un silencio de muerte, el doctor Bion dijo con voz grave:
—Amigos míos, este es el único efecto apreciable del paso por el hiperespacio. Este hombre se ha convertido en el negativo de sí mismo, en su propia imagen reflejada al otro lado del espejo. Un nuevo paso por el hiperespacio lo devolvería a su condición normal. —Volviéndose hacia los dos jóvenes terrestres, el doctor Bion dijo—: Precisamente fue un pensador de vuestro planeta, el matemático Newcomb, quien a fines del siglo XIX enunció por primera vez esta posibilidad. Hasta el último de los átomos del cuerpo de este joven ha sido vuelto del revés, por decirlo en términos vulgares, sin que ello haya afectado en absoluto a su integridad orgánica. No ha hecho más que pasar «al otro lado del espejo».
El joven parecía querer decir algo y tendió su mano izquierda hacia el doctor Bion.
—Ahora que usted lo ha dicho, doctor Bion, ya estoy más tranquilo, pero me doy cuenta de que me he convertido en un zurdo, por decirlo de algún modo. ¿Sería posible que me enviasen de nuevo al hiperespacio? Eso de sentirme el corazón en el lado derecho me pone nervioso.
En la sala resonaron algunas carcajadas. El doctor Bion, sonriente, hizo un gesto de asentimiento.
—Creo que no habrá ningún inconveniente. Te enviaremos a la mañana a esta misma hora. ¿Te parece bien?
El joven hizo un gesto de asentimiento. El doctor Bion prosiguió:
—Colócate ahí, en el centro del hemiciclo, bajo las lentes generadoras del campo.
El joven obedeció, mientras el doctor Bion se apartaba hacia un lado. Johnny vio que se dirigía hacia un ángulo del hemiciclo, donde había un tablero de mandos que hasta entonces le había pasado desapercibido. El anciano realizó algunos ajustes, haciendo girar varios botones, y luego oprimió uno de ellos. Sin que se oyese el menor ruido, el joven desapareció instantáneamente.
El doctor Bion regresó al centro del hemiciclo.
—El experimento ha sido concluyente, amigos míos. Actualmente, nuestro convertidor se halla preparado para mandar seres y objetos a distancias verdaderamente fabulosas, tanto en el Espacio como en el Tiempo. Sin embargo, subsiste una dificultad, ante la cual nuestra ciencia se ha visto impotente: los viajes al hiperespacio son irreversibles; es decir, que un ser enviado a un futuro o a un pasado muy lejanos debe permanecer en ellos para siempre. Lo mismo se aplica al Espacio. Cuando el futuro y el espacio son próximos, los regresos son posibles, pero siempre que el sujeto se valga de sus propios medios para hacerlo. En cuanto al pasado, por próximo que sea, no hay regreso posible… por ahora. Ya sabéis que estamos trabajando asiduamente en la resolución de este magno problema. Algún día podremos regresar también del Pasado. —El anciano hizo una pausa, y volvió a mirar de nuevo hacia los jóvenes—. Poco podíamos imaginar, mis queridos colegas, que el convertidor de espaciotiempo se iba a utilizar, apenas terminado, para una misión del mayor interés para todos. Como habréis podido ver, se halla entre nosotros el doctor Muir acompañado de dos jóvenes terrestres, pertenecientes al reducido grupo de amigos nuestros que tenemos en su planeta. Su visita se debe al hecho infausto que todos conocéis y que nos ha apenado tan profundamente: el rapto por los djinni del profesor Alexis Semenov, ese ilustre hijo de la Tierra, esa mente preclara, ese espíritu privilegiado que honra verdaderamente a su planeta. Se va a utilizar el convertidor para enviar a algunos voluntarios al punto de destino probable de sus captores, lo que nos permitirá anticiparnos a sus acciones y desbaratarlas. Sin embargo, el procedimiento ofrece enormes peligros, que no quiero ocultaros. En principio, y puesto que el convertidor no cubre más que un campo de espacio tridimensional de unos pocos metros cúbicos, se ha pensado en enviar una navecilla exploradora del tipo más pequeño con dos tripulantes solamente. Estos y la navecilla serían proyectados al lugar designado de antemano por el mando de nuestras Patrullas de Vigilancia Espacial. Sin embargo, no hay prisa por el momento, pues los djinni viajan en naves corrientes, que aún tardarán algunos meses en llegar a su punto de destino. Se podrán enviar tantas navecillas exploradoras como se desee, pero sólo una cada vez. Dentro de pocos días, esta sala estará habilitada para ello. Cuando el Mando lo considere necesario, comenzarán los envíos de hombres y aparatos. Según tengo entendido, se trata de organizar una expedición reducida pero selecta, formada por hombres aguerridos y armados hasta los dientes. Nuestros amigos terrestres la llamarían un comando, ¿no es eso?
Johnny estaba maravillado. La ciencia terrestre, al lado de lo que habían visto sus ojos, era física recreativa. Con las anteriores palabras el doctor Bion terminó su discurso, y descendió del estrado para dirigirse hacia el doctor Muir y los jóvenes. Los demás espectadores se fueron levantando y abandonaron el hemiciclo solos o en grupos.
Entonces comenzó para los dos jóvenes terrestres una existencia de ensueño en Ulmia. Ocuparon con el doctor Muir un elegante pabellón situado en el lindero del bosque. Con gran sorpresa. Johnny observó que éste estaba formado por abetos.
—Son abetos, efectivamente —les explicó el doctor Muir—. Fueron traídos aquí desde la Tierra. Es uno de los pocos vegetales terrestres que se ha podido aclimatar en Marte. Antes esto eran extensiones áridas y desiertas, pero desde hace varios siglos han surgido por doquiera estos oasis.
Paseaban los tres por el bosque. Hacía varios meses que vivían en Ulmia, y en ese plazo de tiempo habían aprendido infinidad de cosas sobre Marte. Una de ellas era que el ambiente de los oasis era más bien un remedo de la vida terrestre.
—No conoceréis a Marte hasta haber estado en territorio murki —les dijo el doctor Muir—. Tal vez algún día vayamos allí.
Siguieron caminando en silencio. El bosque se aclaraba por momentos, y entre los árboles se divisaban ya las rojizas arenas del desierto marciano. Johnny y Chantal vestían túnicas escarlata, y a pesar de que era mediodía, notaban en sus caras un aire frío y cortante. El doctor Muir carraspeó. Johnny ya había aprendido a conocer aquello como una señal de que se avecinaban revelaciones importantes.
—El Mando ha fijado la salida de las primeras naves por el hiperespacio para dentro de dos días, Johnny —dijo el doctor Muir sin ambages, yéndose al grano como era su costumbre—. Irán treinta hombres en quince naves. Se ha dejado libre un lugar por si hay… algún voluntario.
—¿Qué quiere usted decir, doctor Muir? —preguntó Chantal, alarmada—. No irá usted a indicar que ese voluntario tiene que ser Johnny.
—Precisamente es eso lo que quería decir. —El doctor Muir levantó la mano, para acallar los comentarios de los dos jóvenes—. Un momento. Quiero recordarles únicamente que el profesor Semenov es un terrestre. Según la ética de la Tierra, como según la ética de Marte o de cualquier mundo donde haya hombres, yo creo que en esa expedición debe figurar al menos un terrestre. Y no creo a nadie más indicado que Johnny.
El aludido estaba verdaderamente entusiasmado. No así Chantal, que se puso muy enfurruñada.
—Su idea no me hace maldita la gracia, doctor Muir. Y no me parece correcto disponer así de las vidas ajenas.
—Repito que se trata de una cuestión de ética, Chantal —dijo el doctor Muir—. Y sé, por haber sondeado su pensamiento, que Johnny acariciaba en secreto ese anhelo. ¿No es verdad, Johnny? Johnny se sonrojó y sólo supo balbucir:
—Pues yo… sí… claro… me gustaría…
Chantal se encogió de hombros.
—Como vosotros queráis. Aunque lo comprendo muy bien. Esta es una de las pocas ocasiones en que me gustaría ser hombre.
Y se enjugó una furtiva lágrima que asomaba en el rabillo del ojo.