JOHNNY ATRAVESÓ LA PARED como el mismísimo fantasma del Comendador… y se quedó boquiabierto al encontrarse en una habitación distinta… y en presencia de una bella joven rubia, que se contoneaba ante un espejo, pasándose las manos por el ajustadísimo maillot negro que le cubría el cuerpo.
—¡Oh! —exclamó la joven, dando un respingo—. ¡Salga usted en seguida de aquí, atrevido!
—Pe… perdone —tartamudeó Johnny, azorado. (Nunca había sido lo que se dice un Don Juan, y el bello sexo era lo único que le hacía perder su invariable aplomo.)
Y se dispuso a esfumarse de nuevo a través de la pared.
Pero la joven también le miraba, estupefacta. Y de pronto gritó:
—¡Oye! ¡No te marches! Tú no eres uno de «ellos», ¿verdad?
—¿Uno de «ellos»? No… soy Johnny O. Brown, soldado de primera clase de los Marines, para servirla a usted.
—¡Un americano!
Y en menos que canta un gallo, la joven saltó sobre Johnny, le echó los brazos al cuello y estampó dos sonoros besos en sus mejillas.
Johnny creyó experimentar de nuevo una espantosa aceleración; su vista se nubló, y creyó que sobre su pecho se sentaba todo el Pentágono, de teniente coronel para arriba. Luego empezó a ver estrellitas verdes, rojas y blancas, y se desvaneció.
Volvió en sí para encontrarse tendido sobre el lecho de la joven. Ésta, de pie a su lado, le daba cariñosas palmaditas en la mejilla.
—¡Vamos, hombre, que no hay para tanto! Yo también llevo dos semanas sin ver a un terrestre y no por eso me he desmayado. Oye, no me he presentado: Chantal Dupré, de París. Estudiante de Ciencias Naturales. Y, además —se puso un dedo sobre los labios— quintacolumnista de primera. Supongo que tú también lo serás, ¿eh?
—Yo iba en el satélite que lanzó la Armada —dijo Johnny con voz ronca.
—¿Qué tú… eres el del satélite?
La joven le miró con ojos muy abiertos, y luego fue presa de un verdadero ataque de hilaridad. Rió hasta que se le saltaron las lágrimas, mientras Johnny la miraba, algo amoscado.
Cuando por último pudo hablar, la joven dijo:
—Ho… hola, Troiko. Tanto gusto en conocerte. Ya he leído tu odisea en los periódicos. ¡Ay, qué gracia tiene!
Aquella chica le recordaba a Johnny su hermana, porque su mayor placer era tomarle el pelo. La irritación le devolvió el aplomo perdido. Abandonando su poco digna posición sobre el lecho de la joven, se puso en pie de un salto.
—Bueno, ya está bien. Ya basta. Si quieres reírte de alguien, ríete de tu abuelo. Yo me marcho.
Y con paso digno y mesurado, se dirigió hacia lo que creía la puerta… para darse de narices contra la pared.
—¡Condenadas puertas invisibles! —gritó, furioso—. ¿Quieres decirme dónde está la puerta de esta pocilga? —chilló volviéndose hacia Chantal. Ésta acudió solícita a su lado. De su rostro había desaparecido toda expresión de hilaridad. Poniéndole suavemente una mano sobre el brazo, le dijo:
—Perdóname, Johnny. Debiera haberlo comprendido. Soy muy estúpida. Algo ablandado, Johnny depuso su enojo.
—Bueno, es que verás… —refunfuñó—. Aquí todo es tan distinto…
—Tienes razón. No intentaba reírme de ti. Sólo me hacía gracia la idea que tuvieron «ellos» de cambiarte por la perra. Comprenderás que no deja de tener gracia.
—Sí, desde luego —admitía Johnny, notando que su enfado se fundía como nieve primaveral bajo el sol—. Desde luego.
—¿Por qué no te sientas y charlamos un rato, Johnny? —dijo la joven—. Hoy tengo día libre. Además, te prepararé un café, si quieres.
—No, gracias, acabo de desayunar. —De pronto dio un respingo—. ¡El encendedor! ¡Lo había olvidado!
—¿Qué encendedor?
—El del profesor Semenov. Iba a buscarlo a mi dormitorio… está al lado del tuyo… cuando me colé aquí por equivocación.
—Anda, ve pero luego vuelve. —¡Pero espera un momento!— la joven se dirigió hacia un armarito que había en un ángulo. Abriéndolo, tomó algo de su interior. —Toma, ponte esto. No hagas el ridículo con tus ropas terrestres. Además, pueden ser incluso peligrosas.
Y tendió a Johnny un objeto negro que de momento él tomó por un calcetín.
—¿Qué es eso? —preguntó, estupefacto.
—Un traje como el mío. Llévatelo y póntelo.
Johnny dio vueltas entre sus manos a un pequeñísimo maillot negro, de tacto suave y agradable, pero que hubiera convenido, por sus dimensiones, a un muñeco de veinte centímetros de altura.
—¡Oye, qué te has creído! —gritó, indignando—. ¿De modo que ya empezamos otra vez?
La joven hizo un mohín de impaciencia.
—Perdona, chico, tienes razón. Dame eso.
Tomando el traje, lo extendió con ambas manos, hasta poner los brazos en cruz.
—Es de una elasticidad increíble. Me dijeron que, entre las pruebas que hacen sus fabricantes, hay una que consiste en estirarlo a todo lo largo de una nave de doscientos metros, sin que se rompa. Es una trama molecular tan increíblemente elástica y coherente, que el hombre vestido con esta llamémosla «tela», puede resistir disparos de ametralladora sin que las balas horaden su traje. Te lo pondrás sin ninguna dificultad sobre tu piel desnuda, y luego te parecerá que no llevas nada. Sin embargo, no tendrás ni frío, ni calor y el traje te protegerá contra cualquier accidente. Después de esto, ¿sigues sin querer ponértelo?
—Dámelo —dijo Johnny, convencido, sin embargo, de que le sería imposible ponerse aquel traje de muñeco—. Lo intentaré.
Chantal le acompañó hasta la «puerta», y Johnny salió al salón comedor, donde le esperaba el profesor, sentado en su butaca.
—¿Traes el encendedor, hijo? —le preguntó.
—Perdone usted, profesor; me he equivocado de cuarto. Ahora voy a por él.
Johnny volvió a desaparecer por la pared como un alma en pena… para salir a los pocos momentos de ella, cubierto de pies a cabeza con su flamante traje negro ajustadísimo, y con el encendedor del profesor en la mano.
—¡Caramba! —exclamó el profesor—. ¡Vas a la última moda interplanetaria!
Johnny le tendió el encendedor, poniéndose colorado como un pimiento.
—Me lo ha dado… esa chica… Chantal… la del cuarto de al lado.
—¡Ah, Chantal Dupré! —y el profesor rió de buena gana—. Conque has ido a dar a su habitación. No está mal. Chantal es una chica muy simpática e inteligente, que tiene un brillante porvenir en Biología.
—De Anatomía tampoco está mal —dijo Johnny, sonriendo.
—¡Ah, pillín! —dijo el profesor—. ¿Ves cómo tu estancia aquí no resultará tan aburrida como tú suponías?
—Así parece, en efecto —convino Johnny, mirándose y contoneándose dentro de su ajustadísimo traje, que subrayaba perfectamente su cuerpo pequeño pero fuerte y armónico—. Me siento como un miembro cualquiera del cuerpo de baile del Marqués de Cuevas. ¿Me permite usted?
Y Johnny hizo dos impecables entrechats, rematados por un grand écarté. En el fondo de la estancia sonaron aplausos. Muy confuso, Johnny se volvió. Los doctores Muir, Olkios y Katos le contemplaban sonrientes, con los brazos en jarras.
—¡Muy bien, Johnny! Espero que nos darás lecciones de ballet en tus horas libres —dijo Muir—. Pero no ahora, pues venimos a invitarte a dar una vueltecita en una de nuestras naves de observación.
—¡Esperen! Es que tenía un compromiso. Me esperaba Miss Chantal para tomar café… por lo menos debo darle una explicación…
—No hace falta, Johnny —dijo Chantal, surgiendo como un fantasma de la pared—. Puedes ir. Así tendremos algo de qué charlar a tu vuelta.
—Dentro de tres horas lo tendrás aquí, Chantal —dijo Muir—. Cuando tú quieras, Johnny.
El muchacho hizo un gesto de despedida y se alejó con el doctor Muir. A los cinco minutos ambos se detuvieron a la entrada de una vasta sala cilíndrica curvada. Su interior se hallaba ocupado por lo que a Johnny le pareció de momento un servicio de té de proporciones gigantescas. Observándolo mejor, vio que se trataba de media docena de aparatos coronados por una cúpula o cockpit de una materia brillante y translúcida, que parecía descansar sobre el cuerpo propiamente dicho del aparato, de forma discoidal.
—Nuestras navecillas de exploración —dijo Muir, sonriendo—. Ahora se hallan en la base aproximadamente una mitad de ellas. Sígueme.
Con paso elástico y firme, avanzó hacia las navecillas, pasando luego entre ellas para dirigirse al lado opuesto de la sala. Johnny observó que estaban alineadas cuidadosamente. Su altura sería de unos tres metros y su diámetro en la base de unos cinco o seis. Pasó la mano sobre la lisa y bruñida superficie plateada de una de ellas, pero no supo identificar el metal. Muir se detuvo ante la primera nave de la fila, en el fondo mismo de la vasta sala, ante una lisa pared gris. Johnny observó que la nave parecía hallarse en equilibrio sobre una rampa descendente, cuya parte inferior se juntaba con la pared. Muir saltó ágilmente sobre la periferia del disco y se dirigió hacia la cúpula. Johnny se quedó en el suelo, esperando.
—Sígueme —dijo Muir.
Johnny trepó a su vez sobre el disco y vio como Muir se inclinaba para oprimir algo en la base de la cúpula. Una sección de ésta se deslizó a un lado, formando una puerta de 1,50 metros de altura por 60 centímetros de ancho. El interior de la cúpula se iluminó de repente con una luz blanca. Johnny entrevió una butaca de cuero rojo que le recordó a las que emplean los dentistas, un tablero de mandos provisto de esferas y luces de colores, y un volante oval provisto de dos asas a cada extremo. Muir se introdujo con soltura por la escotilla y Johnny tras él. El interior de la cúpula era muy reducido: Había otro sillón además del que había visto Johnny, pero de espaldas a éste. El muchacho ocupó el segundo sillón, Muir se sentó en el del piloto y oprimió un botón situado en el ángulo inferior izquierdo del tablero de mandos. Sin poder evitar un estremecimiento, Johnny vio con el rabillo del ojo como la escotilla se cerraba lentamente. Casi en el mismo instante, notó una pequeña sacudida y tuvo la sensación de que el aparato se ladeaba. Podía ver perfectamente el exterior a través de la cúpula transparente, y se dio cuenta de que la pared gris avanzaba hacia ellos… no, eran ellos quienes se movían hacia la pared. «¡Vamos a chocar!», pensó Johnny. Pero de pronto vio como el borde del disco penetraba en la pared para hundirse en ella, y entonces lanzó un suspiró de alivio, al recordar la existencia de aquellas maravillosas paredes de energía pura. Aquello era una «puerta»… pero ¿de dónde?
La respuesta la tuvo a los pocos momentos, cuando la cúpula atravesó también la pared y Johnny se encontró con todo el cielo estrellado sobre su cabeza… Pero no, aquello no era el cielo estrellado, sino el espacio cósmico, sin trazas de atmósfera, a 36 000 kilómetros sobre la superficie de la Tierra… que se veía asomar por el borde del disco como una inmensa esfera azul turquesa, empañada por las sombras pardas de los continentes. Desde luego, la Tierra vista desde aquella tremenda distancia parecía más un mundo líquido que un mundo sólido; impresionado, Johnny recordó entonces que los mares cubrían casi las tres cuartas partes de la superficie del planeta.
El ala circular del disco pareció animarse de pronto. La recorrió de un extremo a otro una pulsación verde, ambarina, como si se tratase de una sustancia viva y no de metal inerte. De pronto aquel resplandor se volvió anaranjado y luego tornasolado. Pero ¿por qué permanecían inmóviles?
Como si adivinase su pensamiento, Muir dijo sin moverse:
—Mira hacia tu derecha, Johnny.
Éste obedeció y casi se quedó sin respiración: A una distancia que le pareció enorme, una gigantesca rueda gris de cuatro radios que se cruzaban en ángulo recto parecía flotar en el espacio. Observándola atentamente, Johnny notó que se hallaba animada de un movimiento de rotación bastante rápido.
—Nuestra base permanente, Johnny. Ese movimiento de rotación que observas crea una fuerza centrífuga que equivale a la gravedad que reina sobre la superficie de… nuestra patria. ¿No te has notado más ligero que sobre la Tierra?
Johnny recordó entonces que, efectivamente, así era, pues en la Tierra nunca consiguió hacer un entrechat de doce battus, más de lo que había conseguido en cualquier momento de su vida el desventurado Nijinsky.
—Tiene cuatrocientos metros —de diámetro— prosiguió Muir, manipulando en el tablero de mandos. —Por la hora y la posición, colijo que aterrizaremos en la Europa Central o en el Nordeste de Francia. Si dispusiésemos de más tiempo, nos iríamos a Norteamérica, a tu patria, pero dentro de tres horas tienes que estar de regreso para tomar café con Chantal.
A pesar de que Johnny no tenía la menor sensación de movimiento el disco cruzaba vertiginosamente el espacio, primero en caída libre y luego con una aceleración forzada, en un enorme impulso opuesto a la marcha del satélite, y de nuevo en caída libre. El único ruido que percibía Johnny era un suavísimo ronroneo… al que pronto se unió un amedrentador silbido cuando la nave penetró en la ionosfera Un verdadero halo anaranjado la rodeó entonces. Johnny no sabía que la nave de observación avanzaba protegida por un verdadero escudo de partículas ionizadas, que evitaban que se ejerciese directamente sobre ella el tremendo roce con la atmósfera. Cualquier observador terrestre hubiera visto entonces a la nave como una bola de fuego que cruzaba la atmósfera; como un bólido o un aerolito procedente del espacio exterior.
La nave descendía a una velocidad aterradora, como si fuese a chocar contra la superficie del planeta. Muir accionó los mandos y el aparato se detuvo instantáneamente, para permanecer inmóvil, cerniéndose a doscientos metros sobre el suelo de Alsacia y girando lentamente sobre su eje central, como una enorme peonza que oscilase antes de detenerse. En una aeronave terrestre, aquel brusco frenazo hubiese significado la muerte por aplastamiento de sus tripulantes, pero la maravillosa nave extraterrestre generaba un poderoso campo magnético, mediante el cual anulaba la atracción de la gravedad terrestre. Ello le permitía realizar despegues y paradas fulminantes, pues hasta la última molécula del aparato y de sus tripulantes se hallaba sometida a los efectos del propio campo gravitatorio artificial [5].
—Estamos sobre Alsacia —dijo Muir—. Pronto amanecerá. ¿Quieres que nos posemos sobre el suelo?
Johnny apenas pudo articular un ronco «sí, señor», tan grande era la emoción que lo embargaba. A los pocos segundos la nave se detenía a 50 centímetros del suelo, sobre un prado sumido en sombras.
—¿Te gustaría respirar un poco de aire nocturno? —preguntó Muir a Johnny. Éste contestó con otro «sí, señor» tan ronco como el anterior.
—Antes apagaremos las luces —dijo Muir.
De pronto la cabina se quedó a oscuras. A su derecha, Johnny vio como se iba abriendo poco a poco una rendija por la que entró débil claridad. Unas estrellitas parpadeantes se asomaron tímidamente al interior de la cúpula, mezcladas con un olor de hierba fresca y el agudo cri-cri de los grillos. En la lejanía ladró un perro, insistentemente.
—¡La Tierra! —pensó Johnny—. ¡Mi patria! —No importa que no sea Norteamérica…— Y aunque no era un romántico, no pudo evitar que unas lágrimas acudiesen a sus ojos. Así permanecieron un rato en silencio, aspirando ambos la fresca fragancia de la Tierra e impregnándose de aquel temeroso silencio que precede al alba.
Súbitamente una claridad blanca y oscilante penetró por la escotilla abierta y al propio tiempo se oyó la desagradable tos de un motor de dos tiempos. Johnny se incorporó sobre su asiento para asomarse por la escotilla. Volviéndose hacia Muir, dijo:
—Es un hombre en un scooter, que viene por la carretera.
Muir respondió:
—Siéntate. Vamos a seguirle un rato. Aunque en general no deseamos que nos vean, también conviene que de vez en cuando se enteren de nuestra existencia. Eso se adapta a nuestros planes.
La escotilla se cerró y el interior de la cúpula se iluminó de nuevo. Elevándose a unos seis metros de altura el disco empezó a seguir al motorista, que pronto fue perfectamente visible gracias al potente resplandor de la nave, que lo iluminaba de pleno. Johnny, muy divertido, veía como el pobre hombre levantaba hacia ellos su semblante aterrorizado, para hacer guiños y muecas bajo aquella luz cegadora. En dos ocasiones estuvo en un tris de salirse por la cuneta. De este modo llegaron hasta las primeras casas de una población, donde el infeliz motorista se apeó del scooter y huyó a escape por una calle.
Dando la broma por terminada, Muir hizo girar la palanca ovalada hacia arriba y la nave ascendió con velocidad de vértigo, en lo que al pobre Monsieur Pflim le pareció un tremendo salto…
—Han transcurrido dos horas y 55 minutos, Johnny, desde que salimos de la base —dijo Muir después de largo rato—. Dentro de cinco minutos estarás en ella para atender a tu cita.
La Tierra fue quedando atrás y Johnny no tardó en distinguir un puntito brillante, que pronto se convirtió en una rueda de cuatro radios. Acercándose al borde exterior, el disco se situó ante la lisa pared convexa. Poco a poco se fue acercando a ella, y Johnny contempló una vez más, maravillado, como la nave desaparecía en el interior del muro. A los pocos instantes se encontraban de nuevo sobre la rampa de lanzamiento. Muir apagó las luces de la cabina, oprimió el botón de la izquierda y la escotilla empezó a abrirse. Casi al mismo instante, un espantoso hedor llegó a las narices de Johnny. Muir se precipitó sobre el tablero de mandos y oprimió de nuevo el botón. La escotilla volvió a cerrarse.
—¿Te encuentras bien, muchacho? —preguntó, volviéndose hacia Johnny. Éste se quedó sorprendido ante la expresión extraordinariamente grave de Muir.
—¿Qué ocurre, doctor Muir?
—Son ellos… los djinni, que han vuelto. Esta vez han conseguido penetrar. Temo que algo malo haya sucedido.
—¿Y este hedor tan espantoso?
—Estos seres respiran una atmósfera de metano, pues proceden del sexto satélite de Saturno. Este hedor es producido por sus exhalaciones; por el aire ya respirado y expulsado al exterior de su escafandra. Es un olor insoportable, pero no mortal. Aunque esta vez…
—¿Esta vez, qué?
—Esta vez hay algo más en este hedor, que por desgracia conozco muy bien. Algo más que nos obliga a ser precavidos.
Inclinándose hacia el suelo, Muir extrajo dos globos transparentes de bajo los asientos.
—Son videoscafos, Johnny —dijo—. Este es para ti. Fíjate en como yo me lo coloco.
Muir introdujo su cabeza en la esfera transparente y oprimió su borde inferior contra el cuello de su traje negro. Johnny vio entonces que el videoscafo tenía una cápsula rectangular de color pardo por la parte interior. Esta cápsula quedó situada junto al cogote de Muir. La voz de éste le llegó apagada pero perfectamente audible.
—Tenemos aire para veinticuatro horas, Johnny.
Entonces oprimió de nuevo el botón que abría la escotilla, después de cerciorarse de que Johnny se había colocado debidamente su casco.
—Utilizamos los videos para respirar en atmósferas extrañas. Cuando es necesario, se complementan con unos guantes, pero ahora no nos hacen falta.
Johnny no pudo evitar establecer una comparación mental entre aquel ligerísimo equipo y los molestos y engorrosos trajes de los aviadores estratosféricos. Aún serian peores las primeras escafandras espaciales. En cambio, aquel ligerísimo maillot negro y su misteriosa trama molecular no sólo le aislaban completamente del exterior, sino que permitía la normal transpiración de su piel. Resultaba incomprensible, pero así era. Y con aquel pequeño cartucho pardo que llevaba en el casco, podría respirar durante veinticuatro horas, sin perecer asfixiado por el anhídrido carbónico de sus propias exhalaciones. Desde luego, estaba entre gentes que poseían una técnica fabulosamente superior a la técnica terrestre. Por suerte, parecía que su increíble adelanto científico corría parejas con su elevación moral, o de lo contrario…
Lo contrario, eran los djinni.
Muir y Johnny irrumpieron a paso de carga en el corredor tubular que contoneaba toda la base. Resultaba curiosísimo correr por un pasadizo que siempre se levantaba ante ellos pero por el que nunca tenían que subir. Era aquello una indefinida carrera en terreno llano… la ascensión de una cuesta imposible… el descenso por una bajada inexistente. En dos o tres ocasiones, Johnny volvió la cabeza, para ver lo mismo que tenía delante: un corredor tubular que se elevaba hasta desaparecer.
De pronto Muir torció hacia la izquierda y penetró, atravesando una pared de energía, en el salón donde Johnny había cenado con el profesor. La estancia estaba vacía. Johnny corrió hacia la habitación de Chantal. Atravesando la puerta, entró para encontrar a Chantal tendida en el lecho con medio cuerpo fuera de él, sus rubios cabellos esparcidos por el suelo, la boca entreabierta y los brazos en cruz, exánime…