JOHNNY, SENTADO EN SU BUTACA, contemplaba pensativo al profesor, que leía tranquilamente el New York Herald. Tribune como si se hallase en un piso de la Quinta Avenida y no a 36.200 kilómetros sobre la superficie de la Tierra. Johnny meditaba en silencio acerca de todo lo que le había dicho Semenov, y, aun contra su voluntad, tuvo que rendirse a la evidencia: se hallaba en una base espacial, donde permanecería por tiempo indefinido, prisionero de unos hombres surgidos de las profundidades del Cosmos. Lo único que le tranquilizaba era que el profesor los había presentado como animados por intenciones benévolas, lo cual concordaba con la primera impresión que se llevó Johnny del doctor Muir. Aquellos hombres de rostro sereno y noble no podían ser unos malvados. De ello no había duda. De todos modos, sería fastidioso que lo retuviesen allí durante meses, años quizás.
Para sus adentros, se dijo que, a la primera ocasión que se le presentase, intentaría escapar. Luego bostezó, y notó que sus párpados se cerraban.
—Si usted me lo permite, profesor —dijo— me retiraré a mis habitaciones particulares.
Semenov levantó la vista del periódico y sonrió.
—Como tú quieras, hijo. Mañana continuaremos hablando de «ellos». Aquí hay tiempo para todo, ya verás.
«Como en las cárceles», pensó Johnny. «Si al menos pudiera pescar con caña…»
Bostezando nuevamente, se levantó y se dirigió arrastrando los pies hacia la pared opuesta. Como era propio de él, se lo tomaba todo con la mayor filosofía, comprendiendo que nada conseguiría dándose de cabeza con las paredes… y menos con aquellas paredes, pensó irónicamente. Sin embargo, esto es lo que hizo esta vez, cuando se lanzó decidido contra el muro… para darse un coscorrón regular. El profesor Semenov oyó el golpe sordo.
—Por allí, Johnny. El doctor Muir te ha indicado «esa» pared.
Contrariado y rascándose el chichón, Johnny se dirigió hacia la pared indicada, que esta vez tanteó prudentemente. Cuando vio que su mano y su antebrazo desaparecían en ella, avanzó con cuidado… para encontrarse en la habitación contigua.
«¡Vaya! Un dormitorio marciano», pensó. Una cama bajísima y sin sábanas se extendía en el fondo de la pieza. Estaba provista de una especie de almohada gris, como gris era su superficie. Johnny la tanteó y su mano palpó una superficie tibia y blanda, verdaderamente deliciosa al tacto. «¡No está mal!», se dijo. A los pies de la cama, un poco a la derecha, había una especie de armarito, provisto de una pantalla en el lado que daba a la cama. «¡Televisión y todo!», se dijo Johnny. Examinó el armarito y en su parte inferior derecha descubrió un botón. Lo oprimió, y al instante la pantalla se iluminó con un lechoso resplandor azulado. Johnny esperó un rato, y viendo que no aparecía nada en la pantalla, dejó el aparato conectado y se dedicó a inspeccionar la pieza. Salvo dos escabeles y una mesita baja, ésta no contenía nada más. Como se sentía muy cansado, Johnny se despojó de su chaqueta y pantalones, quedándose en ropa interior y se tendió sobre el lecho, durmiéndose casi inmediatamente y olvidándose de cerrar la «televisión».
—¡Vamos, despierta, hombre! —decía el profesor Semenov, zarandeando rudamente a Johnny, que dormía con expresión beatífica y sonriente. De pronto se apercibió de la pantalla iluminada que había a los pies de la cama y corrió junto a ella para oprimir el botón. La pantalla se apagó y al propio tiempo Johnny dio un respingo, incorporándose sobresaltado y restregándose los ojos.
—Pro… profesor —dijo—. ¡Qué pasa! ¿Y las truchas?
El profesor Semenov lanzó una gran carcajada.
—En primer lugar, has dormido veinticuatro horas de un tirón. En segundo lugar, «eso» no es la televisión, como tú sin duda te imaginabas. —Volvió a reír y prosiguió—. Para que fuese algo parecido a nuestra televisión, había que oprimir el botón del lado izquierdo y no el derecho, como tú has hecho.
Uniendo la acción a la palabra, oprimió el botón del lado izquierdo. La pantalla volvió a iluminarse, e inmediatamente apareció en ella un hombre vestido de negro, hablando con gestos suaves y persuasivos en una lengua desconocida.
—¡El doctor Muir! —exclamó Johnny.
—Nada de eso, hijo. Este caballero se encuentra a 78 millones de kilómetros de distancia, en lo que nosotros llamamos Marte. Tú no puedes entender lo que dice, pero habla de algo de mucho interés para ellos, la sluintización de los grandes orpis.
—¿Qué?
—A su debido tiempo lo sabrás. Ahora no puedo explicártelo. Haría falta todo un curso de geología marciana para que lo entendieras.
El profesor Semenov volvió a reír a mandíbula batiente.
—Perdona, hijo, pero es que tiene mucha gracia. Dime, ¿has tenido hermosos sueños?
—¿Cómo? Pues… sí, creo que sí. Muy agradables.
—¿Y qué has soñado?
—Verá… que pescaba ingentes cantidades de truchas en los arroyos de Montana.
—¡Vaya! Conque la pesca de truchas es tu afición favorita, tu hobby. Menos mal que tienes aficiones honestas —suspiró.
—¿Por qué dice usted eso?
El profesor Semenov indicó el aparato.
—Porque este aparato, hijo, además de un televisor ultraperfeccionado, es un «evocador de sueños», por traducir de alguna manera el «anngok» marciano. Excita suavísimamente los centros cerebrales donde se originan los sueños, y hace que la persona sometida a su influjo realice en sueños su más cara aspiración en la vida. Este aparato haría verdaderos estragos en la Tierra, donde más de la mitad de las personas tienen apetitos inconfesables. Su utilización sólo es posible entre una raza de gran elevación moral y espiritual, como son «ellos». Además, no sé si te habrás dado cuenta del realismo que tienen los sueños.
—En efecto —dijo Johnny, muy impresionado—. Hubiera jurado que era de verdad. —Miró al profesor con rostro compungido—. ¡En toda mi vida he pescado tantas truchas… y pensar que todas eran soñadas!
El profesor Semenov volvió a reír, dando al propio tiempo unas palmaditas en el hombro de Johnny.
—Eres un buen muchacho, Johnny. Me gustas. Con hombres como tú, «ellos» podrían entenderse. Perteneces a la estirpe de los sencillos de corazón de que habla el Evangelio. ¿Te imaginas lo que hubiera soñado un hombre cualquiera de la Tierra, en tu lugar… un capitalista, un banquero, un fabricante de armamentos… incluso un político sin escrúpulos, como hay tantos? Y los sueños son la voz del subconsciente, como sabrás si has leído a Freud.
—No lo he leído, profesor. Mi autor predilecto es Kipling, y los libros de viajes y aventuras son los que me gustan más.
—Lo comprendo. Y has tenido suerte, porque te has convertido en el protagonista de una aventura excepcional, que muchos te envidiarían. Pero ahora vente conmigo a desayunar.
El profesor cerró el aparato televisor, y ambos salieron de la estancia… Johnny caminando cuidadosamente detrás de Semenov, para no pegarse un nuevo coscorrón.
A los pocos momentos, los dos terrestres se sentaban ante un suculento y abundante desayuno, que no hubiera desmerecido en ningún hotel de primera categoría.
—¿Cómo se las arreglan para conseguir estas cosas? —preguntó Johnny indicando la mantequilla, la mermelada y las tostadas.
—Para «ellos», esto es un juego de niños. Consiguen cosas mucho más difíciles.
Johnny comió un rato en silencio. De pronto dijo:
—Ayer decía usted —¿o era anteayer?— que se hallan animados de intenciones benévolas. Sin embargo, recuerdo haber leído un caso en el libro del Mayor Keyhoe…
—El del capitán Mantell, ¿eh?
—Sí, creo que así se llamaba. ¿No dicen que su avión fue abatido por un enorme disco o platillo volante?
El rostro del profesor Semenov adquirió una expresión grave.
—El caso del capitán Thomas A. Mantell, de las Fuerzas Aéreas de los Estados Unidos, ha sido causa de auténtico pesar para nuestros amigos del espacio. En efecto, el capitán Mantell pereció al tratar de aproximarse a una astronave de «ellos», que sobrevolaba Fort Knox, donde, como tú sabes, se guardan las reservas de oro de los Estados Unidos. El dossier de Mantell se consideró mucho tiempo como top secret, y Keyhoe tuvo grandes dificultades para que se lo permitiesen consultar. Recordarás las memorables palabras de Mantell: «Voy en seguimiento de un disco metálico de dimensiones gigantescas. Si rebasa mi techo, abandonaré la persecución.» Mantell, un veterano de la última guerra mundial, era un aviador expertísimo y con muchas horas de vuelo en su haber. En aquella ocasión no se hallaba equipado con careta de oxigeno y se proponía abandonar la persecución a los 6000 metros de altura. Nunca sabremos con certeza lo que sucedió, pero lo cierto es que, poco después de esto, él y su aparato aparecieron completamente desintegrados sobre una amplia zona. Es decir, yo sí sé lo que sucedió: Mantell penetró en el campo magnético de la astronave, y esto provocó un cortocircuito en la parte eléctrica de su avión, el cual entró inmediatamente en barrena. Este fenómeno —el apagado— es idéntico al registrado repetidamente en tierra, sufriendo esta vez sus efectos los automovilistas. Es clásico ya el caso del automovilista que viaja de noche, y de pronto se queda parado en mitad de la carretera y con los faros apagados. Cuando desciende para averiguar lo ocurrido, no es raro que vea elevarse, a un centenar de metros, un enorme disco que emite un fulgor anaranjado. Podría citarte varios casos de este tipo, todos auténticos[4]. En ocasiones, el apagón se acompaña de un extraño cosquilleo y a veces incluso de una paralización del conductor. Esto, en tierra, no tiene importancia, pero en el caso del pobre Mantell sí la tuvo.
—¿Es que ha habido… aterrizajes, profesor?
—Sin duda alguna. Uno de los más clásicos, por ejemplo, es el que sucedió una noche en el aeródromo de Marignane, cerca de Marsella. Esto ocurrió a las dos y cuarto de la madrugada del día cuatro de enero de 1954. El único testigo del hecho fue el aduanero Gachignard, quien, pálido de emoción, comunicó haber visto un aparato discoidal de unos siete metros de diámetro posado sobre una de las pistas, de la que se elevó a los pocos segundos. Otro aterrizaje es el que presenció el ex comandante de la Wehrmacht Oscar Linke, en el claro de un bosque. En esta ocasión, el testigo distinguió a dos de los tripulantes, de pie al lado del disco. Vestían un extraño traje metálico y sobre el pecho de uno de ellos un aparato emitía una luz intermitente. Cuando Linke llamó a su hija, que se había quedado atrás, los dos seres corrieron hacia su astronave, penetraron en ella y ésta se elevó, desapareciendo. Aquella misma noche, muchos habitantes de la región vieron una «bola» incandescente que tomaron por un meteoro.
—¿Cuántos tipos de astronaves existen, profesor Semenov?
—Existen tres, o mejor dicho, cuatro categorías de «Objetos No Identificados», para utilizar la terminología del ATIC. Los primeros son las astronaves propiamente dichas, enormes discos de unos setenta metros de diámetro, provistos de un abultamiento circular —en realidad un corredor tubular animado de un movimiento de rotación, mediante el cual se crea una centrifugación o gravedad artificial. En este corredor se hallan los tripulantes, con la cabeza apuntando al centro del disco y los pies hacia la periferia del mismo. En el centro de la astronave se halla el reactor iónico. Estas grandes astronaves no son muy aptas para los desplazamientos atmosféricos. Su posición de crucero no es la horizontal, sino la vertical, ya que en el vacío interestelar no sufren frenado alguno. Los fotógrafos brasileños Keffer y Martins sacaron cinco impresionantes clisés de una de estas astronaves, cuando sobrevolaba Río de Janeiro. Los negativos fueron adquiridos por las Fuerzas Aéreas norteamericanas por 20.000 dólares. Supongo los habrás visto en alguno de mis artículos. Desde luego, las Fuerzas Aéreas estadounidenses no se gastan el dinero en fraudes, ¿no crees?
—Desde luego. Pero siga usted. Esto es muy interesante.
—Tenemos después las navecillas discoidales de exploración, aparatos en forma de gran campana invertida, de «sopera», de un diámetro de unos seis o siete metros. A pesar de la prevención que me inspira Adamski, reconozco que éste sabía algo cuando publicó sus célebres fotografías de este tipo de aparatos. Por último, existen las grandes naves portadoras, enormes cilindros de extremos ahusados, de una longitud de hasta doscientos metros. Estas grandes naves patrullan siempre a gran altura, en plena ionosfera. Una de estas grandes naves portadoras era lo que vieron centenares de personas en Ibiza y Mallorca el año 1952. En forma de punto extraordinariamente brillante, de una magnitud aparente semejante al planeta Venus, esta nave permaneció tres días entre Ibiza y Mallorca. Fue examinada al teodolito por oficiales del Ejército español, que por triangulación calcularon su altura en unos 80 kilómetros. A esa altura no se ha conseguido aún colocar ningún objeto fijo; los globos sonda alcanzan a duras penas los 30 kilómetros, y el Mayor Simmons, como recordarás, sólo llegó a 36 kilómetros en su célebre ascenso. La altura record de los aviones a reacción es algo menor. Se trataba pues de un ingenio extraterrestre; de una nave portadora, similar a la observada en el mismo año en Oloron, Francia (quizás era la misma nave) también por docenas de personas, entre ellas todo el personal de un Instituto de Segunda Enseñanza. Desde estas naves portadoras —espero que ya visitarás alguna, como yo he hecho— se lanzan las navecillas de observación que antes te he citado. Pero esto no es todo.
—¿No?
—Ya te he dicho que había cuatro tipos de aparatos. El cuarto es completamente inmaterial. Son las «bolas luminosas», de diámetro inferior a un metro, que en ocasiones han seguido a los aviones terrestres. Fueron vistas por primera vez durante la Segunda Guerra Mundial —finales de 1944 y principios de 1945— sobre Alemania. Los aviadores aliados vieron extrañas esferas o discos luminosos que seguían a sus aviones, los adelantaban o evolucionaban a su alrededor completamente indiferentes al fuego de ametralladora que se les hacía e igualmente, a los disparos de los cañones antiaéreos. Su velocidad era aterradora. Por otra parte, los aviadores alemanes los vieron igualmente, lo que descarta la hipótesis de que se tratase de algún arma de cualquiera de los dos adversarios. También fueron vistos en el Pacífico, siempre con la misma forma redonda y brillo extraordinario. En determinada ocasión una de estas misteriosas «bolas luminosas» atravesó silenciosamente la carlinga de un avión de la Air Force: apareció delante de los pilotos dentro de la cabina, visitó zigzagueando lentamente todo el interior del bombardero, y desapareció por la cola. Además, en el curso de la batalla de Okinawa, en 1945, los radar señalaron la proximidad de aparatos desconocidos que no llegaron a ser visibles. El caso se repitió varias veces, provocando estados de alerta entre todas las fuerzas combatientes del Pacífico. Empezaban a observarnos seriamente, muchacho. Pero luego el radar señaló varias veces presencias misteriosas. ¿Recuerdas el famoso «fantasma de Orly»?
—Creo que leí algo a ese respecto, profesor.
—Durante «toda la noche», algo de grandes dimensiones se cernió sobre el aeródromo parisiense de Orly, siendo captado perfectamente por el radar del aeropuerto, que le asignó unas dimensiones de unos ochenta metros. Los aviones que entraban y salían, veían una luz roja en el lugar correspondiente del cielo. En ocasiones, aquello siguió por un trecho a uno de los aviones salientes. De pronto pegó un fantástico brinco y desapareció a tres mil kilómetros por hora. Una luz roja fue vista pasar sobre varias localidades francesas, pudiéndose reconstruir así el itinerario de la astronave sobre Francia.
—Muy interesante. Pero, volviendo a las misteriosas «bolas luminosas», ¿qué son exactamente, profesor?
—Telecaptores. Ojos televisores o, si lo quieres más claro, concentraciones, haces de rayos de una naturaleza similar a nuestro radar, pero ultraperfectos. Se utilizan para examinar objetos terrestres desde la base en que nos encontramos o desde una de las portanaves. Los americanos los llamaron foo-fighters, cazas de fuego.
El profesor hizo una pausa y rebuscó en sus bolsillos.
—¿Dónde habré dejado el encendedor? ¡Ah, ya sé! Lo he olvidado sobre tu aparato de «televisión» —y soltó una risita.
Johnny se levantó.
—Voy a por él, profesor.
—Gracias, muchacho.
Johnny se dirigió hacia la «puerta» de su dormitorio, con la cabeza llena de bolas luminosas, naves portadoras, discos y bases espaciales. Ante la pared tuvo una momentánea vacilación y, para cerciorarse, acudió a su procedimiento de introducir la mano. Esta desapareció en la sustancia gris, y entonces Johnny se decidió a penetrar en ella. Pero él no sabía que en aquella pared, existían dos puertas contiguas y él se coló de rondón por «la otra»…