II
DÓNDE ESTABA JOHNNY

AL PRINCIPIO, Johnny no notó ninguna diferencia. Quiero decir que le pareció estar aún en el cohete de pruebas, sometido a centrifugaciones, aceleraciones bruscas, frenados, etc.

No es que aquello resultase muy agradable, en verdad, pero tampoco muy molesto. Cuando Johnny tenía quince años, su pasión eran las montañas rusas. Cuando a los demás les parecía que una mano les arrancaba el estómago, Johnny se encontraba en el mejor de los mundos y sonreía satisfecho, sin que se le cayese ninguna de las patatas fritas que iba comiendo. Verdaderamente, aquel muchacho no tenía nervios.

Así es que llegó a la órbita fijada sin inmutarse mayormente. Se encendió un disco verde en el tablero que tenía enfrente y en letras blancas leyó Órbita: O.K. Entonces cambió ligeramente de posición, y sin ninguna sorpresa por su parte observó que ya no pesaba. Inmediatamente, se encendió otro aviso verde: Gravedad O. Lo que resultaba más molesto era estar tendido en aquel cuchitril, sin espacio apenas para estirar las piernas. A un palmo de su nariz tenía el tablero, lleno de esferas y aparatos indicadores, que le decían en todo momento lo que ocurría. Durante los siete días que duraría su encierro, él no tenía que hacer absolutamente nada. Embutido en su apretado traje de aviador estratosférico, todas sus necesidades fisiológicas estaban previstas y resueltas de antemano, mediante dispositivos adecuados. En el interior de su casco de plexiglás había dos tubitos, colocados al alcance de su boca, que le proporcionaban alimento líquido bajo la forma de caldos nutritivos y vitamínicos. El flemático Johnny se dispuso a pasar lo mejor posible los siete días que duraría su encierro. Como medio de distraerse, los psiquiatras le habían aconsejado que realizase mentalmente sencillas operaciones aritméticas o que se dedicase a recordar momentos agradables de su vida.

De esta manera transcurrieron monótonamente las horas y los días, que para el solitario pasajero del espacio no tenían la menor diferencia entre sí. Le parecía estar en una absoluta inmovilidad y le rodeaba un silencio que hubiera sido enloquecedor, si Johnny hubiera sido de los que se vuelven locos por tan poca cosa.

Cuando no dormía, Johnny efectuaba operaciones de regla de tres, dividía hipotéticas manzanas entre hipotéticos hermanitos, elevaba cantidades al cuadrado o recordaba las horas de placer que pasó con su primera caña de pescar en las manos. Precisamente hacia el quinto día de su encierro, según le indicaba el cronómetro de esfera luminosa que contaba el tiempo ante sus ojos, y cuando Johnny se hallaba medio amodorrado, reviviendo en su interior una lucha feroz con una descomunal trucha de montaña, el silencio constante que lo rodeaba se rompió. Fue algo insignificante, un simple susurro, pero en aquel silencio de tumba faraónica adquirió las proporciones de un cañonazo. El espíritu de Johnny se quedó con la trucha en el aire, y terminó por tirarla definitivamente al arroyo cuando el susurro se volvió a repetir. Johnny se incorporó a medias en su litera, y aguzó el oído. Nada. Aproximó la cara a la portilla de plexiglás, de un diámetro de cinco centímetros, que le permitía echar fugaces vistazos al mundo exterior, y escrutó por ella. Unos puntos de luz rojos, azules y blancos, increíblemente brillantes y fijos, parecían clavados sobre una superficie de terciopelo, tachonada de otros puntos más pequeños, que a veces se reunían formando grandes nubes luminosas. Las estrellas, el Universo, contemplado cara a cara, sin el filtro protector de la atmósfera terrestre. Johnny miró con indiferencia un espectáculo sublime que ya le parecía vulgar. La posición del satélite no le permitía ver otra cosa. Animado de un lento movimiento de rotación sobre sí mismo, el satélite le mostraba entonces únicamente el vacío exterior. Tenían que transcurrir algunas horas antes de que apareciese la opalina y gigantesca superficie de la Tierra. Johnny consultó los aparatos de a bordo. Todo parecía en regla. Sin embargo, si algo ocurría, él sería totalmente impotente. Su papel a bordo era meramente pasivo: Aquellas esferas luminosas sólo servían, en realidad, para distraerle y tranquilizarle. El delicado cerebro electrónico albergado en las entrañas del satélite se encargaría, a su debido tiempo, de realizar todas las maniobras necesarias para el aterrizaje. Los aparatos regeneradores de aire funcionaban también automáticamente; en realidad, de la perra Troika a Johnny había muy poca diferencia. El susurro se reprodujo. Esta vez Johnny creyó identificarlo. Era como si «alguien» arañase las paredes exteriores del satélite. Reinó un breve silencio, y a continuación se oyeron distintamente unos «pasos». Johnny contuvo el aliento. Sí, no había duda: «alguien» parecía andar sobre la superficie exterior. A continuación resonaron dos tremendos martillazos, que casi perforaron los tímpanos de Johnny, acostumbrados al silencio total. El satélite tembló de pies a cabeza, y de pronto Johnny experimentó una sensación que había dejado de serle familiar desde hacía cinco días: pesaba. Su cuerpo se hundía visiblemente en la colchoneta, de espuma de neopreno; intentó levantar un brazo, y el esfuerzo dejó sus músculos doloridos. ¿Sería aquello una caída prematura hacia la Tierra? Esto no era posible, pues sólo estaba en el quinto día.

La aceleración —pues indudablemente se trataba de una aceleración— iba en aumento. Johnny, clavado en su litera, experimentaba una dolorosa opresión en el pecho. Súbitamente le pareció que era mucho peor que las montañas rusas… y además tiraban de él hacia abajo con una fuerza descomunal. Sus oídos empezaron a zumbar… aquello más sin patatas fritas… Su visión se nubló, y el cerebro, falto de riego sanguíneo, pues ni el poderoso corazón de Johnny podía luchar contra una aceleración de 15 G, se negó a funcionar. El espíritu del muchacho, con la trucha y la raíz cuadrada de Pi, cayó dando tumbos en una negra sima.

Johnny trataba de seguir durmiendo, mientras su yo consciente le regañaba por haberse dejado las persianas abiertas la noche anterior. Con aquella luz era imposible dormir. Sin embargo, aún intentaría hacerse el remolón un rato. Abajo, en la cocina, su hermanita Peg estaría preparándole ya el desayuno. Su padre se habría ido a la oficina y su madre estaría en el jardín, de charla con la señora Simmons, la vecina, mientras ambas tendían la colada. En cuanto a él, después de desayunar no tendría más remedio que irse a la Universidad. ¡Qué aburrimiento! Trató de no pensar en ello, e intentó taparse la cabeza con las sábanas. ¡Dichosa claridad! Pero sus manos sólo asieron el vacío. Colérico, dio media vuelta y se tendió de bruces, para enterrar la cara en la almohada. Pero su nariz se aplastó contra algo duro. Abrió los ojos, y contempló una superficie achocolatada que tenía el brillo y la consistencia del cuero. Con la nariz pegada a ella, la fue siguiendo hasta que de pronto terminó y se encontró mirando a un pavimento gris mate, a un metro por debajo de él. Entonces Johnny pegó un brinco y se puso de rodillas, con los ojos desmesuradamente abiertos. ¿Dónde estaba? Aquello no era su cuarto… De pronto hubo un relámpago de luz en su cerebro. ¡El satélite! La última vez que estuvo consciente, se hallaba en el satélite. ¿Y ahora?

Se hallaba en el centro de una habitación perfectamente circular, de techo y paredes gris mate, que se unían sin formar ángulos rectos. Él estaba de rodillas sobre una especie de litera, cubierta toda ella por la materia achocolatada parecida al cuero, dura pero al propio tiempo elástica. Una luz cegadora iluminaba la estancia, sin salir de ninguna parte ni provocar sombras. Paseó la mirada en torno suyo, tratando de descubrir una puerta, pero no lo consiguió. Su idea inmediata fue la de que el satélite había caído a tierra y él se encontraba en un hospital de la Armada. Sin embargo, aquella luz sin sombras… Johnny se sentó en el borde de la litera y saltó al suelo. Aquel pavimento era firme y elástico a la vez; apagaba por completo el ruido de las pisadas. Se acercó a una pared y la palpó. Parecía hecha del mismo material, suave al tacto, tibio y sin mostrar ningún poro. Alguna clase de plástico, pensó. Entonces alguien tosió a sus espaldas. Johnny se fue volviendo poco a poco, como un gato a punto de saltar, y vio a una esbelta figura de pie junto a la litera, contemplándole con expresión afable.

Dicen que la primera impresión es la que cuenta, y la que se llevó Johnny de aquel hombre había de influir mucho en sus ulteriores relaciones con los que le eran semejantes. Inmediatamente se sintió ganado por la simpatía y poder que irradiaba aquella personalidad. De elevada estatura, casi dos metros, cara delgada y pálida, coronada por una frente extraordinariamente alta, y cabellos negros, le miraba con unos ojos grises que parecían penetrar hasta el fondo de su alma. Un ajustadísimo maillot negro cubría todo su cuerpo desde el cuello a los pies, dejando únicamente libres la cara y las manos. Johnny no observó costuras perceptibles ni bolsillos; aquel hombre parecía cubierto de una segunda piel, que se amoldaba exactamente a su musculatura.

Como las heroínas de novela rosa, lo primero que preguntó Johnny fue:

—¿Dónde estoy?

El hombre vestido de negro sonrió imperceptiblemente.

—Estás entre amigos —respondió con una voz grave y musical—. No te preocupes.

—Bien, pero ¿dónde estoy?

Johnny no era de los que renunciaban fácilmente a saber una cosa.

—Lo importante es saber que estás bien —respondió el desconocido, sin contestar directamente—. ¡Ah! No me he presentado. Soy el doctor Linn Muir.

Al tiempo que pronunciaba estas palabras, avanzó hacia Johnny y le tendió la mano. El muchacho se la estrechó, un poco receloso y molesto porque su interlocutor no hubiese respondido a la pregunta que le había hecho.

—Bueno, si estoy bien, supongo que eso querrá decir que el aterrizaje ha sido un éxito y que podré irme a casa.

El doctor Linn Muir acentuó su sonrisa.

—Me temo que de momento esto no sea posible. Tu… casa queda un poco lejos de aquí. A propósito, debes de estar hambriento. Tantos días comiendo únicamente extractos nutritivos y otras porquerías semejantes… ¿Qué te parecería una buena cena a base de pollo y champaña?

La idea no le pareció mala del todo a Johnny, que en aquel mismo instante recordó que tenía un estómago, por los gritos silenciosos que éste profería.

—Acepto su invitación. Pero antes será necesario que me explique cómo se entra y se sale de aquí. Aún no comprendo como usted lo ha hecho.

El doctor Linn Muir, sin responder, se dirigió hacia la pared opuesta.

—Sígueme —dijo.

Johnny le obedeció, y avanzó detrás de él hacia la pared, esperando que de un momento a otro le vería detenerse, para no chocar de narices con ella. Pero no fue así. El doctor Muir siguió avanzando y pasó limpiamente «a través de la pared». Johnny se quedó boquiabierto, deteniéndose a medio metro de ella. Ante él tenía la misma superficie lisa, gris mate, que antes había palpado. De pronto surgió de ella una mano y un brazo enfundado en negro, que le hizo un gesto invitador.

—Sígueme, por favor —resonó de nuevo la voz del doctor Muir, viniendo «del otro lado de la pared».

Seguro de que iba a pegarse un coscorrón, Johnny avanzó… para encontrarse, ante su gran sorpresa, junto al doctor Muir, que le esperaba sonriente al otro lado del «muro».

—¿Cómo es posible? —preguntó estupefacto Johnny—. Hemos atravesado la pared.

—Este… local está dotado de algunos adelantos —respondió el doctor Muir— Esas puertas no son materia, sino energía pura, que quizá sepas que son en el fondo una misma cosa. Pero por el otro lado, te hubieras pegado un coscorrón. Aquella pared era real. La diferencia apenas se nota, y así se consigue dar una mayor intimidad a las habitaciones.

—Por lo visto, en este… local, como usted dice, están al orden del día.

El doctor Muir rió suavemente.

—Por aquí, haz el favor.

Ambos avanzaron por un corredor circular, de curvatura muy amplia, pero que parecía ascender, e iluminado por la misma luz misteriosa e indirecta. La temperatura era muy agradable. «No hace frío ni calor», pensó Johnny. En el aire flotaba un vago olor a ozono, que confirmó la creencia de Johnny dé que se encontraba en una clínica dotada de los últimos perfeccionamientos.

—Es muy curioso el traje que usted lleva, doctor —dijo a su acompañante.

Este volvió a sonreír.

—Muy práctico para el trabajo que realizamos aquí. ¡Ah! Olvidaba decirte que cenarás en compañía. Como mis ocupaciones no me permitirán acompañarte, he escogido a un… compatriota tuyo para que lo haga en mi lugar.

—¿No es usted norteamericano?

—No.

Con esto el doctor Muir se detuvo e indicó la pared de la izquierda.

—Por aquí. Pasa. No temas. Es una puerta como la anterior.

Johnny avanzó resueltamente hacia la pared, y de pronto se encontró cara a cara con un hombrecito arrugado, de pelo canoso y revuelto, que le miraba irónicamente tras de unas gruesas gafas de carey, mientras sonreía de oreja a oreja, mostrando cuatro dientes amarillentos.

—¿Cómo estás, chico? ¿Qué tal ha ido ese viajecito por el espacio?

Se necesitaba ser un cretino o un salvaje —y Johnny no era ninguna de ambas cosas— para no reconocer aquella cara, que se había asomado reiteradamente a las páginas de las revistas de más circulación mundial. El profesor Alexis Semenov, sabio ruso naturalizado en Francia, que dio mucho que hablar con sus atrevidas teorías científicas, sólidamente presentadas, y que aún dio más que hablar cuando desapareció súbitamente sin dejar el menor rastro, hacía cosa de un año.

—¿Usted, profesor Semenov?

—El mismo que viste y calza, muchacho —respondió Semenov en un pésimo inglés.

El doctor Muir intervino.

—Bien, ahora voy a dejarles solos. ¿Han traído ya la cena, profesor?

Semenov hizo un gesto afirmativo, e indicó una mesa preparada con cubiertos para dos. En una mesita auxiliar anexa se veía un pollo asado, dos botellas de champaña puestas a refrescar, una ensalada y otras cosas que hicieron que la boca de Johnny se convirtiese en agua.

—Buenas noches, señores. Que les aproveche. El doctor Muir hizo un gesto de despedida con la mano, y desapareció como tragado por la pared. Johnny no acababa de acostumbrarse a aquellas puertas.

El doctor Semenov se frotó satisfecho las manos.

—Vaya, vaya, jovencito… ¿De modo que eres el primero de la serie? —No le entiendo, profesor—. Ya me entenderás. Cenando hablaremos. Johnny no se hizo rogar. Se sentó en el lugar que le indicó el profesor y desdobló la servilleta. A invitación de Semenov, Johnny trinchó el pollo y sirvió al profesor. Mascando a dos carrillos, se dedicó a observar la cara del sabio, que le miraba con expresión algo burlona, mientras comía muy despacio.

—Vaya, vaya… —repitió Semenov—. Conque ya han empezado, ¿eh? ¿Te gusta ese champaña? Es francos, no te creas. Aquí todo es siempre de lo mejor.

—Así parece —respondió Johnny—. Pero me gustaría poder irme a casa.

El profesor Semenov no respondió a esta observación.

—¿Te acuerdas del revuelo que armé con mis artículos?

—Desde luego, profesor. No es que me interesasen mucho esas cuestiones, pero la verdad es que usted se las arregló para que hablasen de ellas hasta las porteras.

—En efecto, hijo, así fue. Pero cuando un tema científico apasiona a las porteras, los sabios punen el grito en el cielo y se rasgan las vestiduras.

—¿Es que estaban contra usted los sabios? —preguntó Johnny, blandiendo un muslo de pollo en una mano y levantando la copa de champaña en la otra.

—Lo menos que pedían era mi cabeza. Afortunadamente, yo me consolaba pensando en unos ilustres predecesores míos que se llamaron Galileo Galilei, Miguel Servet y otros, que fueron el escarnio de la ciencia oficial de su tiempo.

—Si no recuerdo mal, usted afirmaba que los «platillos volantes» existen y provienen de otro mundo.

—En síntesis, esa era mi doctrina. Pero lo que les fastidiaba más era mi categoría indiscutible en el terreno científico, que fuese miembro de varías sociedades astronómicas mundiales, uno de los primeros astrofísicos del planeta y el descubridor de la ley que hoy se conoce por el nombre de Semenov-Fradin. Mi solvencia científica era precisamente lo que los sacaba de sus casillas. Me consideraban como un desertor, pasado al campo de la literatura sensacionalista, pero los muy mentecatos no se daban cuenta de que yo era el primero de ellos que había visto claro y los salvaba del más espantoso de los ridículos como clase. —Se retrepó en su silla e hizo chasquear los dedos—. ¡Ahí es nada! Un astrofísico de prestigio internacional, un cerebro matemático de capacidad einsteniana, dedicado a contar historias de marcianos. Eppur si muove!, les repetía yo. No soy yo quien los ha creado; son ellos que han venido. Yo estaba muy tranquilo hasta el día que los hallé en mi camino. Desde entonces, ya no pude hacerles caso omiso.

—¿Pero, existen realmente, profesor? La verdad, yo no soy quién para discutir con usted, pero me parece un poco fuerte…

—¿Y las pruebas abrumadoras que presenté? —dijo Semenov, frunciendo el ceño.

—Sí, claro… Pero creo que hubo explicaciones oficiales…

—¡Al cuerno con las explicaciones oficiales! Hace un momento decías que querías volverte a casa, ¿eh? Anda, te invito a hacerlo. Vete.

—Lo siento, profesor. No tenía intención de ofenderle.

—No, si no estoy ofendido. Además, no tienes que irte inmediatamente. Primero termina de cenar. Nos falta aún el café. Entre tanto, te invito a echar una miradita por esa… ventana.

Y el profesor indicó una especie de portilla oval que se destacaba sobre una de las paredes grises de la estancia.

—Acércate a ella.

Johnny se levantó y pegó su rostro a una superficie que le pareció cristal negro. De pronto no comprendió nada. Unas esferitas, rojas, azules y blancas brillaban intensamente ante sus ojos. Muy lentamente, se volvió hacia el profesor.

—¿De modo que…? —preguntó.

—Sí. Eso mismo. La prueba definitiva para los Santos Tomás que aún quedan. Y ahora, vayamos a la habitación de al lado para tomar café.