Mierda, ésta iba a ser una de esas noches.
Eduardo no estaba seguro de cómo se llamaba el club, ni siquiera de cómo exactamente había ido a parar allí. Sabía que estaba en Nueva York, y que estaba en el Meatpacking District. Sabía que había un taxi implicado en el asunto y al menos dos amigos de la universidad, y en algún punto de la historia una chica… ¡Dios, siempre parecía haber una chica implicada! Y estaba bastante seguro de que estaba buena, de que seguramente era asiática y de que tal vez le hubiera besado.
Pero en algún punto entre el taxi y el club la chica había desaparecido, de modo que ahora estaba solo, tirado sobre una banqueta de cuero azul brillante y contemplando su propio reflejo en un vaso de whisky escocés, viendo cómo su propia cara se fundía sobre los bordes curvados de los cubitos de su interior, como una imagen reflejada en una casa de espejos, o tal vez como en uno de esos cuadros de Salvador Dalí de los que hablaron en clase de Básico: Manchas y Puntos creía que se llamaba el curso, arte moderno para chicos a los que el arte moderno se la traía floja.
Eduardo estaba solo, y bebido. Aunque tampoco tan bebido: lo que volvía borrosa la escena era una combinación de cosas, y el alcohol ni siquiera ocupaba uno de los primeros puestos de la lista. En primer lugar estaba la falta de sueño. Hacía unas tres semanas que no se metía en la cama antes de las cuatro, ocupado como estaba con la nueva start-up en la que trabajaba —una combinación de asistencia médica, redes sociales y todo lo que hubiera en medio—, con el juicio que le robaba la mayor parte de sus días, y por supuesto con su vida social repartida entre Boston, Nueva York y de vez en cuando California. Y luego estaba el Phoenix, claro está, siempre el Phoenix. A nadie le importaba que fuera un poco mayor que los demás miembros activos del club, porque seguían siendo hermanos y siempre lo serían. Además, todo el mundo en el Phoenix sabía aún quién era. Lo que había hecho. Aunque el resto del mundo no hubiera oído hablar de él. Aunque el resto del mundo identificara Facebook con un solo nombre, el de un genio juvenil.
Sí, Eduardo estaba cansado. Llevaba semanas sin dormir bien. Se inclinó en la banqueta, contempló el vaso de whisky y un recuerdo cruzó repentinamente por su cabeza.
Era el recuerdo de otra noche igual que ésta, de otro momento en el que no había mantenido la boca cerrada: un momento del verano de 2004 que pasó en Nueva York. Eduardo no estaba seguro del día y del mes, pero debió ser después de congelar aquella cuenta bancaria, después de esas llamadas entre él y Mark que, vistas retrospectivamente, habían sido el principio del final, las grietas que luego se convertirían en graves fracturas. Eduardo estaba enfadado y también herido; había salido a beber, igual que esta noche, y había terminado en un club, igual que esta noche.
Aquella noche estaba en la pista de baile, persiguiendo a alguna chica, cuando echó una ojeada al otro lado del club y vio que alguien le estaba mirando.
Eduardo le había reconocido al instante, pues en fin, era difícil no reconocerle. Grande, musculado, un atleta con cara de actor de cine y físico olímpico. Eduardo le había visto muchas veces por el campus en compañía de su hermano gemelo. En realidad, no estaba seguro de a cuál de los dos gemelos Winklevoss estaba mirando. Sólo que era uno de ellos y que estaba justo enfrente de él, apenas a tres metros, en algún club desconocido de Nueva York.
Y en aquel momento Eduardo se había dejado llevar por el alcohol y por las emociones. Tal vez en el fondo tuviera una premonición de lo que iba a ocurrir entre él y Mark. O tal vez simplemente estuviera borracho.
Fuera cual fuera el motivo, Eduardo había ido hacia el gemelo Winklevoss y le había tendido la mano.
Cuando el otro le lanzó una mirada sorprendida, Eduardo había soltado las siguientes palabras:
—Lo siento. Me ha jodido a mí igual que os jodio a vosotros.
Y sin decir nada más se había dado la vuelta y había desaparecido otra vez en la pista de baile.