En algún momento de aquella noche, o tal vez al día siguiente, es probable que Mark Zuckerberg recibiera una llamada telefónica: tal vez de los abogados de la empresa, tal vez del propio Sean. Es posible que Mark estuviera en las oficinas de Facebook en aquel momento, pues estaba casi siempre en aquellas oficinas. Podemos imaginarlo allí, solo, con la cara iluminada por el resplandor verdeazulado de la pantalla del ordenador. Tal vez fuera a altas horas de la noche, o tal vez por la mañana. El tiempo nunca había sido un concepto demasiado útil para Mark: sólo unos tics en un reloj que no tenían ningún sentido real, ninguna pretensión o valor propio. La información era mucho más importante, y la información que Mark acababa de recibir ciertamente requería una respuesta rápida, y totalmente eficiente.
Sean Parker era un genio y había sido una pieza clave para llevar a Facebook hasta donde estaba ahora. Sean Parker era uno de los héroes de Mark, y siempre sería un mentor, un consejero y tal vez incluso un amigo para él.
Pero podemos imaginarnos lo que pensó Mark después de escuchar los detalles de la fiesta doméstica donde la policía acababa de hacer una redada: Sean Parker tenía que irse.
Fuera cual fuera el motivo, aunque no fueran a presentar cargos contra Sean por nada que hubiera hecho, a ojos de algunas personas la situación actual convertía a Sean en un peligro para Facebook. Para sus detractores, siempre había sido una persona salvaje e impredecible. La gente no siempre le comprendía, y para algunos su nivel de energía resultaba aterrador. Pero esto era distinto. No tenía vuelta de hoja. No importaba por qué había ocurrido —mala suerte o lo que fuera— el resultado era tan claro como input, output.
Sean Parker tenía que irse.
Igual que Eduardo, igual que los Winklevoss, cualquiera que se convirtiera en una amenaza para Facebook —fuera cual fuera su intención— debía ser neutralizado, pues en último término aquello era lo único que importaba. Facebook era la creación de Mark Zuckerberg, su bebé, y se había convertido en el centro de su vida. Al principio tal vez fuera simplemente una cosa divertida, una cosa interesante. Otro juguete, como la versión del Risk que creó cuando estaba en el instituto, o como Facemash, la gamberrada que casi consigue que le expulsen de Harvard.
Pero podemos sospechar que ahora Facebook era una extensión del único amor verdadero de Mark en el mundo: el ordenador, esa pantalla luminosa que tenía frente a su rostro. Igual que Bill Gates —el ídolo de Mark— había impuesto el ordenador personal a la humanidad con su revolucionario software, Facebook era también una revolución que podía cambiar el mundo: el intercambio libre de información entre redes sociales podía contribuir a digitalizarlo como nada más podía hacerlo.
Mark no dejaría que nada ni nadie se interpusiera en el camino de Facebook.
Podríamos ilustrar muy bien aquello en lo que se había convertido Mark Zuckerberg con una tarjeta comercial, una tarjeta simple y elegante con una única frase impresa en el centro que Mark probablemente había escrito en su ordenador, mientras la pantalla le iluminaba la cara: una tarjeta comercial que luego habría impreso y que llevaba consigo a todas partes.
En cierto sentido, la tarjeta no representaba otra cosa que el sentido del humor personal de Mark Zuckerberg. Pero en otro sentido, la tarjeta era algo más que un juego, porque lo que decía era verdad. No importa lo que nadie quisiera creer, no importa lo que nadie intentara hacer, la idea implícita en la tarjeta siempre sería cierta.
Inevitablemente, indeleblemente cierta.
Podemos imaginarnos a Mark leyendo las palabras de la tarjeta en voz alta para sí mismo, con una levísima sombra de sonrisa cruzando su rostro usualmente impasible.
«Yo soy el CEO, capullo».