CAPÍTULO 31:
Junio de 2005

«Diez mil hombres de Harvard…»

Las rodillas de Eduardo protestaron bajo los pesados pliegues de la toga negra de poliéster cuando éste retorció su largo cuerpo tratando de encontrar una posición cómoda en la pequeña silla plegable de madera, buscando el modo de encajar en aquel reducido espacio rodeado además de sillas parecidas por los cuatro costados. Hacía un calor ridículo bajo la toga, y no ayudaba precisamente que el estúpido birrete que llevaba en la cabeza le fuera al menos dos tallas pequeño, de modo que se le clavaba en la piel húmeda de la frente y le arrancaba pelos de raíz.

A pesar de todo, Eduardo estaba sonriente. Incluso después de todo lo que había ocurrido, sonreía. Miró a su derecha, a la larga fila de compañeros de clase vestidos igual que él, con togas negras y sombreros absurdos. Luego miró por encima del hombro hacia las filas y filas de alumnos igualmente ataviados que cubrían casi la mitad de Harvard Yard, hasta que las togas negras dejaban paso a las americanas de verano y los pantalones kaki, al colorido mar de familias orgullosas con sus cámaras y sus grabadoras de vídeo.

«Diez mil hombres de Harvard…»

Eduardo volvió a girarse hacia el estrado, que estaba a casi diez metros de donde estaba él. El presidente Summers ya había ocupado su posición detrás del podio, flanqueado por sus decanos y con un montón de diplomas a su derecha. En cualquier momento, el micrófono del atril cobraría vida y el primer nombre resonaría por Harvard Yard, rebotando en los antiguos edificios de piedra cubiertos de hiedra, reverberando en las escaleras de piedra de la Widener, haciendo rappel por los pilares griegos de la biblioteca hasta el cielo color aguamarina.

La mañana había sido larga para Eduardo, pero aún se sentía lleno de energía, y al ver a sus compañeros removerse en sus asientos de madera se daba cuenta de que se sentían igual de vivos que él.

El día había comenzado temprano, con el desfile de las Residencias del Río: una larga columna de alumnos de último curso vestidos con togas negras que avanzaba por Harvard Square hacia Harvard Yard. Por más calor que hiciera, Eduardo llevaba americana y corbata debajo de la toga. Después de la ceremonia, iba a pasar la mayor parte de la tarde con su familia. No estaba seguro de dónde se encontraban entre el público que se extendía a partir de donde terminaban los alumnos, pero sabía que estaban allí.

En realidad, todo Harvard Yard estaba lleno de gente: más de la que Eduardo había visto nunca en un mismo lugar, aparte de algún concierto de rock de su época del instituto. Y estarían allí todo el día. Aquella tarde hablaría el actor John Lithgow, también graduado en Harvard. Antes de eso, los alumnos que se graduaban se reunirían en las escaleras de la Widener para hacerse una fotografía. Luego harían un picnic con sus familias, y finalmente se despedirían entre ellos y de la universidad. Tal vez algunos de ellos arrojaran el sombrero al aire, en parte porque habían visto el cliché por televisión, y bueno, en parte porque los sombreros eran totalmente estúpidos.

Eduardo devolvió su atención al estrado. Le impresionaron inmediatamente los colores, que contrastaban con el mar de negro que le rodeaba. Los representantes oficiales de la universidad, los profesores titulares, el alumno de honor: todos estaban allí, alineados detrás del presidente con sus togas brillantes, casi psicodélicas. La mirada de Eduardo se deslizó otra vez hasta ese montón de diplomas. Sabía que en algún lugar de esa montaña de papel enrollado había un diploma con su nombre: una página con membrete en latín que les había costado más de ciento veinte mil dólares a sus padres.

En cierto sentido, ese diploma le había costado mucho más a Eduardo.

«Diez mil hombres de Harvard…»

La melodía procedía de algún lugar a la izquierda de Eduardo. No podía creer que alguien se supiera realmente la letra de la vieja canción de guerra de la universidad. Bueno, al menos parte de la letra, pues en realidad tarareaba la mayor del tiempo. Eduardo sí se sabía la letra, porque la había aprendido durante su primer curso después de que la banda tocara la canción durante la regata Harvard-Yale. En aquella época era un gran fan del Crimson, estaba orgulloso de formar parte de esta historia, de esta universidad. Orgulloso porque su padre estaba orgulloso, porque todo el trabajo del instituto había valido la pena. Aquel camino plagado de obstáculos —aprender un nuevo idioma, encajar en una nueva cultura— le había llevado a aquel lugar, al pulcro Harvard Yard bordeado de edificios históricos. Había aprendido la canción porque aquél era su momento, igual que era el de cualquiera que hubiera estado alguna vez allí, hombro con hombro con los demás alumnos. Se lo merecía, cada segundo de aquello.

Diez mil hombres de Harvard quieren la victoria hoy,

Pues saben que sobre el viejo Eli

Manda con justicia Harvard.

Venceremos pues a los hombres del viejo Eli

Y cuando termine la carrera cantaremos otra vez:

¡Diez mil hombres de Harvard consiguieron la victoria hoy!

Eduardo volvió a dirigir su atención al estrado. Summers estaba casi a punto de empezar, con su cara ancha y carnosa a un palmo del micrófono. Eduardo sabía que todavía tardaría un rato en llegar hasta su nombre, y también sabía que cuando lo hiciera seguramente lo diría mal. Se dejaría la O del nombre, o bien pondría el acento en la segunda sílaba del apellido. Estaba acostumbrado a eso, y no le importaba. Subiría allí y cogería ese diploma, porque se lo merecía. Así es como se suponía que debía funcionar el mundo. Eso era lo justo.

Casi al mismo tiempo que el micrófono cobraba vida y Summers leía el primer nombre, saltó un flash desde algún lugar por detrás de Eduardo, una cámara de alta potencia que inmortalizaba el primer alumno camino del estrado.

Eduardo no pudo evitar preguntarse si esa fotografía llegaría algún día al perfil Facebook de alguien. Lo más seguro era que tarde o temprano lo haría.

Por primera vez aquel día, la sonrisa de Eduardo casi desapareció.

* * *

Dos de la madrugada.

Dieciocho largas horas después.

Con las manos hundidas en los bolsillos de su americana y la cabeza dándole vueltas después de un día de familia y de altas temperaturas, así como de un cuarto de botella de whisky de marca, Eduardo se hundió en un sofá de cuero del tercer piso del Phoenix, mientras observaba a un grupo de rubias desconocidas que bailaban alrededor de una mesa tan cargada de botellas de alcohol que parecía una pequeña y rutilante metrópolis de cristal en una noche de luna.

Abajo, la fiesta estaba en su apogeo. Las tres plantas del edificio retumbaban con la música de la pista de baile del primero, una mezcla de hip-hop y los 40 principales; Eduardo podía imaginarse la multitud de jóvenes saltando sobre los suelos de madera, tragando humo de la hoguera de fuera, sacudiéndose de encima la caspa de doscientos años de historia a base de brincos y giros al ritmo de la música. Podía imaginarse a todas esas chicas guapas, muchas de ellas recién bajadas del Polvo Bus, y a todos esos jóvenes miembros del Phoenix buscando esa conexión especial, esa noche para recordar, ese momento congelado en el tiempo.

Pero aquí arriba, en el tercer piso, las cosas estaban más tranquilas. Aparte de las rubias danzantes, el lugar tenía el aspecto de una sala VIP pija. Y el decorado era también propio de una sala VIP: mullida moqueta carmesí, madera de tonos oscuros en la paredes y el techo, sofás de cuero, mesas llenas de botellas de licor de marcas caras. El salón del tercer piso era un lugar totalmente exclusivo, sólo para invitados, un lugar de esos que se cierran con una cinta de terciopelo.

Desde que volvió de California —desde el momento al que se refería ahora como la «traición de Mark»— Eduardo se había pasado la mayor parte del tiempo en su habitación, sentado en el sofá. Pensando. Contemplando. Planificando su futuro.

La universidad había terminado, y Eduardo se disponía a salir de los seguros confines de Harvard Yard. No estaba seguro de a dónde quería ir tal vez a Boston, tal vez a Nueva York. Pero estaba seguro que ya no era ningún niño. Ya no se sentía como un niño.

Para empezar, había iniciado los trámites legales para luchar por lo que consideraba suyo. Había contratado a abogados, enviado cartas y dejado claras sus intenciones ante Mark y el resto del equipo de Facebook: pensaba demandarles. Detestaba la idea de tener que ir a una sala de juicios, de enfrentarse a su «amigo» delante de un juez o de un jurado. Pero sabía que no había otro modo de hacerlo. Ya no era sólo cosa de Mark y él.

Sentado en el sofá de cuero, Eduardo se preguntó si Mark tendría algún remordimiento por cómo habían salido las cosas.

Probablemente no, se respondió a sí mismo con una mueca. Es probable que Mark ni siquiera pensara que algo había salido mal. Desde el punto de vista de Mark, sólo había hecho lo necesario para sacar adelante la empresa.

Después de todo, Facebook había sido idea de Mark. Él era quien había puesto las horas, el trabajo. Él era quien había construido la empresa desde sus cimientos en su dormitorio. Él era quien había escrito el programa, quien había lanzado la página, quien había ido a California, quien había pospuesto la universidad, quien había encontrado el dinero. Desde su punto de vista, todo había sido una producción de Mark Zuckerberg desde el primer día. Y todos los demás simplemente querían subirse al carro. Los Winklevoss, Eduardo. Tal vez incluso Sean Parker.

Desde el punto de vista de Mark, en realidad, probablemente era Eduardo quien había actuado de forma indebida y había traicionado su amistad. Desde su punto de vista, Eduardo había intentado perjudicar a la empresa al congelar la cuenta. Desde su punto de vista, Eduardo había puesto obstáculos a la entrada de CR al insistir en su posición de director de la empresa. Desde su punto de vista, Eduardo había hecho también otras cosas que podían perjudicar a Facebook, como lanzar una página web independiente, Joboozle, y recurrir a la misma base de anunciantes de Facebook con la ayuda de lo que Mark podría haber considerado secretos comerciales. Mark tenía tantas razones para considerarse la parte perjudicada como Eduardo.

Pero Eduardo no lo veía así. Eduardo creía sincera y honestamente que había estado allí desde el principio. Que había sido una pieza crucial en el éxito de Facebook. Había puesto el dinero necesario para empezar. Había puesto su tiempo. Y tenía derecho a recibir lo que se había acordado. Pura y simplemente.

Eduardo sí estaba de acuerdo con Mark en una cosa: ya no era una cuestión de amistad. Era una cuestión de negocios. Simples negocios.

Eduardo no dejaría de defender lo que consideraba sus derechos. Llevaría a Mark ante los tribunales. Le obligaría a dar explicaciones. Le obligaría a cumplir con lo acordado.

Mientras observaba a las chicas girando al son de la música, con el pelo rubio flotando y ondeando como una tormenta dorada, Eduardo se preguntó si Mark se acordaba de cómo había empezado todo, de que al comienzo eran sólo dos colgados que querían hacer algo especial, llamar la atención: en realidad, dos colgados que querían acostarse con alguna tía. Se preguntó si Mark se daba cuenta de lo mucho que habían cambiado las cosas.

Aunque tal vez Mark no hubiera cambiado en absoluto. Tal vez Eduardo le hubiera entendido mal desde el principio. Tal vez había proyectado sus propios pensamientos sobre aquel vacío, igual que habían hecho los gemelos Winklevoss, y sólo había visto lo que quería ver.

Tal vez no hubiera conocido nunca a Mark Zuckerberg.

Eduardo se preguntó si en el fondo el propio Mark Zuckerberg se conocía a sí mismo.

¿Y Sean Parker? Probablemente también creía conocer a Mark Zuckerberg. Pero Eduardo estaba bastante seguro de que la suya también sería una relación corta.

Para Eduardo, Sean Parker era como un pequeño y nervioso cometa cruzando la atmósfera; ya había quemado dos start-ups. La cuestión no era si quemaría también Facebook, sino cuándo lo haría.