Eduardo recordaría este momento el resto de su vida.
Comenzó a temblar estando aún de pie en la oficina semivacía, contemplando los papeles que el abogado le había entregado en el mismo momento en que había cruzado la puerta. Esta vez era otro abogado, y una puerta diferente; no el subalquiler estilo dormitorio universitario en un suburbio lleno de árboles, sino una auténtica oficina situada en la University Avenue en el centro de Palo Alto, con paredes de cristal, mesas chapadas en arce, monitores de ordenador nuevos, moqueta, incluso una escalera decorada con los grafitis de un artista local que habían contratado especialmente para eso. Una auténtica oficina, con otro abogado de verdad plantado entre Eduardo y Mark, el cual debía estar en algún otro lugar de la oficina, frente a uno de los ordenadores, donde siempre parecía estar, seguro en el resplandor de esa maldita pantalla.
Al principio, Eduardo pensó que el tipo estaba de broma al darle la bienvenida con más contratos por firmar, antes incluso de que tuviera ocasión de examinar el lugar o de preguntar a Mark por el nuevo empleado, por la venta de dos millones de dólares en acciones o por el e-mail. Pero en cuanto Eduardo comenzó a leer los documentos legales, se dio cuenta de que su viaje a California no tenía nada que ver con ninguna reunión de negocios.
Era una emboscada.
Eduardo tardó unos minutos en comprender lo que estaba leyendo, pero cuando lo hizo la sangre huyó de sus mejillas y su piel se puso fría. Finalmente lo comprendió todo como un disparo de pistola que le abrió el pecho desde dentro, que destrozó una parte de él que sabía que no recuperaría nunca. Ninguna hipérbole, ningún adjetivo, ninguna palabra podía describir cómo se sentía; pues en el fondo se daba cuenta de que debería haberlo visto venir, que debería haberlo sabido, que debería haber leído las señales. Pero simplemente no lo había hecho. Había sido tan ciego. Tan estúpido.
Simplemente no se lo había esperado de Mark, de su amigo, del chico que había conocido cuando eran dos colgados en una hermandad judía underground luchando por encajar en Harvard. Habían tenido sus problemas, y Mark podía llegar a ser muy frío, muy distante. Pero lo que estaba leyendo iba más allá de todo eso.
Para Eduardo era una traición, pura y simple. Mark le había traicionado, le había destruido y se lo había llevado todo. Estaba ahí escrito, en los papeles que tenía en la mano, tan claro como las letras negras impresas sobre esas páginas blancas como el marfil.
Primero, había un documento fechado el 14 de enero de 2005: un consentimiento escrito de los accionistas de TheFacebook para aumentar el número de acciones de la compañía hasta 19 millones de acciones comunes. Luego había una segunda acción fechada el 28 de marzo por la que se emitían hasta 20 890 000 acciones. Y luego había un documento que autorizaba la emisión de 3,3 millones de acciones adicionales para Mark Zuckerberg; 2 millones para Dustin Moskovitz; y más de 2 millones para Sean Parker.
Eduardo contempló las cifras, haciendo rápidos cálculos mentales. Con todas esas nuevas acciones su propiedad de Facebook estaba ya muy lejos del 34 por ciento. Si sólo se hubieran emitido las nuevas acciones para Mark, Sean y Dustin, estaba por debajo del 10 por ciento… y si se emitían todas las nuevas acciones autorizadas, quedaría diluido hasta prácticamente nada.
Le estaban diluyendo hasta echarle de la empresa.
El abogado comenzó a hablar mientras Eduardo contemplaba los papeles. Eduardo se preguntaba qué reacción esperaba Mark de él. O tal vez Mark no esperara ninguna reacción de Eduardo. Tal vez Mark creyera que Eduardo ya había abandonado la empresa hacía tiempo, en otoño, cuando había firmado los papeles que habían hecho posible todo esto. O tal vez antes incluso, en verano, después de congelar las cuentas. Dos longitudes diferentes de onda, dos puntos de vista distintos.
El abogado siguió hablando, explicando que las nuevas acciones eran necesarias, que habría CRs interesados que las necesitarían, que la firma de Eduardo era una formalidad, que las acciones ya habían sido autorizadas igualmente, que era algo bueno y necesario para la empresa, que era una decisión ya tomada…
—No.
Eduardo oyó su propia voz reverberar por su cabeza, rebotar en las paredes de cristal, subir por la escalera pintada de grafitis, cruzar toda la oficina medio vacía.
—¡No!
Eduardo se negó a firmar la renuncia a su parte de la propiedad de Facebook. Se negó a firmar la pérdida del que había sido su gran logro. Había estado allí desde el principio. Había estado en esa habitación. Era uno de los fundadores de Facebook y merecía su 30 por ciento. Él y Mark tenían un acuerdo.
La respuesta del abogado fue inmediata.
Eduardo ya no era un miembro de Facebook. Ya no formaba parte del equipo directivo, ya no era empleado de la empresa, ya no estaba relacionado con ella de ningún modo. Podía ser borrado de la historia de la empresa.
Para Mark Zuckerberg y para Facebook, Eduardo Saverin ya no existía.
Eduardo sintió que las paredes caían sobre él.
Tenía que salir de allí.
Tenía que volver a Harvard. Volver al campus, a casa.
No podía creer lo que estaba oyendo. No podía creer aquella traición. Pero le decían que no tenía otra opción. La decisión había sido tomada, le dijeron, tomada por Mark Zuckerberg, fundador y CEO, y por el nuevo presidente de Facebook.
Eduardo tuvo aún otro pensamiento mientras las horribles noticias caían sobre él.
¿Quién diablos era el nuevo presidente de Facebook?
Cuando pensó un poco más, se dio cuenta de que ya conocía la respuesta a esa pregunta.