—Ahí lo tenemos. Ya es oficial. La primavera ha llegado a Nueva Inglaterra.
Eduardo sonrió mientras su colega AJ señalaba a una chica con las piernas magníficamente bronceadas que pasaba junto a las escaleras de piedra de la biblioteca, con la nariz hundida en un manual de economía, la melena rubia emergiendo entre los cables de su iPod color blanco marfil.
—Sip —respondió Eduardo—. La primera minifalda de la temporada. Desde ahí todo es bajada.
Eduardo no creía que llegara a acostumbrarse nunca a lo mucho que parecía durar el invierno en Harvard; hacía sólo una semana Harvard Yard estaba blanco por la nieve, esos mismos escalones estaban cubiertos por capas de hielo y el aire era tan frío y cortante que casi dolía respirar. Parecía como si marzo no existiera en el calendario de Harvard: era febrero, febrero y más febrero.
Pero al fin, al fin, la nieve se había ido. El aire estaba cargado de aromas, el cielo estaba brillante y azul y casi limpio de nubes, y las chicas habían comenzado a reordenar sus armarios, a guardar los gruesos y feos jerséis y a sacar las faldas, los tops atrevidos y los zapatos con los dedos al aire. Bueno, tal vez los tops no fueran tan atrevidos —después de todo estaban en Harvard— pero se veía la piel, y eso siempre estaba bien.
Por supuesto, todo podía cambiar en un instante: mañana esas nubes grises podían volver y Harvard Yard podía convertirse otra vez en un paisaje inhóspito y lunar. Pero mañana Eduardo ya no estaría en Nueva Inglaterra. Estaría otra vez en California, pues había sido convocado desde las altas esferas.
AJ le saludó con la mano y luego bajó por las escaleras camino de un seminario al otro lado de Harvard Yard. Eduardo seguiría sus pasos en unos minutos, pero no tenía prisa. Eran alumnos de último curso, apenas les faltaban dos meses para la graduación. Podían llegar tarde a clase. Joder, podían saltarse la clase directamente y no pasaría nada. Mientras aprobaran los pocos exámenes que les faltaban, tenían prácticamente un pie fuera de Harvard, armados con esos diplomas que se suponía que tenían tanto valor en el mundo real.
El mundo real. Eduardo ya no estaba muy seguro de lo que significaba esa expresión. Ciertamente no era California, donde Mark seguía recluido en otro subalquiler de otra población suburbana poblada de árboles, expandiendo furiosamente el número de usuarios de Facebook de diez mil en diez mil. Todavía no estaba en las nuevas oficinas de Facebook en Palo Alto de las que Mark le había hablado, ésas que estaban acabando de arreglar para la nueva ronda de contrataciones: la ampliación de la empresa de la que habían hablado en otoño, cuando firmaron todos los papeles para la reestructuración.
El mundo real no podía tener nada que ver con Facebook, porque el mundo real simplemente no iba tan rápido.
El millón de miembros se había convertido de repente en dos millones, e iba camino de los tres. La pequeña página web de Harvard estaba ahora por todas partes: en quinientos campus, en todos los periódicos que Eduardo veía en el quiosco, en todos los noticiarios que pescaba antes o después de las clases. Todo el mundo que conocía estaba en Facebook. Incluso su padre había entrado usando su cuenta y le había encantado. Facebook no era el mundo real: era mucho más que eso. Era un universo nuevo, y Eduardo no podía evitar sentirse orgulloso de lo que él y Mark habían hecho.
Aunque lo cierto era que en los dos últimos meses no había tenido prácticamente ninguna interacción significativa con la gente de California, aparte de alguna llamada telefónica, alguna petición de que les pasara un contacto en Nueva York o de que les diera el nombre de alguno de los anunciantes potenciales que había tanteado. En realidad, Eduardo había mantenido tan poco contacto con Mark los últimos dos meses que había tenido tiempo de lanzar incluso otra página web independiente, una cosa llamada Joboozle que pretendía ser una especie de Facebook para buscar trabajo, donde la gente podía buscar empresas interesadas en contratarla, compartir currículos, hacer contactos, etc. Eduardo no esperaba que Joboozle se convirtiera nunca en nada parecido a Facebook, pero ciertamente le había ayudado a matar el tiempo mientras esperaba a que Mark volviera a ponerse en contacto con él.
Y por fin Mark había restablecido el contacto: un par de días antes le había enviado un e-mail pidiéndole que volviera a California. Una reunión importante de negocios, un nuevo empleado al que supuestamente Eduardo debía ayudar a formar.
En el e-mail Mark mencionaba también algo que había inquietado un poco a Eduardo. Al parecer, en los últimos tiempos les habían estado cortejando algunos grandes grupos de capital riesgo: Sequoia Capital, el mayor fondo de Silicon Valley, dirigido por Michael Moritz, la vieja némesis de Sean Parker; y Accel Partners, un prestigioso fondo de Palo Alto que llevaba una década activo en la zona. Mark había dado a entender que había posibilidades de que dejaran entrar a alguno de los fondos, y también había mencionado cierto interés de Don Graham, el CEO de la Washington Post Company.
Por otro lado, Mark había dejado caer que él, Sean Parker y Dustin estaban pensando en vender una pequeña parte de sus participaciones si llegaban a un acuerdo; la cifra que daba en el e-mail eran dos millones de dólares por cabeza.
Eduardo se quedó más que sorprendido al leer eso. En primer lugar, por los papeles que había firmado estaba más que seguro de que no podía vender sus propias acciones: ese derecho no se activaría hasta dentro de mucho, mucho tiempo. ¿Cómo era que Mark, Sean y Dustin podían sacarse dos millones de dólares? ¿No habían firmado ellos los mismos papeles que él en la reestructuración?
Y en segundo lugar: ¿por qué hablaba Mark de vender acciones? ¿Desde cuándo estaba Mark interesado en el dinero? ¿Y por qué Sean Parker se sacaba dos millones de dólares cuando apenas hacía diez semanas que estaba oficialmente en la empresa? Eduardo había estado allí desde el principio.
Ciertamente no parecía justo.
Tal vez Eduardo no estuviera entendiendo la situación. Tal vez Mark pudiera aclararle las cosas cuando se reuniera con él en California. En cualquier caso, Eduardo había decidido que no iba a dejar que sus emociones le dominaran esta vez, pues su arrebato no había contribuido precisamente a mejorar la situación el verano pasado. Iba a ser una persona tranquila, racional y comprensiva. Era primavera, comenzaban a verse faldas y casi había terminado la universidad.
Mañana Eduardo haría el viaje de seis horas hasta California, examinaría las nuevas oficinas que estaban construyendo, asistiría a la reunión de negocios y formaría al nuevo empleado, fuera quien fuera. Esperaba que fuera el comienzo de una vuelta a la normalidad con Mark, de modo que cuando se graduara pudiera volver a ocupar su viejo lugar como socio fundador al lado de Mark. La idea le resultaba muy agradable, pues en cierto modo significaba que podía extender un poco más su vida universitaria: por más grande que se hiciera Facebook estaba seguro de que siempre se sentiría allí como en la universidad. En Facebook podría seguir postergando su entrada en el mundo real, igual que estaba haciendo Mark, tal vez para siempre.
Eduardo se sentía reconfortado por esa idea mientras bajaba los escalones de la biblioteca hacia Harvard Yard. Mañana volvería a reunirse con Mark y él se lo explicaría todo.