CAPÍTULO 26:
Octubre de 2004

Si Eduardo hubiera entornado los ojos y dado unas cuantas vueltas sobre sí mismo, tal vez se habría sentido trasladado otra vez a la desordenada habitación de Mark en la residencia Kirkland, como si volviera a ver a su amigo tecleando en el portátil. Incluso el mobiliario de la oficina central y siempre abierta de la nueva «sede Facebook» en Los Altos, California, parecía recién enviado desde Harvard: sillas de madera llenas de arañazos, futones, mesas gastadas y sofás que parecían una combinación de IKEA y el Ejército de Salvación. Al fondo, el porche estaba salpicado de disparos de paintball y había cajas de cartón por todas partes, hasta el punto de que parecía más un grupo de ocupas que una start-up en plena actividad. Por supuesto había ordenadores por todos lados: sobre las mesas, en el suelo, en las encimeras junto a cajas de cereales y bolsas de patatas. Pero incluso a pesar de todo ese equipo de oficina, la casa tenía algo de habitación de residencia universitaria, y ése era, naturalmente, el efecto que Mark y los demás habían buscado. Por más que ahora se trabajara allí a todas horas —en aquel preciso instante, Mark y Dustin estaban detrás de la pantalla del ordenador, mientras dos jóvenes trajeados, sin duda abogados del bufete contratado por la empresa para manejar entre otras cosas los contratos de la nueva sociedad, revolvían papeles junto a la puerta que llevaba a la cocina—, se resistían a que la empresa perdiera su aire universitario, porque siempre seguiría siendo en el fondo un experimento universitario que se había vuelto viral.

Pero a pesar del caos casi coreografiado, aquella casa de cinco dormitorios era aún más adecuada para Mark y el resto de la banda que la anterior casa suburbana de Palo Alto. Eso no quería decir que la mudanza hubiera sido idea de Mark: tras una serie de cartas de queja y de visitas del propietario, habían sido más o menos expulsados del subalquiler de La Jennifer Way, entre otras razones por arrojar mobiliario del patio a la piscina y causar desperfectos en la chimenea con la tirolina. Eduardo tenía la impresión de que no iban a recuperar en breve el dinero de la fianza.

Pero eso ya no era un problema, porque Facebook tenía su propia fuente de financiación: una inversión informal de Peter Thiel que servía para pagar la nueva casa, todo este equipo informático, más servidores de los que Eduardo había imaginado nunca que podían necesitar y los abogados, que habían saludado a Eduardo con sonrisas y apretones de mano cuando entró en la casa tras el largo vuelo y el trayecto en taxi que le habían traído desde Cambridge aquella mañana.

Eduardo había dormido casi todo el viaje. Sólo habían pasado ocho semanas de su nuevo curso académico —el último— y ya estaba exhausto. A pesar de que había reducido su carga de clases para poder continuar trabajando para Facebook, siempre había un montón de cosas que hacer en Harvard: desde la tesis de licenciatura en la que ya estaba trabajando hasta la Asociación de Inversión de la que seguía siendo parte, y por supuesto el Phoenix, que seguía manteniéndole ocupado los fines de semana, sobre todo desde que estaba soltero tras su ruptura con Kelly. Y ahora que había llegado la nueva temporada de cócteles, le tocaba el turno de ayudar a escoger la nueva cosecha de reyes del campus.

Y como colofón de todo eso, por supuesto, estaba Facebook.

Eduardo se reclinó en su silla, situada a un lado de la mesa redonda que ocupaba casi toda la parte central de la oficina principal de la casa, y observó a Mark trabajar en su portátil. El resplandor de la pantalla salpicaba sus pálidas mejillas y unas minúsculas secuencias de código se reflejaban en los globos azulados de sus ojos. Mark apenas le había saludado cuando llegó a la casa —apenas un movimiento de cabeza y un par de palabras—, pero eso no era extraño en él y Eduardo no le había dado mayor importancia. En realidad, las cosas habían ido bastante bien entre los dos las últimas ocho semanas, desde que había regresado a la universidad.

Las semanas difíciles del verano parecían casi olvidadas. Mark se había cabreado mucho con el asunto de la cuenta y contra los deseos de Eduardo había seguido manteniendo reuniones con inversores hasta culminar en el acuerdo de financiación con Thiel. Los dos habían discutido por teléfono unas cuantas veces —como haría cualquier pareja de amigos metidos en algo que se había vuelto más grande de lo que ninguno de ellos había esperado— pero habían llegado a una especie de entente sobre la base de que lo importante era la empresa, y ésta seguía adelante sin problemas. Eduardo probablemente se había pasado de la raya con lo de la cuenta, y Mark había sido algo distante y egoísta al tomar decisiones sin consultarle; pero Eduardo deseaba ser razonable y pasar página, por el bien de la empresa. Todo eso eran negocios, y ellos eran amigos. Ya encontrarían el modo de resolver los problemas.

Con este fin, Mark le había pedido que se quedara un poco al margen, para sacarse preocupaciones de la cabeza y también para que Eduardo pudiera concentrarse en la universidad. Le había convencido de que la empresa estaba creciendo demasiado para que una sola persona pudiera controlar todo el aspecto empresarial del asunto, de que sus demandas eran simplemente imposibles de cumplir. A la vista de cómo seguían creciendo —se acercaban a los 750 000 usuarios, e iban camino del millón— Mark y Dustin iban a sacar el tiempo de la universidad, tal vez un semestre, probablemente no más que eso, y también tenían previsto contratar a un ejecutivo de ventas para que supliera el trabajo que ellos mismos no pudieran hacer y para que llevara algunas de las cosas que Eduardo había estado gestionado desde Nueva York. También estaban añadiendo a toda prisa funciones a la página, algunas realmente increíbles. Habían creado algo llamado el «muro», un espacio donde la gente podía comunicarse en un formato muy abierto, que realmente no se había visto nunca en ninguna red social. Y ahora también había grupos a los que la gente se podía unir o bien crear otros nuevos, una idea que Eduardo había lanzado ya en sus primeras conversaciones sobre la página. El ritmo al que inventaban cosas nuevas era increíble, casi tanto como el crecimiento viral de la base de usuarios.

Al final, cuando se le pasó el arranque de furia del mes de julio, Eduardo había terminado por comprender que Mark haría las cosas a su manera; y ahora que el verano había terminado y Eduardo volvía a estar en la universidad, probablemente estaba mejor un poco al margen. Con el dinero de Thiel, Eduardo ya no estaba arriesgando su propio dinero, y realmente Thiel era un pozo sin fondo, de modo que no había peligro de que la empresa no pudiera responder a cualquier situación.

Por lo que respecta a Eduardo, estaba contento de haber vuelto a la universidad. Uno de los mejores momentos de su último curso tuvo lugar durante la primera semana, cuando sus amigos del Phoenix le dijeron que el presidente Summers había anunciado a los nuevos alumnos que había visitado los perfiles de todos en Facebook. Era una idea bastante increíble: que el presidente de Harvard usara su página para conocer a los nuevos alumnos. Sólo diez meses atrás, Mark y Eduardo habían sido dos colgados desconocidos, y ahora el presidente de Harvard estaba citando su creación.

Al lado de todo eso, ¿qué importancia tenían las riñas entre Mark y él? Cuando Mark le llamó para pedirle que fuera a California para firmar unos papeles —básicamente relacionados con la nueva constitución societaria, la necesaria reestructuración de la empresa ahora que había entrado Thiel— Eduardo no había tenido nada que objetar, confiado en que todo era para bien.

De modo que cuando uno de los abogados cruzó la oficina y le entregó un fajo de papeles legales, Eduardo inspiró profundamente, echó otra mirada a Mark y comenzó a leer la fraseología jurídica.

A primera vista, todo parecía muy complicado. Cuatro documentos en total, que sumaban muchas páginas. Primero, había dos acuerdos de adquisición de acciones, que esencialmente le permitían «comprar» acciones de la nueva sociedad «Facebook» para sustituir sus viejas acciones de thefacebook, ya sin valor. Segundo, había un acuerdo de cambio, que les permitía intercambiar sus viejas acciones de thefacebook por acciones de la nueva sociedad. Y por último había un acuerdo de sindicación de acciones, algo que Eduardo no entendía del todo pero que parecía más fárrago legal del que parecía necesario para el funcionamiento de la nueva empresa.

Los abogados se esforzaron en explicarle el contenido de los documentos mientras Eduardo los hojeaba. Después de las recompras y del intercambio, Eduardo tendría un total de 1 328 334 participaciones de la nueva empresa. Según le dijeron los abogados —y Mark, que levantó la cabeza un par de veces del ordenador para ayudar a perfilar el esquema de la nueva empresa— Eduardo sería propietario del 34,4 por ciento de Facebook en aquel momento, un aumento porcentual que se debía a la necesidad de que en el futuro su participación quedara diluida por efecto de la contratación de más personas y de la eventual entrada de otros inversores. El porcentaje de Mark había bajado al 51 por ciento y Dustin poseía ahora el 6,81 por ciento de la empresa. Sean Parker había obtenido el 6,47 por ciento —más de lo que merecía, en opinión de Eduardo— y Thiel se había quedado alrededor del 7 por ciento.

Los documentos incluían un cronograma de activación de derechos, de acuerdo con el cual Eduardo no podría vender sus participaciones en una buena temporada. Su propiedad seguía siendo, pues, nominal, igual que la de Mark, Dustin y Sean, supuso Eduardo. Es más, también incluía una renuncia general a cualquier reclamación contra Mark y la empresa: básicamente, si Eduardo firmaba los papeles estaba diciendo que esos nuevos papeles describían completamente su posición en Facebook, que todo lo que hubiera ocurrido antes era historia.

Allí sentado en la casa-dormitorio estudiantil, escuchando el sonido de los dedos de Dustin y Mark sobre las teclas, Eduardo leyó una y otra vez los papeles. Parte de él era consciente de que aquellos papeles eran importantes —que eran documentos legales, que firmarlos era un paso importante para la empresa— pero se sentía protegido, primero, por la presencia de los abogados —abogados de Facebook, lo cual significaba, a ojos de Eduardo, que eran también sus abogados— y más importante aún porque Mark, su amigo, estaba allí y le decía que esos papeles eran importantes y buenos para todos. Parker estaba en otro lugar de la casa. En verdad a partir de ahora pasaría a formar parte legalmente del equipo, pero debía reconocerse que había traído a un inversor y que era uno de los tipos más listos de Silicon Valley.

Lo importante era que Eduardo retendría su porcentaje de la empresa. Sin duda, más adelante quedaría un poco diluido, ¿pero no les ocurriría eso a todos? ¿Acaso importaba que no fuera ya thefacebook? ¿Acaso no seguiría manteniendo la misma posición en Facebook?

Eduardo pensó en algunas conversaciones que había tenido recientemente con Mark acerca de la universidad, de la vida, de lo que debería hacer él en Cambridge mientras Mark estaba en California. No se habían entendido del todo, desde el punto de vista de Eduardo. En algunos momentos, Mark parecía decirle que no hacía falta que trabajara demasiado para la empresa mientras estuviera en la universidad, que iban a contratar a vendedores, que podía quedarse al margen; y Eduardo por su parte había mantenido que seguía teniendo tiempo para hacer lo que hiciera falta en Facebook.

Bueno, esos papeles parecían decir —tal como lo veía Eduardo— que seguía siendo una pieza tan importante de la empresa como había sido siempre. Tal vez las cosas cambiaran un poco más adelante, cuando entrara más dinero y contrataran a más personas, pero los papeles no eran más que una reestructuración necesaria.

¿O no?

En cualquier caso, Mark también le había dicho que habría una fiesta, algo realmente cool, cuando la página alcanzara el millón de miembros. Peter Thiel iba a organizaría en su restaurante de San Francisco, y Eduardo tendría que volver a hacer el viaje porque realmente iba a merecer el esfuerzo.

Eduardo no pudo evitar una sonrisa pensando en esa fiesta. Sólo una reestructuración necesaria, un poco de papeleo legal pendiente. Todo iba a salir bien. Un millón de miembros. Era una locura.

Para eso había vuelto a California, pensó Eduardo mientras alargaba la mano para coger el bolígrafo que le ofrecía uno de los abogados y comenzaba a firmar los documentos legales. Después de todo, ahora era propietario del 34 por ciento de Facebook: tenía buenos motivos para las celebraciones.

¿O no?