CAPÍTULO 24:
28 de julio de 2004

Ojos cerrados.

Corazón a mil.

Sudor resbalando por la espalda.

Eduardo estaba enfadado, de eso podemos estar seguros. No podemos saber con seguridad dónde se encontraba: tal vez caminando por las calles de Nueva York empujado por la rabia, o tal vez atrapado en algún metro, avanzando a cincuenta kilómetros por hora, con los brazos agarrados con fuerza a las pegajosas barras de cromo, su cuerpo empujado adelante y atrás por la masa de extraños. Pero estuviera donde estuviera, echaba humo por las orejas y pronto haría algo que cambiaría el curso de su vida.

Todo había comenzado tres días antes. En aquel momento Eduardo estaba de un humor inmejorable; las cosas le habían ido muy bien por Nueva York desde que había vuelto de California —y puesto fin inmediatamente a su relación con Kelly, cortando de raíz sus desequilibrados números teatrales— y estaba contento con los progresos que había hecho con Y2M y los demás anunciantes que había conseguido para la página web. Con ese espíritu había cogido el teléfono para informar a Mark en la casa de La Jennifer Way… y entonces fue cuando todo comenzó a torcerse.

Decir que Mark no había apreciado demasiado todo el trabajo que había hecho Eduardo en Nueva York se queda muy corto; tal como lo veía Eduardo, Mark apenas escuchó nada de lo que él le explicó, y casi al momento se puso a contarle algo de una fiesta a la que Sean Parker les había llevado la noche anterior, algo relacionado con una hermandad femenina de Stanford y con un camión de Jägermeister.

Después de eso, la conversación había degenerado hacia la tonadilla típica de Mark últimamente: que Eduardo debería trasladarse a California porque allí era donde estaba ocurriendo todo. La programación, el networking con potenciales inversores, las reuniones con CRs y factótums del software: Mark venía a decir prácticamente que Eduardo estaba perdiendo el tiempo en Nueva York, pues todo lo que necesitaba thefacebook podía encontrarse aquí, en Silicon Valley.

Eduardo había tratado de insistir en que Nueva York también era un centro importante para la clase de cosas que necesitaba una start-up —desde dólares en publicidad hasta contactos bancarios— pero Mark no había querido escucharle. Y entonces, para empeorar aún más las cosas, Sean Parker había saltado al teléfono y se había puesto a hablar de dos potenciales inversores que iba a presentarle a Mark. Según Parker, esos inversores estaban dispuestos a poner mucho dinero, y si había buenas vibraciones entre Mark y ellos, la cosa podía ir muy deprisa.

Eduardo casi perdió los estribos ahí mismo, al teléfono. Le explicó rápidamente a Parker que era él quien llevaba la parte empresarial de thefacebook, que cualquier reunión con inversores debía incluirle a él, y además que a santo de qué estaba convocando Parker esa clase de reuniones. Tal como lo veía Eduardo, ni siquiera era trabajo de Mark buscar a potenciales inversores; se suponía que llevaba solamente la parte informática de la empresa. Y Parker no tenía ningún papel en ella. Era un invitado. Nada más que eso. Un puto invitado.

Después de esa primera llamada, las emociones de Eduardo habían comenzado a pasar de la frustración al enfado. De modo que había hecho algo impetuoso, tal vez llevado por la furia o quizá porque en el momento le pareció lo más adecuado. Para dejar clara su posición y para hacerle saber a Mark que no era kosher tomar las decisiones prescindiendo de él.

Eduardo había mandado una carta en la que reiteraba cuál era su relación empresarial con Mark; específicamente, había expuesto el acuerdo al que habían llegado al lanzar thefacebook, a saber, que Eduardo estaba a cargo de la parte empresarial de la empresa, y que se suponía que Mark se había ido a California a trabajar en el programa. Eduardo añadía que como propietario del treinta por ciento de la empresa tenía capacidad para impedirles aceptar cualquier acuerdo financiero con el que no estuviera de acuerdo. Mark tenía que aceptar esta realidad y Eduardo quería una confirmación escrita de que podía llevar la parte empresarial del asunto como mejor le pareciera.

Eduardo sabía perfectamente al escribirla que ésa no era la clase de carta que podía obtener una buena reacción de alguien como Mark Zuckerberg, pero quería ser tan claro como fuera posible. De acuerdo, Sean Parker les había llevado a unas cuantas fiestas cool, tal vez había contribuido a que Mark se tirara a una modelo de Victoria’s Secret, pero desde su punto de vista no tenía nada que ver con thefacebook. Eduardo era el CFO, había puesto el dinero que había hecho posible thefacebook y seguía siendo quien financiaba su aventura en California. Y por más que estuviera en Nueva York, se suponía que seguía llevando las riendas del asunto.

Después de recibir la carta, Mark le había dejado un puñado de mensajes en su contestador, con más exhortaciones para que se trasladara a California, más historias acerca de lo maravilloso que era todo allí, más apelaciones a que la empresa iba perfectamente y que no había razón para pelearse por tonterías sin importancia… de acuerdo con su extravagante visión del mundo, claro. Finalmente, Eduardo le había contestado la llamada hacía un rato y las cosas habían empeorado aún más.

Mark le había dicho que se había reunido con los dos inversores de los que le había hablado Sean y que estaban muy interesados en hacer una inversión informal, vamos, en darle algún dinero a thefacebook para que pudiera seguir creciendo a la misma velocidad. Thefacebook necesitaba el dinero, pues comenzaba a incurrir en deudas importantes; cuanta más gente se registraba, más servidores se necesitaban para soportar el tráfico y pronto deberían contratar a más gente para poder gestionarlo todo.

Pero para Eduardo todo eso no venía a cuento. En su opinión, Mark había ignorado deliberadamente el espíritu de su carta y estaba celebrando reuniones de negocios en ausencia de Eduardo. No era que se le estuviera subiendo a las barbas; él y Sean Parker parecían dispuestos a afeitarlo del todo.

Tal vez Mark no se creyera que Eduardo iba en serio, tal vez pensara que la carta había sido sólo un modo de liberar tensión. Y seguramente lo fuera, en cierto sentido. Pero la actitud de Mark enfurecía a Eduardo; en su opinión, toda aquella banda estaba viviendo a lo grande en California a su costa. ¿La casa en California? ¿El equipo informático? ¿Los servidores? Todo salía de la cuenta bancaria que Eduardo había abierto, hasta que le dijeran otra cosa. Y el dinero lo había puesto Eduardo de sus propios fondos privados. Tal como él lo veía, él estaba pagando todo y Mark le estaba ignorando. Lo estaba tratando como a una novia histérica que ya no te importa demasiado.

Tal vez la reacción de Eduardo fuera excesiva, pero tres días después, mientras circulaba hecho una furia por algún lugar de Nueva York, estaba cada vez más convencido de que debía hacer algo que le hiciera comprender a Mark exactamente cómo se sentía.

Tenía que mandar un mensaje, uno que Mark simplemente no pudiera ignorar.

* * *

Es fácil imaginar lo que ocurrió después: Eduardo pasó por las puertas giratorias de una oficina del Bank of America en el centro, con la determinación marcada en la cara y la camisa Oxford empapada de sudor, tal vez como resultado de un viaje en metro o tal vez de veinte minutos de atasco en un taxi.

Eduardo pasa de largo de la fila de cajeros automáticos del amplio y rectangular vestíbulo y se dirige directamente a uno de los cubículos de atención personalizada. Para cuando el oficinista calvo y de mediana edad le pide que tome asiento y le pregunta lo que puede hacer por él, Eduardo ya se ha sacado la libreta del bolsillo. Arroja el librito sobre la mesa y le devuelve al hombre su mirada más seria y adulta.

—Quiero congelar mi cuenta. Y cancelar todos los cheques y líneas de crédito existentes asociados a esta cuenta.

Mientras el hombre inicia el proceso, Eduardo experimenta sin duda una descarga de adrenalina por todo el cuerpo. Debe saber que acaba de cruzar una línea, pero piensa que eso será un mensaje que Mark no va a poder ignorar, un mensaje que le hará saber que Eduardo va en serio. En realidad, es culpa del propio Mark que Eduardo tenga poder suficiente para hacer algo así: cuando abrió la cuenta del Bank of America para thefacebook, Eduardo le había mandado a Mark los formularios necesarios para convertirse en cotitular de la cuenta, junto con los cheques en blanco que le permitían pagar su vidorra californiana. Tratándose de Mark, nunca cumplimentó los papeles. Tampoco había puesto un duro de su bolsillo en la empresa. No había tenido problema para vivir del dinero de Eduardo. Como si Eduardo fuera su banquero personal. Pero era su socio, sólo que ahora Mark había comenzado a tomar decisiones sin tenerle en cuenta, y él tenía que hacerle saber que eso simplemente no estaba bien. Eduardo tenía que hacerle entender a Mark lo que significaba ser un buen socio. A Eduardo le daba igual si cada página de thefacebook era una producción de Mark Zuckerberg. La empresa en sí era el resultado de un esfuerzo conjunto. Eduardo era un hombre de negocios, y lo que tomaba ahora era una decisión de negocios.

Mientras Eduardo observa al banquero darle a las teclas necesarias para congelar la cuenta de thefacebook, tal vez se pregunte por unos segundos si está yendo demasiado lejos. Si fuera así, no le costaría demasiado compensar ese pensamiento con otro: la imagen de Mark y Sean circulando por California con el BMW de Parker, celebrando reuniones con inversores, tal vez incluso riéndose de los esfuerzos de Eduardo por tenerlos controlados.

Ya se les pasarían las ganas de reír cuando trataran de cobrar el siguiente cheque bancario, eso seguro.