—Sip. Ahí tenemos a otro.
—Me estás tomando el pelo.
—No lo estoy haciendo.
Al principio, Eduardo resistió el impulso de mirar por encima de su hombro. Trató de concentrarse en el profesor, un hombre con barba y pelo canoso que recorría arriba y abajo el estrado frente al aula de tamaño mediano donde se encontraban, pero era casi imposible; para empezar, no estaba seguro de en qué clase estaba, sólo que tenía algo que ver con un lenguaje informático avanzado del que no sabía nada. Había vuelto a colarse en una de las clases de Mark. Thefacebook comenzaba a invadir la vida académica de ambos, e incluso las horas de clase se estaban convirtiendo en improvisadas horas de oficina para su negocio en alza. Y en aquel preciso momento, el negocio que tenía entre manos consistía en luchar contra el impulso de darse la vuelta y mirar… pero al final fue más fuerte que él y se dio la vuelta.
Le costó menos de un segundo encontrar al tipo —treinta y pico, combinación de traje gris y corbata, maletín bajo el brazo—, pues parecía totalmente fuera de lugar en aquella aula, sentado entre dos alumnos de segundo con camiseta de tenis. El tipo tenía una sonrisa estúpida en la cara, que se hizo aún más grande cuando vio que Eduardo le miraba.
Dios. Comenzaba a ser ridículo. No era el primer CR que les iba a ver al campus; ahora que el semestre de primavera prácticamente había terminado y el curso se acercaba a su fin, venían con una frecuencia que casi daba miedo. No sólo CRs: también representantes de las principales empresas de software y de Internet. Tipos trajeados se les presentaban en el comedor de Kirkland y en la biblioteca; uno incluso había conseguido llegar hasta la habitación de Mark y había esperado tres horas fuera hasta que éste volvió de una reunión del departamento de informática.
Naturalmente estaba muy bien recibir tanta atención, pero la cuestión era que todavía no ponían dinero sobre la mesa, sólo sugerían que podrían llegar a hacerlo. Unos pocos habían propuesto cifras —cifras bonitas, abultadas, con siete ceros detrás—, pero nadie había hecho ofertas concretas, y ni Mark ni Eduardo se sentían inclinados a tomárselos en serio, menos aún teniendo en cuenta que ni siquiera se habían planteado la idea de vender. Al mismo tiempo, Facebook había superado los 150 000 miembros y sumaba unos cuantos miles más cada día. Si las cosas continuaban igual, Eduardo estaba seguro de que la página llegaría a valer mucho dinero algún día. Ahora que casi había terminado el curso, él y Mark tendrían que tomar unas cuantas decisiones importantes.
Incluso con la ayuda de Dustin y Chris, thefacebook comenzaba a ser un trabajo a tiempo completo. Ahora que terminaba la universidad sería más fácil combinarlo todo, pero thefacebook iba a ser la prioridad para ambos durante todo el verano. Eduardo había hecho algunos progresos con los anunciantes durante el último mes: había buscado activamente a nivel tanto nacional como local, y había logrado colocar ya anuncios de prueba para un puñado de grandes empresas, como AT&T Wireless, America Online y Monster.com. También había vendido algunos anuncios a unas cuantas organizaciones de Harvard: el Curso de Camarero de Harvard, la Fiesta Roja del Club Seneca, el baile anual de la espuma de la Residencia Mather. Los Demócratas Universitarios pagaban treinta dólares al día para despertar interés por un viaje próximo a New Hampshire. De modo que la página comenzaba a dar algo de dinero. No lo suficiente para cubrir los crecientes costes de los servidores, ni los trabajos de mantenimiento y mejora necesarios ahora que había tanta gente conectada a la página, veinticuatro horas al día. Pero era un comienzo.
Eduardo también había introducido mejoras en el negocio en términos de estructura: él y Mark habían creado oficialmente una sociedad el 13 de abril, TheFacebook, LLC, registrada en Florida, donde vivía la familia de Eduardo. En los documentos de creación de la sociedad habían fijado la propiedad de la compañía tal como se había acordado en la habitación de Mark: 65 por ciento para Mark, 30 por ciento para Eduardo y 5 por ciento para Dustin. Chris aún estaba pendiente de recibir algún porcentaje en el futuro, pero aún no se había tomado ninguna decisión. En cualquier caso, sólo tener esos documentos de constitución de sociedad hacía que la empresa pareciera más legal, aun cuando no estuviera dando beneficios aún.
Pero a pesar de los documentos legales y del constante crecimiento de thefacebook, la decisión de qué hacer cuando terminara la universidad en unas semanas seguía siendo difícil. Tanto Mark como Eduardo habían hecho intentos de buscar trabajo para el verano. Mark no había encontrado nada que le motivara, pero a través de sus contactos en el Phoenix y de amigos de la familia Eduardo había conseguido unas prácticas bastante prestigiosas en un banco de inversión de Nueva York.
Eduardo había tratado a fondo el tema de sus prácticas con su padre, y no había duda de hacia dónde se inclinaban sus opiniones. Thefacebook estaba creciendo y era increíblemente popular, pero aún no daba dinero real. Las prácticas eran un trabajo respetable y una magnífica oportunidad. Y teniendo en cuenta que la mayoría de los anunciantes que thefacebook pretendía pescar tenían sede en Nueva York, ¿no era más razonable aceptar las prácticas y trabajar en thefacebook en su tiempo libre?
Antes de que Eduardo pudiera plantearle la idea a Mark, éste había lanzado su propia bomba; thefacebook era también la máxima prioridad para él, pero había comenzado a desarrollar otro proyecto llamado Wirehog con un par de colegas de informática: Adam D’Angelo, el amigo del instituto con el que había inventado Synapse, y Andrew McCollum, compañero de clase y estudiante de informática también.
Wirehog era básicamente un hijo bastardo de Napster y Facebook, una especie de programa de archivos compartidos con un aire de red social. Wirehog consistiría en un software descargable que permitiría compartir cualquier cosa entre amigos, desde música hasta imágenes o vídeos, a través de páginas con perfiles personalizados que enlazaban con las de amigos en una red que se podía controlar personalmente. La idea era que cuando Mark terminara lo de Wirehog fusionaría el programa con thefacebook como aplicación. Mientras, tanto él como Dustin seguirían desarrollando thefacebook; esperaban aumentar el número de universidades que usaran la página web de treinta a más de cien a finales de verano.
Era una tarea colosal, sobre todo en combinación con el proyecto Wirehog. Pero Mark parecía más excitado que abrumado. Y el hecho de que Mark tuviera previsto dividir su tiempo entre los dos proyectos le facilitaba a Eduardo la decisión de aceptar las prácticas.
Eduardo no se inquietó hasta que Mark lanzó su segunda bomba. Mark le había dado la noticia apenas un día antes; en realidad, para entonces Eduardo ya había aceptado las prácticas e incluso comenzado a mirar pisos de alquiler en Nueva York.
En algún momento de las últimas semanas, había explicado Mark, solo en su habitación con un paquete de seis Beck’s, había llegado a la conclusión de que California era el lugar ideal para vivir los próximos meses. Quería trabajar en Wirehog y thefacebook en Silicon Valley, un lugar legendario para programadores como Mark, la tierra de todos sus héroes. Daba la casualidad de que Andrew McCollum había conseguido un trabajo en EA Sports, con sede en Silicon Valley, y Adam D’Angelo también iría. Mark y sus amigos informáticos habían encontrado un subalquiler barato en una calle de Palo Alto llamada La Jennifer Way, justo al lado del campus de Stanford. A Mark le parecía el plan perfecto. Dustin iría con él, se instalarían en la casa subalquilada y thefacebook y Wirehog estarían en el lugar que les correspondía. California. Silicon Valley. El epicentro del mundo online.
Un día más tarde Eduardo aún no había logrado digerir la segunda bomba de Mark. En realidad, no le gustaba en absoluto cómo sonaba: California no sólo estaba lo más lejos que se podía estar de Nueva York, sino que también era un lugar peligroso y seductor desde su punto de vista. Con Eduardo en Nueva York, persiguiendo a posibles anunciantes, los tipos de los trajes, como el CR que estaba sentado unas filas más atrás, podrían perseguir a Mark tranquilamente. Y peores aún que los tipos del traje eran los tipos como Sean Parker, pues éstos sabían exactamente cuáles eran los botones que debían tocar. Llevar el negocio desde California no había sido nunca el plan. Se suponía que Mark y Dustin eran los programadores, mientras que Eduardo era el hombre de negocios. Si se separaban, ¿cómo iba a dirigir Eduardo el negocio como habían acordado?
Sin embargo, Mark se encogió de hombros cuando Eduardo compartió con él sus inquietudes; no había razón para que no pudieran trabajar en dos ciudades distintas. Mark y Dustin seguirían programando mientras Eduardo encontraba a los anunciantes y manejaba los aspectos financieros. En cualquier caso, ya no era el momento de discutir el tema; Mark ya había tomado su decisión, y Eduardo ya había aceptado sus prácticas en Nueva York. No les quedaba otra que buscar la manera de que funcionara.
A Eduardo no le gustaba demasiado la idea, pero pensó que sólo serían unos meses; luego los dos volverían a la universidad y a la persecución de los ridículos CRs de traje gris.
—Supongo que debería ir a hablar con él —susurró Eduardo cuando dejó de mirar la sonrisa de cien vatios del hombre—. ¿Quieres venir? Al menos siempre sacas un almuerzo gratis.
Mark negó con la cabeza.
—Hoy entrevistamos a los candidatos para las prácticas.
Eduardo asintió al recordarlo. Mark y Dustin habían decidido que necesitaban llevarse al menos a dos colaboradores en prácticas con ellos a California si querían tener alguna opción de alcanzar las cien universidades para finales de verano. Les saldría caro, por supuesto; nadie iba a cruzar el país tras ellos por amor al arte. El rumor que habían hecho circular por el departamento de informática era que iban a pagar unos ocho mil dólares por todo el verano, además de alojamiento y comida en el piso de La Jennifer Way. Parecía un montón de dinero —sobre todo teniendo en cuenta que la empresa todavía no daba nada— pero Eduardo había aceptado una vez más financiar el proyecto con sus ganancias como inversor. En unos días tenía previsto abrir una nueva cuenta a nombre de la empresa en el Bank of America. Había liberado dieciocho mil dólares para depositarlos en la cuenta, e iba a darle a Mark un talonario de cheques para que pagara su operación en California. Como responsable de la parte financiera de la operación, pensaba que era lo más adecuado.
—Cuando termine con ese capullo —respondió Eduardo—, vendré a echaros una mano con los candidatos.
—Tal vez sea interesante —respondió Mark, y Eduardo estaba seguro de haber visto un atisbo de malicia en su sonrisa.
Interesante podía significar cualquier cosa, en el extraño mundo de Mark.
* * *
—¡Ya!
Imagínense ustedes la escena de la que fue testigo Eduardo cuando cruzó el umbral de la clase del sótano en el momento justo en que la cosa estalló; los oídos le silbaron de tantos gritos, risotadas y aplausos, y tuvo que pasar a empujones a través de una multitud de mirones para enterarse de lo que estaba ocurriendo. La multitud estaba formada casi enteramente por tíos, casi todos alumnos de primero y segundo de informática, como revelaba la palidez cetrina de sus mejillas y su total comodidad bajo el claustrofobico techo del ultramoderno laboratorio de informática. Ninguno de ellos prestó la menor atención a Eduardo mientras se abría paso a empujones hasta la primera fila, y cuando al fin lo consiguió comprendió perfectamente por qué. El juego estaba en su apogeo, y era infinitamente más «interesante» de lo que habría imaginado.
Habían despejado toda la zona central del laboratorio de informática y en el espacio resultante habían dejado cinco mesas alineadas con un portátil encima de cada una, con una hilera de vasos de chupito llenos de Jack Daniels al lado.
Cinco informáticos estaban sentados en las mesas, golpeando furiosamente los teclados de los portátiles. Delante de todos estaba Mark, con un cronómetro en la mano.
Eduardo podía ver las pantallas desde donde estaba, pero para él no era más que una sopa de letras y números. Sin duda los tíos de las mesas estaban haciendo una carrera con algún programa complejo y bizantino, probablemente diseñado por Mark y Dustin para comprobar lo buenos que eran. Cuando uno de los tíos llegó a cierta línea de programa que hizo parpadear la pantalla, levantó la vista y se tomó uno de los chupitos de whisky. La multitud estalló nuevamente en un aplauso y el tío se puso inmediatamente a programar otra vez.
Eduardo pensó inmediatamente en la regata de su iniciación en el Phoenix. Esto también era una especie de iniciación: una iniciación en el mundo de Mark, en el Club Final que había creado con su imaginación y con su talento para los ordenadores. Era una carrera, una prueba, y probablemente la sesión de entrevistas para unas prácticas más estrambótica que esos tíos iban a vivir jamás; pero si alguno de ellos se sentía incómodo, ninguno lo demostraba. Las expresiones de sus rostros eran de puro disfrute. Estaban hackeando mientras tomaban chupitos, demostrando no sólo su capacidad para programar bajo presión, sino también su disposición a seguir a Mark a cualquier parte, no sólo a California, sino adonde fuera que quisiera llevarles. Para ellos, Mark no era sólo un compañero de clase. Se estaba convirtiendo rápidamente en un dios.
Tras diez minutos más de gritos, aporreamiento de teclas y tragos de chupitos, dos de los candidatos saltaron casi al unísono, echando por el suelo las sillas.
—¡Ya tenemos ganadores! ¡Felicidades!
En aquel momento, alguien tocó una tecla en un reproductor MP3 conectado a unos altavoces en la esquina de la habitación, y sonó la canción del Dr. Dre: California, it’s time to party…
Eduardo no pudo evitar una sonrisa. La multitud se acercó y llenó el espacio central, hasta que el lugar se convirtió en un hervidero, pues todos querían felicitar a los seleccionados. Eduardo se vio empujado hacia atrás y se dejó arrastrar por la multitud, satisfecho de ver a Mark disfrutar de su momento. Vio que Mark y Dustin se acercaban a los ganadores, hasta formar un pequeño conciliábulo en el centro de la habitación. También vio a una guapa chica asiática al lado de Mark: alta, china, con el pelo negro azabache y una sonrisa muy bonita. Había pasado mucho tiempo junto a Mark las últimas semanas. Se llamaba Priscilla y Eduardo comenzaba a pensar que terminaría siendo la novia de Mark, un concepto que habría parecido impensable hace cuatro meses.
Las cosas ciertamente habían cambiado para los dos. Por una vez, Mark parecía genuinamente feliz, en el centro de una masa de informáticos que le idolatraba. Y Eduardo era feliz también, por más que estuviera contemplándolo desde detrás de la valla.
Allí mismo decidió que podía funcionar; él podía llevar la empresa desde Nueva York mientras Mark y Dustin, McCollum y los nuevos hacían lo suyo en California. Tal vez consiguieran buenos contactos en Silicon Valley mientras estuvieran allí, unos contactos que Eduardo luego podría aprovechar para promover la página. Eran un equipo, y él sería un jugador de equipo. Incluso si eso significaba tener que vigilarlos desde cinco mil kilómetros de distancia.
En todo caso, en tres meses todos estarían de vuelta en la universidad —Eduardo en cuarto, Mark en tercero— y la vida seguiría. Tal vez fueran ricos para entonces. O tal vez seguirían exactamente como estaban ahora, viendo cómo su empresa crecía y crecía. En ambos casos, estaban realmente muy lejos del punto de partida, y Eduardo no tenía la menor duda de que el futuro iba a ser magnífico. Aparcó todas las preocupaciones, porque eso era lo que hacía un jugador de equipo. No había razón para ponerse paranoico.
A fin de cuentas, se preguntó, ¿qué podía salir mal en unos pocos meses?