—Vamos Eduardo. ¿Realmente crees que van a pedirnos el carné? ¿Aquí?
La chica puso los ojos en blanco, lo que aún le ponía más enfermo; Eduardo la fulminó con la mirada, pero ella ya había vuelto a hundir la cara en la carta de cócteles, lo mismo que estaba haciendo Mark. Tal vez Kelly tuviera razón y nadie fuera a pedirles su DNI. Pero ésa no era la cuestión. Ni ella ni Mark se estaban tomando el asunto en serio, y eso estaba poniendo a Eduardo de los nervios. No se trataba sólo del restaurante. Durante todo el viaje a Nueva York Mark había estado haciendo el tonto, pretendiendo que todo era una gran broma. En el caso de Kelly tal vez fuera aceptable: ella sólo estaba en la cena porque había ido a visitar a sus padres en Queens. Pero se suponía que Mark estaba en Nueva York por negocios.
Era cierto que estaban en casa de unos amigos y no en un hotel, pero Eduardo había pagado el viaje y todas las comidas y taxis. Más exactamente, lo estaban cargando todo a la cuenta de thefacebook, los mil dólares que Eduardo había ingresado en enero, hacía tres meses y medio, y que desaparecían rápidamente. Eso convertía el viaje en un viaje de negocios, de modo que Mark debería tratar la excursión como un asunto serio.
Pero nada más lejos de la realidad. Eduardo había conseguido concertar unas cuantas reuniones con anunciantes potenciales; sin embargo, ninguna había salido demasiado bien, y tampoco había ayudado que Mark se hubiera pasado la mitad del tiempo durmiendo, y la otra mitad sentado en silencio mientras Eduardo trataba de hablar por los dos. Todas las personas con las que se habían visto parecían impresionadas por la cantidad de gente que se había registrado en thefacebook —más de setenta y cinco mil en el último recuento—, pero nadie estaba dispuesto a pagar ninguna cantidad significativa de dinero para poner anuncios en la red. Simplemente no entendían de qué iba, y la publicidad por Internet en general era un asunto bastante incierto. Era difícil hacer entender a los anunciantes hasta qué punto thefacebook era distinto de todo lo demás. El hecho de que las personas que entraban en thefacebook tendieran a quedarse conectadas más tiempo que en casi cualquier otra página no tenía ningún impacto sobre ellos. La estadística aún más impresionante de que la mayoría de las personas que probaban thefacebook tendían a volver —67 por ciento cada día— escapaba totalmente a su comprensión.
Pero tal vez si Mark se lo hubiera tomado un poco más en serio, las cosas habrían ido algo mejor. Un ejemplo: allí estaban, en uno de los restaurantes más de moda en Nueva York, y él allí sentado con su maldito forro polar con capucha, con las sandalias bailando bajo la mesa. De acuerdo, no estaban en el 66 para reunirse con ningún anunciante potencial, pero no dejaba de ser un asunto de negocios y Mark debería haber consultado el guión. Por lo menos, tendría que haber intentado tener una imagen más adecuada, porque en aquel lugar cantaba como una almeja.
Situado en el primer piso del Textile Building de Tribeca 66, era el nuevo local de Jean George, posiblemente el mejor restaurante chino que Eduardo había visto nunca. Pulcro y minimalista, era un sitio extremadamente moderno, desde la paredes de cristal curvado de más de tres metros de altura de la entrada, hasta el inmenso acuario que separaba el comedor de la cocina. El suelo era de bambú y las distintas zonas para sentarse estaban separadas por paneles de cristal esmerilado. Había también una gran mesa para cuarenta personas, junto a otro panel esmerilado tras el cual bailaban las siluetas de los camareros que se afanaban de aquí para allá. Del techo colgaban banderolas chinas de seda roja, pero, por lo demás, parecía más fusión que asiático, al menos para el gusto de Eduardo. Como su invitado se estaba retrasando, ya habían pedido algunas cosas: cerdo laqueado con confitura de chalote y jengibre. Tartare de atún. Una pinza de langosta al vapor con ginebra y vino. Y rollos de langostino rellenos de foie-gras. Su novia no estaba demasiado entusiasmada con lo que habían pedido, y Eduardo se daba cuenta de que sólo estaba esperando el momento de pedir el postre: un helado casero que venía en unos pequeños recipientes chinos para llevar. Aunque si Eduardo podía convencer a alguno de los camareros para que les trajera copas sin comprobar su edad, ella se olvidaría del helado.
Probablemente Kelly no era la chica de su vida, pero seguía siendo alta y guapa, y Eduardo se las había apañado para mantenerla interesada desde el episodio del baño. Mark hacía tiempo que había perdido a su amiga Alice, pero parecía que le daba igual. En aquel momento, sin embargo, Kelly no era el asunto que dominaba los pensamientos de Eduardo. Le preocupaba mucho más la razón por la que estaban en aquel restaurante, y el tipo con el que debían reunirse.
Eduardo no sabía demasiadas cosas de Sean Parker, pero lo que había descubierto con una simple búsqueda por Internet no le había gustado. Parker era un animal de Silicon Valley, un emprendedor en serie que había salido disparado de dos de las mayores empresas que había conocido Internet de una forma que sonaba bastante espectacular. A ojos de Eduardo, parecía una especie de salvaje, tal vez incluso un tipo peligroso. Eduardo no tenía ni idea de por qué quería hablar con ellos ni de lo que quería. Pero estaba bastante seguro de no querer nada de Parker.
Hablando del demonio: Eduardo fue el primero en ver a Parker salir de detrás del panel de cristal curvado. Hay que decir que era difícil no verle con la entrada que estaba haciendo, saltando de aquí para allá como un dibujo animado, como un diablo de Tasmania examinando el restaurante. Parecía conocer a todo el mundo que se encontraba. Primero le decía hola a la mujer de recepción, mientras le daba un abrazo a una de las camareras. Luego se paraba en una mesa cercana para darle la mano a un tipo de traje y le pasaba la mano por el pelo a su hijo, como si fueran amigos de familia. ¿Dios, quién era ese personaje?
Finalmente llegó hasta su mesa y sonrió; había algo lobuno en esa sonrisa.
—Sean Parker. Tú debes ser Eduardo, y tú Kelly. Y por supuesto, Mark.
Sean alargó la mano por encima de la mesa, directamente hacia Mark, y Eduardo lo vio al instante: la cara de Mark, el repentino color de las mejillas, el brillo en sus ojos. Pura adoración del ídolo. Eduardo se dio cuenta de que Sean Parker era un dios para Mark.
Debería haberse dado cuenta antes. Napster era la bandera de los informáticos, una batalla librada por los hackers en el mayor escenario de todos. Al final habían perdido, pero eso no importaba, en cierto modo seguía siendo la mayor pirateada de la historia. Y Sean Parker había sobrevivido a ella para crear luego Plaxo y hacerse un nombre por segunda vez. Eduardo no tenía necesidad de recordar lo que había leído en Google, porque Sean se lanzó a explicarlo personalmente después de tomar asiento al lado de Kelly y pedir copas para todos a una de las camareras que pasaban (una amiga también, por supuesto, de alguna visita anterior).
Sean contó una historia tras otra, con una energía fuera de lo normal. Acerca de Napster, sobre las batallas que había librado. Acerca de Plaxo y de las batallas aún más sucias a las que había sobrevivido. Lo contaba todo, sin tapujos. La vida en Silicon Valley. Las fiestas en Stanford y en L. A. Los amigos que se habían hecho millonarios, y los que todavía estaban buscando su gran éxito. Pintó un cuadro realmente excitante de su mundo, y Eduardo podía ver que Mark se lo estaba tragando todo. Parecía a punto de salir corriendo del restaurante y comprarse un billete de avión directo a California.
Cuando Sean terminó de contar la última de sus historias —por el momento, supuso Eduardo—, cambió de tercio y les preguntó por sus últimos progresos con thefacebook.
Eduardo comenzó a explicar que ahora estaban en veintinueve universidades, pero Sean se giró hacia Mark y le preguntó por las estrategias que estaban usando para que las diferentes universidades se subieran al carro.
Eduardo se quedó allí sentado, un poco ofendido, mientras Mark explicaba artificiosamente su estrategia a través de un ejemplo. Contó la historia de Baylor: una pequeña universidad tejana que al principio se había negado a adoptar thefacebook porque tenía una red social propia. De modo que en lugar de ir directamente a por Baylor, habían hecho una lista con todas las universidades que había en un radio de ciento cincuenta kilómetros, y habían lanzado thefacebook en ellas. Pronto los chicos de Baylor veían a todos sus amigos en la página web y prácticamente les suplicaron que lanzaran thefacebook en su campus. En pocos días, la página social de Baylor era historia.
Sean parecía realmente excitado con esta historia. Luego la enriqueció citando algo que había leído en el periódico de Stanford —el Stanford Daily— el 5 de marzo: «Se saltan las clases. Se olvidan de los ejercicios. Los alumnos se pasan horas frente al ordenador totalmente fascinados. La locura de facebook.com se ha adueñado del campus». Veinticuatro horas después de que saliera ese artículo, el 85 por ciento de Stanford se había registrado en thefacebook.
Mark parecía encantado de que Sean hubiera leído cosas sobre él. Y Sean por su parte parecía feliz de que Mark fuera un fan suyo. La conexión entre los dos había sido instantánea, no se podía negar. En cuanto a Eduardo, bueno, no era que Sean le estuviera ignorando de manera intencionada, pero era obvio que prestaba más atención a Mark. Tal vez fuera sólo porque los dos eran expertos informáticos, aunque Mark no veía a Sean como un friki de la informática. Era un friki, sin duda, pero su forma de serlo parecía más chic, como si se estuviera haciendo el friki en un programa de televisión de primetime. No era sólo su manera de vestir o su expansiva manera de comportarse. Era su manera de manejar la sala entera, no sólo su mesa. Era un showman, y muy bueno.
A partir de entonces la cena avanzó muy deprisa, aunque no para Eduardo, que casi aplaudió cuando Kelly consiguió finalmente su helado. Una vez que hubieron vaciado todas las cajas chinas, Sean cogió la factura, se excusó y le prometió a Mark que muy pronto volverían a hablar. En un momento el remolino desapareció, tan rápidamente como había aparecido.
* * *
Diez minutos más tarde Eduardo estaba de pie junto a Mark en la acera, delante del restaurante, con la mano levantada como si quisiera llamar un taxi. La novia de Eduardo había quedado con Sean y su novia en algún bar cercano de Tribeca donde tenían que verse con amigos comunes. Eduardo se iba a reunir con ellos más tarde, pero aún tenía unas cuantas llamadas que hacer. Más reuniones potenciales con anunciantes. Eduardo no pensaba abandonar, no importaba cuán difícil se pusiera el asunto.
Con la mano todavía en el aire, Eduardo le lanzó una mirada a Mark. Se daba cuenta de que su amigo aún tenía ese aspecto aturdido. Parker se había ido, pero su aura aún seguía en el aire.
—Es como un vendedor ambulante —dijo Eduardo, tratando de romper el embrujo—. Quiero decir, es un emprendedor en serie. No lo necesitamos realmente.
Mark se encogió de hombros, pero no dijo nada. Eduardo frunció el cejo. Se daba cuenta de que sus palabras le entraban por un oído y le salían por el otro. A Mark le gustaba Parker, lo idolatraba. No había más que decir.
Eduardo supuso que no importaba, de momento. No parecía que Parker fuera a poner dinero en la página; el tipo no tenía dinero realmente, por lo que parecía. Y thefacebook necesitaba dinero. A medida que crecía, se veían obligados a aumentar el gasto en servidores. Y también habían llegado a la conclusión de que debían contratar a un par de personas más para trabajar como programadores. Se referían al trabajo como a unas prácticas, pero algo tendrían que pagarles.
Por eso mañana debían abrir una nueva cuenta bancaria y poner más dinero en el proyecto. Eduardo había liberado diez mil dólares para invertirlos en esa cuenta. Mark no tenía fondos propios, por lo que de momento tendrían que seguir confiando en el dinero de Eduardo.
Tal vez Sean no tuviera demasiada capacidad financiera propia, aunque era probable que tuviera importantes contactos con CRs. Pero gracias a Dios —por una vez— el desinterés de Mark por el dinero convertía eso en un asunto irrelevante. Para Mark, la página seguía siendo una diversión ante todo, y tenía que seguir siendo cool. Los anuncios no eran divertidos. El capital riesgo no era divertido. Los tipos con traje y corbata, los tipos con dinero, nunca serían divertidos. Eduardo no tenía que preocuparse por que Mark saliera a buscar CR en breve.
A pesar de todo, Eduardo no podía evitar pensar que para Mark —a pesar incluso de sus amigos CR— Sean Parker era la definición misma de lo cool. Pero arrinconó esa idea al fondo de su mente. Todo iba a las mil maravillas, no tenía nada de que preocuparse. A todo el mundo le encantaba thefacebook.
Tarde o temprano, encontrarían el modo de sacar dinero del asunto, y sin necesidad de Sean Parker. Y Eduardo tenía la impresión de que Sean Parker no podía ser el único que se había fijado en su pequeña página web. Era sólo cuestión de tiempo antes de que llamara a su puerta gente con los bolsillos llenos, lo bastante llenos para pagar algo más que una cena en un restaurante de moda de Nueva York.