CAPÍTULO 17:
Marzo de 2004

What a long strange trip it’s been…

No es difícil imaginarse los detalles de aquella mañana de marzo de 2004, por más que el momento en sí sólo pueda considerarse histórico en retrospectiva: los ojos de Sean Parker se abrieron de golpe cuando le despertó una idea repentina y musical, un frenético gusanillo suelto en la delgada membrana de su canal auditivo que infectaba su materia gris, activaba sus sinapsis y ponía en verde todos los semáforos rojos. Sean sonrió, como hacía habitualmente por la mañana, con la vista aún en el techo blanco, tratando de recordar dónde estaba. What a long strange trip it’s been. Se frotó los ojos para sacudirse los últimos restos de sueño, estiró los brazos por encima de su cabeza hasta tocar la tela fresca y suave del cojín… y entonces lo recordó todo.

Estaba tumbado en una cama arrinconada contra la pared color pastel de un pequeño dormitorio, con la cabeza hundida en el cojín. Tenía el pelo hecho un caos, un amasijo de rizos rubio-castaños que empujaban como setas contra la suave funda del cojín. Llevaba camiseta y pantalones deportivos, pero eso sólo porque eran las seis de la mañana: su americana Armani, sus tejanos negros de pitillo DKNY y su camisa a medida Prada estaban en un colgador detrás de la puerta del baño.

What a long strange trip it’s been. Su sonrisa comenzó a parecerse a la del gato de Cheshire, y las comisuras de los labios se estiraron tanto que casi dolían. Sí, sabía exactamente dónde estaba, y era un lugar de puta madre para estar.

Dio un vistazo al pequeño dormitorio: el tocador de madera, la estantería llena de manuales de informática, la lámpara en la esquina, el portátil, dormido en la minúscula mesa de noche, junto a la cama. Había ropa tirada por todas partes, por el suelo, en la estantería, incluso colgando de la lámpara, pero a Sean no le importaba porque la mayor parte era suya, y la otra era de lo más sexy. Vio un sostén de encaje y una falda cortísima, una camiseta de tirantes y un cinturón ceñido y vistoso: la clase de ropa que llevaban las universitarias en los campus de California; incluso allí, tan al norte que las palmeras estaban más a menudo envueltas en niebla que en luz solar. Gracias a Dios, en Stanford las chicas se seguían vistiendo al estilo de California, a pesar del estatus de la universidad. Y por supuesto, todas eran rubias. Que las morenas malcaradas se queden en las universidades de la Ivy League, en el oeste las reinas son las rubias.

Sean se incorporó sobre un codo. No sabía muy bien de quién eran el sostén, la falda y la camiseta que había en su habitación. Suponía que debían ser de alguna invitada de uno de sus compañeros de cuarto, o bien de alguien que estaba de visita. Tampoco estaba seguro de por qué aquella ropa estaba en su habitación. Tal vez conociera a la chica, tal vez no. En cualquier caso, ella seguramente sí lo conocía a él, o al menos pensaba que lo conocía. Parecía que todo el mundo en Stanford conocía a Sean Parker. Lo cual resultaba gracioso, teniendo en cuenta que no era alumno de esa universidad. La casa donde vivía estaba llena de gente de Stanford: era algo así como una extensión de los dormitorios, justo al lado del campus. Pero Sean no era ningún alumno de Stanford; ni siquiera había ido a la universidad. Pero era todo un héroe en el campus.

No tan famoso como su socio comercial original —Shawn Fanning—, pero los que conocían la historia sabían quién era. Él y Fanning eran los dos adolescentes que habían revolucionado la industria discográfica creando una página web de intercambio de archivos llamada Napster, una página que permitía a todos los estudiantes del mundo conseguir la música que quisieran de forma gratuita, desde la privacidad de sus habitaciones, a base de compartirla entre ellos por Internet. Napster fue un éxito masivo, una creación de las que cambian el mundo; también era cierto que más o menos había terminado explotando… pero había sido una bonita explosión.

Sean había cofundado Napster tras conocer a Fanning en un chat de Internet cuando ambos estaban en el instituto, y nunca había sido del todo una empresa sino más bien una revolución. Napster había liberado la música, la había convertido en algo que te podías descargar y le había dado a cualquier tío con un ordenador el poder de conseguir lo que quisiera. Libertad: ¿No iban de eso todas las canciones de rock and roll? ¿No iba de eso Internet?

Por supuesto, las empresas discográficas no lo veían del mismo modo. Las putas empresas discográficas habían caído sobre los dos Sean como Angeles Vengadores. Ellos habían contraatacado, pero el resultado final era previsible. Algunas personas consideraban que la caída final había sido culpa de Sean Parker; según algunas versiones que se habían publicado, Parker había escrito algunos e-mails que habían ayudado a las empresas discográficas a ganar la batalla legal, una indiscreción tonta y juvenil que había supuesto el final del juego para Napster. Pero en fin, ése había sido siempre el problema de Sean, y también su fuerza. Lo tenía todo ahí fuera, no se guardaba nada dentro.

Y no lamentaba nada. Ni hablar, no era su estilo.

Seguro, Sean podría haberse encogido como una pelota cuando Napster cayó finalmente. O correr a esconderse bajo las faldas de su madre. Pero en lugar de eso había vuelto a saltar sobre ese caballo de silicona. Sólo un par de años más tarde, él y dos de sus amigos más próximos habían dado con una idea que desarrollaba el concepto de los archivos compartidos, pero esta vez se centraba en los e-mails y en la información de contacto. Al principio era un sistema libre, un sencillo programa que enviaba peticiones de información actualizada, hasta que al final se convirtió en un sistema permanente y siempre actualizado de tarjetas comerciales online. Lo habían llamado Plaxo.

Y luego, bueno, desde el punto de vista de Sean también había explotado, más o menos. No la empresa en sí —Plaxo seguía funcionando y el negocio valía probablemente millones ahora mismo—, sino la participación de Sean en la empresa, que estaba terminada, finiquitada, caput. Desde su punto de vista, le habían echado de su propia empresa, y el asunto había sido incluso más feo de lo que parecía.

Feo, porque a ojos de Sean uno de los personajes que había participado era un auténtico villano: un villano al estilo James Bond, un extraño y reservado galés con una megalomanía casi tan grande como su cuenta bancaria. Fue idea de Sean meter a aquel monstruo CR[1] en el asunto, pues pensaba que Plaxo necesitaba el dinero, y pensaba que había aprendido a tratar con los CRs. Pero Michael Moritz no era un CR cualquiera, era uno de los socios en Sequoia Capital y un dios entre los tipos que manejaban el dinero en Silicon Valley. Había invertido en Yahoo y en Google, y había amasado tal fortuna que nadie soñaría en cuestionar jamás sus métodos.

En opinión de Sean, Moritz era un hombre cerrado, misterioso y también maníaco. Desde el principio habían chocado en casi todos los temas. Sean era un librepensador, un emprendedor joven y revolucionario; a Moritz sólo parecía interesarle el dinero, simple y llanamente. Sean creía que apenas un año después de que Sequoia metiera dinero en la empresa, Moritz había decidido que él tenía que irse —¡abandonar la empresa que había fundado!— y por supuesto él se había negado. Se convirtió en una batalla campal, un golpe de estado al estilo CR, pero al final Sean se había dado cuenta de que terminaría en el bando perdedor. Sus dos mejores amigos, con los que había fundado la empresa, sucumbieron —siempre según la versión de Sean— a la presión de Moritz y del consejo; y según se contaba, cuando Sean intentó contraatacar diciendo que sólo se iría si podía vender parte de su participación en la empresa a cambio de un adelanto de dinero, Sequoia entró en guerra con él. Sean pensaba que Moritz había hecho lo que cabía esperar de un villano al estilo James Bond; estaba convencido de que había contratado a un detective privado para que le siguiera y le consiguiera la munición necesaria para obligarle a marcharse.

Sean había comenzado a ver coches con cristales oscuros que le seguían cuando salía de su apartamento. Notaba extraños clics cuando hablaba por teléfono e incluso extrañas rellamadas en su móvil desde números desconocidos. El asunto había comenzado a dar miedo.

Y tal vez habían conseguido encontrar algo. Igual que a cualquier chico de su edad —con la fama que se había ganado con Napster y Plaxo—, a Sean le gustaba ir de fiesta. Le gustaban las chicas. Ciertamente no era ningún santo. Tenía veintipocos años, era una especie de estrella del rock en Silicon Valley; y además Sean hablaba muy rápido, pensaba muy rápido. Había algo frenético y compulsivo en él, algo que podía ser fácilmente malinterpretado.

De modo que tal vez tuvieran algo contra él, tal vez no. En cualquier caso, a sus ojos Moritz le había acorralado. Le había obligado a irse de su propia empresa. A entregar las llaves de su jodida creación. Y Sean consideraba que había perdido al mismo tiempo una empresa y a los que habían sido sus dos mejores amigos. Había sido feo, y había sido triste, y en opinión de Sean había sido injusto. Pero en fin, había ocurrido. No sólo a él: en Silicon Valley eso ocurría constantemente.

Ése era el problema del dinero CR (capital riesgo): era fantástico… hasta que dejaba de serlo.

Plaxo había terminado mal, pero eso no significaba que la partida hubiera terminado para Sean Parker. Ni mucho menos. Después del doble asunto de Napster y Plaxo aún se hablaba más de Sean en Silicon Valley, y los rumores comenzaron a presentarlo como un chico malo. Ahí estaban las chicas. La ropa de diseño. Y por supuesto toda clase de cuentos sin fundamento sobre drogas. Coca, pastillas, dios sabe qué más. Sean casi esperaba abrir Gawker un día y leer que se inyectaba sangre de focas recién nacidas.

La idea de que pudiera ser un chico malo le parecía graciosa, y podía imaginarse que resultaría totalmente cómica para cualquiera que le hubiera conocido de pequeño en Chantilly, Virginia. Había sido un niño delgado, alérgico a los cacahuetes, a las abejas y al marisco, un niño que llevaba un EpiPen cargado de adrenalina a todas partes. Tenía asma, y también llevaba siempre un inhalador. Su pelo era tan indisciplinado que a veces degeneraba hacia lo afro. Y de acuerdo, delgado tal vez se quedara corto; digamos que no resultaba exactamente intimidante a nivel físico. La cama doble le bastaría para hacer un ejercicio gimnástico de suelo. ¿El chico malo de Silicon Valley? Era ridículo.

Sean observó el sostén con encajes que había en el suelo de su habitación y volvió a sonreír.

De acuerdo, tal vez tuviera sus momentos. Una vena levemente hedonista. Tal como seguramente descubrieron los detectives, le gustaban las chicas. A veces muchas chicas. Le gustaba salir hasta tarde y le gustaba beber. Le habían echado de varios clubes nocturnos. Y de acuerdo, no había ido a la universidad. Había dejado el instituto en cuanto Napster despegó y no había mirado atrás.

Pero no era un chico malo. Era el chico bueno. A sus propios ojos, una especie de superhéroe. Su apellido era Parker, pero se veía más bien como Batman. Bruce Wayne durante el día, en compañía de CEOs y emprendedores. El Cruzado de la Capa por la noche, luchando por cambiar el mundo y liberar estudiante tras estudiante.

Sólo que, a diferencia de Bruce Wayne, Sean aún no tenía dinero. Había creado dos de las mayores empresas de Internet de la historia, y no tenía un duro. Sin duda, Plaxo iba a valer algo algún día, y él se llevaría parte de ese dinero, tal vez incluso decenas de millones. Tal vez cientos de millones. Y aunque Napster no le había hecho rico, al menos le había puesto en el mapa. Había quien le comparaba ya con Jim Clark, el fundador de Silicon Graphics, responsable tanto de Netscape como de Healtheon. Sean había sacado la pelota del campo dos veces ya; sólo necesitaba una tercera para que la analogía fuera justa.

En este aspecto, siempre estaba atento a su próximo homerun. Esta vez, quería algo que realmente cambiara la vida de las personas. Seguro, todo el mundo estaba buscando el siguiente gran éxito. La diferencia era que Sean sabía cuál sería. Lo sabía con una certeza completa y casi religiosa:

Redes sociales.

Hacía sólo unos meses, había hecho algunos contactos en la red social Friendster. Les había conseguido algún dinero CR serie D, les había presentado a alguna gente en la ciudad (sobre todo a Peter Thiel, el tipo que había detrás de PayPal, un colega que también había tenido malos encuentros con la banda de Sequoia).

Pero Friendster no iba a ser el próximo homerun de Sean Parker; el asunto estaba demasiado avanzado, y Sean no pensaba meterse en nada que ya estuviera hecho. Y para ser sincero, Friendster tenía sus limitaciones. En el fondo, era una página de citas. Una buena página de citas, más disimulada que Match o JDate, pero todo el asunto consistía en conocer a tías y tratar de conseguir su e-mail.

Luego estaba MySpace, una página en formación que crecía a toda prisa; Sean también le había echado un vistazo y había decidido que no era eso. MySpace era fantástico a su manera, pero en opinión de Sean no era realmente una página social. No ibas a MySpace a comunicarte, ibas a exhibirte. Era como un gran parque de recreo narcisista. ¡Mírame! ¡Mírame! Mira mi banda de garaje, mi número cómico, mi metraje como actor, mi dossier de modelo, y así sucesivamente. El asunto consistía en hacer marketing de ti mismo y esperar que alguien te prestara atención.

De modo que si Friendster era una página de citas y MySpace una herramienta de marketing, ¿qué era lo que faltaba? Sean no estaba seguro, pero en algún lugar, ahí fuera, sabía que había un Fanning trasteando en algún sótano, trabajando en el Napster de las redes sociales. Sean sólo tenía que mantener los ojos abiertos.

Sabía que había puesto el listón jodidamente alto. Si no era una empresa de mil millones de dólares —su propio YouTube, su propio Google— entonces no merecía su atención. Ya había tenido un Plaxo, y la experiencia no había sido precisamente gratificante.

La próxima vez tenía que ser mil millones de dólares o nada.

Sean se incorporó y sintió que aumentaba la energía dentro de él. Era hora de volver a la búsqueda. Echó una ojeada a la mesa que había junto al futón, y se quedó mirando el portátil abierto que había junto a un reloj femenino de color rosa. No era su portátil, de modo que o bien era el de uno de sus compañeros de habitación o bien el de alguno de sus invitados; en cualquier caso, estaba lo bastante cerca como para que pudiera cogerlo desde la cama, lo que lo convertía en la primera opción por defecto. Era hora de comprobar sus e-mails e iniciar su rutina de la mañana.

Sean alargó la mano hacia el portátil y se lo puso cuidadosamente en la falda. Unos segundos después, el ordenador salió de la suspensión. Al momento vio que estaba ya conectado a Internet a través de la red de Stanford. También se fijó en que había una página web abierta en la pantalla. Obviamente, quien fuera el propietario de aquel portátil se había conectado la noche anterior. Movido por la curiosidad, Sean comenzó bajar por la pantalla para ver la página.

Era algo que Sean no había visto nunca antes. Lo cual era extraño, pues lo había visto más o menos todo.

Había una banda azul suave en la parte superior e inferior de la página. Era obviamente alguna clase de portal. En la parte superior izquierda había la fotografía de una chica: Sean se fijó en su bonito pelo rubio, su maravillosa sonrisa, sus increíbles ojos azules. Luego vio que debajo de la fotografía había algo de información sobre ella.

Su sexo: mujer. Que estaba sin pareja. Que le interesaban los chicos. Que buscaba amigos. Y luego una lista de los amigos que ya tenía, sus redes. Los libros que le gustaban. Los cursos que había realizado en Stanford.

Al lado de su perfil había una cita personal escrita por ella misma, así como algunos comentarios de sus compañeros de clase. Todo el mundo parecía ser de Stanford, con e-mails de Stanford. Eran amigos de verdad, sus amigos reales: no simplemente gente que quería tirársela, como en Friendster. No sólo gente que quería lucir su nueva banda de rock o su nueva línea de moda, como en MySpace. Ésta era su red social real, online, conectada. Siempre conectada. Incluso cuando el ordenador había estado suspendido, la red social había seguido activa. No era nada estático.

Era fluido.

Era simple.

Era bonito.

—Dios mío —murmuró Sean para sí.

Era brillante. Sean parpadeó. Una red social dirigida al mercado universitario. Parecía tan obvio. La gran laguna en el mercado de las redes sociales eran las universidades… y la universidad era un mercado perfecto para una red social. Los universitarios eran increíblemente sociales. Tenías más amigos cuando estabas en la universidad que en ningún otro momento de tu vida. MySpace y Friendster habían olvidado al grupo de personas que más podía utilizar una red social. ¿Y esta página? Esta página parecía apuntar directamente al filón principal.

La mirada de Sean se deslizó hacia la base de la página. Había una extraña línea de texto.

A Mark Zuckerberg Production.

Sean sonrió. Oh, eso le gustaba. Le gustaba mucho. Quien fuera que hubiese hecho esa página había puesto su nombre en la base de la misma.

Sean tocó algunas teclas, saltó a Google. Lanzó una búsqueda. Para su sorpresa, encontró bastantes cosas, la mayor parte de una misma fuente: el Harvard Crimson, el periódico de la universidad de Harvard.

La página web se llamaba thefacebook, y la había lanzado un alumno de segundo curso entre seis y ocho semanas atrás. En cuatro días, la mayor parte del campus de Harvard se había registrado. La segunda semana, había casi cinco mil miembros. Entonces la habían abierto a unas cuantas universidades más. Ahora se estimaba que había cerca de cincuenta mil miembros. Stanford. Columbia. Yale.

Dios, esto estaba yendo muy deprisa.

Sean comenzó a murmurar para sí mismo. «Thefacebook». ¿Por qué no simplemente «facebook»? Ésa era la clase de cosa que ponía enfermo a Sean. Su mente estaba todo el rato haciendo eso, limpiando instintivamente las cosas, afinándolas. Se sorprendió al darse cuenta de que incluso mientras pensaba esto, sus dedos estaban frotando las sábanas del futón, alisando las arrugas. Sonrió para sí mismo. Añadir desorden obsesivo-compulsivo a la lista de neurosis. Llamar a Valleywag por teléfono: Sean Parker, el chico malo asmático, alérgico a los cacahuetes, obsesivo-compulsivo, va detrás de un nuevo proyecto

Sabía exactamente lo que iba a hacer. Iba a encontrar a ese Mark Zuckerberg e iba a comprobar hasta qué punto era bueno.

Y si las cosas eran tan bonitas como parecían, le ayudaría a convertir Facebook en algo inmenso.

Una valoración de mil millones de dólares o nada. Pura y simplemente. Cualquier otra cosa era un fracaso.

Sean ya había anotado dos tantos, con Napster y Plaxo. ¿Podía ser Facebook su tercer tanto?