CAPÍTULO 13:
4 de febrero de 2004

Eduardo llevaba ya veinte minutos esperando en el pasillo de la residencia Kirkland cuando Mark finalmente salió disparado de la escalera que bajaba al comedor; Mark iba a toda prisa, sus chanclas repicando bajo sus pies, la capucha de su forro polar ondeando detrás de su cabeza como una aureola en pleno huracán. Eduardo cruzó los brazos mientras observaba el derrapaje de su amigo.

—Pensaba que habíamos quedado a las nueve —comenzó a decir Eduardo, pero Mark lo atropello.

—No puedo hablar ahora —murmuró mientras pescaba la llave en los pantalones cortos y hurgaba con ella en la cerradura.

Eduardo observó el estado salvaje del pelo de su amigo y su mirada aún más salvaje.

—¿No has dormido, verdad?

Mark no respondió. Eduardo sabía perfectamente que Mark no había dormido demasiado en la última semana. Trabajaba a todas horas, día y noche. Su aspecto era de agotamiento total, pero no le importaba. En aquel momento, nada le importaba. Estaba en aquel modo hiperactivo que cualquier ingeniero podía entender. No aceptaba distracciones, nada que pudiera sacarle de su única línea de pensamiento.

—¿Por qué no puedes hablar? —siguió Eduardo, pero Mark le ignoró. Al fin se oyó un clic y la puerta se abrió, y Mark se lanzó por ella. Sus chanclas se enredaron en unos tejanos que había por el suelo y por un momento perdió el equilibrio, pasó a tropezones por delante de un estante lleno de trastos y de un pequeño televisor a color. Luego recuperó el equilibrio y siguió hacia adelante. Se zambulló literalmente en su dormitorio, directo a su escritorio.

El ordenador estaba en marcha, el programa abierto, y Mark se puso a trabajar inmediatamente. No parecía oír a Eduardo moviéndose por la habitación a su espalda. Sacudía las llaves furiosamente, como si sus dedos estuvieran poseídos.

Estaba dando el toque final, supuso Eduardo, pues la corrección final había acabado a las tres, y la mayor parte del diseño y del programa estaban terminados. Sólo faltaba una función con la que Mark llevaba peleándose casi un día entero.

Había estado jugando con los elementos de la página, tratando de darle el diseño más simple y limpio posible, pero también el gancho suficiente para atraer la atención de quien la mirara. La gente no usaría thefacebook por simple voyeurismo. Lo importante sería la interactividad de ese voyeurismo. Dicho en palabras más simples, iba a ser un simulacro de lo que ocurría cotidianamente en la universidad: lo mismo que animaba la vida social de la universidad, lo que animaba a la gente a ir a los clubes y a los bares e incluso a las aulas y a los comedores. Conocer gente, socializar, conversar, todo eso, seguro: pero el catalizador de todo ello, el motor que runruneaba detrás de todas esas redes sociales, era tan simple y básico como la humanidad misma.

—Tiene muy buena pinta —dijo Eduardo, leyendo por encima del hombro de Mark. Mark asintió, sobre todo para sí mismo.

—Sí.

—No, quiero decir que es fantástico. Que tiene muy buena pinta. Creo que la gente se va a enganchar de verdad.

Mark se pasó una mano por el pelo y se echó atrás en la silla. Estaban en una página interior: la página de un falso perfil, lo que la gente vería después de registrarse y de entrar su información personal. Había una fotografía en la parte superior, cualquiera que quisieras colgar. Luego una lista de atributos en la parte derecha: curso, licenciatura, instituto, procedencia, clubes de los que eras miembro, una frase preferida. Luego una lista de amigos, gente con la que podrías ir, o a la que invitarías a entrar. Una aplicación para «asomarse», que te permitiera ver los perfiles de otros y hacerles saber que estabas mirando su perfil. Y en grandes letras, tu «sexo». Lo que «buscas». Tu «situación sentimental». Y lo que te «interesa».

Ésa era la gracia, el detalle que iba a hacer que funcionara. Busco. Situación sentimental. Me interesa. Aquéllos eran los ítems que resumían el alma de la vida universitaria. Aquellos tres conceptos atrapaban, definían la vida universitaria: desde las fiestas hasta las aulas y los dormitorios, ellos eran el motor que movía a todos los chicos del campus.

En Internet sería lo mismo; lo que movía toda esta red social era lo mismo que movía la vida en la universidad: el sexo. Incluso en Harvard, la escuela más exclusiva del mundo, todo giraba alrededor del sexo. Acostarse con alguien o no acostarse. Por eso ingresaba la gente en los Clubs Finales. Por eso escogía unas clases en lugar de otras, por eso se sentaba en ciertos lugares en los comedores. Todo tenía que ver con el sexo. Y en el fondo, en su núcleo más íntimo, de eso iría también thefacebook. Una corriente subterránea de sexo.

Mark tocó unas cuantas teclas más y saltó a la primera pantalla que verías al entrar en thefacebook.com. Eduardo miró la banda azul oscuro de arriba, el azul levemente más claro de los botones «registrarse» y «entrar». Era extremadamente simple y limpio. Sin colores chillones, sin aspavientos. Todo debía llevar a la experiencia básica: no tenía que haber nada ostentoso, nada que asustara o abrumara. Simple y limpio:

[Bienvenido a Thefacebook]

Thefacebook es un directorio online que conecta a las personas de una universidad en redes sociales. Hemos abierto Thefacebook para uso popular en la Universidad de Harvard. Puedes usar Thefacebook para:

• Buscar a personas en tu universidad

• Saber quién hay en tus clases

• Buscar a los amigos de tus amigos

• Visualizar tu red social

Para empezar, pincha abajo para registrarte. Si ya estás registrado, puedes entrar.

—De modo que para entrar —dijo Eduardo, cuya sombra en movimiento cubría la mayor parte de la pantalla— necesitas un e-mail Harvard.edu, y luego escoger una contraseña.

—Correcto.

El e-mail Harvard.edu era clave para Eduardo; tenías que ser un alumno de Harvard para entrar en la página. Mark y Eduardo sabían que la exclusividad haría aún más popular la página; también reforzaría la idea de que la información quedaba dentro de un sistema cerrado, privado. La privacidad era importante: la gente quería conservar el control de lo que colgaba en Internet. La posibilidad de elegir tu propia contraseña perseguía el mismo objetivo; ese Aaron Greenspan se había metido en líos por hacer que los estudiantes usaran sus números de identificación y sus claves de sistema en Harvard para entrar en su página. Mark incluso había intercambiado e-mails con él sobre esta experiencia, sobre los problemas que había tenido con la junta administrativa. Greenspan había tratado inmediatamente de asociarse con Mark, igual que los gemelos Winklevoss con su página de citas. Todos querían un trozo de Mark, pero Mark no necesitaba a nadie. Todo lo que necesitaba lo tenía delante.

—¿Y qué es eso que hay debajo de todo?

Eduardo se había inclinado y aguzaba la vista para leer una minúscula línea de letra impresa.

Una producción de Mark Zuckerberg.

La línea aparecía en todas las páginas, justo en la parte inferior de la pantalla. La firma de Mark, para que todos la vieran.

Si Eduardo tenía algún problema con eso, no dijo nada. ¿Y por qué debería tenerlo? Mark había trabajado muy duro, las horas debían haberse fundido para él en un único pulso de programación pura. Apenas había comido ni dormido. Parecía que había faltado a casi la mitad de sus clases, y probablemente había estado en peligro de echar al traste su media académica. En uno de los cursos —uno de esos estúpidos Básicos llamado «El arte en los tiempos de Augusto»— se había descolgado tanto que casi se había olvidado de un examen que suponía un alto porcentaje de la nota total. No tenía tiempo para estudiarlo, pero al parecer había encontrado una forma original de resolver la situación. Había creado a toda prisa una página web donde había colgado todas las obras de arte que iban a entrar en el examen e invitó a sus compañeros de clase a hacer comentarios, lo que equivalía en la práctica a crear una chuleta para el examen. En esencia, había logrado que el resto de la clase hiciera el trabajo por él, y había resuelto el examen a las mil maravillas, salvando su media.

Y ahora, a la vista de la creación de Mark, parecía que todo ese trabajo había dado sus frutos. La página web estaba prácticamente terminada. Habían registrado el dominio —thefacebook.com— hacía un par de semanas. Habían contratado los servidores —unos ochenta y cinco pavos al mes— de una empresa del estado de Nueva York. Se habían ocupado del tráfico y del mantenimiento: estaba claro que Mark había aprendido la lección del incidente de Facemash y no quería más portátiles colgados. Los servidores podían gestionar un tráfico bastante elevado, de modo que no habría riesgo de que la página se colgara, incluso si consiguiera la misma popularidad que Facemash. Todo estaba a punto.

Thefacebook.com estaba listo para salir al escenario.

—Hagámoslo.

Mark señaló hacia su portátil, que estaba abierto en el escritorio junto a su ordenador de mesa. Eduardo se puso a su lado y se inclinó sobre el teclado del portátil, encogiendo los hombros para atacar las teclas. Rápidamente abrió su lista de direcciones de e-mail y marcó un grupo de nombres que estaban arriba de todo.

—Estos tipos son todos miembros del Phoenix. Si se lo mandamos a ellos se extenderá muy rápido.

Mark asintió. La idea de ir primero a los miembros del Phoenix era de Eduardo. Después de todo, eran las estrellas sociales del campus. Y thefacebook era una red social. Si les gustaba a ellos y se lo enviaban a sus amigos, todo iría muy rápido. Y esos tipos del Phoenix conocían a muchas chicas. Si Mark se lo enviara simplemente a su propia lista de e-mail, se quedaría encerrado en el departamento de informática. Y en la fraternidad judía, por supuesto. Ciertamente no llegaría a muchas chicas… tal vez a ninguna. Y eso sería un problema.

El Phoenix era una idea mucho mejor. Si a eso se añadía la lista de e-mail de la Residencia Kirkland, a la que Mark tenía acceso legal por ser miembro de la residencia, el lanzamiento estaba resuelto.

—De acuerdo —dijo Eduardo, con un leve temblor en su voz—. Ahí vamos.

Escribió un e-mail muy sencillo, sólo un par de líneas para presentar la página y luego el enlace a thefacebook.com. Después tomó aire y apretó la tecla: un solo golpe con el dedo que envió un e-mail masivo.

Estaba hecho. Eduardo cerró los ojos, tratando de imaginar los pequeños paquetes de información saliendo a trompicones hacia el mundo exterior, zumbando por los cables de cobre y despegando hacia satélites en órbita, cruzando el éter; pequeños pulsos de magia eléctrica saltando de ordenador en ordenador como conexiones sinápticas en un sistema nervioso inmenso, mundial. La página web estaba ahí fuera.

Live.

Viva.

Eduardo puso una mano en el hombro de Mark, que se sobresaltó al notarla.

—¡Vamos a tomar una copa! ¡Es hora de celebrarlo!

—No, yo me quedaré aquí.

—¿Estás seguro? He oído que más tarde irán unas cuantas chicas al Phoenix. Enviaron el Polvo Bus a recogerlas.

Mark no respondió. En aquel momento, la expresión de Mark dejaba bien claro que Eduardo no era más que una distracción, como el sonido de los radiadores junto a la pared o el tráfico en la calle bajo su pequeña ventana.

—¿Te vas a quedar ahí mirando la pantalla?

De nuevo, no hubo respuesta. Mark se mecía un poco delante del ordenador, casi como si estuviera rezando.

Era un espectáculo algo raro, pero obviamente Eduardo optó por no juzgar al bicho raro de su amigo. ¿Por qué debería hacerlo? Mark había estado trabajando sin descanso para poner thefacebook a punto para este lanzamiento. Si quería quedarse solo mirando, tenía todo el derecho.

Eduardo se apartó de él y cruzó el pequeño dormitorio casi en silencio. Se detuvo un momento en la puerta, golpeó sobre el marco con los nudillos. Mark no se volvió. Eduardo se encogió de hombros, se giró y le dejó solo con su ordenador.

Mark se quedó allí envuelto en el silencio, perdido en su propio reflejo, que danzaba sobre la pantalla.