Pasaron aún setenta y dos horas antes de que Mark descubriera realmente lo que había hecho. Su noche de borrachera estaba ya olvidada por completo, pero había seguido adelante con lo que había comenzado, además de retomar sus actividades ordinarias: ir a sus clases de informática, estudiar para las asignaturas del Básico, quedar con Eduardo y sus colegas en el comedor. Más tarde diría a los reporteros del periódico de la universidad que no había pensado demasiado en Facemash: para él ya era sólo una tarea pendiente, un problema matemático e informático por resolver. Y cuando lo hubo resuelto —de forma perfecta, maravillosa, bella—, se lo mandó por e-mail un par de horas después a unos cuantos colegas para saber lo que pensaban. Quería opiniones, reacciones, tal vez algunos elogios. Luego se había ido a una reunión relacionada con una de sus clases, que se alargó mucho más de lo que esperaba.
Para cuando volvió a su dormitorio en Kirkland, todo lo que Mark quería hacer era dejar su mochila, comprobar sus e-mails y bajar al comedor. Pero al entrar en su habitación, su atención se desvió inmediatamente hacia el portátil que todavía estaba abierto en su escritorio.
Para su sorpresa, la pantalla estaba colgada.
Y entonces lo comprendió. El portátil estaba colgado porque estaba actuando como servidor para Facemash.com. Pero eso no tenía sentido, a menos que…
—Oh, mierda.
Antes de irse a la reunión, le había mandado el enlace de Facemash a un puñado de amigos. Pero obviamente algunos de ellos se lo habían reenviado a sus amigos. En algún momento, el asunto había comenzado a tomar impulso. A juzgar por el rastro del programa, parecía que había sido reenviado a diez listas de e-mail diferentes, incluidas algunas gestionadas por grupos de estudiantes del campus. Alguien lo había enviado a todas las personas relacionadas con el Instituto de Política, una organización con más de cien miembros. Otro lo había reenviado a Fuerza Latina, la organización de las mujeres latinas. Y alguien de allí lo había reenviado a la Asociación de Mujeres Negras de Harvard. También había ido a parar al Crimson y tenía enlaces en algunos tablones de anuncios de residencias.
Facemash estaba por todas partes. Una página web donde podías comparar las fotografías de dos alumnas, votar cuál de las dos estaba más buena, y luego sentarte a ver cómo una serie de complejos algoritmos calculaban cuáles eran las tías más buenas del campus: había corrido como la pólvora.
En menos de dos horas, la página había registrado más de veintidós mil votos. Cuatrocientos tíos se habían conectado a la página en los últimos treinta minutos.
Mierda. Eso no era bueno. Se suponía que no debía extenderse de ese modo. Más adelante Mark explicaría que sólo quería pedir algunas opiniones, tal vez tantear un poco la cosa. En todo caso quería comprobar los problemas legales que podía crearle haberse descargado todas esas fotografías. Tal vez nunca lo hubiera lanzado. Pero ahora era demasiado tarde. El problema de Internet es que nada se hace a lápiz, siempre es a boli.
Si pones algo ahí, luego no puedes borrarlo.
Y Facemash estaba ahí fuera.
Mark se lanzó sobre el portátil y comenzó a tocar teclas: estaba introduciendo las claves para entrar en el programa que había escrito. En cuestión de minutos la cosa estuvo desconectada, muerta. Contempló cómo la pantalla de su portátil se quedaba finalmente en blanco. Luego se dejó caer sobre la silla, con los dedos temblando.
Tenía la impresión de estar en serios apuros.