Si le preguntaras al pirata informático adecuado qué debió ocurrir después, esa fría noche en Cambridge, la respuesta parece estar bastante clara. El blog que había creado Mark para documentar sus pensamientos mientras creaba Facemash permite suponerlo razonablemente. Es posible que haya otras explicaciones alternativas, pero sabemos que Mark estaba teniendo problemas para acceder a algunas residencias. Tal vez pudiera conseguir lo que necesitaba por otras vías, no lo sabemos con certeza; pero podemos imaginar cómo debió ir la cosa:
Una residencia de Harvard. En mitad de la noche. Un chico que sabe mucho de seguridad informática y de cómo evitarla. Un chico excluido del inmenso y bullicioso mundo hormonal de la vida universitaria. Tal vez un chico que quería entrar en él. O tal vez un chico que simplemente quería demostrar lo que era capaz de hacer, que era más listo que los demás.
Imaginen al chico agazapado en la oscuridad. Muy agachado, con las manos y los pies en el suelo, hecho un ovillo detrás de un sofá de terciopelo. La moqueta que tiene bajo las manos y las chanclas es mullida y carmesí, pero el resto de la habitación está oscura, una caverna de veinte por veinte, de siluetas y formas.
Tal vez el chico no esté solo: tal vez dos de las formas sean personas, un chico y una chica situados contra la pared del otro lado, justo entre las ventanas que daban al patio de la residencia. Desde su posición detrás del sofá, el chico no habría podido decir si eran alumnos de segundo, tercero o último curso. Pero sabría que estaban donde no debían, igual que él. El salón del tercer piso no está exactamente prohibido, pero normalmente necesitabas una llave para entrar. El chico no tenía llave, simplemente había sabido aprovechar su oportunidad: había esperado en el rellano del tercer piso a que el conserje terminara de limpiar la moqueta y las ventanas, y justo en el momento en que el hombre recogía las cosas para salir se había colado dentro, dejando un libro de texto encajado en el marco de la puerta.
El chico y la chica, en cambio, habían tenido suerte. Simplemente habían visto la puerta abierta y la curiosidad les había llevado adentro. En nuestra imaginación, el chico se escondió detrás del sofá en el último momento. No es que la pareja vaya a descubrirle: tienen otras cosas en la cabeza.
En este momento, el chico ha puesto a la chica contra la pared, le ha abierto la chaqueta de cuero y le ha subido la camiseta hasta más arriba de las clavículas. Las manos del chico están subiendo por el estómago plano y desnudo de la chica, y ella se arquea mientras los labios del otro entran en contacto con su garganta. Parece a punto de ceder, allí mismo, pero gracias a Dios algo le hace cambiar de opinión. Le deja seguir un momento más y luego le aparta de un empujón, riendo.
Luego le toma de la mano y le arrastra por la habitación hasta la puerta. Pasan justo al lado del sofá, pero ninguno de los dos mira. Para cuando la chica llega a la puerta y la abre, el chico le ha puesto la mano en la cintura y casi la lleva en volandas hacia el vestíbulo. La puerta vuelve a cerrarse sobre el libro de texto, y durante un segundo el chico teme que el libro caiga y se quede encerrado allí toda la noche. Gracias a Dios, el libro aguanta. Y por fin el chico está solo, con las sombras y las siluetas.
Le imaginamos deslizándose desde detrás del sofá para seguir haciendo lo que estaba haciendo antes de la interrupción. Comienza a merodear por el perímetro de la habitación con las rodillas levemente dobladas, escrutando las oscuras paredes, sobre todo la zona inmediatamente debajo de la moldura. Le lleva unos cuantos minutos encontrar lo que busca, y cuando finalmente lo hace sonríe y alarga el brazo hacia la mochila que lleva colgada a la espalda.
El chico se pone de rodillas y abre la mochila. Sus dedos encuentran el pequeño portátil Sony y lo sacan. Ya lleva enganchado un cable Ethernet, que cuelga y se balancea mientras pone en marcha el aparato. Con dedos expertos, coge el extremo del cable y lo conecta al puerto de la pared, unos centímetros por encima de la moldura de yeso.
Con unos movimientos rápidos de los dedos sobre el teclado del ordenador, Mark activa el programa que había escrito unas horas antes y contempla cómo parpadea el portátil; igual que el chico, casi podemos imaginar los pequeños paquetes de información eléctrica que remontan el cable, minúsculos pulsos de energía seleccionados del alma electrónica del edificio mismo.
Los segundos pasan mientras el portátil ronronea con silenciosa glotonería, y a cada momento el chico mira hacia atrás para asegurarse de que la habitación sigue vacía. Sin duda su corazón late con fuerza, y podemos imaginar pequeños regueros de sudor bajando por su espalda. No sabemos si es la primera vez que hace algo así, pero la adrenalina siempre se dispara; debe sentirse un poco como James Bond. En algún rincón de su cabeza el chico debe saber que lo que hace es ilegal, o en todo caso contrario a las reglas de la universidad. Pero no es exactamente un asesinato. En el mundo del pirateo, apenas llega a un hurto en una tienda.
El chico no está robando dinero de un banco, ni burlando la seguridad de ninguna página del Departamento de Defensa. No está puteando con la red de ninguna compañía eléctrica, ni siquiera rastreando el e-mail de alguna exnovia. Teniendo en cuenta las cosas que un hacker altamente sofisticado como él es capaz de hacer, apenas está haciendo nada.
Sólo se está descargando unas cuantas fotografías de la base de datos de una residencia, eso es todo. Bueno, tal vez no unas cuantas, sino todas. Y tal vez sea una base de datos privada, de aquellas que se supone que necesitas una clave para entrar, y además una IP del propio edificio. De acuerdo, no es totalmente inocente. Pero no es un crimen capital. Y en la cabeza del chico, es un mal que persigue un bien superior.
Unos minutos más y habrá terminado. Un bien superior. Libertad de información y toda esa mierda: se diría que para el chico eso forma parte de un auténtico código moral. Una especie de extensión del credo del hacker. Si hay una pared, trata de echarla abajo o de saltar por encima. Si hay una alambrada, córtala. Los malos son la gente que construyó las paredes, el «sistema». El chico es el bueno, y su causa también es la buena.
La información debe ser compartida.
Las fotografías deben ser vistas.
Unos minuto después, el portátil emite un leve bip electrónico, indicando que ha terminado con la tarea. El chico desconecta el cable Ethernet de la pared y guarda otra vez el portátil en su mochila. Una residencia lista, tal vez falten aún dos más. Casi podemos oír el tema de James Bond sonando en la cabeza del chico. Se cuelga la mochila a la espalda y se apresura hacia la puerta. Saca el libro de texto, sale de la sala y deja que la puerta se cierre detrás de él.
Podemos imaginar que al marchar percibe aún el perfume floral de la chica, seductoramente suspendido en el aire.