CAPÍTULO 1:
Octubre de 2003

Todo fue obra probablemente de la tercera copa. A Eduardo le habría costado decirlo con seguridad, pues las tres habían bajado en tan rápida sucesión —los tubos de plástico vacíos estaban dispuestos en acordeón sobre la repisa de la ventana que tenía detrás— que no había podido percibir con certeza cuándo se había producido el cambio. Pero ya no había forma de negarlo, las pruebas estaban por todas partes. El agradable calor en sus mejillas, normalmente cetrinas; la forma relajada, casi elástica de apoyarse en la ventana, todo un contraste con su habitual postura rígida y levemente encorvada; y lo más importante de todo, la sonrisa fácil en su rostro, algo que había estado practicando sin éxito ante el espejo durante dos horas antes de salir de su dormitorio aquella noche. Sin duda el alcohol había hecho su efecto, y Eduardo ya no estaba asustado. Por lo menos, ya no sentía un deseo urgente de salir echando leches de allí.

La habitación que tenía delante era, ciertamente, intimidante: una inmensa lámpara de araña colgaba de un arco catedralicio; unas tupidas cortinas rojas de terciopelo parecían sangrar de una herida abierta en las majestuosas paredes de caoba; una escalinata ascendía en amplios meandros que se bifurcaban hacia los secretísimos pisos superiores, cuyas intrincadas estancias estaban plagadas de historias. Incluso los cristales de las ventanas que Eduardo tenía a su espalda parecían traicioneros, iluminados como estaban desde fuera por los furiosos parpadeos de un fuego que consumía buena parte del estrecho patio exterior, y cuyas llamas lamían el viejo y punteado cristal.

Era un lugar aterrador, especialmente para un chico como Eduardo. No es que se hubiera criado en entornos pobres —había pasado la mayor parte de su infancia a caballo entre diversas comunidades de clase media-alta de Brasil y Miami, antes de matricularse en Harvard— pero la opulencia de esa habitación que parecía transportada del viejo mundo le resultaba totalmente extraña. A pesar de la bebida, Eduardo seguía sintiendo el runrún de la inseguridad en la base de su estómago. Se sentía otra vez como un novato de primer curso que acabara de llegar a Harvard, un poco sin saber qué narices estaba haciendo allí, preguntándose cómo podía encajar en un lugar como aquél. Cómo podía encajar en un lugar como aquél.

Eduardo pasó revista desde su ventana a la congregación de hombres jóvenes que llenaba la mayor parte de la cavernosa habitación. O tal vez habría que decir la banda, apiñada como estaba alrededor de las dos barras improvisadas especialmente para el evento. Las barras en sí eran bastante cutres —apenas unas tablas de madera a modo de mesas, bastante fuera de lugar en medio de tan austero escenario—, pero nadie se daba cuenta porque estaban atendidas por las únicas chicas que había en la sala: un equipo de rubias de busto generoso y top recortado, traídas especialmente de alguno de los colleges femeninos de la zona para atender a aquella banda de hombres jóvenes.

En muchos sentidos, aquella banda era mucho más temible que el edificio en sí. Eduardo no habría podido asegurarlo, pero suponía que serían unos doscientos: todos hombres, todos vestidos con americanas oscuras parecidas y con pantalones igualmente oscuros. Alumnos de segundo curso, la mayoría; una combinación de razas, pero todas las caras tenían un mismo aire: esa sonrisa infinitamente más relajada que la de Eduardo, esa autoconfianza detrás de los doscientos pares de ojos; aquellos tíos no estaban acostumbrados a tener que demostrar nada. Estaban en su sitio. Para la mayoría de ellos, aquella fiesta y aquel lugar no eran más que una formalidad.

Eduardo inspiró profundamente, torciendo un poco el gesto al notar el matiz amargo del aire; la ceniza de la hoguera comenzaba a filtrarse por los ventanales. Pero no se movió de su puesto junto al alféizar de la ventana, todavía no. Aún no estaba preparado.

En lugar de eso, dejó que su atención derivara hasta el grupo de americanas que tenía más cerca: cuatro chicos de complexión mediana. No reconocía a ninguno de sus clases; dos eran rubios y de aspecto pijo, como si acabaran de bajarse de un tren de Connecticut. El tercero era asiático y parecía algo mayor que los demás, aunque era difícil de decir. El cuarto, sin embargo —un afroamericano de aspecto muy pulcro, desde la sonrisa hasta el pelo perfectamente peinado— era sin duda un estudiante de último curso.

Eduardo sintió que volvía la rigidez y fijó la mirada en la corbata del chico negro. El color de la tela era toda la confirmación que necesitaba Eduardo. Había llegado el momento de que hiciera lo que había venido a hacer.

Eduardo enderezó los hombros y se apartó de la ventana. Saludó con la cabeza a los dos chicos de Connecticut y al asiático, pero su atención seguía puesta en el alumno de último curso y en su corbata negra de decoración exclusiva.

—Eduardo Saverin —se presentó, estrechando su mano con fuerza—. Encantado de conocerle.

El chico respondió diciendo su nombre, Darron algo, que Eduardo archivó en el cajón del fondo de su memoria. El nombre del chico no tenía ninguna importancia; la corbata por sí sola decía todo lo que Eduardo necesitaba saber. La finalidad de toda aquella velada se resumía en los pequeños pájaros blancos que salpicaban la tela uniformemente negra de la corbata. Aquello le identificaba como un miembro de Phoenix-S K; formaba parte de la veintena de anfitriones de la velada que estaban diseminados entre los doscientos alumnos de segundo curso.

—Saverin. Eres el del fondo de inversión, ¿verdad?

Eduardo se sonrojó, pero en el fondo se sentía halagado de que el miembro de Phoenix reconociera su nombre. Era una exageración —él no tenía ningún fondo de inversión, simplemente había ganado algún dinero invirtiendo con su hermano durante el curso anterior— pero no pensaba corregir el error. Los miembros de Phoenix estaban hablando de él, y si estaban de algún modo impresionados por lo que habían oído… bueno, tal vez tuviera una oportunidad.

Era una idea embriagadora, y el corazón de Eduardo comenzó a latir un poco más deprisa mientras trataba de soltar la cantidad suficiente de chorradas para conservar el interés que había despertado. Más que ninguno de los exámenes que había realizado en su primer o segundo curso, éste era el momento que iba a decidir su futuro. Eduardo sabía lo que supondría para su estatus social ser admitido en Phoenix durante sus dos últimos años de universidad, y también para su futuro, cualquiera que fuera el que decidiera perseguir.

Igual que las sociedades secretas de Yale, tan presentes en la prensa en los últimos años, los Clubs Finales eran el alma apenas disimulada de la vida en el campus de Harvard; alojados en mansiones centenarias repartidas por todo Cambridge, aquellos ocho clubes exclusivamente masculinos habían allanado el camino de varias generaciones de líderes mundiales, gigantes de las finanzas y corredores de bolsa con poder. Más importante aún, la pertenencia a uno de los ocho clubes garantizaba un reconocimiento social instantáneo; cada uno de ellos tenía una personalidad distinta, desde el extraexclusivo Porcellian, el club más antiguo del campus, al que habían pertenecido nombres como Roosevelt o Rockefeller, hasta el pijo Fly Club, que había producido dos presidentes y un puñado de millonarios; cada uno de los clubes tenía su propia esfera específica de poder y definía inmediatamente a sus miembros. El Phoenix no era el más prestigioso, pero en muchos sentidos era el rey en el terreno social; el austero edificio del número 323 de la calle Mt. Auburn era el destino preferido los viernes y los sábados por la noche, y si eras miembro del Phoenix no sólo formabas parte de una red de contactos con un siglo de antigüedad, sino que pasabas los fines de semana en las mejores fiestas del campus, rodeado de las tías más buenas que podían encontrarse en todas las escuelas del código postal 02138.

—El fondo de inversión es un hobby en realidad —reconoció modestamente Eduardo ante el expectante grupito de americanas—, nos centramos sobre todo en los futuros de petróleo. Veréis, siempre me ha obsesionado la meteorología y he hecho unas cuantas predicciones acertadas de huracanes que el resto del mercado no había tenido en cuenta.

Eduardo sabía que estaba caminando por el filo de la navaja al reconocer lo estúpido del método que le había permitido adelantarse al mercado del petróleo; sabía que el miembro del Phoenix quería oírle hablar de los trescientos mil dólares que había ganado comprando y vendiendo petróleo, no de la pringada obsesión por la meteorología que lo había hecho posible. Pero Eduardo también deseaba un poco de lucimiento personal; la mención del fondo de inversión no hacía más que confirmar lo que Eduardo ya sospechaba: que la única razón de que estuviera en aquella sala era su reputación de promesa del mundo de los negocios.

A ver, estaba claro que no tenía mucho más a su favor. No era ningún atleta, no procedía de una antigua familia de dinero, y ciertamente no estaba en la cresta de la vida social de la universidad. Era desgarbado, con unos brazos un poco demasiado largos en relación con su cuerpo, y sólo lograba relajarse realmente cuando bebía. Pero a pesar de todo estaba allí, en aquella sala. Con un año de retraso —la mayoría de los chicos eran «fichados» durante el otoño de su segundo año, no del tercero— pero allí estaba.

Todo el proceso de los fichajes le había cogido por sorpresa. Apenas hacía dos noches que una invitación se coló por debajo de la puerta de su habitación, mientras Eduardo estaba sentado en su escritorio escribiendo un texto de veinte páginas acerca de una estrambótica tribu de la selva amazónica. No era ningún billete directo al mundo de Nunca Jamás —de los doscientos alumnos sobre todo de segundo curso que habían sido invitados al primer cóctel, sólo una veintena se convertirían en nuevos miembros del Phoenix— pero había sido tan excitante para Eduardo como el momento de abrir la carta de aceptación de Harvard. Había suspirando por tener la posibilidad de entrar en alguno de los clubes desde que había ingresado en Harvard, y ahora finalmente se presentaba esa oportunidad.

Ahora ya sólo dependía de él… y por supuesto de los tíos con corbatas negras moteadas de pajaritos. Cada uno de los cuatro encuentros —como la fiesta de toma de contacto de aquella noche— era una especie de entrevista masiva. Cuando Eduardo y el resto de invitados se fueran de regreso a sus diversos dormitorios diseminados por todo el campus, los miembros del Phoenix se reunirían en alguna de las habitaciones secretas del piso de arriba para deliberar acerca de sus destinos. Después de cada evento se reducía el número de invitaciones para el siguiente, hasta que los doscientos quedaran reducidos a veinte.

Si Eduardo superaba el corte, su vida cambiaría. Y si eso requería cierta «elaboración» de un verano dedicado a analizar cambios barométricos y a predecir cómo afectarían esos cambios a los patrones de distribución del petróleo… bueno, Eduardo no tenía nada en contra de la creatividad aplicada.

—Lo importante es encontrar el modo de convertir esos trescientos mil en tres millones —Eduardo sonrió—. Pero eso es lo divertido de los fondos de inversión. Te despiertan la imaginación.

Eduardo estaba totalmente lanzado, y arrastraba consigo a todo el grupo de americanas. Había estado cultivando su habilidad para comer el tarro a lo largo de numerosas fiestas previas en sus dos primeros cursos; lo importante era olvidarse de que esto no era ya un ejercicio, sino la guerra de verdad. Eduardo se esforzaba en pensar que estaba todavía en una de esas veladas menos importantes en las que nadie le estaba juzgando realmente, en las que no estaba luchando por entrar en alguna lista crucial. Recordaba una al menos que había ido increíblemente bien: una fiesta temática caribeña, con falsas palmeras y arena en el suelo. Eduardo se esforzó en trasladarse mentalmente otra vez a esa fiesta, en recrear los detalles mucho menos imponentes del decorado, en recordar lo fácil que había sido la conversación. En unos instantes se había relajado aún más y había conseguido quedar atrapado en su propia historia, por el sonido de su propia voz.

Era como si volviera a estar en la fiesta caribeña, hasta el último detalle. Recordaba la música reggae que rebotaba contra las paredes, el sonido de los bajos que le zumbaba en las orejas. Recordaba el ponche de ron y las chicas con bikinis floreados.

Incluso recordaba a un tío con una melena rizada como una fregona que se quedó plantado en un rincón de la sala, apenas a tres metros de donde estaba Eduardo; el chico estuvo contemplando sus progresos mientras luchaba por reunir los ánimos necesarios para seguir sus pasos y acercarse a alguno de los tipos del Phoenix antes de que fuera demasiado tarde. Pero no se había movido de la esquina; de hecho, su incomodidad había sido tan palpable que había actuado como un campo de fuerza hasta dejar limpia toda una zona de la sala a su alrededor, en virtud de una especie de magnetismo invertido que había terminado alejando a todos los que estaban cerca de él.

Eduardo había sentido algo de simpatía por el chico del pelo rizado en ese momento, no sólo porque le había reconocido sino también porque no había ninguna posibilidad de que alguien así entrara en el Phoenix. Un tío así no tenía opción en un cóctel de ingreso en ninguno de los Clubs Finales; sólo Dios sabía lo que hacía ya en aquella fiesta previa. Harvard tenía toda clase de lugares adecuados para tíos así; laboratorios informáticos, asociaciones ajedrecistas, decenas de organizaciones underground y hobbies al gusto de cualquier clase de disfuncionalidad social. Con una sola mirada, Eduardo había confirmado que el tío no tenía la menor noción de cómo había que moverse en una red social para ingresar en un club como el Phoenix.

Pero en aquel momento, igual que ahora, Eduardo estaba demasiado ocupado persiguiendo su propio sueño como para dedicar mucho tiempo a pensar en el chico torpe de la esquina.

Ciertamente, no tenía forma de saber, ni entonces ni ahora, que el chico del pelo rizado iba a revolucionar algún día el concepto mismo de lo que es una red social. Y el día que lo hiciera, el chico del pelo rizado que luchaba por encontrar su lugar en aquella fiesta previa iba a cambiar la vida de Eduardo más de lo que podría hacerlo jamás ningún Club Final.