Vera tenía la sensación de haber olvidado algún detalle de la lista de instrucciones de Bo.
Llevaba el bolso colgado de un brazo, y el martini con vodka en la otra mano. Salió de la cocina y se quedó junto a la mesa, en una esquina del cuarto de estar. Honey seguía en la cocina, preparando bebidas.
Había puesto un disco de música negra. Una voz de niña le preguntaba a un tío si no lo trataba bien.
Vera podría cantarle esa canción a Bo. Baby, ain’t I good to you?
Le estaba dejando hacer lo que quería. Y Bo había dicho: «¿Qué importan tres más, después de Odessa? ¿O cuatro?».
Se fijó en Carl nada más entrar y pensó: «Ah, Bo se pondrá muy contento». Pero sintió un nudo en el estómago ante la inesperada presencia del marshal. Le produjo inquietud y se dijo: «Espero que Bo le pegue un tiro sin mediar palabra». Si no liquidaba deprisa al Tipo Implacable, éste haría otra muesca en su revólver para representar a Bo. Se imaginó a Carl en un Spitfire con cruces alemanas en el fuselaje; a Bo pilotando un ME-109 o un Focke-Wulf. Si Bo no disparaba a la primera, Carl diría lo que decía siempre en esas situaciones: Si tengo que sacar el arma… Que diga lo que quiera cuando Bo haya disparado. Pondría a los otros tres delante de la estantería. La noticia saldría en los periódicos al día siguiente, cuando ellos ya estuvieran lejos de allí; saldría en todos los periódicos del país, porque uno de los «Cuatro muertos en un apartamento de Detroit» era un prisionero de guerra alemán. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Serían espías? ¿Quién los mató? ¿O fue una ejecución? Para entonces ellos ya estarían en Texas. Esperaba que Carl llevase encima cupones de gasolina y algo de dinero. Lo siento, Carl; así es la guerra. La puta guerra. Puede que Honey también tuviese algunos cupones. Mirarían en el escritorio que estaba pegado a la pared, enfrente del sofá y de la librería. Bo se colocaría a un lado del escritorio. Entraría y tomaría posiciones.
Un momento. ¿Qué había dicho Bo que era crucial?
Y pensó en lo que había olvidado, porque no pudo escribirlo y memorizar las palabras.
Dejar la puerta abierta.
Carl y Jurgen hablaban de los rodeos.
Carl pensaba que Jurgen tenía un buen tamaño para montar toros, aunque sería de los más altos. Los que ganaban más dinero en el negocio eran más bien pequeños, no pasaban de uno setenta. Aunque cabía suponer que un hombre de piernas largas dominaría mejor al toro. Carl nunca había aguantado los ocho segundos de rigor. Cuando tenía dieciocho años participaba en competiciones de aficionados los fines de semana. Después probó con potros salvajes, y tampoco pudo con ellos. Luego estuvo dos años y medio en la universidad y se hizo policía.
Jurgen estaba seguro de que se le daría bien montar toros. ¿Por qué? Porque cuando su familia volvió a Alemania, en 1935, pasaron por España, fueron a las corridas de toros, en Madrid y en otras ciudades, y Jurgen quiso ser matador. Se creía capaz de torear con serenidad y sangre fría, de plantarse en la arena, recibir la embestida del animal, y matarlo como mataba Joselito, el artista que murió a los veinticinco años y era uno de los mejores toreros de España, aunque tal vez fuese un poco fantasma. «Si lo hubieras visto, lo habrías admirado», le dijo a Carl.
Pero Jurgen no llegó a ser matador. Y los toros sabrían, como se sabe que los toros aman, que aquel jinete nunca había torturado a un toro con un capote, ni lo había matado. Le estarían agradecidos y se lo pondrían fácil.
A Carl le pareció una chorrada. Le explicó que si los toros no se resistían, el jinete no ganaba puntos.
Honey les llevó un martini con vodka. Carl se había pasado a la «poción mágica», porque tenía un aspecto formidable en la delicada copa. Honey se quedó con ellos. Jurgen dijo que había devorado ese libro de Hemingway que Honey tenía en la estantería, porque le encantaba España por aquel entonces, no porque Alemania apoyase a Franco. Jurgen prefería a los republicanos, como Robert Jordan, que en el libro se encargaba de volar un puente. Carl también había leído Por quién doblan las campanas cuando vivía en casa de su padre, y le pareció una novela del oeste, de montañas y de caballos. Le recordaba a México. Hablando de novelas del oeste, Jurgen había empezado a leer a Zane Grey en el campo de prisioneros.
—«Sonríe cuando me llames así» —citó Carl—. A mí no me gustaba demasiado Zane Grey.
Walter se sumó al grupo.
—¿No os parece que la muerte de Roosevelt ha sido como mínimo curiosa?
—¡Joder, Walter! ¿Por qué no te sientas?
—No aceptamos tu teoría, Walter —dijo Honey—. Sea la que sea. —Y cambió de tema—: Yo intenté leer a Zane Grey una vez y su manera de escribir me pareció muy anticuada.
—No parecía que se divirtiera escribiendo —señaló Carl—, aunque puedes llenar una estantería entera con sus novelas. Son para gente que no conoce nada mejor.
—¿Qué está haciendo Vera? —preguntó Honey.
Carl y Jurgen se volvieron a mirar. Vieron que abría la puerta, se asomaba al pasillo y la cerraba otra vez.
Honey la llamó:
—¿Vera…?
Vera se acercó con su bolso y su martini.
—Mira, ya he saciado la sed y ahora estoy bebiendo despacio —le dijo a Honey.
—¿Qué hacías?
—Debo de estar oyendo cosas raras. Habría jurado que había alguien en la puerta.
—¿Esperamos a alguien más? —preguntó Carl.
—No que yo sepa —dijo Honey.
—No, no. Me he equivocado. No hay nadie.
Viendo cómo miraba hacia la puerta, nerviosa, bebiendo pequeños sorbos de martini, Carl apostó los 124 dólares que llevaba en la cartera a que Bobón estaba a punto de entrar.
Vera volvió a mirar hacia la puerta.
Carl también miró por encima del hombro.
—¿Por qué estamos todos de pie? Pondré otro disco. ¿Qué tal Sinatra?
Vera terminó su bebida, dejó la copa en la estantería y miró hacia la puerta.
Carl giró la cabeza.
La puerta se abrió muy despacio y apareció Bo, con su falda y su jersey gris, y la ametralladora en la mano. Carl se volvió hacia Vera, que le preguntó:
—¿Le gusta Frank Sinatra?
—Me gusta la que está sonando. ¿La conoce?
—«Oh Look at Me Now» —respondió Vera—. ¿Qué le parece lo que está a punto de ocurrir?
—¿Es una falda eso que lleva Bo?
—Le pedí por favor que no se vistiera así esta noche.
—A lo mejor no se ha maquillado. Lo que me pregunto —dijo Carl— es si eso que trae en la mano es un recuerdo de guerra que quiere enseñarnos. De lo contrario, haga el favor de ordenarle que lo deje en el suelo.
—Vera no es su madre —intervino Honey.
—Gracias —dijo Vera—. Yo soy una invitada más. Dígaselo usted, si quiere.
Bo se acercaba a ese lado de la habitación pegado a la pared. Echó un vistazo hacia el pasillo que conducía al dormitorio.
—Están todos aquí —le informó Vera.
Bo estaba enfrente del grupo, empuñando la ametralladora, con una mano en el gatillo y la otra en el cargador de treinta y dos ráfagas.
—¿Qué estás haciendo, Bo? —preguntó Jurgen.
—¿Quieres beber algo, Bo? —le ofreció Honey.
Walter, que estaba sentado en el sillón favorito de Honey, no abrió la boca.
Bo le dijo a Vera:
—Te dije que dejaras la puerta abierta, y lo olvidaste.
—¿Cómo has entrado entonces, cariño?
—Te dije que lo hicieras nada más llegar. Te dije que lo escribieras todo. Te olvidaste, y he tenido que esperar en el pasillo con una puta ametralladora.
—Es una Schmeisser, ¿verdad? —preguntó Jurgen—. Me gusta el nombre, aunque no es del todo exacto. Pero te diré una cosa: No sujetes nunca una Maschinenpistole por el cargador. Se ejerce demasiada presión y se encasquilla fácilmente.
A Carl le gustó este comentario. Jurgen le señalaba al chico que no sabía lo que estaba haciendo, mientras el otro discutía con Vera empuñando un arma cargada. Bo los miró a todos.
—Quiero que vosotros tres, Jurgen, Honey y Carl, os sentéis en el sofá. Tú, Walter, estás bien ahí, pero acerca un poco el sillón hacia tus compañeros. Vamos, los tres; tomad asiento, por favor. Ahí. —Levantó el arma y lanzó una ráfaga breve pero sonora que agujereó el respaldo del sofá.
Honey lo miró, sin decir palabra.
A lo mejor sí sabía lo que estaba haciendo. Carl vio que manejaba el arma con mucha soltura. Bo le dijo a Jurgen:
—Yo nunca he tenido un problema con una automática. Aunque cuando perseguí al Tipo Implacable estaba un poco desentrenado. ¿Sabías que era yo?
—No podía ser otro —respondió Carl.
—No puede haber nadie tan gilipollas —terció Honey, mirando a Bo con severidad.
Bo se detuvo un momento y la miró fijamente, pero lo dejó pasar y dijo:
—Ahora quiero que os desnudéis todos. Quitaros toda la ropa. Tú también, Walter, levántate. Y quiero que el Tipo «Impotable» saque su revólver y lo deje encima de la mesa.
—Si intentas usarlo —le advirtió Vera—, Bo no dudará en disparar.
Sacó la Luger del bolso de piel de cordero y se la puso a Carl en la cara.
—O yo —dijo.
—¿Quiere sacarla usted misma de mi chaqueta? —le dijo Carl.
—Quiero que te quites la chaqueta —le ordenó Vera, alejándose de ellos.
Honey vio la pistola de Vera y le hizo una seña a Jurgen. Era idéntica a la que Bo le había dado a Darcy por el coche y éste le había pedido que se la guardase. La que Jurgen había estado probando y estaba cargada, lista para disparar, escondida entre los asientos del sofá, donde Bo quería que se sentaran.
Cuando Carl se quitó la chaqueta vio que llevaba su revólver del 38 en una pistolera.
—¿Queréis hacer el favor de desnudaros, por favor? —repitió Bo—. No tenemos toda la noche.
Honey se quitó el jersey, se bajó la falda y se acercó al sofá.
—Tienes buen tipo —observó Bo.
—¿El sujetador también? —preguntó Honey.
—Por supuesto: el sujetador, las bragas y todo.
—Quiero asegurarme de que nadie oculta un arma. Yo me metí un cuchillo de untar mantequilla en el culo para degollar a tres miembros de los escuadrones de la muerte de las SS. Estaban borrachos como cubas de horilka, de vodka ucraniano. Les tapé la boca con la mano y les rebané el pescuezo. Iba desnudo, porque sabía que saldría un torrente de sangre y me empaparía la ropa. Fue una experiencia muy estimulante. El momento más memorable de mi vida, como podéis imaginar. Aunque cargarme al señor Aubrey y al doctor Taylor tampoco estuvo mal. Un disparo para cada uno. Lo de Rosemary fue diferente. También le pegué un tiro, pero fue más como ahogar a un gatito. Mi madre me obligó a hacerlo cuando era pequeño; tuve que ahogarlo en un cubo de agua. Cada vez que pensaba en Puss y veía su carita, mirándome, me echaba a llorar. —Y, cambiando de tema, dijo—: Señor Perfecto, estoy esperando a que deje el revólver encima de la mesa.
Carl dio un paso adelante antes de sacar el arma —Bo lo estaba apuntando con la automática— y dejarla en la mesa, con la empuñadura mirando hacia el sofá. Empezó a quitarse la corbata y a desabrocharse la camisa.
—Ahora, con mucho cuidado, Carl, saca todas las balas del revólver, por favor —le ordenó Bo—. Me pone nervioso verlo ahí, con ese cañón recortado. Eres un hombre muy fiero, ¿verdad que sí, Señor Perfecto?
Vera bajó el arma y se acercó a hablar con Bo.
—Estás hablando demasiado.
—Cariño, todo esto lo hago por ti.
—Estás actuando. «¿Cómo iba a degollar a nadie un chico tan mono como yo?» Estás haciéndote el gracioso y el siniestro al mismo tiempo.
—¿Quieres que lo haga o quieres irte? Cuando llegue el momento me los cargaré a todos, de izquierda a derecha, empezando por el modesto nazi, por Walter. Pa, pa, pa. Tenía veintiocho en el cargador. Me quedan veinticuatro. Quería indicarles dónde debían sentarse y la he cagado; se me ha ido la mano. Tendrás que dar uno o dos golpes de gracia. —Sonrió y dijo—: Mira Vera, qué desfile de desnudos.
Asombró a Vera, al menos le causó cierta sorpresa, la naturalidad con que se exhibían en cueros; no parecían sentir ningún pudor. Los dos hombres mostraban distintas líneas corporales y distintas marcas de bronceado: Jurgen, delgado y dorado, conservaba bastante bien el color a finales del invierno, aunque la zona de la entrepierna estaba blanca. Carl tenía los brazos y la cara curtidos, y el resto del cuerpo sin broncear, aunque tampoco podía decirse que fuese blanco; se mezclaba en su piel el tinte cubano con el tinte cheyenne del norte.
No, lo que asombró a Vera fue la pulcritud con que doblaron la ropa y la dejaron sobre la mesa, en tres montones, mientras que Walter se cubría el regazo.
—Quítale a Walter la ropa de encima —ordenó Bo—. Si se niega a entregártela, métele un tiro en la cabeza. Fíjate, los dos chicos están mejor dotados que la media. Lástima que sean los dos heterosexuales, rectos como una bala. Los educaron para usar a las mujeres, para amarlas, incluso adorarlas, para soñar con coños. He notado cómo te miran, Vera. Creo que a Carl podrías tenerlo cuando quisieras. Aunque tampoco les importa que yo coquetee con ellos; les parezco gracioso. Con los que no me encuentran gracioso me ando con mucho cuidado. A ti te parezco gracioso, ¿verdad?
—Sí —dijo Vera—. Aunque a veces no tienes gracia. Esto se está prolongando demasiado. ¿Lo entiendes? Bo, mírame. No dispares mientras yo esté en medio.
—Se va a retirar —dijo Honey, deslizando la mirada sobre los pechos desnudos hacia los muslos desnudos, que mantenía esbeltos porque nadaba un día a la semana en el Webster Hall, un hotel del centro de Detroit.
Era estupendo estar sentada entre dos hombres desnudos, los dos con un buen paquete, con cuerpos bonitos y delgados, llenos de cicatrices: las de Carl debían de ser heridas de bala; Jurgen tenía marcas de quemaduras, la piel tensa y brillante en algunas zonas. Le sonrió a Carl, y él dijo:
—¿Qué?
Mientras Vera hablaba con Bo, Honey cogió la mano de Carl y la puso en la culata de la Luger escondida entre los asientos. Esa tarde, cuando dejó allí la pistola, estaba sentada en el sitio que ahora ocupaba Carl, de manera que éste podía sujetar el arma y apretar el gatillo con la mano derecha. Le indicó que estaba lista para disparar, pero tenía el seguro puesto. Carl contestó que ya se había dado cuenta y lo había quitado.
—¿Estás seguro? —preguntó Honey.
—¿Qué si estoy seguro? ¿Por qué no iba a estarlo?
Carl nunca había disparado una Luger. Una Walther P38, eso sí; pero no una Luger. Se imaginó que la sacaba de entre los asientos y apuntaba a Bobón, apretaba el gatillo, corregía un poco en caso necesario y lo derribaba. Era una pistola bonita; le gustaba cómo se adaptaba a la mano, aunque seguiría fiel a su Colt en el futuro.
Muy bien, ¿cuándo?
Cuando estés seguro de que él va a disparar.
¿Eres idiota? ¿Este tío llega con sus mejores galas, maquillado y armado con una automática, y tú todavía dudas de que quiera matarte?
A ver si Honey dejaba de frotarse contra él. Tuve que decirle: «Estate quieta, ¿vale?». Seguro que estaba haciendo lo mismo con Jurgen.
Honey bajó la cabeza y dijo:
—¿No os estaréis empalmando, chicos?
¿Cómo podía ser tan natural cuando podía estar muerta en cuestión de un minuto? Siempre segura de sí misma. Carl decidió que en cuanto hubiese despachado a Bo le preguntaría cómo lo hacía.
Bo dijo:
—Por favor, no os lo toméis como un asunto personal. No os odio más que si tuviera que combatir con vosotros cuerpo a cuerpo, como se combatía en Odessa a los rumanos que iban casa por casa. Aunque, eso no es verdad. Yo odiaba a los putos rumanos, que no paraban de matar judíos, gitanos y chicos como yo. Los de las SS nos ponían unos brazaletes rosas y nos encerraban en los campos de la muerte para exterminarnos a su antojo. Fue entonces cuando decidí liberar a la bestia que había dentro de mí y degollar a unos cuantos de los Einsatzgruppen.
Ahora, pensó Carl.
Dile que deje la automática en el suelo y que se aleje. Dispondrás de un momento. Dile que si sacas un arma —ése es tu momento, cuando él se pregunte: «¿Qué arma?»—, dispararás a matar.
Ya.
Estaba a punto de sacar la pistola cuando oyó el ruido seco de un disparo en la habitación. Parpadeó y, al volverse, vio a Vera apuntando con la Luger. Bam, volvió a disparar contra Bo, dio un paso hacia él y disparó por tercera vez. Se quedó mirando a Bo, que yacía en el suelo al lado del escritorio, y le metió un tiro en la cabeza, para asegurarse.
Guardó la pistola en el bolso, sin cerrarlo, y lo dejó en la mesa auxiliar, al lado de Walter, que estaba petrificado. Luego encendió un cigarrillo y soltó el humo mirando a Carl.