Veintinueve

Vera entró hablando del tiempo. Dijo que esa mañana había pensado que caería un buen chaparrón para regar sus plantas, pero no. El cielo se empeñó en seguir triste y plomizo; se negó a abrir y a descargar la lluvia. ¡Qué lata! Saludó con la mano a Jurgen, Carl y Walter, que estaban al otro lado del cuarto de estar. Le dio a Honey dos besos en las mejillas, y un tercero, diciéndole al oído:

—¿Estás buscando emociones fuertes? Eres demasiado lista para enredarte con esta gente. Vendes vestidos.

—Vestidos de los buenos. Tengo uno de cóctel negro, con tirantes de spaghetti, que te sentaría genial.

—¿De verdad? ¿De qué talla?

—Diez —dijo Honey—. ¿Has sabido algo de Bo?

—De momento nada —respondió Vera, y se animó, como si quisiera quitarle importancia—. Estará con algún amigo. Pasó la noche fuera, y yo pensé: «¿No puedes llamar para decirme dónde estás?».

—No son conscientes de cómo se preocupa una madre —sentenció Honey.

—Yo no soy su madre.

—Tú ya me entiendes —dijo Honey—. Ven, te prepararé algo de beber. Dame el abrigo y el bolso.

Vera sujetó el bolso de piel de cordero persa y le pasó el abrigo a Honey.

—Me quedaré con el bolso. Tengo aquí los cigarrillos. —Echó un vistazo a la habitación y dijo—: ¿Qué están bebiendo los caballeros? ¿Es un martini con vodka lo que tiene Jurgen? Eres fantástica… el mío que sea muy seco, por favor. Sólo con una gota de vermut.

Honey se fue a guardar el abrigo en el armario y Vera saludó con la mano a Jurgen y a Carl, que charlaban junto a la librería. Luego a Walter, que estaba sentado, solo y cabizbajo, y le dijo:

—Walter, pon la cabeza bien alta. Todos recordaremos tus intenciones. Piensa que ha sido una intervención divina, Walter. Dios se te ha adelantado para llevarse al presidente a su manera. —Se volvió a Honey, que la estaba esperando—: Debéis de pensar que estoy chalada por hablar así. Sobre todo, Carl.

—Carl sabe lo que está pasando —respondió Honey—. Al parecer todo el mundo lo sabe, pero nadie hace ningún movimiento.

—El final está muy cerca —dijo Vera, con el bolso en la mano, a juego con el abrigo. Y siguió a Honey a la cocina—. ¿Conocías esa expresión?

—¿Con una aceituna?

—Varias, por favor. Estoy muerta de hambre.

—Puedo prepararte un sándwich de salchicha ahumada. O un huevo con salchicha y un poco de cebolla.

—¿Tú vas a tomar eso? He visto queso y galletas saladas en el cuarto de estar. Comeré hasta que me harte.

Honey le pasó el cóctel, con varias aceitunas con anchoas amontonadas en el fondo. Vera levantó la copa, la miró, murmurando algo para sus adentros —Honey la vio mover los labios pintados— y la vació de un trago. Luego se metió las aceitunas en la boca, las fue masticando una por una y encendió un cigarrillo.

—¿Otro? —preguntó Honey.

—Por favor. Esta vez lo beberé despacio. ¿Qué tal se está portando Walter?

—Está bebiendo dobles. Lo veo más enérgico que nunca, y muy enigmático. Quiere hacernos creer que ha participado en la muerte del presidente, sólo que no sabe cómo.

—Claro, él quería ser su asesino —asintió Vera—. Pobre Walter. Lo suyo es cortar carne.

Honey preparó otro cóctel para Vera y la vio vaciarlo de dos tragos.

—Esta vez no te has tomado las aceitunas.

—No importa. Tomaré otro. ¿Qué tal te va con el Tipo Implacable?

—Nos acercamos un poco, aunque ahora la cosa se ha enfriado.

—¿Estás perdiendo el interés? A mí me parece que Carl es un trofeo, si consigues dominarlo.

—Estoy segura de que podría conseguir que se enamorase de mí —dijo Honey—, si es que no lo está ya. Pero no quiero destruir su matrimonio; ser la otra que cae mal a todo el mundo. Eso es un coñazo.

—No te falta confianza —observó Vera.

—Y quiero seguir con vida —replicó Honey—. Su mujer ya se ha cargado a dos tíos que le complicaron la vida.

—¿Y qué me dices de Jurgen? Podrías ir a por él.

—Es el primero de mi lista. Es el tío más guapo que he conocido; es amable y es muy atento para ser alemán. Cuando se quita la ropa… ¡una imagen inolvidable!

—Me lo imagino. No me sorprende —dijo Vera—. Habrías sido estupenda en mi trabajo. Todo el mundo te contaría lo que quisieras saber.

—Pues quiero saber una cosa. ¿Está la policía buscando a Bo?

Vera no supo cómo responder. Llevaba un maquillaje algo exagerado, pero era Vera, y en ella funcionaba. Empezó a sonreír.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Carl me ha contado que Bo le atacó con una ametralladora.

—¿Bo? Tuvo que ser otro que tiene algo contra Carl.

—¿Qué tiene Bo en contra de Carl?

—No lo decía en ese sentido. Bo sólo ha visto a Carl una vez, que yo sepa.

—Carl ha puesto a la policía de Detroit en busca de Bo.

—Sí. Estuvieron en casa. Les dije que Bo se había ido al norte con unos amigos. Tienen la costumbre de ir al bosque a bailar cuando se acerca el equinoccio. Bo lo llama el rito de celebración de la primavera.

—Te estás quedando conmigo.

—Es cierto. Bo me pidió que lo acompañase. Le dije que no me van los ritos paganos.

—Estás cambiando tu versión —señaló Honey.

—¿Eso crees?

—Dijiste que no sabías nada de Bo y que esperabas una llamada.

—Sólo para simplificar las cosas. Por lo demás, querías saber si la policía me creyó. Uno de ellos me dijo: «Ah, ¿van al bosque a bailar con las hadas?».

—¿Eso hacen? —preguntó Honey.

Esa tarde, poco antes, Bo pensó en tomar una de las pastillas del doctor Taylor, pero no sabía qué efecto podían causar, si levantaban el ánimo o si aplanaban; si te ponían a cien o te dejaban como un trapo. Se tomó varios vodkas helados antes de salir, y cuando subieron al coche Vera le dijo:

—¿No puedes esperar sin beber?

—¿A qué?

—A llegar allí.

—¿Es que piensas charlar un rato primero? Tomar unas copas y luego decir: «Poneos todos en fila, contra la pared». Cariño, voy a entrar y voy a destrozar la puta casa. Terminarán todos tirados en un charco de sangre, y nos esfumaremos.

—Por favor, no mates a Jurgen —le pidió Vera.

—A Jurgen también. El trato es liquidar a todo el que sepa lo que has estado haciendo. A menos que quieras pasarte veinte años limpiando mierda en la letrina de la cárcel. Ése es el trabajo que le asignan a la gente con estilo. Tienes que comprender, Vera, que Jurgen no es fundamental para nuestro futuro. Podría jodernos y enviarnos a prisión. Por eso les dije a los federales dónde podían encontrarlo.

—No habrás…

—Pensé que lo detendrían y nos libraríamos de él. Pero no han hecho nada y ahora Jurgen está en casa de Honey. Yo no puedo evitarlo. Le he rezado a la Virgen Negra para pedirle que algunos no falten a la cita. Al Tipo Implacable lo quiero allí. No sabemos qué ha sido de Walter. A lo mejor ha cambiado de planes, al no llegar a tiempo con Roosevelt, y ahora se ha propuesto asesinar a Harry Truman.

El coche iba cargado de bártulos para la fuga: las maletas en el maletero y las cajas con zapatos y objetos personales de Vera en el asiento de atrás. Había ingresado el talón de cincuenta mil dólares de Joe Aubrey en una cuenta nueva; ya verían cómo cobrarlo más adelante.

Bo detuvo el coche delante de una señal de prohibido aparcar, en la puerta de casa de Honey. Le dijo a Vera:

—Si no tienes estómago para esto, no mires. Cuando los hayamos liquidado, les quitaremos el dinero y cualquier cosa de valor que encontremos a mano. Y nos largaremos al viejo México cantando «La cucaracha», si es que te sabes esa canción. Ah, cuando te abran la puerta del portal, déjala atrancada con algo para que no se cierre.

—¿Cómo qué?

—Cualquier cosa. Una caja de cerillas. Es imprescindible que pueda entrar, Vera. Coge el ascensor y sube al apartamento. Honey te estará esperando en la puerta. Salúdala, dale un beso. Y deja la puerta abierta. ¿Podrás hacerlo?

—¿Y por qué no llamas? ¿Crees que Honey no te abrirá?

—Vera, deja la puta puerta abierta. Quiero que mi llegada sea una sorpresa absoluta. Que digan: «¡Dios mío! ¿De dónde ha salido?». —Guardó silencio unos momentos, pensativo. Y preguntó—: ¿Has traído el paraguas?

—Está en el maletero.

—Esconderé la Schemeisser dentro…

—Te gusta llamarla así, ¿verdad? No entiendo por qué.

—Con la culata quitada —dijo Bo—. Subiré por las escaleras para no tropezarme con nadie. Entraré en el apartamento…

—¿Con el arma que eructa escondida en el paraguas?

—¿Qué acabo de decirte? —Bo estaba impaciente. Los nervios le ponían de mal humor—. Montaré el cargador en el pasillo, antes de entrar.

—Y entrarás disparando.

—Sí. Y se acabó. A otra cosa mariposa.

—¿Por qué se dirá así? —preguntó Vera.

—No lo sé, pero así es como se dice. Aunque… debería decir algo cuando entre.

—Estarás apuntando con una Schmeisser. ¿Qué vas a decir?

—Quiero que todos me miren.

—¿Qué tal si dices: «Achtung»? —propuso Vera.

—O podría decir: «¿Sabéis para qué es esto?».

—Que cada cual adivine.

Bo sonrió y dijo:

—Sí. Les daré una oportunidad a cada uno. Vamos, ¿qué les digo para que me miren?

—«¿Encantado de haberos conocido?»

—Ya se me ocurrirá algo.

Vera abrió la puerta del coche.

—Sólo te pido un favor —dijo—. Por favor, asegúrate de que no estoy en la línea de fuego.

—¿Llevas la Luger, por si acaso?

—En el bolso.