Honey llevaba un delantal sobre el sujetador y las bragas, mientras ordenaba el cuarto de estar, recogía periódicos, vaciaba ceniceros y limpiaba el polvo aquí y allá con un plumero, exhibiéndose ante Jurgen, que estaba en el sofá leyendo Life, su revista favorita. Le parecía increíble que Honey hubiese guardado todos los ejemplares desde el ataque a Pearl Harbor, un total de ciento sesenta y tres, de los que faltaban siete números consecutivos desde el invierno de 1942.
Jurgen no dejaba de sorprenderse con ella. Honey siempre era fiel a sí misma, una joya, un diamante en bruto, con su propio estilo de ser bruta, como cuando escuchaba a Sinatra cantando «Ill Wind» y comentaba tranquilamente: «El muy cabrón no necesita esforzarse ni una pizca». Pensó qué le habría ocurrido a Honey en el invierno de 1942, mientras él estaba en Libia. La amaba. La admiraría mientras viviera. Honey seguía limpiando el polvo en ropa interior, arqueando la espalda para enseñarle el culito respingón. Jurgen le había dicho que quería montar toros en los rodeos. «¿Has oído cómo anuncian a los participantes en la radio? “A continuación, Pulga Casanova, un joven vaquero de Big Spring, Texas”. Pronto les oirás decir: “Hoy tenemos con nosotros a un alemán de Colonia, Jurgen Schrenk. Jurgen montará un toro mezquino y tuerto llamado Killer-Diller. Vamos allá, Jurgen”». Le dijo a Honey:
—El campeón del rodeo de Dallas… sale en la revista Life… ganó siete mil quinientos dólares por resistir ocho segundos sobre tres toros distintos. Yo monté un tigre en el norte de África. Podré montar un toro.
Honey volvió la cabeza por encima del hombro, sin dejar de enseñarle el trasero.
—Conozco a un chico que tuvo un accidente en un rodeo —dijo Honey—. Escribía en un papel para decirme que estaba muerto de hambre, porque le habían cerrado la mandíbula con unos hierros hasta que soldase. —Estaba limpiando la librería, pasando las plumas por los anaqueles.
—Me olvidé de contarte que Eleanor no estaba allí cuando él murió —siguió diciendo—. Estaba en Washington. Roosevelt tenía una agenda muy apretada para hoy. Pensaba ir a una barbacoa organizada en su honor, donde habría música country con violines. No creo que estuviese pensando en morir, ¿verdad? ¿Te gusta el hillybilly con violines? A mí no me gusta nada. ¿Sabías que Roosevelt ha sido el presidente que ha estado más tiempo en el cargo? Desde 1933. Tenía sesenta y tres años.
Cogió un libro de la estantería y se lo enseñó a Jurgen; era Mein Kampf.
—No llegué a leerlo, y ya no es tema de conversación —dijo. Y lo lanzó a un armario de la estantería.
—¿No es ahí donde guardaste la pistola de Darcy?
Honey se inclinó para sacar la Luger.
—Aquí está. Quiero preguntarte algo. —La dejó en un estante y se acercó a su colección de discos, en otra parte del armario—. En uno de los informativos de la radio dijeron que Roosevelt estaba sentado en un sillón, y parecía encontrarse perfectamente. El locutor dijo: «Un fuerte dolor se clavó como un puñal en la orgullosa y leonina cabeza de Roosevelt, en la región de la nuca». ¿Tú crees que la cabeza de Roosevelt se parecía a la de un león? A mí me parecía muy elegante, pero nunca pensé que fuese leonina. Ahora el presidente es Truman.
Se incorporó con un disco en la mano y lo puso en la gramola.
—Es un político de Kansas City. Dicen que toca el piano. Habrá que ver qué nos depara el señor Harry S. Truman. No creo que haga mucho ruido.
Empezó a sonar el disco, y Jurgen dijo:
—¿Qué es eso?
—Bob Crosby.
—Me refiero al instrumento.
—Es Bob Haggart, silbando entre dientes mientras rasguea con el bajo. —Y empezó a cantar—: «Un estruendo llegó desde Winnetka, un estruendo volvió a sonar otra vez».
—¿Cómo se llama?
—«Un estruendo desde Winnetka». ¿Cómo se iba a llamar? El batería es Ray Bauduc, con sus palos de madera y sus cencerros. Es muy divertido.
—¿Lo conoces?
—Quiero decir que es divertido cómo toca. Lo conocí una vez que estuve en Nueva Orleans. Tomé una copa con él. —Cogió la pistola del estante y se la llevó a Jurgen—. Creo que Darcy dijo que estaba cargada, si no me equivoco.
—Así es —asintió Jurgen, mientras Honey se dejaba caer en el sofá, a su lado. Se puso a juguetear con la pistola, tiró de la pestaña para abrir la recámara y salió una bala de nueve milímetros. Metió la bala en el cargador, lo introdujo en la empuñadura y le pasó la pistola a Honey, diciendo—: Cargada y lista para disparar. ¿Te gustaría liquidar a alguien?
—¿Estás loco? —dijo Honey, levantando la pistola y cerrando un ojo para apuntar al espejo del pasillo—. Aunque no vacilaría en liquidar a Hitler si se pusiera a tiro.
—¿No prefieres ver cómo lo juzgan por crímenes de guerra?
—¿Y si se escapa?
—No lo dirás en serio. Lo colgarán, eso si no se mata él antes. Me parece bastante probable.
Honey bajó la pistola y volvió a apuntar, diciendo:
—¿Y qué me dices del gemelo de Walter: Heinrich Himmler?
—El mundo entero hará una fiesta cuando lo ahorquen.
—Si se me presentara la ocasión, ¿Hitler o Himmler? Escogería a Himmler. Le daría una patada en los huevos con todas mis fuerzas antes de disparar.
Volvió a bajar la pistola y la encajó entre los asientos del sofá.
—Estoy cansada.
—¿Por qué no das una cabezadita?
—Tengo que ir a comprar bebida. Creo que a Vera le gusta destruirse. Sobre todo ahora que las cosas están como están.
—Yo creo que lo lleva muy bien.
—Eso espero. No me gustaría nada ver cómo se desmorona.
—¿Quieres decir borracha?
—No, está preocupada por Bo.
—¿Crees que ha desaparecido?
—¿Por qué iba a mentirme?
—¿Qué te dijo Carl? ¿Qué se la imaginaba retorciéndose las manos?
—Carl es un sabelotodo.
—Tiene distintas poses —dijo Jurgen—. A veces parece un granjero con la boca llena de tabaco de mascar.
—Picadura —precisó Honey.
—Y de pronto… ésa es mi favorita… se queda mirando algo que está a kilómetros de distancia y nadie ve. Pero es evidente que él lo está viendo. En todo caso, creo que no finge cuando habla con los demás. Es sincero.
—Es capaz de dejarte sin habla. Te obliga a pensar muy deprisa para no quedarte fuera de juego. Es más divertido de lo que parece.
—Te gusta.
—Me gusta como hombre, pero está pillado. Si estuviera libre, tendrías competencia. Le prometió a su mujer en el altar que se conservaría puro como la nieve, y piensa mantener su palabra. Pero ¿y si se pone caliente, como a veces nos pasa a todos, y necesita un poco de acción en el acto? Entonces ocurre algo. La suerte viene al rescate de Carl, que rechina los dientes y se ciñe a lo pactado. Estuve a punto de decirle que su ángel de la guarda le estaba jodiendo la vida.
—Lo conoces bien.
—Me bastaron menos de dos minutos para darme cuenta de eso. Sabes lo que le pasa, que tiene suerte. Y no hay nada mejor en el mundo que estar al lado de un tío con suerte.
—A veces he pensado en los tiroteos que ha vivido, y creo que sí, Carl ha tenido suerte —dijo Jurgen—. Ese atracador de bancos salió a la calle, cogió a una mujer como rehén y ordenó a Carl y a los demás policías que bajaran las armas. Pero Carl veía una parte de la cara del ladrón por encima del hombro izquierdo de la mujer. Estaba en la calle, a treinta metros. Los policías tiraron las armas, y Carl apuntó y le pegó un tiro en el centro de la frente. Cuando me lo contó, le dije: «Pusiste en peligro la vida de la mujer». Y me contestó: «Le di donde había apuntado».
—Sabe muy bien lo que hace. ¿Te contó que la mujer se desmayó? Dijo algo así como: «De pronto se desplomó y temí haberle dado». Y puso una sonrisa burlona, aunque sólo un instante.
—¿Te lo contó así?
—No, lo leí en el libro, en Un tipo implacable. Me lo prestó Kevin. A Carl no le he dicho que lo he leído. He estado comparándolo con el personaje.
—¿Y son la misma persona?
—Idénticos. No conozco a nadie que pueda fardar de lo que ha hecho sin que parezca que está fardando. Le señalas que puso en peligro la vida de la mujer y te dice que dio donde había apuntado. En el libro dice: «Justo en el centro». Sigue teniendo suerte.
—Yo estuve casi cuatro años en los tanques, y sigo vivo.
—Lo sé, alemán. Nada más verte en la cocina de Vera supe que eras el señor Suertudo —le dijo Honey, dándole una palmadita en el muslo.
—Sí, pero si tuvieras que elegir entre uno de los dos, en este momento…
—Te elegiría a ti, porque tú me quieres. Me estás conquistando, alemán. Me has llegado al corazón. Creo que vamos a estar muy bien juntos. Y ahora tengo que salir a comprar las bebidas.
—Yo iré —dijo Jurgen—. Acuéstate. Cuando vuelva cuidaré de ti.