Veintiséis

Honey abrió la puerta de su apartamento para recoger el Free Press del jueves, 12 de abril. Se lo llevó a Jurgen, que estaba tomando café en la mesa de la cocina.

—Ciento cuarenta y dos mil de los tuyos se han rendido a los Rojos en Prusia oriental —le anunció, pasándole el periódico. Se sirvió una taza de café. Eran las ocho y veinte de la mañana. Estaban los dos vestidos. Honey llevaba una falda y un jersey negros que a Jurgen le gustaron mucho.

—Vuestros marines están librando un combate feroz en Okinawa. ¿Dónde está Okinawa? —preguntó Jurgen.

—Creo que es la última escala antes de Japón.

—Los kamikazes han atacado a la división Cincuenta y ocho. Han causado graves daños al Enterprise, al Essex y a seis destructores. Entre tanto —continuó Jurgen, abriendo el periódico y ojeando los titulares—, un comunicado alemán anuncia que el comandante de la guarnición de Konigsberg ha sido sentenciado a muerte. ¿Sabes por qué? Permitió a los rusos tomar la ciudad. Y ésa, querida mía, es la razón por la que estamos perdiendo esta puta guerra. No nos importa matar a los nuestros.

—Eso cuando no estáis ocupados matando a los demás —dijo Honey, acercándose a la mesa con su café.

—Tenemos que recordar que tú y yo no somos enemigos. Aunque debo decirte que anoche no estaba seguro.

Sonó el teléfono.

—Estamos perfectamente —dijo Honey.

—Pero tú no eras la misma.

Honey se acercó a la encimera y cogió el teléfono. Era Madi, la tía de Walter. Llamaba desde la granja y buscaba a Jurgen.

—¿Sabes dónde está?

Honey respondió que no lo sabía.

—Si por casualidad me encuentro con él, le diré que has llamado. ¿De acuerdo?

—No te hagas la lista conmigo —dijo Madi—. Tengo un número de teléfono para Jurgen. De su camarada, el nazi. ¿Lo apuntas? —Recitó un número que no era de Detroit, y Honey lo anotó en un bloc de notas.

—Gracias —dijo.

—Intenta ser más educada cuando hables con alguien —le espetó Madi, y colgó el teléfono.

Honey se volvió a Jurgen.

—¿Te he parecido maleducada?

—¿Quién era?

—La tía de Walter. Tu camarada, el nazi, quiere que lo llames. Está en Cleveland; ahí tienes el número.

Jurgen ya estaba marcando antes de que Honey se hubiese sentado.

—¿Quién es el nazi?

—Otto.

—¿Otto?

—Hola, ¿Jurgen? Soy Aviva. Te paso con Otto. —Se oía a Chopin como música de fondo, el Andante spianato y gran polonesa. Jurgen no identificó al pianista.

—¿Jurgen?

—Otto, ¿qué estás haciendo en Cleveland?

—He conocido a alguien. Aviva.

—¿Aviva?

—Aviva Friedman.

Jurgen guardó silencio.

—¿Te está ayudando?

—No nos hemos separado desde que nos conocimos en Hudson’s y subimos a su barco, un yate de recreo de 12 metros de eslora.

—Aviva Friedman —repitió Jurgen.

—La tengo en mis manos. Si no me obedece, la entrego a la Gestapo. ¿Estás bien, Jurgen? ¿Qué estás haciendo? Aviva comercia con obras de arte. Un momento… ¿Qué? Sí, se lo diré. Aviva quiere que vengas a Cleveland. No puedes faltar a nuestra boda. Dice que soy el tío más sencillo que ha conocido nunca, sobre todo para ser un boche.

—¿Aviva?

—Tiene una librería y vende libros prohibidos. Libros muy antiguos. Quiere deshacerse de ellos; vender la tienda en cuanto pueda. Yo creo que entiendo algo de libros. A lo mejor me quedo con el negocio y le doy un nuevo enfoque. Me especializo en novelas de misterio. ¿Qué te parece?

—Yo no leo novelas de misterio.

—En ese caso no te venderé ninguna. Cuéntame qué estás haciendo.

—Va a casarse con una mujer que se llama Aviva Friedman.

—¿Sí? —dijo Honey.

—Otto es de las SS y ella es judía.

—Lo superarás —respondió. Sabía que Jurgen quería hablar de lo que había ocurrido la noche anterior. De acuerdo…, hablarían. Y dijo—: Jurgen, anoche bebí demasiado.

—Yo también…

—Y casi no habíamos comido.

—Estabas distinta, Honey. No estabas sólo borracha.

—Estaba nerviosa. Estuve con Carl mientras tú estabas escondido en el dormitorio. Creo que me quedé agotada de la tensión. No tenía ganas de hacer nada.

—No estoy hablando de hacer o de no hacer —dijo Jurgen—. Si no tienes ganas de intimar en la cama no pasa nada, lo comprendo. A mí tampoco me apetece hacerlo a todas horas. No más de unas cuantas veces al día desde que te conocí. —Esperó a ver si ella sonreía. Y sonrió—. Me refiero a que parecías una persona distinta cuando Carl se marchó, y no entiendo por qué.

—No veo por qué —respondió Honey—. Pero estamos bien, ¿no es verdad?

Que no quisiera hacer el amor, ¿no era ya una diferencia grande? Por lo demás, no era consciente de lo distinta que se había mostrado con Jurgen la noche anterior y esta mañana. Pensaba en Carl, en Carlos Huntington Webster, en cómo la miraba mientras se desnudaba.

Carl no sabía a quién podía contárselo.

A Kevin no. A su padre tampoco, de ninguna manera. Ni siquiera cuando estuvieran en el porche tomando unas cervezas con chupitos de alcohol. Estaban bebiendo tequila el día que le contó a su padre que veía a Crystal Davidson de vez en cuando, antes de casarse con Louly. Y Virgil dijo:

—A Crystal Davidson. ¿No lo dirás en serio? ¿La chica de Emmett Long? ¿Dónde la ves?

Carl le contó que la veía en los grandes almacenes, cuando iba de compras a Tulsa. A lo que su padre dijo:

—¿Y se comporta como una señorita? —Quería saber si su hijo follaba con un mínimo de propiedad.

Carl estaba desayunando en la cafetería del hotel: huevos revueltos con cebollas, patatas fritas y una salchicha; todo regado con Lea & Perrins y acompañado con unos panecillos y café solo.

—Parece que le gusta, ¿eh? —comentó la camarera.

Era negra, pero hablaba como Narcissa Raincrow, la mujer de su padre. Podía contarle a Narcissa lo que había pasado. Siempre le había contado sus cosas a Narcissa, y ella le escuchaba sin dejar que sus creencias o sus costumbres interfiriesen en absoluto. Carl se imaginaba así la conversación.

—Honey es la chica más guapa que he conocido, o la segunda más guapa.

—¿Se parece a alguna actriz?

—A Lauren Bacall. «¿Sabes silbar, Steve?» Honey se le parece hasta en la voz.

—Sus amigos la llaman Betty.

—Y se quita la blusa.

—¿Lleva sujetador?

—Blanco. Se lleva las manos a la espalda para desabrochárselo, y dice… —Carl hace una pausa—. Dice una obscenidad.

La mestiza de cincuenta y cuatro años, que se parece un poco a Dolores del Río, responde:

—¿Cuál, follar?

—Sí.

—No pasa nada. Puedes decirlo.

—Dice: «Carl quieres follarme en el sofá…».

—¡Madre mía! —dice Narcissa.

—«¿O quieres saber si Jurgen está en el dormitorio? Una de dos». Se quita el sujetador y lo tira al suelo.

—Es una chica lista. Te está diciendo: «¿Qué prefieres? ¿Tener sexo conmigo o pillar a ese cerdo alemán?».

—No es un cerdo. Es un buen tío. Pero digamos que la prefiero a ella. Y él nos oye.

—¿Hicisteis mucho ruido?

—Estaba en la otra habitación. El apartamento en silencio.

—Y tú querías estar con ella, pero no en el cuarto de estar. ¿Querías llevarla a un hotel?

—Eso fue ayer. No la llevé a ninguna parte. ¿Qué crees que hice?

—Llevabas mucho tiempo buscando a ese alemán. Pero Honey te apuntaba con sus tetitas. ¿Se quitó toda la ropa?

—Se quitó la falda.

—¿Llevaba ropa interior, o un liguero?

—Unas bragas blancas. Las enganchó de la cintura con los pulgares.

—Se disponía a quitárselas.

—Esperó un momento.

—¿Para que pudieras decidirte?

—Yo le di pie para llegar hasta allí.

—Porque querías follar.

—Porque sabía que Jurgen estaba en el dormitorio.

—Si no estuviera, tú no estarías allí con Honey.

—No lo sé.

—Oye, no me lo cuentes si no me dices la verdad. ¿Le dijiste que querías acostarte con ella o follarla, o ver si el alemán estaba allí?

—Yo no sabía que estaba allí, o no estaba seguro, hasta que ella dijo que o lo hacíamos en el sofá o no lo hacíamos.

—Entonces, cuando le confesaste tu pasión, lo que querías era follar.

—Supongo que sí —dijo Carl—. Pero no lo hice.

—No rompiste tus votos matrimoniales. Has tenido suerte.

—Pasé por delante de la puerta del dormitorio y me marché.

—¿Sin decirle nada a esa chica preciosa que estaba desnuda?

—Le dije: «Creo que no saldría bien». Ella sonrió un poco, con la mirada. Es de las que se sienten cómodas sin nada encima. Creo que lo estaba pasando bien.

—¿Y te dijo algo?

—Dijo: «Te rindes con demasiada facilidad».

—Un momento. ¿Cómo sabía que no entrarías en el dormitorio?

—Porque me había dado a elegir. O lo uno o lo otro.

—Pero tú no te abalanzaste.

—Tenía muchas ganas. Y lo habría hecho si Jurgen no hubiese estado allí. A Honey no se lo he dicho, pero él me ha salvado de faltar a mi palabra. Habría sido la primera vez en mi vida, salvo cuando prometo algo en broma y todo el mundo sabe que estoy bromeando. Hice una promesa cuando me casé y de momento no la he roto. Por eso creo que le debo una a Jurgen. Quiere esconderse hasta que termine la guerra, y me parece bien. Me ha salvado de faltar a mi palabra. Le diré a mi jefe, a W. R. Bill Hutchinson, que no he podido encontrar a los fugitivos, y se acabó.

—¿De veras? Pero ¿y si vuelves a ver a Honey y Jurgen no está allí para salvarte el culo?

Carl intentó localizar a Kevin para devolverle el coche. Llamó desde la habitación del hotel. Un agente del FBI le comunicó que Kevin no estaba en la oficina. Preguntó si habían detenido ya a Bohdan Kravchenko. El agente dijo que no podía facilitarle esa información. Dejó recado de que Kevin lo llamase al hotel.

A continuación llamó a Louly, a la base de Carolina del Norte, orgulloso de tener la conciencia casi limpia, preparado para decir: «He estado muy ocupado», cuando ella le preguntase si se había metido en líos. Pero tampoco encontró a Louly. Pensó que iba siendo hora de coger el tren y regresar a Tulsa.

Sonó el teléfono. Esperaba que fuese Kevin o Louly.

Era Honey Deal.

—¿Quieres ver a Jurgen?

—Me basta con que se ponga al teléfono.

—Carl, ha llamado Vera. Quiere pasar esta noche de visita.

—¿Con Bobón?

—No sabe dónde está. Anoche no volvió a casa. Está preocupada por él.

—La imagino retorciéndose las manos. ¿A qué hora irá?

—Hacia las ocho. Quiere despedirse de Jurgen.

—¿Adónde se va Jurgen?

—No me lo ha dicho.

—Enséñale las bocinas.

—Las conservo en hielo para ti, Carl. ¿Sabes lo que pasa cuando el hielo te roza siquiera las puntas?

—¿Qué pillas un resfriado? —dijo Carl. Y al instante añadió—: Sabes que te estás mezclando con quien no debes.

—Lo sé. Pero no me siento subversiva en absoluto. ¿Y tú? ¿O es que tú puedes manejarlo y yo no?

—Algo así.

—Oye, ven a tomar una copa esta noche. Te prometo que no te enseñaré las tetas.

—Eso será si puedes evitar desnudarte…

—Espera un momento —dijo Honey.

Oyó que dejaba el teléfono sobre una superficie dura, y después unas voces débiles. Honey volvió al aparato.

—Carl, enciende la radio. Roosevelt está muerto.

Así lo dijo. No «ha muerto», sino «está muerto».

—¿Crees que Walter…? —preguntó Carl.

Walter se enteró de la noticia en la estación de autobuses de Greyhound, en el centro de Detroit. Lo anunciaron por megafonía. Se perdió la primera parte del anuncio. Una voz decía: «Lamentamos informarles de que a las tres y treinta y cinco minutos de esta tarde…». Walter, que esperaba saber el destino del autobús, pensó: «¿A las tres y treinta y cinco?». Sabía que eran casi las seis. Miró el reloj y comprobó que estaba en lo cierto. La voz continuó:

—Ha fallecido inesperadamente el presidente de los Estados Unidos, a los sesenta y tres años. A eso de la una de la tarde, cuando se encontraba en la Pequeña Casa Blanca de Warm Springs, en Georgia, el presidente sintió un dolor repentino en la nuca. Estaba posando para el boceto de un futuro retrato. A la una y cuarto, el presidente se desmayó y no volvió a recobrar la conciencia. A las tres y treinta y cinco, Franklin Roosevelt moría sin dolor, a consecuencia de una hemorragia cerebral. Los funerales se celebrarán en la Sala Este de la Casa Blanca…

Walter no necesitaba oír más. Se levantó y se acercó a la ventanilla, mientras los altavoces empezaban a repetir el mensaje.

—En el día de hoy, doce de abril, en Warm Springs, Georgia, ha fallecido el presidente de los Estados Unidos, Franklin Delano Roosevelt. La noticia ha conmocionado a millones de ciudadanos.

Walter solicitó el reembolso del billete a Griffin, pasando por Atlanta. Se preguntó si alguno de los que estuvieron la otra noche en casa de Vera pensaría al enterarse de lo ocurrido: «¡Dios mío! ¿Habrá sido Walter?». O diría: «¡Dios mío! Ha sido Walter». Todos habían visto su determinación. Vera se acercaría a él. No, primero Honig. Le acariciaría la cara y le preguntaría en voz baja: «Walter, ¿cómo demonios lo has hecho?».

—Cariño —diría él—. ¿No crees que ha tenido una hemorragia cerebral?

—Sí, pero ¿qué se la ha provocado?

Pensarían que había utilizado algún veneno, y él les diría.

—Pensad lo que queráis.

—Ha tenido que usar algún veneno.

—Pero ¿cómo logró administrárselo?

—Es imposible. Walter está en Detroit.

—Walter es listo. Lo ha enviado.

—¿Cómo?

—Por ejemplo en un bizcocho. Lo ha enviado a la Pequeña Casa Blanca con el nombre de la amiguita del presidente, que según Joe Aubrey se llama Lucy Mercer. ¡Qué listo es Walter! Aunque el presidente tuviese un catador, como los reyes en el pasado, un bizcocho de la señorita Lucy Mercer no levantaría ninguna sospecha. El presidente se toma un poco de bizcocho mientras le están dibujando; nada más probarlo entra en coma. A la una y cuarto.

Era una de esas tramas de capa y espada que podrían ocurrírsele a Vera. O algo parecido. Se imaginó a Vera diciendo: «Sea cual sea la causa de la muerte del presidente, podemos tener la certeza de que ha sido nuestro Walter. No es de extrañar que la Casa Blanca anuncie que ha fallecido por causas naturales. No creo que Walter tenga intención de revelar cómo lo ha hecho. Porque mientras Walter siga con vida, la gente que conozca a este astuto individuo seguirá ofreciendo sus teorías, y todos le preguntarán: “¿Fue así como lo hiciste, Walter?”».

Y él respondería:

—Pensad lo que queráis.