Veinticinco

Carl pasó por la escena del crimen esa tarde. El jardín estaba lleno de coches de policía. Kevin le explicó que los de homicidios ya estaban seguros de que hubo tres víctimas.

—Les dije que buscaran a Bohdan Kravchenko. ¿Verdad que le gustan las joyas? Faltan un montón de alhajas de la señora Taylor, según la criada, Nadia… es de algún país de Europa central. Y también han limpiado el armario donde Taylor guardaba los medicamentos. —En el cuarto de estar le dijo a Carl—: Aquí encontraron al médico, boca arriba. Su mujer estaba encima de él, con la Walther en la mano.

Habían trasladado los cuerpos a la morgue de Wayne County, a unas manzanas del cuartel general de la policía de Detroit, en el número 1300 de Beaubien.

—Todo el mundo lo conoce como el trece cero cero. Están muy ocupados allí —dijo Kevin—. Homicidios, delitos graves, explosivos, análisis de armas de fuego… ¿Has oído hablar de los Cuatro Grandes? Cuatro detectives enormes que van siempre en un Buick sedán, dos delante y dos detrás. Patrullan las calles en busca de problemas.

Carl dijo que no le importaría conocerlos, si tenían tiempo.

—Parece que no se andan con tonterías —dijo.

Llamó a Honey en cuanto tuvo ocasión y le contó lo ocurrido. Hablaron un rato y Carl dijo que volvería a llamar más tarde. «A lo mejor no estoy», había dicho Honey. Parecía algo seria; no intentó ligar ni hacer chistes. Carl casi estuvo a punto de decirle: «¿Estás trabajando para mí o no?». El tono de Honey no le permitía deducir qué pasaba. Mejor no ser grosero. Y dijo: «¿No quieres ayudarme?». Eso bastó para que ella le asegurase que estaría allí.

Podía ir a verla enseguida. Estaba a diez minutos de su casa. En Seven Mile, a una manzana de McNichols, lo que todo el mundo llamaba Six Mile. O podía atajar por Palmer Park. Merodeó por la escena del crimen sin dejar de pensar en Honey; le venían a la cabeza nombres de calles de Detroit. Algunos eran muy buenos, como Beaubien, St. Antoine, Chene, una antigua ciudad francesa llena de fábricas de armamento. Hasta que decidió dejar de marear la perdiz y se dijo: «Vamos. Demuestra que puedes estar a solas con esa chica sin arrancarle la ropa. Ni siquiera tendrías la oportunidad de hacerlo, porque ella se la quitaría antes. ¿Y si te acostaras con ella?… No, en serio, ¿y si hicieras el amor con ella, pero sólo para comprobar o para demostrar algo…? O mejor, ¿y si te la follaras de una vez y dejaras de darle tantas vueltas?».

Fue por Wellesley hasta Lowell y Balmoral en el Pontiac, callejeando por Palmer Woods, con sus mansiones de estilo inglés y sus criadas educadísimas, que atendían a los chicos de homicidios que iban llamando de puerta en puerta.

—No, señor. La señora dice que no oyó nada anoche.

Llegó a Seven Mile y se detuvo. Podía torcer a la izquierda, en dirección a Woodward, y seguir hacia el sur hasta casa de Honey. O girar a la derecha y cruzar el parque por Pontchartrain. Vio un coche por el retrovisor. Estaba parado. El primero que veía en todo el día en Palmer Woods aparcado o circulando, aparte de los coches policiales. Como si estuviese esperando a que él se decidiera. Era un Ford A del 41.

Torció a la izquierda para tomar Seven Mile. No había demasiado tráfico. Se mantuvo a cincuenta y el Ford A no tardó en ponerse detrás, a cierta distancia. Recordó que la comisaría estaba a la derecha y entró en el aparcamiento. El Ford A pasó de largo y se detuvo en Seven Mile. Salió del aparcamiento y giró a la izquierda. Se acercó al coche que lo estaba siguiendo, por el mismo carril. Quería ver quién iba dentro. Cuando estaba a unos doscientos metros, el Ford A dio la vuelta y pasó en dirección contraria a gran velocidad.

Lo conducía un hombre. Solo.

Intentó concentrarse en lo poco que pudo ver, porque el conductor iba encorvado sobre el volante. Le habría gustado ver un pelo negro y peinado con gomina, como el de Vito Tessa, el chico-gángster. Entonces podría decir: «Muy bien. Está aquí. El vengador de la automática de níquel ha venido a buscarme». Y sabría cómo actuar. Pero el hombre que conducía el Ford A no tenía el pelo engominado y negro, sino mucho más claro.

Giró a la izquierda en Pontchartrain, la avenida que cruzaba Palmer Park. Veía a mano izquierda las calles del campo de golf público, las praderas, las mesas de picnic, y los árboles a la derecha. Y volvió a ver el Ford A. Estaba lejos, pero se acercaba. Sacó su 38 y lo dejó en el asiento, a la altura del muslo. Miró por el retrovisor y comprobó que el coche se acercaba deprisa, se pegaba a él y, ¡joder!, abría fuego. No tenía alternativa: frenó en seco, silenciando el sonido del disparo con el chirrido de los neumáticos. El revólver cayó al suelo. No importaba. Tenía que agacharse de todos modos. Se tumbó en el asiento y cogió el 38 mientras el Ford A daba la vuelta para pasar a su lado y ametrallar el Pontiac. Las ventanillas laterales reventaron. Las ráfagas de automática entraban por un lado y salían por el otro, formando círculos como de hielo en el parabrisas. Era una puta ametralladora, aunque no sonaba como una Thompson. Se acordó de cuando Louly contaba que había tenido que disparar una Browning para salvarlo, «soltar unas ráfagas».

El Ford A estaba girando para regresar en sentido contrario, a unos cien metros por delante. Se parapetó detrás de un Olds que circulaba en la misma dirección, bien pegado, para protegerse. Carl salió del coche, se plantó en el suelo y apoyó el revólver en el marco de la puerta; apuntó a la trasera del Olds, dejó que pasara y abrió fuego contra el Ford A. Descargó cinco balas seguidas en el capó y en las ventanillas, seguro de que alguna conseguía dar al conductor o le hacía cambiar de opinión y dejaba de disparar.

Subió al coche y dio la vuelta para seguir al Ford A. Lo alcanzó cuando el otro tuvo que frenar un poco para entrar en Seven Mile, pero volvió a acelerar y enfiló hacia Woodward. Carl lo siguió sin dejar de disparar, consiguió acercarse cuando pasaban por delante de la comisaría. Estaban llegando al club de golf, muy cerca del primer tee, cuando el motor del Pontiac se pasó de vueltas y empezó a echar humo por el tubo de escape. El Ford A se acercaba a un semáforo en rojo en Woodward. Mientras el coche de Carl se quedaba muerto, el parabrisas se llenó de telarañas de disparos, y entre el humo y el cristal reventado vio que el Ford se saltaba el semáforo; Carl pasó zigzagueando entre los coches que frenaban y tuvo que dar un volantazo para no estrellarse contra el coche que se daba a la fuga. Lo logró por los pelos. El Vengador logró escapar; se perdió de vista en la sombría tarde de abril.

El teniente de la policía de Tulsa dijo:

—Me sorprende que alguien te tenga manía, Carl.

—Vito Tessa, de Kansas City —respondió Carl, desde el teléfono de la mesita que había detrás de la escalera circular que bajaba al comedor en la escena del crimen—. Vito le dijo a Virgil que venía a verme.

—¡Cómo me gusta Virgil! —dijo el teniente—. Lo primero que me preguntó, cuando nos conocimos, en ese bar del sótano del Mayo, fue: «¿Has estado alguna vez en un concurso de meadas?». Le dije que no. Le pregunté si la cosa iba de altura o de distancia. Y me contestó: «No; meamos en orinales, sobre hielo, y apostamos a ver quién lo derrite más». Pero lo que me gusta de tu padre es que no va por ahí meándose en todas partes. Sabe aguantarse.

—Por eso sigue siendo uno de los mejores meadores —dijo Carl—. Es capaz de aguantar mucho rato, cosa rara en hombres de su edad. He estado en ese bar con mi padre, pero creo que nunca he meado con él. Nunca lo vi mear cuando íbamos a cazar. No quería dejar rastros.

—Así es tu padre —sintió el teniente de Tulsa—. ¿Crees que ha sido Tessa? Está en libertad condicional. No, espera un momento. Tengo aquí el último parte. Estaba bajo fianza de quinientos dólares, a la espera de juicio. Estaba. Tessa y otro tarado se metieron en una partida de póquer. Les pegaron un tiro en el culo cuando intentaron marcharse con el bote en un sombrero. Creo que tengo razón. El que quiere liquidarte es otro.

—¿Llevaba encima la automática de níquel?

—Sí, pero no llegó a disparar. El cargador estaba lleno.

—Ya me parecía a mí que no le iría bien en este negocio —dijo Carl, y dio las gracias al teniente.

Kevin Dean salía del cuarto de estar.

—¿Ya has vuelto?

—Todavía no he llegado a donde quería ir. Acabo de hablar con la policía de Tulsa sobre Vito el Vengador. ¿Te acuerdas de ese chaval del que te hablé, del gángster que tenía un hermano? No es él el que me ha tiroteado con una ametralladora en Palmer Park. Lo han trincado. Está esposado a una cama de hospital. Por lo tanto, el que ha intentado matarme es alguien de aquí. Sabe quién soy, me siguió al salir. Tenía el pelo claro, como Bohdan.

—¿Igual de largo?

—No sabría decirlo. Llevaba una automática que no era una Thompson. Sé cómo suena la Thompson. Ésta sonaba distinta.

—Se llevaron las armas que había en una vitrina del dormitorio de Taylor —dijo Kevin—. Sólo han dejado una caja de nueve milímetros. Pero Nadia dice que las armas no están. Una Walther, dos pistolas Luger y una Maschinenpistole 40; dice que vio una igual en la exposición de recuerdos de guerra, en Hudson’s. ¿Te acuerdas que nos perdimos esa exposición?

—Para comer con Honey. —Honey comió una ensalada, con mucho recato, y después mojó un bollo de pan entero, hasta dejar el plato limpio.

—Sabes cómo la llama Walter. La llama Honig, que es «miel» en alemán. Honig Schoen. Cuéntame qué ha pasado en el parque —dijo Kevin.

Le contó lo ocurrido hasta que el motor del Pontiac reventó y el Ford A se escapó en el cruce de Woodward.

—¿Y tuviste que dejar tu coche allí?

Pasó por la comisaría de Palmer Park, la Doce, para dar orden de que buscaran un Ford A negro, con agujeros de bala, y les indicó dónde vivía Bo.

—Remolcaron mi coche y se lo llevaron al mecánico, para que le eche un vistazo. Me fastidiaría mucho perder ese coche. ¿No tendrás por causalidad un coche que puedas prestarme? ¿O crees que los federales podrían proporcionármelo?

Tal vez. Pero Kevin quería saber algo.

—Si Bo va por ahí cargándose a todo el que pueda testificar contra él y Vera, ¿por qué querría matarte?

—No lo sé. Sólo lo he visto una vez, esta misma mañana. Le levanté la voz. Creo que he herido sus sentimientos.

—¿Vas a casa de Honey?

—Eso pensaba.

—Estás sin coche. Puedo llevarte.

Carl no necesitaba la compañía de Kevin.

—Tú estás en este caso. ¿No quieres pillar a Bohdan cuanto antes?

—Ya te has ocupado de mandar a la policía tras él.

—¿Y cuando tu superior te pregunte dónde estabas, le dirás que visitando a una jovencita?

—¿No quieres a Bo?

—Prefiero a Jurgen —dijo Carl—. Los de homicidios quieren a Bo. Podrías ir con ellos a casa de Vera y prestarme tu coche. ¿Qué te parece?

¿Qué hizo Bo? Dejó el Ford A en un barrio de clase trabajadora, caminó una manzana hasta Woodward Avenue, torció en la esquina y entró en 4-Mile Bar, a una manzana y media de la catedral. Se tomó un whisky antes de llamar a Vera.

—¿Estás sobrio?

—Estoy radiante —dijo Bo—. No puedo ir a casa. Creo que la policía me está buscando. Cuando pasen por allí, diles que me he ido al norte. Es lo que suele hacer la gente por aquí, marcharse al norte. Oí a dos mujeres comentando en el mercado: «¿Qué haces este fin de semana?». «Nos vamos al norte». Al norte de Michigan. No tengo ni idea de lo que hay allí.

—¿Bo…?

—Vi a Carl en el Pontiac, con pinta de no saber adónde iba. Giró para entrar por Palmer Park. Es una calle muy ancha y apenas hay tráfico. Me emocioné y empecé a seguirlo. Le disparé casi treinta dos ráfagas; un cargador entero. No sé si le habré dado.

—¿Y él también disparó?

—Sí, cuando di la vuelta me estaba esperando.

—Entonces es que no le diste. Pero ¿por qué has ido a por él? ¿Porque te insultó? Eso se resuelve con un duelo, no a tiros de ametralladora. ¿Y el coche?

—Está lleno de agujeros de bala. Pero, escucha, Vera. Creo que Carl iba a casa de Honey.

—¿Y?

—Y podría seguirlo. Honey está allí, Jurgen está allí y Carl está allí.

—¿Quieres matar a Carl porque te llama Bobón?

—Lo sabe todo sobre ti, igual que los otros dos. Podría sorprenderlos a los tres en casa de Honey.

—Eso si de verdad iba allí.

—Tengo una suerte cojonuda, como sabes. Tú escucha y recuerda. Vera, si logramos encontrar a los tres allí, podré arreglarlo. Nos libraremos de ellos. De Carl, de Honey y de Jurgen. De golpe.

—Bo, no quiero seguir en esta casa. Por favor, sácame de aquí antes de que me alcoholice.

—Ya estás alcoholizada.

—Cuento las copas que tomo. Nunca paso de veinticinco en un día.

—Nos iremos mañana. Si se nos ocurre la manera de sorprenderlos a los tres en casa de Honey. Por ejemplo, di que quieres despedirte. O que quieres dejarles un recuerdo.

—Tienes que hacerlo a toda costa, ¿verdad?

—Si no lo hago —dijo Bo—, los del FBI irán a por ti y te colgarán hasta que te seques. ¿Te gusta esa expresión? Lo haremos por la noche, pero no demasiado tarde. Nos retrasaremos un poco, y cuando lleguemos estarán esperando. —Se volvió de la pared donde estaba el teléfono público y observó a los clientes del bar: unos cuantos hombres y una mujer; un tío en una mesa leyendo un libro—. Me colaré esta noche en casa y dejaré abierta la puerta de atrás.

—¿Qué estás bebiendo?

—Whisky. No tienen vodka.

—¿Se les ha terminado?

—No tienen, Vera; nunca.

—Me alegro de que nos vayamos.

—Llevaremos una bolsa cada uno. Podrás llevarte algunos tesoros, siempre que sean pequeños. Coge el paraguas, ese negro grande, como el de Neville Chamberlain.

—¿Qué ropa piensas ponerte?

—Todavía no lo he pensado.

Honey se sobresaltó al oír el telefonillo. Contestó, pulsó el botón para abrir la puerta y le dijo a Jurgen:

—Es Carl.

Jurgen esperó. Estaba de pie en el cuarto de estar. Se había vestido.

—Será mejor que te quedes en el dormitorio —dijo Honey.

—¿No sabe que estoy aquí?

—No veo cómo iba a saberlo.

—Parece que ahora no te fías de él —dijo Jurgen, sonriendo—. ¿Porque somos amantes? Habla con él, a ver qué está pensando.

—Preguntará por ti. Eso seguro.

—Miéntele. No pasa nada. O dile que estoy aquí, y salgo a charlar con él. Tú decides.

—Notará que estoy nerviosa.

—A mí no me lo pareces. Escucha, sé que esto no es fácil para ti. Sientes algo por mí, pero soy un enemigo. Mi presencia en tu casa es suficiente para que te encierren en una prisión federal. Si quieres decirle a Carl que estoy aquí, díselo. Lo comprenderé.

Honey deseó que Jurgen no sonriera —no era una gran sonrisa, era una sonrisa casi triste, pero una sonrisa al fin y al cabo— mientras le decía estas cosas. Jurgen se fue al dormitorio y cerró la puerta. Honey puso en la gramola «Gee, Baby, Ain’t I Good to You», y Jurgen se asomó por el pasillo, sonriendo otra vez.

—No vas a decírselo, ¿verdad?

Carl llevaba el traje oscuro que a Honey le gustaba. La miró mientras ella se fijaba en la corbata oscura sobre la camisa blanca, que contrastaba con el rostro curtido. Se detuvo a escuchar y dijo:

—Billie Holiday. Tendría que haber adivinado que te gustaba el blues.

—¿Y eso por qué?

—Porque estás en la onda.

—No bailo el jitterbug.

—Nunca me lo ha parecido.

—Me gusta el baile lento y cuerpo a cuerpo.

Carl sonrió entonces, con la misma expresión que Jurgen.

—Eso me lo creo —dijo—. ¿Viste a Jurgen anoche?

Directo al grano. La sonrisa se había esfumado.

—Sí, lo vi.

—¿Hablaste con él?

—Le pregunté si le gustaría verte. Ahora que no puedes detenerlo hasta que el FBI te lo autorice.

—¿Quién te ha dicho eso?

—Tú me lo dijiste.

—Yo, ¿verdad? ¿Y quería verme?

—No lo dijo.

—¿Sabes dónde está?

Honey negó con la cabeza.

—¿Seguimos siendo amigos?

—Te prepararé una copa, si quieres.

—Pero no me dirás dónde está Jurgen.

—No sé.

—Te gusta Jurgen y no quieres chivarte.

—Tú también me gustas. Y tampoco quiero hablar de eso.

Carl hizo una pausa y la miró antes de decir:

—¿No quieres decirme lo que sabes sobre un prisionero de guerra alemán que se ha fugado?

—¿Lo dices en serio?

Carl no tuvo más remedio que sonreír.

—Tomemos una copa —propuso Honey.

Mientras pasaban a la cocina, vio que Carl miraba de reojo hacia el dormitorio.

—¿Bebes cerveza? Nunca me preguntas si tengo cerveza.

—¿Tienes?

—No, estás de suerte. Tengo whisky.

Honey preparó un par de copas y le pasó una a Carl. Iba a sentarse, pero cogió un cigarrillo de la mesa y dijo:

—Estaremos más cómodos allí. —Y se llevó a Carl al mullido sofá. Encendió dos cigarrillos. Se sentaron muy cerca.

—Honey, tengo que decirte una cosa. En este momento, me importa una mierda dónde esté Jurgen o lo que esté haciendo. Sólo pienso en irme a la cama contigo.

El hombre parecía muy tranquilo en su fuero interno. Honey siempre lo veía como un hombre, antes de añadir famoso y normalmente casado. Pero ese día no.

—Quieres llevarme a la cama.

—Casi no pienso en otra cosa —dijo Carl.

—¿En el dormitorio?

—Si es ahí donde está la cama.

—O podemos hacerlo aquí mismo.

Honey se levantó. Se sacó la blusa de debajo de la falda y empezó a desabrocharla.

—¿Quieres hacerlo en el sofá?

Se quitó la blusa.

—Pondré una sábana encima.

—¿Cuándo tienes una cama enorme ahí mismo?

Honey se llevó los brazos detrás de la espalda para desabrocharse el sujetador.

—Carl, ¿quieres follarme en el sofá o quieres ver si Jurgen está en el dormitorio? Una de dos.

Se quitó el sujetador y lo tiró al suelo.