Veintitrés

Vera entró en la cocina y vio a Bo inclinado sobre el periódico abierto encima de la mesa.

—¿Has oído lo que me ha dicho?

—No estaba escuchando. Es un paleto.

—Sabe lo de Taylor.

—El periódico no dice nada.

—Él no necesita el periódico.

Habló en un tono que obligó a Bo a levantar la vista.

—Conoce a policías y agentes federales —añadió Vera—. Me ha preguntado si me preocupa que Taylor pudiese delatarme. Le he dicho que no. Y me ha contestado: «¿Quiere decir ahora que está muerto?».

—¿Lo sabe? —preguntó Bo, muy sorprendido.

—Tú, que eres un repipi, le llamas paleto y le sirves el café frío. Ese tío es el agente más famoso del país. Hablan de él en las revistas. Han escrito un libro sobre él, con fotos y todo. Y tú crees que no pinta nada.

—Me ha parecido un grosero —dijo Bo, encogiéndose de hombros con su nueva chaqueta de esmoquin—. ¿Qué le dijiste?

—«¿Ha muerto en un accidente de tráfico?» He debido de parecer tonta de remate.

—Seguro que has sido muy convincente.

Bo volvió a mirar el periódico, y Vera le ordenó:

—Mírame, estoy hablando contigo. —Y barrió el periódico de la mesa, de un manotazo—. La policía sabe que hay otro cadáver.

—Rosemary.

—No entiendo cómo pudiste matar a esa pobre mujer.

—No tuve elección. Me conocía.

—No me refiero a Rosemary, sino a Aubrey. Han encontrado rastros de sangre en la pared. De sangre y de sesos. Según Carl, quien lo limpió hizo un trabajo de pena.

—Debería haber dicho un trabajo de mierda —señaló Bo—, puesto que era en el cuarto de baño.

—Le pregunté a Carl quién podía ser. Muy asombrada, con cara inocente. ¿Sabes quién dijo que era? No quien pensaba que podía ser. Aubrey.

Bo puso mala cara. Había limpiado la sangre con jabón y unas toallas. Tuvo la precaución de llevarse las toallas, metidas en los pantalones de Aubrey. Luego le envolvió la cabeza con una toalla de baño que cogió en el piso de arriba, cuando subió a echar un vistazo. Encontró unas joyas que le gustaron y la chaqueta de esmoquin verde. Después buscó las Lugers y la ametralladora. Estaban en una vitrina cerrada con llave y tuvo que forzarla, pero creía haber hecho un trabajo bastante profesional. Se llevó una manta de la cama de Rosemary, que todavía estaba caliente, para arrastrar a Aubrey por el suelo de baldosas hasta la entrada principal. Decidió dejar allí al señor Repelente mientras limpiaba el baño, y entonces decidió que no era necesario ir hasta el maizal próximo a la granja de Walter, a las cuatro de la madrugada, cuando estaba en Palmer Woods, que aunque no era exactamente un bosque, tenía algunos árboles aquí y allá.

—Saben que la tercera víctima es Joe Aubrey —repitió Vera—. Joe es el único de los que estuvieron aquí anoche que ha desaparecido.

—Podría ser cualquiera.

—Yo sé que es Aubrey y Carl sabe que es Aubrey. Le pegaste un tiro en la nuca y lo dejaste todo hecho un asco. ¿No se te ocurrió pensar dónde apuntabas?

—Lo tenía a tiro, a menos de un metro, mientras él le cambiaba el agua al canario. ¿Conocías esa expresión para «mear»? Lo salpicó todo.

—Seguro que tocaste a Rosemary.

—Le aparté el pelo de la cara.

—¿Con la Walther?

—No, con la punta de los dedos. Fui amable con ella. Pero me había visto. No tenía elección.

—Haces muy bien tu trabajo —dijo Vera, poniéndole una mano en el hombro. Había sido muy dura con él y no quería que se enfadase, que le hiciera perder el tiempo haciéndose el ofendido. Le acarició el pelo, diciendo—: Para que te sientas mejor, recuerda que tenemos un cheque de cincuenta mil dólares. Si puedo ingresarlo en una cuenta y retirarlo dentro de unos días, tendremos el dinero para huir.

—Y al fin nos largaremos de «Ditua» —dijo Bo—. ¿Puedo reposar mi agotada cabeza en tu tripita?

Vera le cogió la cara entre las manos y apoyó su mejilla contra su pecho.

—No podemos permitir que encuentren a Aubrey antes de que nos larguemos. ¿Te imaginas los interrogatorios? ¿Dos de mis supuestos ayudantes muertos? Dime que eso no sucederá, Bo.

—Ése no es el problema —dijo, y esperó la respuesta de Vera.

—Pero siempre hay un problema, ¿verdad?

—Walter podría decirles que yo tenía que llevar a Aubrey a la granja, y que no aparecí. O, como diría Kevin Dean, «que no me vio el pelo». Y esa chica, Honey Deal, dirá: «Ah, sí, el señor Aubrey. ¿No volvió a casa con Bohdan?». Ese marshal de los cojones… ¿sabes cómo me llama? Me llama Bobón.

—Ya sabía yo que algo te había hecho. A Honey le pareces muy mono.

—¿De verdad? Bueno, pero ahora está con Jurgen.

—En este momento estará desayunándoselo. Es una devoradora de hombres.

—Los del FBI le preguntarán si Aubrey iba con ellos en el coche. Y Jurgen dirá que no.

—Dirá que Honey y él se marcharon con Walter antes de que tú salieras con Aubrey en mi coche. Por lo tanto, no saben si lo llevaste a alguna parte.

—¿Prefieres dejarlo al azar? —preguntó Bo—. Puede que la policía descubra que llevé a Aubrey a casa de Taylor, o puede que no. Y mientras tanto, tú te mojas las bragas cada vez que suena el timbre.

—¡Dios! —dijo Vera, harta de la guerra—. ¡Con todos los muertos que hemos visto!

—No me falles ahora —dijo Bo—. ¿Qué más da unos pocos muertos más?

Como mínimo, tres. Cuatro, con un poco de suerte.

—Vale. Y cuando la policía te diga que los demás han declarado que tú llevaste a Aubrey a casa de Walter… Cuanto te pregunte adónde lo llevaste, si no lo llevaste allí. ¿Qué dirás?

—Diré que de dónde se han sacado eso. Que no llevé al señor Aubrey a ninguna parte. Que cuando terminó la fiesta yo ya me había acostado.

—Y entonces, ¿cómo llegó Aubrey a casa del doctor Taylor?

—¿Cómo voy a saberlo?

—Pero tú estabas aquí, con los demás. ¿Quién se ofreció a llevarlo, puesto que no se fue con Walter?

—¿Les cuento mi teoría?

—Sólo si tiene sentido.

—Bueno, a mí me pareció que el doctor Taylor y el señor Aubrey se traían algo entre manos, y acordaron verse en alguna parte después de la fiesta. Pongamos en un bar de Woodward, o en la puerta de la catedral, a una manzana de aquí. El doctor Taylor sedujo a Aubrey y se lo llevó a casa, para seguir tonteando a gusto y montárselo con él. Rosemary —que a mí siempre me ha parecido una mujer encantadora— les oyó reír, bajó las escaleras sigilosamente, los pilló besándose y les pegó un tiro con la Walther de su marido. Entonces, horrorizada de lo que había hecho, se puso la pistola en la sien y, bam, se quitó la vida. —Sin dejar de mirar a Vera, añadió—: Tenía unos pechos muy mediocres.

—¿Horrorizada? —dijo Vera.

—Profundamente abatida al descubrir que su marido, el respetable doctor, era un sarasa.

—¿De dónde sacó la pistola?

—Sabía que él era un miedica y la llevaba siempre en el bolsillo de la chaqueta de esmoquin cuando se quedaba abajo de noche.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Porque Rosemary me lo contó en una ocasión. O cogió la pistola del piso de arriba.

—¿Y ésa es la chaqueta de esmoquin que llevaba Taylor?

—Ésta es otra.

—Y entonces te preguntarán: «¿Y por qué no estaba allí el señor Aubrey esta mañana?».

—Y yo les diré: «¿Cómo voy a saberlo? No soy detective».