Veintidós

El teléfono despertó a Carl a las seis de la mañana. Era su padre.

—¿Qué te parece De-troit?

—Está bien. Es grande. Dicen que es la tercera ciudad del país, aunque yo creía que era Philadelphia.

—A mí me da lo mismo —dijo su padre—. ¿Qué tal es el ho-tel?

Y así siguieron hasta que Virgil quiso exponer la razón por la que había puesto una conferencia.

—Anoche llamó un tío. Dijo que era amigo tuyo y preguntó dónde estabas. Narcissa habló con él.

—¿Cómo se llama?

—Vito Tessa.

—Joder.

—No, he dicho Vito Tessa. —Virgil quiso hacer un chiste.

—¿Y el nombre no te resultó familiar? Es ese chaval, el gángster de la automática de níquel y el traje estilo zoot. El que intentó atacarme la noche antes de salir.

—¿El hermano de Lou Tessa?

—Sí, otro hermano. ¿Narcissa le ha dicho que estaba en Detroit? De lo contrario, no habrías llamado.

—Creo que sí. Y también dónde te alojabas.

—La creía más lista.

—El chico dijo que había estado contigo en la marina, en la misma unidad. ¿Cómo lo sabía?

—Cada vez que hablo con un periodista me preguntan qué hice en la guerra.

—Y ese gángster ha leído algo. Espera un momento, Narcissa está aquí, escuchando. —Tras una pausa, Virgil dijo—: Una vez le conté a Narcissa que los camaradas de armas se hacen amigos para siempre; por eso pensó que era amigo tuyo. Le pidió que, si hablábamos contigo, te avisáramos de que pasaría a verte. ¿Por qué le habría dicho eso si tuviera intención de matarte?

—El hermano intentó matarme por la espalda.

—¿Y éste quiere hacerlo de frente?

—No estoy seguro. Marvin, el portero del Mayo, dijo: «Uy, uy, va armado». Y entonces me di la vuelta. Nos quedamos frente a frente y no hizo nada. No entiendo por qué ha dicho su nombre.

—Para darse importancia —dijo su padre.

—Pero eso indica que no quiere pillarme desprevenido. Llamaré a la policía de Tulsa para que averigüen quién es y por qué anda suelto. Creí que lo habían detenido por tenencia ilícita de armas. No me imagino a ese chaval con una licencia de armas. Quizá sea más listo de lo que suponía, aunque creo que no es muy distinto de su hermano. Ahora tendré que andar con mil ojos mientras persigo a esos dos alemanes. Creo que uno de ellos se ha largado: Otto, el de las SS, aunque no debe de andar muy lejos. En fin, parece que ha llegado mi hora.

Llamó a Honey a las siete, a las siete y media y a las ocho menos cinco. Dejó sonar el teléfono un buen rato todas las veces, por si Honey se estaba duchando. Se la imaginó debajo del chorro, con la cabeza levantada y los ojos cerrados, los pechos brillantes, empapados de agua jabonosa; pero Honey no cogió el teléfono. Carl había decidido seguir adelante como si ella no le hubiese enseñado las tetas. Sería un poco incómodo conversar cara a cara, porque los dos sabían que el día anterior estuvo a punto de pasar algo. Aunque no hubiese llegado a ser adulterio. Intentaría no fijarse en su blusa y no pensar en esas dos cositas que tenía debajo. Debía de usar una talla menos que Louly, pero tampoco podía decirse que fuesen pequeñas. Las de Honey eran especiales; le parecieron muy graciosas, con las puntitas rosadas apuntando al aire. Le gustaba la imagen que volvía a su memoria, aunque no sabía a quién podía contárselo. A Narcissa, tal vez.

Se quedó en la puerta observando a Honey. Ella no se movió ni lo miró con intención de seducirlo. No le hacía ninguna falta. Hizo algún comentario sobre lo que él acababa de leerle, con absoluta naturalidad, como si estuviera completamente vestida, y le preguntó qué quería hacer. Dijo textualmente: «¿Has decidido ya qué quieres hacer?».

Lo primero que se le pasó por la cabeza fue decir: «¿Me estás tomando el pelo?». Pero se abstuvo. No quería verla sonreír, darle motivos. Tenía que mostrarse tan frío como ella, y propuso cenar primero y pasar luego por casa de Vera, para ver quién había por allí. Y Honey dijo: «¿Eso quieres? ¿Anotar números de matrícula?». Eso dijo, mientras le apuntaba con las tetas. Luego sonrió, soltó una carcajada y sacudió la cabeza. Carl la miró y, con una sonrisa, se despidió para siempre de aquellas dos cositas. Todo volvió a ser casi normal. Y Honey se vistió.

Cuando llegaron a casa de Vera, Carl le dijo: «Te bajas del coche y te quedas sola». Sin alterarse en ningún momento, limitándose a exponer la situación. ¿Y qué hizo Honey? Salir del coche, decirle que ya le contaría al día siguiente y despedirse moviendo los dedos. Se perdió de vista al rodear la casa, apareció por el lado contrario, subió hasta la puerta y se volvió para decirle adiós.

¿Y qué hizo entonces Carl? Nada. Volvió al hotel, se tomó una copa en el bar, subió a su habitación y encendió la radio para oír las noticias. Los rusos combatían en Viena puerta a puerta. Y mientras escuchaba esta información, pensaba en cómo mostrarse con Honey tal como era sin crear problemas.

La noche anterior había aparcado en la puerta de casa de Vera y había dejado que Honey se saliese con la suya sin ser insolente. Esta mañana se detuvo en la entrada del garaje y apagó el motor. Nadie podría salir mientras Carl estuviese allí: ni la señora Mezwa, ni su ayudante el chiquitín, ni el artista de la fuga, Jurgen Schrenk. Fue andando hasta la puerta y saludó con la mano al coche de vigilancia que seguía al otro lado de la calle —no el que estaba vacío, para despistar—, indicando con este gesto que no había ninguna razón para dar parte, que todos eran amigos, ¿o no? Pero los agentes avisarían; llamarían por radio a la central. Carl tocó el timbre, oyó ruido en el interior, esperó y volvió a llamar. No pensaba moverse de allí.

La puerta se abrió y Carl dijo:

—Bohdan Kravchenko, nacido en Odessa, superviviente del cerco a la ciudad. ¿Cómo estás, amigo? Soy Carl Webster y estoy aquí para ver a la señora Vera Mezwa, la señora de la casa, aunque no vengo en acto de servicio.

Bo llevaba una chaqueta de esmoquin verde, con solapas negras, sin camisa debajo, y unos pantalones de pijama.

—Lo siento, pero la señora no recibe invitados esta mañana.

—No necesito que me invite a nada, Bobón. Sube y dile que puedo registrar la casa si lo considero oportuno.

El mayordomo se quedó petrificado. Pareció que intentaba no mover la boca para preguntar:

—¿Puedo verlo?

Carl sacó la cartera que llevaba siempre encima y le enseñó su identificación y la estrella de marshal.

—Eso sólo me dice quién es.

—No necesitas saber nada más.

—Pero no es una orden judicial.

—Es mejor.

Se sentaron cada uno en un extremo del sofá. Vera llevaba un bata de seda verde, deliberadamente entreabierta para captar la atención de Carl, quien pensó que las mujeres de Detroit no se andaban con miramientos. Estaban hablando de Honey Deal.

—Sí, usted la dejó aquí. Se fue a casa con Walter Schoen. Quiero decir que creo que él la dejó en su casa. No puedo aventurar cuáles eran sus intenciones. Honey fue muy sincera, le pidió perdón por haberlo abandonado, y creo que Walter se animó a reanudar la relación. Al menos a intentarlo. Me fijé en ellos mientras hablaban y vi que el pobre tuvo que secarse los ojos en una ocasión.

—¿Lo dice en serio?

Carl no se imaginaba a Honey camelando a Walter, a menos que estuviese jugando con él. O que le diese lástima y quisiera ser cariñosa. Honey era directa y natural, nada tímida. La creía capaz de subirse a un escenario, en un teatro lleno de gente, y soltar un discurso improvisado. Relatar alguna anécdota divertida que le había ocurrido de camino e inventarse a continuación todo lo demás. Contar algunos chistes. Pensaba que los dos eran iguales en eso; eran capaces de manejar con las palabras cualquier situación. Honey siempre era ella misma, no necesitaba actuar.

—Se marchó con Walter. ¿Iban solos? —le preguntó a Vera.

—Sí, que yo sepa.

—¿Y el doctor Taylor?

—Conoce usted a todo el mundo.

—¿Dónde estaba?

—Charlando con mi mayordomo, con Bo.

—Tengo entendido que Joe Aubrey vino con Walter.

—¿Se lo ha dicho Honey? ¿O de verdad hay alguien dentro del coche de vigilancia?

Carl sonrió un momento.

—¿No se fue Joe Aubrey con Walter? En ese caso irían tres personas en el Ford.

—La verdad es que no lo sé. Yo ya me había despedido de mis invitados. Les dije que podían quedarse un rato si querían.

—Es posible que Aubrey se marchara con el doctor Taylor —insistió Carl.

—Es posible.

—¿Con quién vino Jurgen?

Vera estaba fumando, con aire tranquilo.

—Pobre Jurgen. Tengo entendido que nadie ha conseguido dar con él en cinco meses y medio, y de pronto, el Tipo Implacable lo encuentra en un par de días. Dígame, ¿qué significa eso del tipo implacable?

—Que tienes suerte desde el principio.

—¿Doce veces ha tenido suerte para matar con una pistola?

—Manejar una pistola no es cuestión de suerte. Me refiero a tener oportunidades para hacer las cosas bien, para que parezca que sabes lo que haces.

A Vera le gustó este comentario. Le sonrió y dijo:

—Los periódicos lo cuentan y te convierten en un héroe.

—Entonces te haces famoso, alguien decide escribir un libro sobre ti, y todo el mundo te cita a todas horas. Un empleado impide un robo en una tienda y dicen que reaccionó a la velocidad del rayo, que sacó el revólver como Carl Webster. El mes pasado me hicieron una entrevista sobre los prisioneros de guerra evadidos, como si fuese un experto en la materia. Me llaman porque mi nombre es conocido. A ver qué nos cuenta Carl Webster. Se publicó en Newsweek.

—La vi —asintió Vera—. «La Guerra del Tipo Implacable.» ¿Le gustó lo que decían?

—Me llevo bastante bien con el periodista.

—Tengo entendido que su mujer está con los marines.

—Es instructora de tiro. Enseña a manejar una ametralladora desde un bombardero.

—¿Alguna de las doce personas a las que ha matado a lo largo de su carrera era una mujer?

—Ninguna. Todos eran delincuentes en busca y captura. Atracadores de bancos. Uno de ellos era un cuatrero, pero a ése no lo cuento.

—¿Y eso por qué?

—Porque todavía no era un marshal. Sólo cuento a la gente a la que he matado en acto de servicio.

—¿Y alguna vez ha lamentado quitarles la vida?

—¿Lamenta Joe Foss matar a veintiséis pilotos japoneses? Voló un pozo de petróleo en el Pacífico.

—Sí, claro, ¿qué diferencia hay? Aunque supongo que Joe Foss nunca ve la cara de sus víctimas. Discúlpeme, me estoy yendo por las ramas.

Bo entró en el cuarto de estar y, mirando sólo a Vera, comunicó que había una llamada para el agente Webster.

—En el estudio —le indicó a Carl, sin apartar la vista de Vera. Y dio media vuelta.

—¿Le estaba pidiendo permiso? —preguntó Carl.

—Ha debido de decir usted algo que no le ha gustado. Quiere que lo siga.

Era Kevin Dean el que llamaba.

—¿Estás hablando con Vera?

—Estoy buscando a Honey —dijo Carl, que se encontraba junto a una estantería con volúmenes encuadernados en piel; libros con aspecto de que no se abrían nunca, cuya función era meramente decorativa.

—¿Ha podido ayudarte en algo? No he vuelto a verla desde que me destinaron a esa otra misión. ¿Te resulta incómodo llamarla Honey?

—No —dijo Carl—. ¿Y a ti?

—Al principio sí. La verdad es que me sigue costando un poco. Así es como uno llama a su mujer o a su novia. Bueno, te llamaba porque el doctor Michael Taylor, uno de esos espías de pacotilla, murió anoche de un disparo. Parece ser que lo ha matado su mujer, Rosemary, con una Walther P38, y que después se voló los sesos. La mujer de la limpieza dice que el arma era de Taylor. Le extrañó ver el coche en el garaje cuando llegó a la casa esta mañana. Taylor no había salido a trabajar. Los encontró a los dos en el cuarto de estar.

Carl pensó: «Si a Kevin le resulta incómodo llamarla Honey es porque todavía no se ha acostado con ella». Y dijo:

—¿La criada avisó a la policía?

—Al momento. Los de homicidios ya están trabajando en la escena del crimen. Uno de los miembros de la brigada sabía que Taylor era pronazi, que había sido miembro de la Liga en los años treinta y que lo detuvieron por un delito menor, cuando se manifestaba a las puertas de una sinagoga. Nos mantendrán al corriente de lo que vayan averiguando.

Carl estaba mirando a Bo, que esperaba en la puerta, vuelto de espaldas.

—Otra cosa. Están seguros de que hubo una tercera víctima en el baño. Recibió un tiro por la espalda. Había rastros de sangre. El asesino intentó limpiarlo, pero hizo un trabajo de pena. Los técnicos han encontrado también fragmentos de hueso y de tejido cerebral en el desagüe —dijo Kevin.

Le pidió a Kevin que esperase un momento, y le dijo a Bo:

—Oye, guapo, ¿qué tal si en lugar de escuchar la conversación me preparas un café?

Bo se largó sin decir ni pío.

—Puede que el médico estuviera en el baño cuando ella lo mató.

—Taylor tenía un disparo en el pecho. El del baño era otro.

—¿Falta alguien?

—Joe Aubrey.

—¿Su avioneta está en el aeródromo?

—No vino en avioneta. Esta vez cogió el tren. Le estaban reparando la Cessna en Atlanta.

—¿Dónde está Walter?

—Esta mañana estaba en su granja.

—¿Solo?

—Con el matrimonio de alemanes. La mujer contestó al teléfono. Le pregunté si Walter había vuelto a casa con alguien y dijo que no.

—¿Sabes que Honey reventó la fiesta de los espías?

—Sí, eso he oído. Es increíble. Llevo toda la mañana intentando localizarla, pero no la encuentro ni en casa ni en el trabajo.

—¿Sigues en el caso de los bares?

—Ahora estoy en el homicidio. Puedo enseñarte la escena del crimen si quieres verla.

—¿Hay alguna razón para pensar que la tercera víctima pudiera ser una mujer? —preguntó Carl.

Kevin se tomó un momento antes de responder:

—No lo sé. Creo que todos dan por sentado que era un hombre. Aunque también dicen que la mujer mató a su marido porque lo sorprendió con otra. —Hubo un silencio—. No puede ser; en ese caso el cadáver de la otra mujer seguiría en la casa. Veré qué puedo averiguar y ya te contaré.

—Es posible que la persona con quien la mujer sorprendió a su marido fuese un hombre. Pero ¿adónde ha ido?

—¿No estarás pensando que la tercera víctima podría ser Honey? —dijo Kevin.

—Vera me ha dicho que Walter la llevó a casa. No tengo ninguna razón para creerla, pero la creo. Aunque sé que miente sobre Jurgen.

—Walter está en la granja. He hablado con él. Según el informe de vigilancia de anoche, llegó probablemente con Joe Aubrey, aunque es difícil saberlo con certeza. Vieron el coche de Walter. Dicen que salió de la casa con un hombre y una mujer.

—¿Lo llamaste antes o después de enterarte de los homicidios?

—Después de examinar la escena del crimen. Llamé desde allí. Le pregunté a quién había llevado a casa. Dijo que a Honig Schoen. La dejó en su apartamento. Le dije: «Walter, saliste de la reunión con dos personas». Y respondió: «¿Tiene usted una foto de tres personas sin identificar junto a un coche en alguna parte?». Dice que quien haya dicho eso se equivoca o está mintiendo. Que su mujer era su único pasajero.

—¿Así la llamó?

—¿Te refieres a su mujer o a su pasajero? Le pregunté si Honey estaba con él en la granja. Dijo que no, pero que había prometido verlo hoy.

—¿Eso le ha dicho Honey?

—Walter dijo que a ver si cumplía su palabra.

—Entonces ya sabemos lo que está haciendo Honey en este momento. Escondiéndose de Walter.

Vera no se había movido del sofá. Carl volvió a sentarse con ella y le entraron ganas de darle una palmadita en la rodilla, sólo porque tenían una guerra en común y, aunque se encontraban en bandos distintos, sus sentimientos eran los mismos.

—¿Cree usted que la guerra ha beneficiado a alguien? —le preguntó Carl.

—Yo diría que a nadie. Estoy harta de dar respuestas ingeniosas o enigmáticas. O ridículas.

—¿Qué piensa hacer cuando haya terminado?

—Pasar desapercibida.

—¿Le preocupa que alguien pueda delatarla?

—¿Mis amigos?

—Su círculo de espías.

Bo llegó con café para uno. Dejó la bandeja encima de la mesa y sirvió una taza, mientras Vera le decía:

—Este caballero me pregunta si sospecho que estás contando mentiras sobre mí para salvar tu dupa de la lujuria de los presos.

—¿Y qué tiene de malo la lujuria de los presos? —respondió Bo, pasándole a Carl la taza de café solo. Carl le dio las gracias y Bo respondió, en un tono exageradamente amable:

Koorvya mat.

Carl le preguntó a Vera:

—¿Qué significa koorvya mat?

—Usted le ha dado las gracias… y él ha dicho que era un placer. ¿No se ha dado cuenta?

—Ha empleado un tono demasiado dulce.

—No debería decírselo, pero ¿qué más da? Koorvya mat es «ve a joder a tu madre», en ucraniano. ¿Qué le ha hecho para que se ponga así?

—A lo mejor le he levantado la voz. ¿Y usted no cree que pueda delatarla?

—Si se asusta demasiado, no me extrañaría. En todo caso, seguro que se inventa una historia muy divertida. A Bo le encanta llamar la atención. ¿Qué harán los demás si les acusan? Nada. Joe Aubrey seguirá siendo Joe Aubrey. El doctor Taylor seguirá examinando vaginas y haciendo comentarios racistas, y Walter… Seguro que Honey le habrá contado el increíble plan que se le ha ocurrido.

Esto pilló a Carl desprevenido.

—Sí, Walter —dijo—. ¿Cree que puede irse de la lengua?

Vera sonrió.

—Veo que no ha hablado con Honey, ¿verdad? Sigue enfadado con ella porque lo dejó plantado para venir a mi fiesta. ¿Sabe una cosa? Creo que no es usted suficientemente listo para Honey. Vi la foto de su mujer en Newsweek, vestida de uniforme. Es muy atractiva. Y seguro que es simpática. Pero, por si no se ha dado cuenta, Honey es un ser humano como hay pocos; un espíritu libre, con ideas propias. No sólo tiene prisa por divertirse y probar cosas nuevas.

—¿Me está diciendo que debería dejar a mi mujer por Honey Deal?

—Estoy diciendo que Honey es única. Si a usted le da miedo pasar tiempo con ella, evítelo.

—Volvamos a Walter.

—No pienso hablar de Walter. Sé que le contó sus planes a Honey. Pregúntele a ella lo que ha ideado Walter para cumplir su destino, como él dice.

—¿Y no le preocupa que Honey lo sepa?

—A Walter le viene demasiado grande ese plan. Es su gran ilusión: convertirse en un hombre famoso en la historia universal.

—Quiere asesinar a alguien.

—No diré una palabra más.

—Yo creía que quería volver a Alemania, para vivir allí los últimos días de Adolf, pero eso no es posible. Por tanto, debe ser que quiere cargarse a alguien, como el presidente de Estados Unidos. Cuando vaya en ese coche descapotable. Un anarquista llamado Giuseppe Zangara intentó asesinar a Roosevelt en una ocasión. Disparó cinco tiros a menos de tres metros de distancia. Fue en Miami, en 1933.

—¿Y falló?

—Un ama de casa, Lillian Cross, empujó a Zangara y desvió los disparos. No alcanzó al presidente, pero mató a otras cinco personas. Uno de ellos era Anton Cermak, el alcalde de Chicago.

—¿Y a esa mujer le pareció que cinco personas valían menos que el presidente? —señaló Vera.

—Eso mismo me pregunté yo. Un día de éstos se lo preguntaré a la señora Cross. Entre tanto quiero encontrar a Honey… si es que su espíritu libre no la ha empujado a fugarse.

Carl había dejado la taza en la bandeja. La cogió, bebió un poco y volvió a dejarla. El café estaba helado.

—¿Es consciente de que podría acusarla por no contarme lo que sabe de Walter? Eso se llama encubrimiento, ocultación de actos de traición contra el gobierno de Estados Unidos. Aunque no participe directamente.

—Ya se lo he dicho —dijo Vera—. Es una fantasía. ¿Cree que yo terminaría en prisión por algo que Walter no tiene intención de hacer en realidad?

—Sigue siendo un delito.

—¿Y a usted le preocupa? No me ha preguntado si Jurgen está aquí.

—¿Lo está?

—No —respondió Vera. Y sonrió.

—¿Y qué me dice del doctor Taylor?

—¿El doctor Taylor?

—¿Cree que podría delatarla?

—El doctor Taylor no tiene ninguna credibilidad. Sigue insistiendo en que Adolf Hitler es el salvador de la humanidad. ¿Quién puede creerse eso? No, Taylor no me preocupa.

—¿Quiere decir ahora que está muerto? —dijo Carl.