Veintiuno

A la una de la madrugada, Bo salió del garaje en el Chrysler y giró a la izquierda. Se acercó al coche de vigilancia del FBI, al otro lado de la calle, y lo miró entre los árboles del bulevar. Así lo había dispuesto Vera: girar a la izquierda para obligarles a dar la vuelta si querían seguirlo. «Eso si es que hay alguien en ese coche —añadió—. Me parece que es un señuelo. Después de desayunar llegará algún agente y se pondrá a limpiarse los dientes con un palillo.»

Joe Aubrey estaba hecho un asco, con el traje arrugado y la camisa por fuera, pero no era un problema. Bo dijo: «No voy a molestarme en meterle la camisa por debajo de los pantalones». A Vera no le importó. El somnífero lo había dejado fuera de combate, seguía borracho y Vera lo había destrozado. Abrió los ojos al notar el resplandor de las farolas y las luces de neón.

—¿Adónde vamos?

—A casa de Walter.

—¡Pero si vive en el campo!

—Así es. Tú duerme y déjame conducir.

Aubrey se inclinó y puso una mano en el muslo de Bo.

—¿Sigues llevando la falda? Voy a meterte la mano, a ver qué tienes ahí.

—Señor Aubrey, por favor —dijo Bo, y le dio un manotazo—. No se ponga pesado. —Iban por Woodward, en dirección sur. Se encontraban a pocos kilómetros del centro de Detroit.

—¡Qué dolor, tío! Creo que me han jodido, aunque no estoy seguro.

—Te han jodido, de alguna manera.

—Es la primera vez que tengo resaca en veinte años. Cuando tengo resaca, inhalo oxígeno de la avioneta y me despejo al momento.

Continuaron un rato en silencio. Aubrey se recostó en el asiento y cerró los ojos mientras atravesaban el centro, dejaban atrás J. L. Hudson’s y Sam’s Cut Rate y cruzaban la plaza del Campus Martius, frente al Ayuntamiento. Pasaron por los jardines de la Emperatriz y los locales de strip-tease de la Avenida, y giraron a la izquierda en Jefferson, camino del puente que cruzaba hasta Belle Isle, en el centro del río, con sus parques, sus campos de béisbol, sus mesas de picnic, un zoo, centros hípicos, canoas para remar en el lago, y el río para nadar en verano. Bo no veía ninguna razón para ir hasta Farmington, que estaba a más de una hora de casa de Vera, cuando podía arrojar a Aubrey al río Detroit, la fosa común de cientos de almas en los tiempos de la Ley Seca, cuando los contrabandistas pasaban el whisky desde Canadá y eran atacados por esa banda de asesinos, la Banda Púrpura, si es que la policía no los pillaba primero. Detroit era una ciudad dura y acostumbrada a la violencia. Dos años antes, en 1943, tiraron al río a un marinero negro desde el puente de Belle Isle, y los disturbios raciales duraron varios días: se destruyeron edificios, se volcaron coches, intervino el ejército… Arrojaría a Aubrey al río, daría la vuelta y tomaría Woodward esta vez en dirección norte, hasta la casa de estilo inglés del doctor Taylor en Palmer Woods, justo en la entrada de Seven Mile Road en Wellesley. No le había dicho a Vera que tenía intención de visitar al doctor esa noche. Pero ¿por qué no, ya puestos? Iba pensando: «Sería maravilloso que Taylor estuviese aquí, para caer desde el puente con Aubrey».

Y entonces pensó: «Mejor al revés. Lleva al señor Aubrey a casa del doctor Taylor».

Dio la vuelta en Jefferson y empezó a esbozar su plan. Llamaría a la puerta y diría: «Doctor, lamento molestarle, pero el señor Aubrey necesita un lavabo urgentemente. Vamos camino de casa de Walter. Me temo que está un poco curda».

Sólo un poco… confiaba en que la «bella durmiente» pudiera mantenerse en pie.

Taylor llevaba puesta una chaqueta de esmoquin granate de hombreras anchas, con solapas de seda negra, sobre la camisa y la corbata. Aún no se había desnudado. Se apartó de la puerta, con la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Bo recitó la excusa que había preparado y Taylor dijo:

—Sí, el lavabo está a la derecha.

Bo entró en el baño con Aubrey y cerró la puerta. Aubrey preguntó:

—¿Dónde coño estamos?

—Tienes que mear, ¿entendido? Ponte delante de la taza, saca la polla y apunta bien. Espera. Quieres hacer el puto favor de esperar, por favor. Lo estás salpicando todo. —Ya era imposible detenerlo. Tendría que haberlo sentado en la taza—. Apoya las manos en la pared, para no caerte y romperte la crisma. —Salió del lavabo y cerró la puerta.

Taylor lo esperaba, sin sacar la mano del bolsillo.

—Es una pena que no hayas venido solo. Tengo un coñac espléndido que podríamos saborear mientras seguimos nuestra conversación.

A Bohdan no le interesaba Taylor en absoluto. Ni sus ideas ni sus inclinaciones, ni las ganas de intimar que le mostraba. Y de pronto perdió los nervios.

—¿Llevas un arma en el bolsillo?

Taylor sonrió y sacó una pistola.

—Eres muy observador.

—¿Una Luger?

—No, una Walther P38. En los años treinta sustituyó a la Luger como pistola militar en Alemania. Tengo un par de Lugers del 08 de la Primera Guerra Mundial. Y una MP40, una Maschinenpistole, aunque no lo creas.

—¿Una Schmeisser?

Taylor volvió a sonreír.

—¿De dónde has sacado eso? ¿De un tebeo? Los americanos son muy ignorantes. La llaman Schmeisser, pero Hugo Schmeisser no tuvo nada que ver en el diseño o en la fabricación de esa autómatica, nada.

—¿Puedo ver la Walther?

Taylor se la pasó, sujetándola por el cañón.

—Ten cuidado. Está cargada. El seguro está a la izquierda.

Bo cogió la P38 con la mano izquierda. Tiró de la cinturilla de la falda de cachemira gris y sacó su Walther PPK de la liga que llevaba a modo de pistolera. Ahora tenía una pistola en cada mano. Su Walther no se parecía en nada a la de Taylor.

—Veo que los dos cumplimos estrictamente la ley de la supervivencia —observó Taylor—. ¿Sabes cuántas veces he estado en peligro de muerte? ¿Crees que abriría la puerta a media noche sin una pistola en la mano?

—¿Cuántas veces?

—Recibo cartas por correo. Me envían notas, aquí y a mi consulta. Me llaman por teléfono… hablo de amenazas reales contra mi vida. Algunas podrían ser de la misma persona; es difícil saberlo. Una de las últimas cartas decía: «Soy un hombre pequeño, porque soy bajito, pero tengo un arma muy grande. Deja en paz a los judíos o lo pagarás con tu vida».

—Qué interesante. Dice que es bajito —señaló Bo.

—Sí. ¿Verdad que es raro? Ah, veo que no te has quitado la falda. Estás muy elegante, y al mismo tiempo eres una réplica deliciosa de Buster Brown.

—Gracias, doctor —dijo Bo, con una sonrisa tímida, y sacudió su melena.

Ya había decidido cómo actuar.

Guardó la PPK debajo de la liga, pegada al vientre. Volvió al lavabo con la P38 de Taylor en la mano. Quitó el seguro de la pistola, abrió la puerta y le pegó un tiro en la nuca a Joe Aubrey: bam. Vio teñirse de rojo la pared blanca antes de cerrar la puerta de nuevo.

Taylor se puso rígido bajo su chaqueta de seda granate, abrió unos ojos como platos y los movió hacia el piso de arriba, donde acababa de oírse una voz de mujer.

—¿Michael?

Bo miró en la misma dirección. Debía de ser la mujer de Taylor, aunque de momento no la veía. La escalera estaba a oscuras.

—Contesta —le ordenó Bo—. ¿Acaso no estás bien?

—Estoy bien, Rosemary —dijo Taylor.

Bo la vio entonces. Un camisón de color claro emergía de la oscuridad; una mano se deslizaba por la barandilla. Rosemary se sumó a la fiesta y Bo tuvo que modificar sus planes para concluir el trabajo. La mujer llegó al pie de la escalera y lo vio a la luz de la lámpara. Bo dio media vuelta, apuntó y disparó. Alcanzó a Taylor en el pecho. La bala le atravesó el cuerpo, y una lámpara de porcelana que había detrás se hizo añicos mientras Rosemary empezaba a gritar. Bo disparó una vez más.

«Ahora se abalanzará sobre él y aullará llena de angustia —pensó Bo—. Como aullaban las mujeres de Odessa cuando corrían hacia el muro donde yacían sus maridos muertos, mientras los putos rumanos se largaban tranquilamente.» Pero ésta no tenía experiencia con muertos por arma de fuego. Parecía dudar de si estaba vivo o muerto. ¿De verdad lo dudaba? ¿Después de que una nueve milímetros parabellum le hubiese atravesado el pecho? Una, no; dos. ¿Qué esperaba? ¿Qué Taylor se incorporase? Al fin se acercó al marido, se arrodilló junto a él y pronunció su nombre, llorando, confundida.

Bo se agachó a su lado y vio unos pechos más bien mediocres y fláccidos, tal como estaba inclinada la mujer. Le puso una mano en el hombro, le apartó el pelo de la cara, y con voz suave le dijo:

—Está muerto, Rosemary. —Apoyó entonces la punta del cañón en la sien de la mujer, volvió la cara hacia otro lado y le voló la cabeza.

Limpió la Walther con el camisón de Rosemary, se la puso en la mano y le colocó los dedos en la empuñadura. Vio entonces el diamante que llevaba en la mano izquierda, un pedrusco impresionante, y decidió quitárselo. Podría vaciar también la billetera de Taylor. Registrar el dormitorio en busca de joyas, objetos de valor o dinero en metálico. Era evidente que al doctor le iba muy bien en su profesión. Tenía una buena casa.

Sólo que no había planeado que pareciese un robo.

Se le ocurrió cuando vio a Rosemary en la escalera. La mujer sorprende a su marido haciendo guarrerías con el señor Aubrey en el lavabo. Hace algún tiempo que sospecha de él y por fin lo ha pillado en plena faena. La rabia la ciega, los mata a los dos y después se pega un tiro.

Reflexionó unos segundos.

Rosemary siente una vergüenza insoportable.

¿Lo vería así la policía?

O no se imagina el resto de su vida en la cárcel. O está loca. O a saber a qué conclusión llega la policía a la vista de las pruebas.

¿Qué pruebas?

Pensó que tendría que desnudar a los dos hombres. Había vestido a Aubrey para sacarlo de casa de Vera y ahora le tocaba desnudarlo, sin mancharse de sangre la falda. Al menos tendría que abrirles la bragueta. ¿Qué hizo Aubrey? Le entraron ganas de hacer pis. Bo se lo imaginó diciéndole a Rosemary: «Te estás comportando como una estúpida. Voy a mear y me largo».

¿Cómo llegó Aubrey a la casa?

Debió de venir con el doctor Taylor.

¿Sí? La policía ve que Rosemary ha matado a su marido y al señor Aubrey. Baraja distintas razones para explicar por qué la mujer de las ubres caídas es la asesina. Por qué, por qué, por qué. Sólo piensan en el móvil. En ningún momento lo ven como un robo. O puede que tampoco descarten esta posibilidad.

Lo que tenía que hacer era llamar a Vera.

Asegurarse de que no había pasado nada por alto.

Le explicaría que había cambiado de planes. Quería contárselo, porque estaba orgulloso de cómo lo había hecho, de cómo había improvisado. La llamaría para quitárselo de encima cuanto antes. Has cambiado de planes. Aubrey no está enterrado en un maizal. Has decidido cargarte también a Taylor. «Vera, sabes que iba a entregarnos en cuanto el FBI lo presionara un poco. Y pensé… ya que estoy haciendo recados…» Le diría: «En cuanto vi a Rosemary bajando por la escalera con un camisón transparente, tuve una inspiración».

Le quitaría importancia, y a Vera le encantaría.

Vera estaba en la cama, con el teléfono debajo de las sábanas.

—Espera. Vuelve a empezar, Bo. Estaba dormida. ¿Dices que estás en casa del doctor Taylor?

Lo escuchó sin interrumpirlo una sola vez, y se fue incorporando poco a poco sobre las almohadas, hasta que se dio contra el cabecero. Cuando Bo, tras muchos circunloquios, describía su momento de inspiración, Vera ya estaba sentada, fumando. Antes de decir nada tuvo que recordarse: Lo necesitas.

—Bo, me encanta.

—Lo sabía.

—Podrías ser un buen autor dramático.

—Siempre he querido escribir.

—Pero no puedes dejar a Aubrey ahí.

Bo se quedó muy chafado.

—¿Por qué? La cosa no funciona sin Aubrey. Él es el otro hombre.

—Pero en cuanto se descubra que ha muerto, el cheque que me ha firmado no servirá de nada.

—Sí, pero ¿cuándo lo descubrirán?

—Rosemary tiene una criada que va todos los días.

—Pues ve al banco temprano, en cuanto abran.

—Bo, estoy hablando de cincuenta mil dólares. No puedo ingresar el talón de un hombre asesinado el día anterior.

—¿Y si me llevo a Aubrey de aquí?

—No lo sé.

—Te dio el cheque y volvió a Georgia. Eso le dijo a todo el mundo.

—Sigue siendo muy arriesgado.

—¿Aunque estuviera en el fondo del río y no lo encontrasen nunca?

—No sé. —Vera necesitaba pensarlo, y dijo—: Sigue estando el doctor Taylor.

—Puedo tirarlo al río también.

—Dame un momento —dijo Vera. Dormía desnuda, y así salió de la cama. Sintió frío al acercarse al carrito del té que hacía las veces de bar en el dormitorio. Se sirvió un slivovitz y lo bebió de un trago. Rellenó el vaso y se lo llevó a la cama.

—Si encuentran a la mujer de Taylor muerta y él no está…

—Un suicidio —dijo Bo.

—Sí, pero la policía sospechará que su marido la ha matado. ¿Dónde está? ¿Ha huido? Bo, no muevas a Taylor. Es mucho más sencillo que Rosemary lo haya matado a él y se haya suicidado después. —Terminó el slivovitz y encendió un cigarrillo—. ¿Has hablado alguna vez con Rosemary?

—Una vez le pregunté qué quería beber. Dijo: «Ah». Y se puso muy nerviosa. «¿Tienes vino blanco?»

—No sé si alguien que conociera a Rosemary podrá creer que ha matado a Michael. Aunque supongo que pasa lo mismo con la mayoría de las mujeres que matan a sus maridos. Es una mujer muy tímida. No me la imagino disparando una P38, ni sabiendo siquiera cómo se usa.

—Taylor tiene un par de Lugers, y esa manguera de lanzar balas, una MP40.

Hubo un silencio mientras Vera fumaba y se representaba mentalmente la escena en casa de Taylor. Al fin dijo:

—Escucha, Bo. Quiero que sólo estén allí Taylor y su mujer. A saber por qué quiso ella matarlo. Aparecerá en las portadas de todos los periódicos de Detroit: «Una mujer mata a su marido médico». Entonces saldrán a la luz las creencias políticas de Taylor. ¿Quién era? Un enemigo y un extranjero, nacido en Canadá, antiguo miembro de la Liga Alemana y supuesto miembro de un círculo de espionaje alemán. No sabemos si la policía sospechará que ha podido tratarse de un asesinato. Hablarán con los vecinos, con los médicos del hospital, con las enfermeras, puede que incluso con alguna de sus pacientes, y antes de que nos demos cuenta vendrán a preguntarnos de qué conocíamos al doctor Taylor.

—Diremos que era un simple conocido —dijo Bo—. Un hombre muy divertido.

—Pero si encuentran el cadáver de Aubrey en la casa, la noticia será mucho más impactante, porque Aubrey es famoso por sus infamias. Escribirán artículos sobre sus actividades en el Klan, dirán que era quizá el único Gran Dragón nazi de Estados Unidos. La investigación puede eternizarse si a los periodistas les da por ponerse a formular teorías. Se arrojará más luz sobre nosotros, enemigos extranjeros, y el Departamento de Justicia tendrá que intervenir. Nos acusarán de sedición, o de conspiración para derrocar al gobierno. Nos ofrecerán un trato inaceptable y pasaremos meses en una cárcel federal a la espera de juicio.

—Pero ¿qué pruebas tienen? Ninguna.

Bo intentaba infundir confianza. Vera lo conocía bien: sus poses, su capacidad para cambiar de actitud. Podía anticiparse a sus reacciones. Si el FBI iba a por Bo, se fugaría.

—¿Qué harías si vienen a detenerte? —le preguntó.

—Correr —dijo Bo—. Ya he planeado cómo lo haremos. Sé que no vendrán sólo a por mí.

Eso era lo que ella quería oír, y murmuró en el teléfono:

—En este momento necesito sentir a mi chico contra mi cuerpo y susurrarle cosas al oído.

—¿Cosas sucias?

—Lo que quiero que me haga.

—Me la estás poniendo dura —dijo Bo—. Quédate en la cama. Estaré en casa en cuanto me deshaga de Aubrey.

—Como habíamos planeado.

—Sí. Lo enterraré.

—¿Está muy manchado de sangre?

—Supongo. Le pegué un tiro y cerré la puerta.

—¿Y tienes que trasladarlo en mi coche?

—Puedo envolverlo en una manta.

—Bo, no te lleves nada de la casa.

—De acuerdo.

—En todo caso, las Lugers. Pero que no parezca un robo.

—¿Y dejo la Schmeisser?

—¿Taylor la llamaba así?

—Yo sí. Para que me tomase por un zopenco.

—Tráete la Schmeisser si quieres.

—¿Algo más?

—Limpia bien el lavabo.

Vera sabía por experiencia que si le gritaba a Bo, si tan sólo le levantaba la voz, él se enfurruñaba, le retiraba la palabra, y entonces tenía que esperar a que se le pasara la rabieta o prestarle alguno de sus vestidos de cóctel. Lo quería de verdad. Cuando se divertían en la cama, o en el suelo, o en la escalera, y Bo se concentraba únicamente en darle placer, Vera lo adoraba. Adoraba al muchacho de Odessa capaz de matar sin inmutarse, porque había visto a centenares de personas gaseadas, fusiladas en el paredón, muertas de un disparo en la cabeza a bocajarro, colgadas de las farolas, encerradas en almacenes y quemadas vivas, todo eso antes de alcanzar la mayoría de edad. Le preguntaba: «¿Me amarás siempre, Bo?». Y él le decía que era su vida, su razón para vivir.

Le gustaría pasar más tiempo con Jurgen, otro chico encantador. Al principio, Vera pensó que sería un pelma o que estaría atormentado por su experiencia en el norte de África, marcado por la guerra, y que tendría que zarandearlo un poco, decirle: «Oye, todos hemos vivido la guerra». Pero Jurgen nunca se ponía pesado. Demostraba que estaba vivo y feliz en Estados Unidos, y era inteligente. No le importaba que ella fuese una agente alemana de escasas convicciones, y si pudiera pasar un par de días con él, se enamorarían. Al menos serían amantes.

Y entonces apareció Honey, la descarada que saludaba con un Sieg Heil. No Honey Schoen, la ex de Walter, sino Honey Deal. Se llevó a Jurgen, y a esas alturas de la mañana ya se lo habría merendado de arriba abajo. A Vera le gustó Honey nada más verla. ¡Parecía tan americana! «Me casaría con Carl en este mismo instante, pero está pillado.» O cuando dijo: «Hago como que quiero ligotear, pero no tengo intención de que se vaya de casa». Honey sólo quería divertirse. Había dicho que Bo era muy mono.

A Vera le fascinaban las expresiones y los acentos locales. «Ligotear» era una de sus favoritas. Le encantó Honey, cuando dijo: «Parece un patán hasta que le miras a los ojos». Eso decía mucho, con muy pocas palabras, de un policía federal. Decía mucho de Carl, que había despertado el interés de una chica como ella.

El día en que llegaron a Detroit, Vera le dijo a Bo:

—Tenemos que fijarnos en cómo habla la gente, cómo pronuncian las palabras y qué jerga utiliza. No somos del sur ni de Nueva York; vivimos en Detroit y tenemos que hablar como se habla aquí.

—Yo me sé una —dijo Bo—. «¿Qué me estás contando?»

Mestás —le corrigió Vera—. ¿Qué mestás contando? ¿Captas la diferencia? Denota desprecio.

A Bo se le daba de maravilla. Le gustaba imitar a los locutores de radio: Walter Winchell, Gabriel Heatter y Jack Benny. La voz de Rochester le salía estupendamente. Tenía mucha gracia, y Vera se reía con verdaderas ganas; quería mucho a ese chico que le decía que era su vida entera.

Pero ¿y si llegaba el momento de elegir entre delatarla o ir a prisión?

La delataría.

La miraría en el juzgado con los ojos llenos de lágrimas —Bo era capaz de llorar llegado el caso—, pero testificaría para el fiscal. Le atribuiría increíbles acciones de espionaje, y los periódicos convertirían a Vera en una estrella, en la Mata Hari de la Segunda Guerra Mundial, sin mencionar en ningún momento lo que hizo Mata Hari por el Káiser. ¿O espiaba para los franceses? Vera no lo sabía a ciencia cierta; puede que para las dos partes. Lo que sí sabía es que ella era mucho más atractiva que la holandesa, que aunque tenía unos buenos muslos no tenía tetas; la espía que llevaba por nombre una palabra que en malayo significa «el ojo del amanecer».

Si ella se veía en el mismo dilema, ¿entregaría a Bo?

Muy a su pesar.

Pero Vera nunca se encontraría en esa situación. Ni llegaría a ver a Bo en un juzgado, testificando en su contra. Antes de eso lo mataría.

El amor en tiempos de guerra se reducía a pequeños momentos.

Aunque momentos fantásticos.

Incluso Aubrey tenía un pase.