—No voy a mentiros —dijo Honey—. Un marshal me ha dejado en la puerta y se ha marchado; no quería molestaros y tampoco tenía autoridad para intervenir. He corrido el riesgo de no ser bienvenida porque sabía que Walter Schoen, mi ex marido, estaba aquí, y no podía esperar más tiempo para decirle lo que le quiero decir. Al volver a verlo el otro día, después de tantos años perdidos, recordé lo atento que fue conmigo el año que estuvimos casados. —Miró a Walter y dijo—: Estoy aquí, Walter, para decirte que lo siento, que siento profundamente haber salido de tu vida de un modo tan imperdonable y grosero.
Honey guardó silencio. Nadie dijo palabra.
Hazlo, se dijo Honey, y cruzó la habitación para acercarse a Walter, con las manos en los bolsillos de la gabardina, la insolente boina ceñida sobre el pelo rubio, suplicando el perdón de su ex marido, con la esperanza de no estar sobreactuando. Honey tendió las manos y Walter las estrechó entre las suyas, manos callosas, manos de carnicero. La luz se reflejó en los cristales de los quevedos mientras miraba a sus amigos y volvía a fijar la vista en Honey. Al día siguiente ella le contaría a Carl, en voz baja: «Vi cómo los años perdidos asomaban a sus ojos entre lágrimas». Le daría pie a Carl para decir…
Walter sorbió con la nariz antes de sacar un pañuelo blanco, volvió a sorber, se agarró la nariz y se sonó; se limpió la nariz y se quedó mirando el pañuelo. Honey pensó que no había cambiado y le pidió a Dios: «Por favor, que no se tire uno. No pienso volver a fingir que me ha matado».
—¿Vas a presentarme a tus amigos? —dijo.
Se moría por conocer a Jurgen, el oficial del Afrika Korps, pero Vera la cogió del brazo y se la llevó a la cocina, diciendo que tenían que hablar.
—Te prepararé una copa, por habernos saludado con un Sieg Heil. ¿Qué te parece un martini con vodka?
—Eres muy amable —dijo Honey.
—Me habría venido muy bien alguien con tanta cara como tú —dijo Vera—. Háblame de ese agente federal que te ha traído. ¿Te gusta seco?
—Muy seco. Se llama Carl Webster y es de Oklahoma. Engaña bastante. Puede parecer un patán hasta que le miras a los ojos. Es un tío que vale la pena, pero está casado.
—¿Sí? ¿Y eso qué importa?
—A mí no me importa demasiado. Cuando estoy con él le hago ver que quiero ligotear, aunque no pretendo que se vaya de casa. Creo que podríamos divertirnos, pero es de los que da su palabra y lo graba en piedra.
—Igual te estás pasando un poco.
—No tengo mucho tiempo.
—Sí, pero tienes que ser sutil.
—¿No abrirle la puerta desnuda cuando venga por casa?
—Que piense que es él el que quiere llevarte a la cama.
—Aún no me he dado por vencida. —Bebió un poco del martini que le pasó Vera y preguntó—: ¿Sabes lo que estás haciendo, verdad?
—Eso espero —respondió Vera.
Bohdan asomó la cabeza por la puerta y le dijo a Vera con voz cantarina:
—No te olvides del señor Au-bur-ree. —Y a Honey—: Me encanta tu boina; es clásica. —Y se esfumó.
—Es muy mono —observó Honey, sonriendo.
—Bo es mi ángel de la guarda —dijo Vera—. Ha venido a recordarme que tengo que hablar con Joe Aubrey antes de que se marche. Proponerle un negocio.
—¿Soportas a ese tío? No se calla nunca.
—Es amigo de Walter. Lo veo sólo de vez en cuando. Y tú, ¡Dios mío!, ¿estuviste un año casada con Walter? Debiste de estar a punto de volverte loca. Yo siempre le digo: «Walter, ¿por qué no vuelves a Alemania, ya que te gustan tanto los nazis?». Pero no, su destino está aquí. Al fin hemos sabido lo que se trae entre manos. Se propone dejar de ser Walter, el hombre más anodino creado por Dios, para convertirse en Walter el Asesino.
—¿Tiene intención de matar a alguien?
—Estrellarse con un avión contra una casa.
—¿Y suicidarse?
—Sí, pero sólo por el Führer. Por su cumpleaños, o en fecha próxima.
—¿Walter sabe pilotar un avión?
—Sabe despegar.
—Estrellar un avión contra una casa por el Führer —repitió Honey—. ¿El Cessna de Joe Aubrey? Con eso no llegará muy lejos.
—Creí que podría tratarse de Himmler —dijo Vera—, por cómo hablaba Walter de él. Ya sabes que lleva toda la vida creyendo con empeño místico que Himmler es su hermano gemelo.
—Cuando nos conocimos —dijo Honey—, en la puerta de la iglesia, me hizo adivinar a quién se parecía. Eso fue en el 38, pero yo ya lo sabía. Le dije a Walter que era idéntico a Himmler. Walter inclinó la cabeza y me dio las gracias.
—Pues esta noche lo ha criticado. Lo ha estado llamando Heini todo el tiempo. Walter cree que llegará a ser tan famoso en Estados Unidos como John Wilkes Booth. ¿Sabes quién era?
—El actor que mató a Lincoln —respondió Honey—. ¿Me estás diciendo que Walter pretende asesinar al presidente Roosevelt?
—Yo no me lo imagino —dijo Vera—. Pero, escucha. Tengo que hablar con Joe Aubrey antes de que se vaya. Dime si quieres conocer a alguien, aparte de Jurgen.
Esperaba que Walter entrase en la cocina en cualquier momento para contarle cómo iba a dar su vida por Hitler y que esperaba hacerlo el día del cumpleaños del Führer. ¿Qué le diría ella? ¿No te basta con enviarle una corbata?
¿Qué podía decirle sin pasarse de lista?
Muy bien, Walter, si eso es lo que quieres. Si lo tienes decidido. Le diría que era lo más valiente que había oído nunca. Sin excederse, para avivar la emoción de los años perdidos. Se recordó que debía pensar las cosas bien antes de abrir la boca. Mostrarse sencilla. Decirle a Walter que era su héroe, y al día siguiente contarle a Carl sus planes.
Para eso tenía que conseguir que Walter la llevase a casa.
Y pensó: «Mierda, querrá subir a charlar un rato. Me cogerá de la mano». Resultaba muy incómodo ver a un nazi poniéndose tierno.
Y pensó: «No, no subirá, porque Joe Aubrey estará con él. Seguro que Walter lo ha traído. Siempre lo llevaba a todas partes». Dejaría que Joe se sentara delante, tendría que soportar sus anécdotas sobre el Klan durante quince minutos y habría llegado a casa. Sólo una vez, por la época del mitin, Joe Aubrey había intentado acercarse a ella. La abrazó por detrás, por la cintura, y deslizó las manos para tocarle los pechos. Estaban solos en la cocina, en la casa de Kenilworth, cerca del mercado. Le cogió los pechos y le susurró al oído:
—Puedes tener algo mejor que Walter. ¿Lo sabes?
—Por supuesto que lo sé —respondió Honey.
—¿Has pensado alguna vez en mudarte a Georgia? —le preguntó Joe—. Podrías trabajar en el Richi de Atlanta, los mejores almacenes de la ciudad, y yo iría a verte en mi avioneta.
Y Honey le dijo:
—Joe, he dejado atrás mis buenas costumbres sureñas. Ya no voy por ahí haciendo tonterías con los chicos. Me he dado cuenta de que soy más lista que la mayoría.
Joe seguía acariciándole los pechos, y le dijo al oído:
—Yo sé complacer a una mujer; hacerla gemir.
—Si no te estás quieto, te voy a retorcer la salchicha con todas mis fuerzas, hasta que grites y Walter venga a matarte.
¿Y qué efecto causaron en Joe estas palabras? Se excitó. Fue una de las muchas veces en que Honey habló sin pensar lo que decía. En todo caso, nunca había tenido problemas por eso.
Jurgen entró en la cocina con el vaso vacío, sonriendo, mostrando unos dientes blancos, y le dijo a Honey:
—Desde que has entrado en esta casa estoy pensando cómo quedarme a solas contigo, y Vera ha venido para servirte en bandeja.
—Como si supiera que tú eres la razón por la que he estropeado la fiesta —dijo Honey—. ¿Sabes lo que quiero decir?
—Creo que sí.
—Quiero que hablemos de lo que pasará luego.
Jurgen parecía confundido:
—¿Te refieres a cuando termine la guerra?
—Me refiero a esta noche. Quiero saber lo que piensas hacer —dijo Honey—. ¿Piensas marcharte esta noche, fugarte en la oscuridad, o qué?
—A ver si lo entiendo —dijo Jurgen—. Le has dicho a Vera que Carl Webster te ha traído aquí. Ese poli que quiere verme en chirona.
—No puede —replicó Honey.
—¿Conoces la palabra «chirona»?
—Así llaman a la cárcel en la peli de Gene Autry.
—Sí, así la llaman los vaqueros; lo han copiado de los hispanos. Conque conoces la palabra «chirona», ¿eh?
—Escucha. Tienes razón. A Carl le encantaría trincarte y llevarte a Oklahoma, pero no puede. El FBI le ha ordenado que se retire, que te deje en paz. Creen que estás ayudando al círculo de espías y quieren seguir adelante con la investigación. Carl me ha dicho que a veces ha actuado por su cuenta, pero nunca ha desobedecido una orden de un superior. Dice que no lo ha hecho nunca y no piensa hacerlo.
Le pareció que aquello no sonaba muy propio de Carl, aunque una parte era cierta. No estaba segura de que Carl no hubiese desobedecido nunca una orden. Se figuraba que, si lo había hecho alguna vez, habría explicado sus razones con una historia increíble que terminaba a tiro limpio.
—¿Y eso ha sido idea de Carl? ¿Preguntarme qué pienso hacer?
—Ha sido idea mía. Carl me ha traído, pero no sabe cuáles son mis intenciones. Se me ocurrió al verte, nada más entrar. A Carl le encantaría sentarse a charlar contigo, y si te apetece puedes verlo. Te juro que le han ordenado que te deje en paz. Hasta puedes acercarte a él y darle un empujón; protestará, pero no podrá esposarte. Tiene órdenes —estaba empezando a pasarse de la raya— y sé que le encantaría volver a verte. ¿Qué te parece? Sentarte con Carl y tomar una copa.
Parecía gustarle la idea, pero seguía receloso; era un fugitivo.
—Supongo que Vera también preferiría no tenerte aquí —dijo Honey—. Pero no te vayas hasta que sepas a dónde vas. Quiero decir hasta que tengas un amigo que te esconda; no te vayas a un hotel. Si no tienes ningún amigo, aparte de Walter, es que cuando viviste aquí eras un solitario y no te interesó hacer amigos. —Hizo una pausa y preguntó—: ¿Te fías de mí?
—No te conozco.
—Sólo puedo decirte que mi palabra es de oro. Quiero ayudarte a escapar, Jurgen.
—¿Y ser cómplice de la fuga de un soldado alemán?
—Estamos en el ojo del huracán —dijo Honey—. Es el lugar más seguro. El FBI ha decidido dejarte en paz. Carl no te tocará. Es como un descanso en un partido de fútbol. Podéis charlar, tomar unas copas, y ya decidirás luego lo que haces. Si quieres irte, tendrá que dejarte.
—¿Cómo te metiste en esto?
—¿Por qué me casé con Walter?
—Sí.
—No me hagas preguntas difíciles. Si quieres, puedes ver a Carl. Os contaréis batallitas. ¿Sí o no?
—¿Me estás diciendo que ya no les importo, aunque sea un soldado alemán fugado?
Parecía casi ofendido.
—Por el momento —dijo Honey.
—Pero podría ser un espía. ¿Tienen que esperar a ver qué hago?
—¿Crees que si Carl pudiera detenerte estaríamos hablando aquí tranquilamente? Estarías ya camino de Oklahoma.
—Pero has dicho que él no estaba al corriente de tus planes.
—Ya te lo he dicho. Aún no lo había pensado.
—Por lo tanto, no sabes qué le parecerá.
Tal vez Honey se estaba empeñando demasiado.
—Es cosa tuya. Si quieres venir conmigo, le pediré a Walter que nos lleve cuando esté listo.
—Sí. ¿Adónde iremos?
—A mi casa. A mi apartamento.
A ver si eso lo animaba un poco.