Jurgen y Vera se acomodaron en el sofá, lejos de Walter, que estaba de pie en la entrada del comedor, iluminado desde atrás por una hilera de velas alineadas sobre la mesa bien lustrada. Había dejado en la mesa algunos periódicos y recortes de revistas, y se disponía a empezar.
—Todos conocéis el misterio que envuelve mi nacimiento y el de Heinrich Himmler. —Hizo una pausa.
Vera protestó entre dientes:
—Por favor, Dios, ciérrale la boca.
—Creo que ha memorizado el principio —dijo Jurgen— y se ha olvidado de lo que viene a continuación.
—Su fecha de nacimiento —dijo Vera.
—Yo llegué al mundo el siete de octubre de 1900 —continuó Walter.
—El mismo día —se anticipó Vera.
—El mismo día —dijo Walter— que Heinrich Himmler, el futuro Reichführer de las SS.
—En el mismo hospital —dijo Vera, con los ojos cerrados.
—Pero no en el mismo lugar —dijo Walter.
Jurgen se volvió a mirar a Vera, que observaba a Walter, y preguntó:
—¿Qué está haciendo?
—Heinrich nació en casa —continuó Walter—. En Hildegardstrasse 2, en un apartamento. Yo también nací en casa. Sin embargo, ese mismo día a mi madre y a mí nos llevaron al hospital. Mi madre tuvo complicaciones al darme a luz.
—No nació en el hospital —le explicó Vera a Jurgen.
—Nunca os he mentido —prosiguió Walter—. Pensaba que había nacido en ese hospital y llegué a creer que Heinrich también nació allí, y que era mi hermano gemelo, porque desde que era un chaval la gente me preguntaba: «¿Tú no eres Heini Himmler? ¿No te habías mudado a Landshut?». O alguien me decía: «Te he visto esta mañana en Landshut». Eso está al norte de Múnich, a 84 kilómetros. «¿Qué estás haciendo aquí? ¿Tu padre no es el director de la escuela?» Ahora vivo aquí, y en los años treinta empecé a ver fotos de Heinrich en los periódicos alemanes. Heinrich pasando revista a las tropas de las SS en compañía del Führer. Veía las fotos y pensaba: «Dios mío, somos idénticos». Tuve en cuenta otras similitudes. Los dos nacimos en Múnich el mismo día. ¿Es posible parecerse tanto y no ser gemelos? ¿No haber nacido de la misma madre? ¿Por qué nos separaron? Y empecé a creer que Heini y yo hemos venido a este mundo para cumplir destinos distintos.
—Como la Virgen María —observó Vera.
—En abril de 1939 algunos amigos de Detroit me preguntaron si me había visto en la portada de la revista Time. Para entonces yo ya había leído muchas cosas sobre esa estrella naciente del partido nazi que por fuerza tenía que ser mi hermano gemelo. Empezaba a ser famoso en el mundo entero. Heini era un hombre entregado y perseverante. Yo también lo era.
—¿Entregado a qué —dijo Vera— a cortar carne?
—Heini padece molestias estomacales —continuó Walter—. A mí me ocurre a veces.
—Gases —dijo Vera—. Silenciosos, pero contundentes.
—En otra época fue un católico devoto —dijo Walter—. Yo también lo era. Heini pensaba que dejarse excitar por mujeres que no sabían controlar sus impulsos era algo que había que evitar antes del matrimonio. Yo pensaba lo mismo.
—No me imagino a Heinrich con una mujer —comentó Jurgen.
Walter siguió diciendo:
—Heini se casó con una mujer siete años mayor, que le dio una hija. Según me han dicho, se fijó en Marga, que llamaba cariñosamente «mi travieso cielito» al exterminador del Führer, por su pelo rubio. Yo me casé con una mujer mucho más joven, y por desgracia inmadura. Honig también tenía el pelo rubio. Lo único que lamento es que no me diera un hijo antes de salir por la puerta. —Hizo una pausa—. La otra noche la vi por primera vez desde hace cinco años y medio. Estaba igual que la recordaba. Incluso puede que tuviera el pelo más rubio. —Se detuvo para mirar a sus oyentes: Jurgen y Vera, Bohdan y el doctor Taylor, Joe Aubrey, solo en un sillón. Y añadió—: Heini creía en la devoción incondicional al deber. Yo tengo la misma convicción. —Volvió a guardar silencio y en tono reflexivo dijo—: ¿Por qué he creído durante tanto tiempo que éramos idénticos en todos los sentidos, una réplica exacta el uno del otro?
—Porque querías creerlo —dijo Jurgen.
—Porque quería creer que tengo un destino tan importante como el de Heini, que se ha propuesto borrar de faz de la tierra a todo un pueblo por medio de un Sonderbehandlung, de un tratamiento especial: la muerte en las cámaras de gas. Primero en Europa. Luego viene aquí y dirige sus Einsatzgruppen, sus escuadrones de la muerte, contra este país. Dicen que ahora que Heini dirige las SS y la Gestapo, ahora que es ministro del Interior y ministro de Defensa del Reich, jefe de la inteligencia militar y jefe de la policía alemana, necesariamente será el sucesor del Führer en el Tercer Reich. Pero, pensadlo un poco. ¿Creéis que el Führer, en su sabiduría, nombraría su sucesor al hombre más odiado del planeta? ¿A un hombre detestado y rechazado incluso dentro del partido nazi? Heini ya lo dicho, que es posible que la gente nos odie, pero que no buscamos su amor sino su temor. Discute el plan de exterminio con sus hombres de las SS, pero nunca habla de eso en público. Les aseguraba que aunque viesen mil cadáveres amontonados, fruto de su trabajo, seguían siendo buenas personas. Heini es responsable del asesinato de judíos, gitanos, sacerdotes, homosexuales, comunistas y gente corriente, en una cantidad que supera fácilmente los diez millones.
Vera y Jurgen lo miraban sin decir palabra.
—No puedo comparar mi destino con el de Heini —dijo Walter—. Yo sólo me propongo exterminar a un hombre.
Se volvió hacia la mesa y rebuscó entre los recortes y los papeles.
—Himmler —dijo Vera.
—No es posible.
—Walter es el doble de Himmler, su doppelganger. Cuando el doble de alguien aparece, significa que ese alguien está a punto de morir. A mi marido le ocurrió lo mismo. El día que supe que su barco se había hundido, Bo se estaba probando uno de los trajes de Fadey. Se puso el sombrero de Fadey igual que lo llevaba él. Lo suplantó en todo, hasta en la voz ronca.
—Y entonces llegó Fadey.
—No. Fadey nunca vio a Bo imitándolo, pero yo creo que Bo seguía siendo su doble.
Jurgen asintió y Vera volvió a mirar a Walter, con su traje negro y su nariz recta, dispuesto a continuar.
—Tengo algunas fotos entre mis notas, y un mapa que podéis mirar luego si queréis. Lo que me propongo es asesinar al presidente de los Estados Unidos…
—Frank D. Rosenfeld —dijo Joe Aubrey, y se echó a reír—. ¿Cómo piensas hacerlo Walter? ¿Vas a colarte en la Casa Blanca?
—En la Pequeña Casa Blanca de Warm Springs, en Georgia —respondió Walter—. He sabido que Roosevelt está allí desde el treinta de marzo, descansando, recobrando las fuerzas. Esperaba que se quedase hasta el veinte de este mes, el día del cumpleaños de Adolf Hitler, pero tengo que adelantar la fecha del asesinato al día trece. Si lo consigo, el nombre de Walter Schoen tendrá un lugar en la historia de este país mayor que el de John Wilkes Booth.
—¿Quién es John Wilkes Booth? —preguntó Jurgen.
—Y se me recordará por más tiempo que al hombre que asesinó a diez millones de personas. No lo digo para alardear. —Hizo una pausa y dijo—: ¿Cómo se llamaba? —Sonrió y dio por terminado su discurso.
—¿Quién es ese al que superará en fama? —volvió a preguntar Jurgen.
—Booth —dijo Vera—. El hombre que mató a Abraham Lincoln. Pregúntale a Walter cómo piensa hacerlo.
Joe Aubrey se le adelantó:
—¿Cómo piensas acercarte a él, con la casa llena de marines y de hombres del Servicio Secreto? ¿Sabías que Rosenfeld lleva veinte años yendo por allí? Para ver si esas aguas minerales, las que llaman Warm Springs porque están siempre a treinta y un grados, le alivian la poliomielitis. Lleva unos hierros en las piernas, pintados de negro. Sin ellos no podría tenerse en pie para saludar desde el tope del tren, en el último vagón. Va muchísima gente a tomar allí las aguas. Yo también he estado; está a noventa y dos kilómetros de Griffin, en Pine Mountain.
Siguió diciendo:
—Ya sabía yo que ibas a por Rosenfeld antes de que dijeras nada. Cuando venías a Griffin y me pedías que te llevara a dar una vuelta en la avioneta. Llevas mucho tiempo explorando la zona.
Y dirigiéndose a los demás, añadió:
—Sobrevolar la Pequeña Casa Blanca puede traer problemas. Te advierten que no te acerques por allí. Estoy seguro de que derriban el avión si no te largas al momento.
Se dirigió a Walter una vez más:
—¿Cómo piensas hacerlo, compañero, metido en un pulmón de acero? Si no te detienes cuando te den el alto, empezarás a oír ráfagas de ametralladora. Dinos cómo piensas asesinarlo, Walter.
—Voy a alquilar una avioneta pequeña. La cargaré de dinamita, encenderé la mecha y caeré en picado sobre la Pequeña Casa Blanca, como un Stuka.
Se quedaron mudos.
Jurgen y Vera se incorporaron en el sofá. Jurguen susurró:
—Va a suicidarse.
Vera dijo en voz alta:
—Walter, ¿por qué quieres acabar con tu vida?
—Es mi regalo para el Führer.
—¡Por favor! ¿Qué ha hecho el Führer por ti?
Joe Aubrey intervino entonces:
—Le enseñé a Walter a pilotar mi Cessna, porque no dejaba de darme la lata. Y ahora nos dice que quiere convertirse en el primer piloto kamikaze germano-americano de la Segunda Guerra Mundial, para que el mundo recuerde a Walter el Asesino. Walter, ¿has oído hablar del kamikaze japonés que sobrevivió? ¿Chicken Nakamura?
Vera le dijo a Jurgen:
—¿Qué día es hoy? ¿Once? —Y le preguntó a Walter—: ¿Cuándo piensas salir?
—Mañana. Volaré con Joe. Cuento con que mi amigo me ayude a conseguir la dinamita y a alquilar la avioneta, porque yo no tengo licencia de vuelo.
Vera se levantó del sofá y se acercó a Walter. Le puso una mano en el hombro. Walter la miraba desde detrás de sus quevedos, sumiso, ¿triste? Tal vez desconcertado. Y Vera le dijo:
—Walter, si pudieras volar hasta Moscú y cargarte al Enano Perverso, ahhh, eso sería un regalo para la humanidad. El mundo entero lo celebraría; hasta los bolcheviques. De veras, Walter, créeme. Pero matar al presidente de Estados Unidos ahora que faltan, ¿qué?, semanas, para el final de la guerra… ¿De qué serviría?
—Ya te lo he dicho —dijo Walter—, es mi regalo para el Führer.
—¿Quieres que él te demuestre su agradecimiento?
—No es necesario.
—¿Qué te imponga la Cruz de Caballero a título póstumo? ¿O que se la entregue a alguien de tu familia, a tu hermana, la que no habla?
—Me basta con saber que he servido al Führer —insistió Walter.
—¿Y crees que Adolf apreciará tu regalo, ahora que el Ejército Rojo está a punto de aplastarlo? ¿Qué será de tu negocio, de tu matadero?
Bohdan llamó su atención:
—¿Vera?
Vera lo miró; estaba sentado junto al doctor Taylor.
—Lo que Walter tendría que hacer —dijo Bo— es ofrecer monólogos, imitar a Himmler con un uniforme y una gorra de las SS, esa que lleva una calavera con las tibias cruzadas.
Vera lo miró con frialdad.
—Lo digo en serio —protestó Bo—. Hay material más que de sobra y basta con incluir algunos chistes donde nadie se lo espere. Walter lo hará sin sonreír ni una pizca.
—¿Sí…? —dijo Vera, que empezaba a pensarlo mejor—. ¿Estás proponiendo que Walter actúe para el público estadounidense?
—Pues claro. Cuando Estados Unidos haya ganado la guerra. Tú podrías ser su representante, su agente artístico.
—Lo dice en serio —le explicó Vera a Walter. Walter la miró con cara de pocos amigos. Ella le acarició una mejilla y volvió al sofá con Jurgen, que enarcó las cejas, demostrando así su amplitud de miras. Vera se sentó, esbozó una leve sonrisa y se dijo: «¡Gracias a Dios que está aquí Jurgen!».
El timbre de la puerta sonó con un din-don.
Y volvió a sonar.
Vera se quedó clavada en el sofá. Miró a Bo. Bo le devolvió la mirada, pero no se movió del lado del doctor Taylor. Vera señaló hacia la puerta. Vio que Bo acariciaba la mano del doctor al levantarse del sillón.
—¿Esperamos a alguien, Vera?
Joe Aubrey se había puesto en pie.
—Dejádmelo a mí. En esta casa no entra nadie sin una orden judicial.
Vera estaba pensando que, si era la policía, los del FBI, todo había terminado; se le había ido de las manos. Aubrey se acercó a la puerta, retiró el pestillo y abrió.
Walter exclamó:
—¡Dios mío! ¿Honig?
Joe Aubrey se volvió a Vera, sin saber qué hacer.
Honey entró directamente al vestíbulo.
Tenía preparada una bonita sonrisa para los rostros que la observaban, entre los que reconoció a Vera Mezwa, la jefa de los espías alemanes de la que Kevin le había hablado; y el joven con la chaqueta de sport, no el de la falda, debía de ser Jurgen, el prisionero de guerra, que la miraba con agrado. Parecía tranquilo para ser un fugitivo. Joe Aubrey le resultó familiar. Lo recordaba del mitin en Nueva York, años antes. Los otros dos debían de ser el doctor Taylor y el mayordomo, ese al que Carl llamaba Bobón, aunque no tenía mala pinta con la falda y el jersey gris. Era raro, pero atractivo. No la miraban como un círculo de espías alemanes sorprendidos en plena reunión, pero eso eran.
Honey estiró el brazo para hacer el saludo nazi y demostrar que venía en son de paz, sin intención de causar problemas.
—Sieg Heil a todos. Soy Honey Deal.