Diecisiete

Bohdan entró en la cocina para rellenar el vaso del doctor Taylor. Quedaban una cereza, una rodaja de naranja y unos restos de hielo en el fondo del vaso, que Bohdan vació en el fregadero.

Vera estaba preparando una bandeja con queso. Bohdan le dijo:

—El doctor está muy parlanchín. Ha hablado más que nunca seguido. Está solo, en el salón, leyendo Collier’s. Se humedece el pulgar para pasar las páginas, con mucha ceremonia. Me pasa el vaso vacío y dice: «Le he dicho cien veces a Vera que las cerezas no me van».

—Lo había olvidado —respondió Vera—. Olvido todo lo que me dice casi al instante. —Y repitió—: «Le he dicho a Vera que las cerezas no me van». ¿Cuántas palabras son? ¿Once? Es su media. A menos que quiera contar lo que están tramando los judíos.

—Te has comido las «cien veces»; eso hace trece palabras. Pero aún no te he contado lo mejor. De verdad, parece que no puede cerrar la boca. Le cojo el vaso y le digo: «Doctor, será un placer prepararle otro cóctel personalmente». Me mira y tarda un poco en reaccionar. Cuando ya me estoy yendo, me llama: «¿Bohdan?». Con esa especie de acento británico que pone a veces. Espera a que dé media vuelta y dice: «Estás muy atractivo esta noche. ¿Te has hecho algo en el pelo?». Le digo que no, que es el de siempre, y sacudo la cabeza, para lucir mi melena. Le pregunto: «¿Qué tal me sienta esta ropa? Es de cachemir puro». Y dice: «Ah, ¡pero si llevas una falda!». Como si acabase de caer en la cuenta. Y le digo: «¿Le gusta?». Y dice: «Sí, es muy elegante; te queda muy bien con esas sandalias». Luego me pidió que diese una vuelta, para verme mejor, pero no hizo ningún comentario de mi culo.

—Debe de estar haciéndole efecto esa droga que consume —dijo Vera—. Ya te dije que tomaba Dilaudid. Ese farmacéutico que flirtea conmigo me contó que es más potente que la morfina. Taylor la toma para los cálculos biliares. —Vera estaba cortando cuñas de queso curado y tierno, que pensaba servir con galletas saladas—. Walter va a llevarse un chasco porque no hay queso King Ludwig a la cerveza, ni Tilsit.

—Hay Tilsit en el frigorífico.

—Ése es mío. No pienso sacarlo. Veo que no has querido ponerte el vestido negro.

—Me encanta, pero no me favorece. Es por las hombreras. Parezco un jugador de rugby travestido.

—Y así pareces un niño travestido. Las perlas te sientan muy bien.

—Quiero que el grupo empiece a acostumbrarse a verme así. Ah, Jurgen ya ha bajado. Se ha puesto una chaqueta de sport, pero va sin corbata. Podría ponerse una bufanda o uno de mis pañuelos. Le he presentado a Taylor. El doctor se puso en pie para saludarlo.

—¿Con el saludo nazi?

—Hizo amago de entrechocar los talones, aunque parecía avergonzado, como si se arrepintiese. Pero Jurgen respondió con un amable asentimiento de cabeza. Quiere un whisky con hielo, sin soda. Yo me ocuparé de Taylor.

—Verás cuando te vea Joe Aubrey —dijo Vera—. Esta vez ha venido en tren. Walter llamó para avisar. Walter, su fiel camarada, ha ido a recogerlo a la estación. No entiendo esa amistad. Joe es un patán.

—Pero tiene dinero.

Vera cerró los ojos, los abrió y dijo:

—No me imagino besándolo.

—Si ves que puede darte lo que necesitas… sé valiente. No será para tanto. Quítate el vestido y pídele que te extienda un cheque para algo. ¿Dachau? Ya sabes que allí también necesitan fondos para reparar las cámaras de gas y redecorar un poco las instalaciones.

—¿De cuánto?

—Cien mil pavos. Y viviremos diez años maravillosos.

—Es demasiado precipitado.

—Vera, quítate la ropa interior y saca la tinta invisible. La habitación estará a oscuras. El escribirá una cantidad miserable con tinta invisible y nosotros la cambiaremos por la que queramos. ¿Por qué no lo seduces esta noche?

—Por favor…

—Hoy está aquí. Volverá a casa enseguida y no podrás ir a Georgia. Pídele que se quede un rato. Dile que quieres proponerle un negocio, de pelucas; pelucas caras, de pelo natural. Ya veo cómo llora la niñita china cuando le cortan su preciosa melena. Dile al señor Aubrey que yo lo llevaré después a casa de Walter. «Después» significa cuando hayas terminado con él. No querrá quedarse a pasar la noche, porque sabe que Walter le castigaría con su silencio; no diría ni mu, aunque daría el huevo izquierdo por saber lo que ha pasado. Cuando hayas terminado de follar con el señor Aubrey, házmelo saber.

—Por favor, no emplees esa palabra. No me gusta.

—Me encanta cuando te haces la estrecha. No puedes pronunciar esa palabra, pero hacerlo te vuelve loca.

Jurgen estaba de pie, con una copa en la mano, a la espera de que llegase Walter para ofrecer su declaración, de que expusiera su plan, o lo que fuese, ante el grupo de espías de pacotilla en el que Vera era la única auténtica; una agente a sueldo de la Abwehr, al menos en el pasado, aunque nunca hubiese puesto demasiado entusiasmo en su misión. La noche anterior le había dicho:

—No puedo hacer nada por los tuyos; es demasiado tarde. A decir verdad, me habría sentido más cómoda trabajando para los británicos hace unos años, en el 38 y en el 39, cuando Alemania empezó a invadir países. He tenido que hacer un esfuerzo racional enorme para enviar información a Hamburgo y ayudar a vuestro Führer. Me doy por vencida. En todo caso, no quiero que te detengan. Estás aquí porque Walter no puede hacerse cargo de ti mientras pone en marcha su plan. Ésa es la razón que me ha dado.

—Es una razón suficiente —respondió Jurgen—. Pero no puedo correr el riesgo de quedarme después de haber conocido a tus socios. No sé nada de esa gente.

Vera le habló del doctor Michael George Taylor, un ginecólogo que había atendido a muchas alemanas.

—Les da consejo, participa en los grupos de mujeres y les habla del gigantesco salto histórico que representan los nazis para la humanidad. Pero no les dice lo que han hecho por las mujeres, si es que han hecho algo. Adora Alemania porque odia a los judíos. No le preguntes por qué. Te soltará su discurso sobre la conspiración judía internacional. Creo que lo que suele contar, a quien esté dispuesto a escucharlo, es más sedicioso que traidor, aunque hace un año me proporcionó información sobre una planta de nitrato en Sandusky, su pueblo natal, en Ohio. A finales de los años treinta Taylor dio una charla sobre Mein Kampf en los clubes de mujeres. Te puedes imaginar los ojos vidriosos de sus oyentes. —Jurgen sonrió y Vera siguió diciendo—: Sí, pero el doctor Taylor no pretende ser divertido. Es un hombre muy serio, tiene miedo y está preocupado. Estoy segura de que nos delatará si lo detienen. ¿Has leído Mein Kampf?

—Nunca me pareció necesario.

—El verano pasado, Taylor se meó en la bandera de Estados Unidos, en mi jardín. Mejor dicho, primero la quemó y luego se meó.

—Para apagar el fuego.

—Ya se había apagado. Dijo que tenía ganas de mear.

A Jurgen le gustaba Vera y le gustaba estar con ella; era cálida con él. Sabía que si se quedaba, ella no tardaría en llevarlo a la cama. A menos que Bohdan le proporcionase el amor que necesitaba, el amor que se practica en la cama. También le gustaba Bo, y admiró su falda y su jersey; parecía un niño dispuesto a lanzarse al abismo de la decadencia absoluta, si es que era eso lo que se proponía. Jurgen no entendía bien a Bo. Cuáles eran sus obligaciones. Qué podía estar tramando. Tampoco le importaba. No pensaba quedarse mucho tiempo para averiguarlo.

Quería ayudar a Vera. Pensar en algo que ella pudiese hacer; aprovechar de algún modo su personalidad cuando la guerra hubiese concluido. Eso si no terminaba en prisión. Bo juraba, besando su medalla de la Virgen Negra, que no había contado a los federales nada que pudiese comprometerla. Pero Jurgen creía que, por fuerza, de vez en cuando tenía que ofrecerles alguna información. Los buenos mentirosos son los que cuentan medias verdades.

Walter llegó con Joe Aubrey. Se acercaron a Jurgen, y Joe se presentó con un saludo envarado y militar, diciendo que era un honor muy especial conocerlo, algo que esperaba poder contar a sus nietos.

—Ah, tienes nietos —dijo Jurgen.

—Mi primera mujer era estéril, mi segunda mujer era frígida, y a la tercera pienso cambiarla si a finales de este año no tiene un pavo en el horno.

—Tal vez deberías consultar con un médico —le aconsejó Jurgen—, para averiguar si eres tú o tu mujer quien no puede concebir.

—Lo que tengo que hacer es ir a Griffin y encontrar a una cuarterona de Hawai, guapa y con el culo bien plantado, con un chico de piel clara que me mire como si dijera «te quería de verdad cuando era pequeño».

Jurgen reflexionó un momento para asegurarse de que había entendido bien.

—Es tu hijo.

—No lo digas en voz demasiado alta, por el momento.

—¿Lo mantienes?

—Le envío veinte dólares todos los meses. Le dije a su mamá: «Mira qué bien se porta. Está yendo a ese instituto para negros en Atlanta, en Morehouse, cuando podría haber dejado los estudios».

Joe Aubrey echó un vistazo a la habitación y se volvió para mirar a Bo, que estaba charlando con el doctor Taylor.

—¡Dios mío! Parece que Bo-bo al fin se ha quitado un peso de encima y se ha decidido a confesar que es una chica. Fíjate, ¡si hasta se mueve como una mujer! Como una chica más bien perezosa.

Cruzó la alfombra oriental que ocupaba el centro del salón para sumarse a Bo y al doctor Taylor, diciendo:

—Eh, Bo-bo, ¿sabes que si tuvieras un par de melones no serías una tía nada fea?

El doctor le dijo a Aubrey que lo dejase en paz.

—¿Por qué eres tan grosero? ¿Acaso Bohdan se ha metido contigo?

Jurgen pensó que Aubrey respondería a Taylor, y no se equivocó:

—¿Qué pasa, Doc? ¿Te gusta nadar entre dos aguas? ¿Estás harto de ver felpudos todos los días y has pensado en buscar una alternativa? ¿Qué tal un chico que se viste de mujer, que parece una mujer, que actúa como una mujer?… Sé que estás casado, Doc. Tu mujer se llama Rosemary. ¿Cómo os lo montáis? ¿Jugáis a dos bandas?

El doctor Taylor dijo algo de su mujer, pero Jurgen no logró entenderlo. Notó que alguien estaba a su lado. Era Vera.

—¿Es que no sabe comportarse?

—Desprecia a los negros —dijo Jurgen—, pero tiene un hijo con una negra.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—La llamó cuarterona.

—¿Sabes lo que es un mestizo, o un mulato?

—Ah, ya veo.

Al ver que Vera se marchaba, la cogió del brazo y le preguntó:

—¿Tienes miedo de que Joe Aubrey te delate?

—Joe no se entera de lo que dice. Podría delatarme sin darse cuenta. Y está también el doctor Taylor… El drogadicto.

Jurgen escuchó a la anfitriona y luego se quedó distraído.

—Voy a charlar con tus invitados —dijo, y cruzó el salón para mezclarse con los espías de Vera.

Bohdan se tapó la boca con la palma de la mano. Walter puso muy mala cara. Como cuando le comunicó a Jurgen que iba a trasladarlo a casa de Vera para poder concentrarse en lo que se proponía hacer por el Führer. Y siguió poniendo mala cara cuando reconoció que sí, que Carl Webster había ido a verlo y había mentido al decir que a Jurgen y a Otto los habían detenido y estaban otra vez en el campo de prisioneros. Jurgen le preguntó por qué habría mentido y Walter dijo: «Para pillarte. Para que digas: “No, estamos libres”». Jurgen sabía que Carl se acercaba a grandes zancadas con sus botas de cowboy. Recordó que Carl le había dicho: «Me gusta oírme mientras camino». Carl siempre lograba sorprenderlo. Jurgen no había tenido muchas ocasiones de hablar con él, no había podido disfrutar de la compañía de aquel agente de la ley de Oklahoma convencido de que Will Rogers era el hombre más grande que había habido en Estados Unidos, porque era el más patriota. Dijo que Rogers era muy divertido y siempre daba en el blanco cuando se metía con el gobierno. Y además era un cowboy. Carl le había dicho: «Cuando lo ves manejar ese lazo de treinta metros y ves las virguerías que hace con él, cómo lo lanza a donde se le diga, sin que se le enrede nunca, te das cuenta de que es auténtico». Jurgen pensó que si volvía a ver a Carl Webster, aunque éste le pusiera unas esposas, le preguntaría qué había que hacer para ser un cowboy.

Oyó que Aubrey le decía al doctor Taylor:

—Tú hablas poco, menos cuando quieres hablar de los judíos. ¿Y sabes por qué? Porque tienes voz de mujer y lo sabes. O porque dices cosas como «adorable» y «delicioso», palabras que un hombre nunca diría. O porque te colocas con esas drogas que tienes en tu consulta.

Jurgen se acercó a ellos y dijo:

—Caballeros, Walter Schoen se dispone a pronunciar su discurso. Va a hablarnos de todas las mujeres con las que ha follado en los últimos cinco años, más o menos, y va a revelar sus nombres. Vera lo presentará dentro de unos momentos. Doctor Taylor, tome asiento, por favor. Bohdan, ten la bondad de acercar esas sillas… Y usted, señor Aubrey, venga conmigo. Quiero ver cómo prepara ese cóctel de menta.

—¿Con whisky de centeno? ¿Estás de coña? ¿Y sin menta? —dijo Aubrey—. Te juro que Vera es la rica más tacaña que he conocido.

Vera comenzó citando a su predecesora, Grace Buchanan-Dineen, adscrita a la central de la Abwehr en Detroit.

—Recordaréis que cuando el Departamento de Justicia amenazó a Grahs con procesarla por actos de traición, y ella les permitió instalar un dispositivo de escucha en su apartamento, Grahs confesó: «Sí, técnicamente formaba parte del círculo de espías, pero nunca me he considerado moralmente culpable».

Esta declaración no tenía ningún sentido para Vera. Si entrar en su círculo de espías no era un acto inmoral, ¿qué era entonces? Hicieron un trato con ella y le ofrecieron diez años a cambio de la soga. Pese a todo, Vera quiso empezar con esta cita. Se proponía explicar al grupo reunido en su salón que no había ninguna razón para que nadie se sintiese moralmente culpable, pues todos luchaban por una buena causa, trabajaban por la causa del nacionalsocialismo.

—Pero ahora que se acerca el final de la guerra, nuestros esfuerzos han resultado ser insuficientes, pese a la inspiración del Führer —añadió. Y lamentó no haberse mordido la lengua—. Nuestros valientes saboteadores fueron juzgados y condenados por un tribunal militar, dos meses después de que los submarinos los dejasen en la costa. Seis de nuestros compañeros han sido ahorcados, y los otros dos, los confidentes, se están pudriendo en prisión. —Tuvo que hacer una pausa antes de comunicarles que los treinta acusados de sedición habían terminado entre rejas—. Dicen que tenemos derecho a la libertad de expresión, pero cuando damos un paso al frente para decir la verdad, que los comunistas controlan el gobierno y que Franklin Roosevelt, el tullido, le besa el culo a Stalin, el enano, entonces nos encierran.

—Recuerdo que uno de los acusados en ese juicio —interrumpió Joe Aubrey— inventó lo que él llamaba un «matajudíos»: un palo corto y redondo que constaba de dos piezas, una para las señoras.

Vera pensó que quizás lograse que Aubrey le firmara el cheque sin necesidad de besarlo ni de hacer nada con él.

—Ésta —continuó Vera— podría ser nuestra última reunión. En mi casa no hay micrófonos y no creo que ninguno de nosotros vaya a delatar a los demás, pese a los métodos crueles que emplea el Departamento de Justicia. Llenemos nuestros vasos y brindemos por el futuro. —Y mirando a Walter añadió—: Y escuchemos lo que nuestro Heinrich Himmler de Detroit está ansioso por contarnos. ¿Walter?

Habían salido de Woodward y se acercaban por Boston Boulevard, una avenida flanqueada de buenos edificios y separada por un bulevar arbolado.

—No veo los números de las casas —dijo Honey.

—Es ese donde hay dos coches aparcados en la puerta —le indicó Carl—. El Ford es de Walter —los coches brillaban a la luz de la farola—, y un Buick.

—¿Y nada más? ¿Y ése de ahí? Otro Ford, tres casas más allá de la de Vera, al otro lado de la calle.

—Ésa es la vigilancia del FBI.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque se aparca así para vigilar una casa.

Pasaron despacio junto al coche, y Honey se irguió para mirar el sedán negro de cuatro puertas.

—No hay nadie dentro.

—Te apuesto cinco pavos a que la casa está vigilada.

—Vale, da la vuelta y regresemos —dijo Honey.

Ya estaba otra vez mangoneando. En el Paradiso le había dicho lo que tenía que pedir, brócoli por ejemplo. Había tomado el mando desde que él se rajó. No se abalanzó sobre ella cuando le enseñó las tetas como si fueran un señuelo para ciervos; salieron a cenar en lugar de meterse en la cama. Honey no parecía enfadada ni decepcionada. Le ordenó:

—Aparca detrás del coche de Walter.

—¿Qué estamos haciendo? —preguntó Carl.

—Creí que íbamos a dejarnos caer por la reunión.

Carl se acercó al bordillo y detuvo el coche.

—¿Crees que nos invitarán a entrar?

—¿No quieres ver a Jurgen?

—Cuando me digan que puedo trincarlo.

—¿Y si para entonces se ha largado? ¿Sabes qué? Diré que mi ex marido me invitó a venir y he traído a un amigo. Nunca hemos conocido a un grupo de espías.

—¿Te estás quedando conmigo?

—O entro yo y tú me esperas aquí.

—¿Y qué te parece esto otro? —respondió Carl—. Bajas del coche y te quedas sola.

Honey salió del coche y sujetó la puerta un momento.

—Ya te contaré mañana —dijo—. Cerró y se despidió moviendo los dedos junto a la ventanilla.