Dieciséis

Honey sirvió un whisky de centeno con ginger ale mientras Carl abría una lata de cacahuetes y le contaba que se había pasado la mayor parte del día en la oficina del FBI. Ahora le tocaba explicarle la parte delicada.

—Me llamaron para decirme que me olvidase de Jurgen Schrenk por el momento. Están seguros de que el círculo de espías de Detroit anda tramando algo. Esta noche se reúnen todos en casa de Vera Mezwa, y los federales no quieren que me entrometa. Les pregunté qué relación tenía esa reunión con Jurgen. Al parecer está escondido en casa de Vera. También les pregunté si Otto estaba con él. Parece que se han olvidado de Otto, el comandante de las SS. Creen que sigue en la finca de Walter.

—Me encantaría conocer a Vera —dijo Honey—. Kevin me enseñó algunas fotos de sus charlas. Es atractiva, tiene un estilo propio; sabe arreglarse y escribe cartas con tinta invisible. ¿Conoce a Jurgen?

—El FBI cree que está implicado en lo que pueda estar tramando Vera y por eso está en su casa. Pero ¿qué misión se le puede encomendar a un prisionero de guerra fugado? Les dije que a lo mejor los espías no estaban al corriente de la situación de Jurgen. Walter nunca lo ha mencionado. Sabe lo que le ocurrió a Max Stephan cuando delató al piloto nazi, y por eso no abre la boca. Sin embargo, ahora convoca una reunión para presentarlo al resto del grupo.

—¿Por qué? —preguntó Honey.

—Eso mismo me preguntaron ellos. Si Walter se ha mostrado tan cauto hasta ahora y ha mantenido a Jurgen en secreto, ¿por qué de pronto decide sacarlo a la luz? Les dije que no lo sabía, pero que había estado hablando con Walter anoche.

—Y les sorprendió.

—Me preguntaron: «¿De verdad?». Les dije que yo podría ser la razón por la que Walter se ha quitado de encima a Jurgen y lo ha mandado con Vera, para que lo esconda temporalmente.

—¿Crees que ella sabe algo de ti?

—Si es buena en su trabajo, tiene que saberlo. Y si no se da cuenta de que me estoy acercando, Jurgen se lo indicará. Ahora bien, ¿qué puede hacer Vera? ¿Esconderlo o echarlo de su casa? No puede entregarlo. ¿Qué está haciendo con un nazi fugado de un campo de prisioneros?

—¿Se lo dijiste así a los federales?

—Les aseguré que ella sabe que la están vigilando. Y sabe que antes de que la trinquen puede decir adiós a su papel de espía. Pero también les advertí de que si Jurgen se percata de que está nerviosa por la situación, se largará; se esfumará. Me preguntaron por qué afirmaba con tanta seguridad lo que haría Jurgen. Les expliqué que Jurgen sabe que le irá mucho mejor por su cuenta que en manos de extraños. Sé que empezará a tener serias dudas con respecto a Walter. Walter está muerto de miedo y no quiere hacerse cargo de Jurgen.

—¿Y te preguntaron cómo lo sabías?

—Lo sabía porque había conocido a Walter. Había visto qué clase de hombre es. Lo había calado, como a todos los delincuentes a los que persigo. Les aconsejé que fueran a esa casa y se llevaran a Jurgen de allí esposado, si no querían perderlo. Y que hiciesen lo mismo con Vera. —Hizo una pausa para intrigar a Honey, pero ella le instó a continuar.

—Y te dijeron que qué va saber de espionaje un tío que lleva botas de cowboy.

—Se limitaron a proponer que esperásemos un poco a ver cómo evolucionaba el escenario, para no asustar a los que asustan.

—¿Qué escenario?

—Lo que ellos creen que está ocurriendo.

—¿Y cómo saben que Jurgen está con Vera?

—Por Bohdan Kravchenko. Trabaja para los federales desde que Vera llegó al país.

—Sí, Kevin me habló de él. Vera lo llama Bo.

—Según Kevin, el ucraniano les cuenta historias de espías, aunque en realidad no les cuenta nada. Esta noche hay una reunión. Bo no sabe por qué se ha convocado. Los del FBI reconocen que podría estar engañándoles, pero no disponen de otra información. Como ya te he dicho, creo que Walter quiere presentar a Jurgen al resto de la banda.

—Aunque no sabes por qué, puesto que hasta ahora lo ha mantenido en secreto.

—O tiene una razón, o quiere presumir. «Mirad el superhombre nazi que he traído al grupo.»

—Si crees que Jurgen podría haber desaparecido mañana…

—Ése es el problema. ¿Qué hago?

—¿No hay agentes vigilando la casa?

—Por eso no puedo aparecer por allí.

—Habrá que confiar en que los del FBI sepan lo que están haciendo. ¿O no?

—Lo saben, sólo que su escenario es distinto del mío.

—Tú temes que Jurgen se les escape y tengas que empezar desde cero. ¿Cómo es?

—¿Jurgen? Es un tío simpático, listo, divertido. Sabe imitar muchos acentos.

—¿Qué edad tiene?

—Creo que veintiséis.

—¿Qué aspecto tiene?

—Pelo rubio oscuro, ojos azules, mide un metro noventa y siempre tiene las piernas bronceadas, porque va siempre en pantalones cortos.

—¿Es guapo?

—Gusta a las chicas. Lo encuentran muy mono. Vi cómo lo miraban las empleadas del edificio de administración del campo a través de la alambrada. Una de ellas se abrió el escote de la blusa, como si le faltase el aire. Por aquel entonces Jurgen tenía una novia, una chica despampanante; se escabullía del campo para verla.

—¿Quieres decir que se escapaba? ¿Y a qué se dedicaba la chica despampanante?

—Fue toda una experiencia conocerla —dijo Carl—. Pasó de los bailes de debutantes a un burdel de Kansas City. Se convirtió en una chica muy cara y se hizo rica; ahorró y no se enganchó al opio. Tiene intención de escribir un libro y dice que no me creeré las cosas que le han pasado. Creo que entró en el burdel con dieciséis años. Shemane siempre mira de reojo. —Carl sonrió, y retomando su tono serio añadió—: Es pelirroja.

—Y a ti te gustaba.

—Yo ya tengo una pelirroja.

—Pero la deseabas. ¿Era famosa?

—En Kansas City.

—¿Piensa hablar de la gente en su libro con nombres y apellidos?

—Yo le dije que no le crease problemas a ningún hombre decente, nada más.

—¿Qué quieres hacer? —preguntó Honey.

—¿Con respecto a Jurgen?

—Con respecto a ahora. ¿Qué quieres hacer?

Se tomaron la copa y se fumaron un cigarrillo, hundidos entre los almohadones del sofá, que cedían bajo el peso de los cuerpos, acercándolos lo suficiente para poder tocarse.

Carl dijo que necesitaba un guía temporalmente, ahora que había perdido a Kevin. Si ella estaba dispuesta a acompañarlo, escribiría una carta para que le permitieran ausentarse unos días del trabajo, y le pagaría por su tiempo. O pediría a alguien del FBI que escribiese la carta.

—Puedo decir que estoy enferma. Eso no es problema. Sí, me encantaría ser tu guía. Tengo un coche que me ha prestado un amigo mientras él está en Benning, saltando desde los aviones. Es instructor aéreo-transportado. El coche es un cupé Modelo A de 1940, pero no tengo cupones de gasolina. El tío es sólo un amigo.

Carl dijo que le conseguiría cupones, pero que usarían el Pontiac para desplazarse, y tal vez para la vigilancia. Le enseñaría algunos mapas.

—¡Uau, mapas! Creo que podemos cenar aquí enfrente. En el Paradiso, está aquí al lado. Para mí, es el mejor restaurante de Detroit. Aparte del Chop House. Es italiano, pero no se exceden con la salsa de tomate. Los escalopines son estupendos y la ensalada de la casa es increíble; y tienen brócoli, como en Italia. Les he propuesto que incluyan polenta en el menú. Siempre que preparo hígado de ternera con beicon hago un poco de salsa para acompañar la polenta.

—Yo la hago con beicon picado —dijo Carl.

—¿Tienes hambre?

—No tengo prisa.

—La cuestión es si tienes hambre y prefieres comer primero, y luego decides lo que quieres hacer; o si te dejas llevar, porque a lo mejor después de comer estarías demasiado lleno para hacer ciertas cosas.

—Ciertas cosas.

—Estuve saliendo un año con un argentino, después del año entero que pasé con Walter. Eran como el día y la noche. Arturo, el argentino, podía pedir la cena en cinco idiomas y siempre elegía los vinos perfectos. Según él, el único restaurante de Detroit con una carta de vinos decente era el London Chop House, y siempre terminábamos allí. Luego íbamos a su habitación, en el Abington, nos descalzábamos y bebíamos coñac y café. El Abington tiene un restaurante, pero sólo cenábamos allí cuando Art estaba cansado. Y entonces se ponía seductor, como buen latino; muy serio, después de cenar con tres vinos diferentes.

—¿Os bebíais tres botellas?

—A veces las terminábamos. La primera vez que salimos juntos me contó que venía a Detroit seis veces al año, para asistir a las reuniones de la GM.

—¿Cómo os conocisteis?

—Una mujer de Grosse Pointe, joven, yo diría que muy entallada, lo trajo un día que vino a probarse vestidos. Estuvimos charlando unos quince minutos, y me invitó a salir. Le pregunté: «¿Y tu novia?». Y me dijo: «Es mi madre». Y se quedó tan ancho.

—¿Le compró algún vestido?

—A ella le gustaban dos. Pensé que para impresionarme le diría que se quedara con los dos. Pero no. Dijo que no le gustaba ninguno. La mujer reaccionó con mucha compostura. Se limitó a decir, con cierta frialdad: «Muy bien».

—Y él no volvió a verla.

—No lo sé. Nunca le pregunté por ella, como tampoco le pregunté qué hacía en la General Motors.

—Te dijo que venía a Detroit seis veces al año.

—Nunca se quedaba más de una semana, pero siempre que venía quería verme. Y yo le dije: «¿Quieres que me quede sentada al lado del teléfono esperando tu llamada?». Y me llamaba todos los días desde Buenos Aires. —Dio un sorbo a su bebida—. Estuvo bien. A mí me gustaba; era divertido y atento. Pasaba aquí cinco días todos los meses, tuviese o no reunión en la GM. Eso me pareció un detalle.

—¿Quería casarse contigo porque su mujer no le comprendía?

—Creo que estaba casado y tenía hijos, pero nunca hablamos de eso. Era latino y divertido al mismo tiempo. Yo le llamaba Art. O latino de Manhattan. Y él decía: «Puedes llamarme mi plátano». Bailaba de muerte. —Guardó silencio unos momentos—. Tenía negocios en las carreras de coches. Ese año me llevó a las 500 Millas de Indianápolis. Íbamos paseando por Gasoline Alley y todo el mundo lo conocía; se notaba que era muy apreciado. Fue el año que ganó Mauri Rose; alcanzó 201 km por hora y fue en cabeza en treinta y nueve vueltas de doscientas. Después del ataque a Pearl Harbor, en diciembre de ese año, no volví a saber de él.

Honey dijo que iba a cambiarse, a quitarse el traje que había llevado todo el día cogiendo pelusa, y a ponerse un vestido.

—Ahí tienes el periódico —dijo—. Decide cuándo prefieres cenar —le lanzó una mirada elocuente. O tal vez no. Carl no estaba seguro—. Estaré lista en quince minutos.

Honey le hizo pensar en Crystal Davidson. Se acordó del día que estaba en su casa, esperando a Emmett Long, y ella entró en el dormitorio. Le dijo: «No mires». Pero dejó la puerta abierta. Al minuto volvió vestida con un salto de cama rosa, que le cubría ligeramente el pubis entre los muslos blancos. Crystal lo había tomado por un periodista. Y él le dijo: «Señorita, soy un marshal de los Estados Unidos. Estoy aquí para detener a Emmett Long o ponerlo bajo tierra; una de dos». Había preparado la frase para la ocasión.

Mientras ojeaba la portada de Free Press, recordó que le dijo a Crystal: «Cuando venga Emmett, presta mucha atención. Así podrás contar lo que ha pasado aquí, como testigo presencial, y tu nombre saldrá en los periódicos. Seguro que con foto y todo». Y Crystal dijo: «¿De verdad?».

Carl volvió a centrarse en el periódico y leyó un par de historias que le hicieron gracia. Se levantó del sofá y se acercó al pasillo leyendo en voz alta. El dormitorio de Honey se encontraba a la izquierda; el baño a la derecha.

—«Una mujer murió de un disparo de un pretendiente celoso en su elegante vivienda del Eastside. El sospechoso declaró que la mató porque ella había jugado con sus sentimientos.» ¿Tú crees que lo diría con esas palabras? —preguntó Carl, mirando hacia el dormitorio. La puerta estaba abierta.

Honey aún tenía la falda puesta, pero estaba desnuda de cintura para arriba, y sus pechos apuntaban directamente a Carl.

—No me imagino que nadie hable así.

Carl apartó la vista y miró el periódico… ¡Joder!… Y leyó otra noticia.

—«Barbara Ann Baylis murió de una paliza que le propinaron con una sartén en su casa de Redford Township. Tras varios días de interrogatorio, su hijo Elvin, de dieciséis años, reconoció que había asesinado a su madre porque ella le había reñido.» —Dejó de leer.

Honey no se había movido.

—¿No te encanta cómo escriben? El chico se vuelve loco, empieza a gritar a su madre y la mata a golpes de sartén. ¿Porque le había reñido?

—Me imagino la escena —dijo Carl, cerrando el periódico—; el ataque de ira que le entró.

—¿Has decidido ya lo que quieres hacer? —preguntó Honey.

—Creo que podríamos cenar primero y luego acercarnos a casa de Vera Mezwa. Veremos qué coches llegan a la reunión y anotaremos el número de matrícula.

Honey seguía sin cubrirse los pechos.

—¿Eso quieres? ¿Anotar números de matrícula?