Catorce

Los ojos de Jurgen se encontraron con los de Vera Mezwa en el mismo plano. Ella le estrechó la mano, se acercó y le dio un beso en cada mejilla; y Jurgen sintió que sus labios le acariciaban la piel. Se miraron otra vez, y supo que Vera se alegraba de tenerlo allí, aunque no lo manifestase. Lo adivinó por cómo le cogió del brazo y le dijo:

—Ven. Nos sentaremos para estar más cómodos. —Habló en inglés, con leve acento eslavo. En Hamtramck, un barrio de Detroit, Jurgen había conocido ucranianos que intentaban parecer americanos. Vera dijo—: ¿Qué te apetece beber?

Se mostraba segura, como correspondía al líder de un círculo de espías, pero desprendía un perfume delicioso que suavizaba su aspecto. Jurgen la imaginó tendida en una cama, desnuda, y visualizó los músculos bajo las curvas de su cuerpo, con pechos de culturista; vio que se teñía el pelo, que prefería el tinte natural de la henna y que usaba un carmín rojo oscuro, muy llamativo, en contraste con la palidez del rostro maquillado. Era una mujer atractiva al estilo centroeuropeo, y a Jurgen le gustó de inmediato.

—Lo que tomes tú —dijo, seguro de que sería una bebida alcohólica.

Vera giró sobre los tacones y se quedó frente a Jurgen. Tendría unos treinta y tantos, quizá cuarenta. Pero a ninguno de los dos les importaba la edad. La decoración de la casa era formal, anodina. Jurgen pensó que ya estaba amueblada cuando ella se instaló. Cogieron dos cigarrillos de una bandeja de plata y Vera los encendió con un Ronson, sentada junto a él en el sofá, mirándolo, las piernas enfundadas en una falda de punto de un tono rosa, a juego con un jersey holgado; no llevaba nada debajo. Unas perlas adornaban el cuello. Levantó la cabeza y miró por detrás de Jurgen.

Jurgen se volvió entonces y vio a un hombre joven, vestido con un delantal blanco, camiseta y un pañuelo rojo al cuello. Esperaba con las manos en las caderas, los hombros ligeramente encorvados; era delgado y parecía tranquilo.

—Bo, el vodka del frigorífico, por favor —dijo Vera.

El joven se volvió sin decir palabra y pasó al comedor. Una melena rubia le cubría las orejas, al estilo de Buster Brown.

—Bo es mi mayordomo —explicó Vera—. Bohdan Kravchenko. Era el camarero de mi marido a bordo, cuando Fadey burlaba el bloqueo durante el cerco de Odessa, entre junio y octubre de 1941. A lo mejor ya sabes que hundieron su barco, y que Fadey se hundió con él. Bo empezó a trabajar para mí cuando Odessa cayó en manos de los rumanos, que iban a la cabeza de vuestras tropas. Un grupo de asalto, uno de vuestros escuadrones de la muerte, lo encontró y lo internó en un campo de trabajo, con judíos, comunistas y gitanos. Le colgaron un triángulo rosa que lo identificaba como homosexual. El color de los judíos era el amarillo.

—¿Se fugó? —preguntó Jurgen.

—Al cabo de un tiempo. Para eso tuvo que darle su comida todos los días, durante diez días seguidos, a otro prisionero, a un hombre que tenía un cuchillo de untar mantequilla y no sabía qué hacer con él. Bo lo afiló con una piedra. Degolló a un guardia que le obligaba a arrodillarse y a abrir la boca; uno de las SS que se divertía meándole en la boca a dos metros de distancia. Se coló en el barracón de los guardias, sorprendió al que le meaba mientras dormía y le rebanó el pescuezo. Y ya de paso se cargó a otros dos, sin hacer el menor ruido. Le habrían matado si llegan a descubrir que liquidó a esas bestias, o aunque no hubiese hecho nada; los mataban a todos. Salimos de Odessa. Fuimos a Budapest. Bo iba vestido de mujer. Y por fin llegamos a América. Hice un trato con el servicio de espionaje alemán.

Vera apagó el cigarrillo y encendió otro.

—Una noche fuimos al Brass Rail, un bar del centro de Detroit, y Bo les contó a los maricas con los que estábamos tomando una copa que trabajaba para una espía alemana. La cosa llegó a oídos del FBI. Le ofrecieron a Bohdan trabajar para ellos, convertirse en espía de Estados Unidos y proporcionarles información sobre mis actividades. Si no aceptaba lo encerrarían por colaboración con el enemigo y lo mandarían a Ucrania cuando terminase la guerra. Bo quiere ser ciudadano estadounidense, y dijo que sí, por supuesto. Quiso saber cuánto le pagarían. Y le respondieron que cuánto valoraba su libertad. Ésa sería su recompensa. Entonces me contó que iba a espiarme, y yo le dije: «¿Por qué no te haces agente doble y los espías a ellos para mí? ¿No lo pasamos bien juntos? ¿No te dejo ponerte mis joyas?». Lo acordamos así. Inventamos cosas que parezcan ciertas. Bo se las cuenta y conserva su puesto. Pero ellos ya tenían información sobre mí. Sabían que me reclutó la señorita Gestapo en persona, Sally D’Handt, una agente alemana muy famosa. Sabían que me entrené en una escuela de espionaje de Budapest y que ingresé en la Primera División de la Abwehr, en la sección de inteligencia. ¿Cómo sabían todo eso los federales? Me impresionó mucho.

Bohdan volvió con una botella de Smirnoff helada y unos vasos de licor entre los dedos.

—Bo, le estoy contando a Jurgen lo que haces para los federales.

Bo dejó los vasos encima de la mesa.

—Nos encanta inventar historias para ellos. Les cuento que he oído a Vera hablando por teléfono de un plan de sabotaje para volar el túnel de Canadá.

—Y el puente Ambassador —añadió Vera.

Bo llenó los tres vasos y se sentó al otro lado de la mesa, enfrente de Vera y de Jurgen. Se sirvió un vodka, lo vació de un trago y rellenó el vaso.

—Dile a Jurgen lo que harías tú si fueses Walter.

—¿Si tuviera que ir por la vida con la cara de Himmler? Me cortaría las venas. Con un cuchillo de untar mantequilla que conservo como recuerdo. —Le hizo un guiño a Jurgen.

—No seas malo. Al capitán Schrenk hay que tratarlo con respeto —dijo Vera. Y dirigiéndose a Jurgen, añadió—: Si Bo pone música y te saca a bailar, dale las gracias, pero no aceptes. Bo es un poco impulsivo a veces.

—A ella le gustan mis impulsos —dijo Bo.

Jurgen miró a Vera mientras ésta daba un trago de vodka, rellenaba el vaso y se volvía hacia él.

—¿A qué estás esperando?

Jurgen levantó el vaso, lo vació de un trago y dejó que ella volviera a llenarlo.

—Dejasteis Odessa reducida a un montón de escombros.

—Nunca he estado en Odessa —dijo Jurgen.

—Tú ya me entiendes. Nuestra casa se libró de los Stukas porque vivíamos a tres kilómetros del puerto. Tomasteis la ciudad con el puto Cuarto Ejército Rumano a la cabeza. Ellos se encargaban del trabajo sucio. ¿Y qué encontrasteis? Nada. Los rusos se habían largado y se lo habían llevado todo. Se dedican a eso; a saquear. Se llevaban las toallas de los hoteles, y los cuadros, si conseguían descolgarlos de la pared. Los rumanos son otra cosa. Llegaron a Odessa y empezaron a matar judíos. Los fusilaban y los colgaban de los postes de la luz. Los encerraban en almacenes vacíos, hasta veinte mil personas juntas, cerraban las puertas y los ametrallaban desde fuera. Luego prendían fuego a los edificios y lanzaban granadas de mano. Para asegurarse de que no quedaba ninguno con vida. ¿Qué te parece?

—Háblale de los Escuadrones de la Muerte —dijo Bo.

—Las SS —dijo Vera—. Cuando llegó la guerra a Odessa, mi vida cambió por completo. Pasó de un ocio relativo a un ocio aparente. —Hizo un gesto con la mano—. Esta casa. Mi marido trabajaba en la marina mercante, recorría los puertos del mar Negro. Fadey se llevaba bien con los sóviets; cuando no bastaba con sus gilipolleces, se mordía la lengua y ofrecía sobornos. Sólo tenía elogios para Josef Stalin, ese enano picado de viruela. ¿Sabes cuánto medía? Metro y medio de mierda de caballo. Por eso asesinó a diez millones de rusos. Su madre lo envió a un seminario para que se hiciera sacerdote, pero Dios lo rechazó.

Vera seguía hablando. Jurgen la escuchaba.

—¿Te he dicho ya que el cerco empezó en junio de 1941? Mi marido se convirtió en contrabandista durante el bloqueo, como Rhett Butler. Salía de Odessa, entraba en Turquía, que entonces era neutral, y volvía con comida y armas. También traía vino turco. Un vino malísimo; yo no podía ni probarlo. Fadey trabajaba con miembros de la flota soviética. Los Stukas los atacaron y hundieron dos destructores, el Bezuprechnyy y el Besposhachadnyy, además de un remolcador y el barco de Fadey. Un día se hizo a la mar y no volví a verlo; me lo arrebataron.

Jurgen guardó silencio unos momentos.

—¿Los alemanes mataron a tu marido?

—O fue un bombardero soviético el que hundió su barco.

—Tenía entendido que tu marido era un oficial de caballería polaco y que murió en combate.

—Eso fue lo que me dijeron que tenía que contar. Llegué a Detroit como viuda nada menos que de un conde que encontró un heroico final combatiendo a caballo contra los tanques. Eso me proporciona una posición social más aceptable que la de viuda de un contrabandista de armas del mar Negro. Cuando estuve en la escuela de espionaje pregunté si el conde sabía lo que estaba haciendo. No me dijeron nada. En mi pasaporte figuro como Vera Mezwa Radzykewycz, condesa. ¿Tengo aspecto de aristócrata?

—Desde luego —dijo Jurgen—. Aunque ser viuda de un traficante de armas no está nada mal. Podría haberte garantizado algunos apoyos.

—Ya te he dicho que me reclutó Sally D’Handt en Budapest, una chaquetera belga que se hizo espía para los alemanes. Ahora se dedica a buscar gente para la inteligencia militar, almas perdidas a las que introduce en la Abwehr. ¿Has oído hablar de Sally? Es muy famosa. —Jurgen negó con la cabeza mientras Vera decía—: Es rubia, como Veronica Lake, muy teatral. Una vez me contó, en un tono muy solemne, que fue un bombardero soviético el que hundió el barco de mi marido. Según ella, lo ordenaron porque el repulsivo Stalin no se fiaba de nadie.

—¿Y tú lo creíste?

—Los sóviets siempre andaban encima de nosotros. Sally me preguntó si había estado en América alguna vez. Sí, de pequeña. ¿Me gustaría volver, durante la guerra? Le dije que me encantaría. La muy hija de puta fingió que se le saltaban las lágrimas de la emoción. Estaba a punto de llorar, pero intentó sonreír para que yo no viese cuánto le alegraba que hubiese aceptado. Me miró como Joan Fontaine a Cary Grant en Sospecha, cuando se da cuenta de que él la ama. Esa mirada que indica que en cuanto la cámara deje de moverse, Cary y ella van a pasar al dormitorio y a follar como locos. La señorita Gestapo puso la misma cara y murmuró: «Vera, eres justo la mujer que necesitamos para obtener información del mismísimo arsenal del enemigo, de la ciudad de Detroit». O tal vez dijo: «Lo que llaman el Arsenal de la Democracia». No estoy segura.

Se encogió de hombros bajo su jersey holgado. Decidió encender otro cigarrillo y prosiguió:

—Vine a Detroit desde Budapest, pasando por Canadá. Sustituí a una agente que traicionó a los suyos cuando el FBI empezó a darle la lata. Se llamaba Grace Buchanan-Dineen. Se hacía llamar «Grahs» y es la única agente a la que conozco, además de Ernest Frederick Lehmitz, el que usaba tinta invisible para pasar información a sus contactos. Lehmitz informaba sobre los barcos que zarpaban de Nueva York con rumbo a Europa, hasta que lo pillaron y lo encerraron en prisión.

—¿Y ésta era la casa de Grahs? —preguntó Jurgen.

Vera sonrió:

—Eso tendría gracia, ¿verdad? La casa del espionaje alemán. No, Grahs vivía en el centro, cerca del río. Tengo la casa alquilada hasta junio de este año…

—¿Sólo te quedan dos meses?

—Me dieron un talón de cinco mil dólares y mil al mes para gastos.

—Es una suma bastante generosa.

—El año pasado se redujo a quinientos al mes. Este año los cheques han dejado de llegar; el último lo recibí en febrero.

Jurgen cogió un cigarrillo de la bandeja. Vera se acercó, chasqueando el encendedor.

—¿Te has quedado sin fondos?

—No te preocupes por eso.

—¿Qué piensas hacer?

Vera miró a Bohdan y dijo:

—Lo estamos pensando.

—A todas horas —asintió Bohdan, mientras servía otra vodka—. Yo le digo a Vera que se convierta en concubina de un hombre rico y yo seré el eunuco.

—Tú no eres alemán —dijo Jurgen—. ¿Por qué trabajas para la Inteligencia alemana?

—Porque Vera odia a los rusos —respondió Bo.

—No me gustan. Es lo único de esta guerra que no me importa —dijo Vera—, que vosotros y esos rusos de mierda os matéis los unos a los otros. Voy a contarte algo. En 1940 y 1941, todos los granaderos que salían en los informativos me parecían muy sexys. Erais jóvenes, guapos, parecíais orgullosos de vuestra misión y teníais ideales. Cantabais, marchabais, y avanzabais cantando. Era como una ópera barata. Pero ese estado de ánimo tenía un compás muy pegadizo. Me gustaba su pureza: una nueva Alemania rebosante de jóvenes sanos y de mujeres con rasgos nórdicos y pelo platino. Yo sabía que destacaría entre esa multitud como una estrella de cine. Ahora bien, ¿estaba dispuesta a cambiar un Estado policial, como el de Stalin, por otro Estado policial? ¿Tendría que medir mucho mis palabras? ¿Cómo no iban a parecerme ridículos esos supernazis cuando los veía desfilar por las calles al paso de la oca? Pensé: «Bueno, los alemanes son un pueblo fuerte y voluntarioso, no apoyarán a Adolf y a sus secuaces durante mucho tiempo; no soportarán la presencia de la Gestapo en sus vidas. Cuando la guerra haya terminado, todo volverá a ser como antes».

—¿Y el exterminio de los judíos? —preguntó Jurgen—. ¿Crees que el pueblo lo acepta?

—Todos miran a otro lado.

—Pero saben que existen los campos de la muerte.

—No pueden hacer nada más que esperar hasta que Alemania sea derrotada y Adolf juzgado por un tribunal internacional. Todo el mundo sabe que el fin está muy cerca. Oigo decir: «No podemos ganar. Estados Unidos exigirá una rendición incondicional. Alemania tendrá que devolver los territorios y los países que ha robado. Tendrá que renunciar a todo, de lo contrario los rusos se le echarán encima».

Jurgen meneó la cabeza y asintió:

—No tendremos elección.

—Intento racionalizar por qué trabajo para ese Führer amante de la guerra y exterminador de los judíos. He leído un artículo sobre Henry Ford. Dicen que es crítico con los judíos. Ha advertido sobre el peligro de la conspiración judía internacional; yo creo que se refiere al comunismo. ¿Qué otra cosa podría ser? Henry Ford es un hombre muy aferrado a sus ideas. Cree que el azúcar de las uvas provoca artritis. Pero como empresario es un genio. ¿Qué tiene en contra de la raza judía? Creo que le molesta que sean tan listos. Sabe que algunos judíos, como Albert Einstein, son incluso más listos que él. No lo soporta, y por eso los condena a todos en conjunto.

—Yo también he leído algunas cosas sobre Ford antes de la guerra, y me sorprendieron mucho.

—Hay distintos prejuicios en contra de los judíos. Henry Ford se presentó como pacifista mientras Estados Unidos se mantuvo neutral —dijo Vera—. Se negó a fabricar aviones para Inglaterra. Ahora, dos años más tarde, está produciendo un bombardero cuatrimotor; lo llaman Liberator. A eso se dedican en Willow Run, a ensamblar más de cien mil piezas distintas para construir un bombardero. Fabricar un Ford sedán sólo requería quince mil piezas. Ésta es la información que almaceno en mi modesto cerebro. La fábrica de Willow Run está a menos de un kilómetro de aquí. Su estructura contiene veinticinco mil toneladas de acero. Sólo en esa planta trabajan noventa mil personas. En la Chrysler, al otro lado del río, fabrican tanques a millares. Packard y Studebaker hacen motores de avión, y Hudson armamento antiaéreo para derribar a la aviación enemiga. Nash fabrica motores y hélices, y General Motors se dedica a producir un poco de todo lo necesario para que Estados Unidos pueda participar en la guerra. Producen tres millones de cascos de acero tal que así —Vera chasqueó los dedos—, a un coste de siete centavos por unidad.

—En ese caso habrá que reconocer que no hemos juzgado bien al adversario —señaló Jurgen.

—Vuestro Führer estaba demasiado ocupado pavoneándose por el mundo para darse cuenta. ¿Sabes lo que he estado haciendo? ¿Sabes qué me pedían mis contactos? Me pedían los nombres y la ubicación de las empresas que producían metales ligeros. Creían que si lográbamos destruir todas las fábricas de aluminio de Estados Unidos no podrían fabricar bombarderos. Mi misión consistía en impedir que los aliados bombardeasen Alemania. Se están volviendo locos; están sufriendo dos ataques diarios. La Sección Segunda de la Abwehr se encarga del sabotaje. Recibían la siguiente orden: «Por Dios, cortad el suministro eléctrico a las fábricas. Dejadlas a oscuras inmediatamente».

—¿Y consiguieron algo?

—Supongo que lo habrás leído.

—Nada de importancia, como robar las miras de los bombarderos Norden.

—Eso fue en 1938, el año en que Fadey y yo nos casamos. Les informé de un nuevo proceso de fundición rápida en Fisher Body. En el arsenal de Chrysler han logrado reducir el tiempo de producción de las baterías antiaéreas de doscientas horas a quince minutos. Les pregunté si querían detalles y no recibí respuesta. Están escondidos en los refugios.

—¿Cómo envías la información?

—Casi me dan ganas de decirles que se suscriban a la revista Time. Himmler volvió a salir en la portada en febrero. Es su tercera aparición desde el 24 de abril de 1939. Walter la enmarcará y la colgará en la pared. A Himmler le fastidiará el artículo, pero encargará cien ejemplares… La información que envío, pongamos que sobre la localización de una nueva fábrica de la compañía Alcoa, se la entrego a un hombre que pasa por aquí cuando llamo a un número de teléfono. Él transmite un mensaje cifrado a una empresa de envíos alemanes en Valparaíso, en Chile, y desde allí lo remiten a Hamburgo.

—¿Por qué recuerdas el 24 de abril de 1939?

—Vera tiene una memoria prodigiosa —dijo Bohdan—, pero necesita ver la información escrita, ya sean números o letras.

—Cuando tengo que memorizar algo —explicó Vera—, lo escribo. Y cuando quiero recordarlo, lo visualizo mentalmente.

Guardaron silencio unos instantes. Jurgen oyó entonces que en la radio de la cocina sonaba suavemente «String of Pearls», de Glenn Miller. Y dijo:

—Hay un agente federal, un marshal que me está siguiendo. Se llama Carl Webster.

—Sí, lo he leído en la columna de Neal Rubin —asintió Vera—. ¿Es a ti a quien busca?

—Pensé que Walter te habría hablado de él.

—Walter vive en su mundo.

—Si Carl sabe algo de Walter, ten por seguro que sabe algo de ti.

—¿Te tuteas con ese policía?

—Nos conocemos.

—Y crees que ha venido a buscarte. ¿Estarías dispuesto a entregarte, ahora que la guerra está a punto de terminar?

—No.

—No te culpo. Pero ¿qué vamos a hacer contigo si tu amigo viene a registrar mi casa?

—Me marcharé —dijo Jurgen.

Vera se tomó unos segundos antes de decir:

—Tendré que pensarlo.

Otro silencio, que esta vez empezaba a prolongarse, hasta que Bohdan anunció:

—Es la hora del té.

—Podemos beber vodka en vez de té —dijo Vera. Y miró a Jurgen—: ¿Por qué no subes a descansar un rato? He dejado en tu cuarto algunas revistas que sé que Walter nunca compraría, o ni siquiera sabe de su existencia. Duerme un poco y baja a las seis para tomar un cóctel y disfrutar de la cena que nos preparará Bohdan. —Volviéndose a Bo, preguntó—: ¿Qué has pensado para hoy? ¿O prefieres sorprendernos?

Jurgen miró al mayordomo. Su expresión delató por un momento que estaba harto de aquella feliz rutina doméstica. Pero se animó enseguida y respondió a Vera.

—Es imposible sorprenderte, condesa, si vienes a husmear a la cocina. De todos modos, veremos si soy capaz de estimular el apetito de Jurgen.

—Espero que no haya parecido que estaba coqueteando —dijo Bo, que se había sentado con Vera en el sofá. Ella le acariciaba el pelo a lo Buster Brown, y del pelo pasó al hombro.

—Me parece que tienes caspa.

—Cuando interpreto el papel de goluboy todo lo que digo suena provocativo.

—Resultas muy creíble —dijo Vera, recordando la tarde en que Fadey volvió a casa horas antes de lo previsto y casi los pilla desnudos en el dormitorio. Fadey la llamó desde el piso de abajo. «¿Vera?». Cuando llegó al dormitorio, Bo se había transformado en una drag queen, con una de las batas de Vera. Se miraba en el espejo, con las manos en jarras. Vera se puso una falda y un jersey, y al salir del vestidor vio que Fadey estaba mirando a Bo.

Volvió al presente y dijo:

—¿Recuerdas lo que dije?

Bo sonrió.

—Dijiste: «Le encanta vestirse de mujer, pero sigue siendo el cocinero más cojonudo de Odessa». Me dieron ganas de besarte. Y Fadey se lo creyó.

—Le daba lo mismo.

—No sé cómo se te ocurrió tan deprisa. Lo oíste llegar, y al momento me vi convertido en un desviado.

—Sabes que a veces resultas afeminado —dijo Vera—. Y luego empezó a gustarte.

—Era divertido.

—Sí, hasta que los demás se dieron cuenta; tus compañeros del barco, por ejemplo. No es difícil notarlo. Te miras las uñas igual que las mujeres. —Le pasó un brazo por encima del hombro y estrechó el cuerpo delgado de Bo contra el suyo, hasta que sintió sus costillas—. El escuadrón de la muerte pasó por el puerto y alguien te señaló. «Ése es maricón». Tú dijiste que tenías una buena razón; que lo hacías para evitar que un marido te pegase un tiro. Y te jodieron. —Vera empezó a acariciarlo; primero la cara y después el pelo—. Pobrecito. Cuánto lo siento.

—Puedo dejar de actuar como un marica.

—Todavía no. Eres mi arma secreta.

—No pensé que Jurgen pudiera ser un problema, pero lo es.

—Eso no me preocupa. Si tengo que entregarlo, lo entregaré. Walter… no sé… nunca cuenta nada. Pero creo que ahora quiere decirnos algo. Lo que ha planeado para el cumpleaños de Hitler, el día veinte.

—¿Qué piensa hacer?

—No ha querido decirlo. Nos lo contará mañana por la noche. Vendrá con ese bocazas, el de la avioneta, que a lo mejor viene desde Georgia. He avisado al doctor Taylor para que venga también. A ver si nos enteramos de lo que está pasando.

—Espero que Joe Aubrey no pueda venir —dijo Bo—. Que el mal tiempo se lo impida. Aunque a ése le da igual. A tomar por culo el mal tiempo; es un tío vehemente, y no hay tormenta que pueda detenerlo. Aunque a lo mejor se estrella y muere quemado. ¿No sería estupendo?

—Esta vez vendrá en tren —dijo Vera—. El que me preocupa es el doctor Taylor.

—Nunca abre la boca, pero no pierde detalle —asintió Bo.

—Es posible que no hable mucho en las reuniones, pero podría estar pasando información al FBI. Creo que si se ve en apuros nos denunciará para no ir a prisión, o para que le reduzcan la condena.

—¿Quieres que haga algo?

—Te lo diré mañana por la noche, después de la reunión. A ver si alguno me gusta.

—A ver si alguno puede darnos dinero —añadió Bo—. Sabemos que el bocazas podría. ¿Por qué no lo seduces? Lánzale el anzuelo.

—No podría. Su colonia me hace llorar.

—La mía también. Creía que lo que no te gustaba de Joe era su aliento. Haz que te firme un cheque para la pobre gente que está pasando hambre en Berlín, y cóbralo. —Se inclinó para apoyar la mejilla en el pecho de Vera—. Cuando se acabe el dinero, dímelo. Me pondré en una esquina.

—No digas eso, por favor.

—En Six Mile con Woodward Avenue. Abordaré a alguno de los que vuelven a casa en las afueras, donde vive la gente con dinero.

Vera cogió a Bo de la barbilla. Lo observaba con gesto severo.

—No me digas nunca, nunca, lo que podrías hacer si no estuvieras conmigo. No quiero saberlo. ¿Lo has entendido? Ni siquiera en broma; o te dejaré. —Lo miró. Estaban muy cerca. Y le besó en la boca con dulzura, diciendo—: ¿Lo has entendido? Eres mi amor. Quiero que sientas que me perteneces sólo a mí y a nadie más. Sé bueno. Yo te haré feliz. Mañana por la noche te prestaré mi vestido negro de lentejuelas.

Bo se incorporó para sentarse.

—¿Mientras estén aquí tus espías?

—Eso es cosa tuya —dijo Vera.

—¿El negro de lentejuelas?